29/12/09

Una lección de penumbra


La anterior iba a ser la última entrada del año. Pero no. Cómo acabar el año sin dar cuenta de que, al fin, ha llegado a mis manos Troppo vero, la última entrega -¡la dieciséis!- de los diarios -Salón de pasos perdidos, una novela en marcha- de Andrés Trapiello. ¡Si llevo esperando este libro desde febrero, por lo menos! Por lo visto lleva algunas semanas en las librerías. Ya se puede creer lo abismado que andaba uno en un trabajo que ensimismaba mis cinco sentidos -¿eh, Pepe?- para olvidarme de vigilar su llegada, pero el sábado pasado en la Michelena -dónde si no-, allí estaba Troppo vero, un volumen colmado de casi ochocientas páginas. Había tres ejemplares sobre la mesa. Me llevé dos. El segundo, para nuestro hijo, que también se ha convertido en estos años en un adicto de estos diarios donde no pasa nada, o como dice el propio autor, "nada con guarnición", que es algo así como sentarse a la vera del camino y esperar. A qué, os preguntaréis. Pues a ver crecer la hierba, ¿no, Pepe?

Uno puede asombrarse de la energía que debe desplegar un hombre para escribir las más de ocho mil páginas de sus diarios -hasta ahora-, los artículos, las novelas, los ensayos, los poemas. Como me asombra el trabajo del maestro, ya no sólo los cuadros, los papeles, los dibujos, los cuadernos, ese trabajo de la mano hora a hora, día a día, año a año. Arcadi Espada, que también lee los diarios de Trapiello, ha hecho números y ha diagnosticado "científicamente" el despliegue balzaquiano de un autor que escribe, por lo bajo, mil palabras al día. Pero eso, a quién le importa, aunque sí importa, caray si importa. Lo que importa de verdad -también a Arcadi Espada, a quien, en adelante, cito a mi manera- es que los diarios de Trapiello devuelven al lector una imagen precisa de la gran representación humana del lenguaje. Le devuelven a la lengua la capacidad de representar verazmente un hecho. Leyéndolo, uno advierte de un modo casi sensitivo la tremenda singularidad de que la especie humana sea capaz, a diferencia de la ameba, de contar su experiencia. Y descubrimos lo que nos hace humanos, que no es tanto el lenguaje, como la mímesis. Estos diarios, sin épica, nos acercan al extraordinario valor de la mímesis, al asombro de su filiación orgánica. Es importante que no contengan épica. Uno puede admitir que el hombre haya inventado la palabra fuego, tal sería el resplandor. Pero lo realmente inverosímil es que haya inventado la palabra gris. Y aquí dejo en paz a Arcadi Espada. La mímesis de lo gris, diríamos, nos devuelve a la vera del camino y a la espera de ver crecer la hierba.

Andrés Trapiello

Estas últimas noches, Ángeles me escuchaba reír en la cama con el tochete de Troppo vero en las manos y susurraba: "Ya te has reencontrado con Trapiello". Y así es, uno no lee las nuevas entregas de los diarios, uno se reencuentra con él, con la vida -y sus rituales- que vive y traduce en sus páginas, con un aquel cervantino, es decir, con mucho mucho mucho humor. Por eso, cuando volví a casa de la librería con Troppo vero en las manos, lo celebré con tres dedos de Bushmills, el güisqui de la destilería más antigua del mundo -de los tiempos de El Quijote-, que Adelita me trajo de Irlanda. ¡Qué menos!

En el prólogo de esta última entrega, Trapiello da cuenta muy bien de lo que cabe esperar de estos libros suyos:

Entre los hechos más misteriosos que recuerdo de mi infancia está este: entrar en un cine en el crudo invierno leonés a las cuatro de la tarde en pleno día, y salir, dos horas después, cuando ya se había hecho de noche. Me parecía que hubiesen trascurrido también [como a San Ero de la Armenteira] trescientos años. A menudo quería la suerte que al salir del cine la ciudad se hubiese cubierto inesperadamente de nieve, y el prodigio era aún mayor, se diría que desembocábamos en otra ciudad y en otro tiempo más medieval aún que el que gastábamos por allí.

No sé que valor tienen estos libros, pero me gustaría que entrando en ellos a la gente se le olvidara también, como a Stendhal cuando escribía, el paso del tiempo.

Porque es el tiempo, en realidad, lo que pasa, como el viento que sopla donde quiere en aquella película de Bresson, en los diarios de Trapiello. En este Troppo vero que ahora me acompaña por las noches, libros de varia lección, que diríamos, como la que encontramos en las páginas 68 y 69:

LA invisibilidad quizá no sea buena para muchos libros, pero sí la penumbra, al menos para estos. De chico, cuando volvía de jugar de la calle, casi de noche, me encontraba a mi madre preparando la cena. Le gustaba mucho posponer el momento de encender la luz, acaso por estar un poco más al lado del día. Al entrar en la cocina, no veía nada, quiero decir, que para mí todo se volvía invisible, y protestaba. A mi madre le hacía mucha gracia aquello, y aconsejaba paciente: yo veo perfectamente; sólo tendrías que quedarte un rato aquí, y verías igual que yo.

Solo tendrías que quedarte un rato aquí... Otra vez la espera, ¿verdad, Pepe? Toda una poética. Lo dicho, varia lección. Una lección de literatura. Una lección de cine. Una lección de penumbra.

28/12/09

Hondo oficio de inocencia


Pocas historias afiebraron estas noches, cuando era niño, como la matanza de los inocentes y la huida a Egipto. Esa historia tiene todo lo que un thriller necesita para agarrarnos por el cuello y aflojar sólo en el último segundo: el horror y el suspense, la amenaza y la urgencia, la angustia y el alivio. Les pedía a mis padres que me contaran una y otra vez aquella masacre, pero me bastaba yo solo por la noche para imaginar a José llevando de las riendas al burro -los gallegos preferimos el burro a la mula, el burro trazó los viejos caminos de este país- en el que viajaba María con el niño recién nacido en brazos, alejándose del los gritos de los inocentes despedazados por orden de Herodes: qué miedo, ese burro que no podía ir deprisa, qué placer.

Pier Paolo Pasolini

Conté aquí cuánto me había impresionado a mis diez años El evangelio según san Mateo, la primera película de Pasolini que vi: aquella matanza de los inocentes me sobrecogió, no sabía muy bien por qué, hasta que la volví a ver mucho más tarde, porque el cineasta la había filmado como si se tratara de un reportaje de guerra, como si estuviera allí, apremiado por la urgencia de lo que acontecía ante sus (nuestros) ojos, con el nervio y el temblor de un enviado especial al corazón del horror veinte siglos atrás. De pronto, aquello que había imaginado tantas noches hasta arder de espanto cobraba vida en blanco y negro, como si gritaran desde las páginas de los periódicos.

A la izda., Pasolini en el rodaje de
El evangelio según san Mateo

La matanza de los inocentes me asaltaba cada 28 de diciembre hasta que leí la primera historia del cine. Entonces descubrí que tal día como aquél, en París -dónde si no-, en el nº 14 del bulevar de los Capuchinos, en el Salón Indio -del sótano- del Grand Café, más o menos a la hora en que escribo esto, a eso de las seis de la tarde, poco más de treinta personas asistían a la primera proyección de cine -tal como la conocemos hoy- de la historia, pública y de pago. Fue en 1895, hace ciento catorce años. Se proyectaron diez películas y la sesión duró menos de quince minutos. Era la presentación en sociedad del Cinematógrafo Lumière. No pasó ni un mes cuando se abrió en Lyon, el 25 de enero de 1896, el primer cine del mundo.


Sinceramente, me importa muy poco discutir aquí si fue o no fue Louis Lumière el inventor del cine, incluso si realmente inventó algo o sólo lo aplicó. El propio Lumiere insistió en que su única idea creadora -alumbrada en una negra noche insomnio- había consistido en aplicar el principio de la excéntrica de Hornblower, que ya se aplicaba en las máquinas de coser, al avance intermitente de la película en el interior del cinematógrafo. Podéis imaginar cuánto me gusta que un elemento esencial del cine proceda de una herramienta de costureras. La excéntrica es una pieza que arrastra un bastidor provisto de dos uñas, las cuales se introducen en los orificios de la película -dos por fotograma en el aparato de los Lumière- y desplaza cada fotograma hasta llegar delante de la ventanilla de exposición, donde permanece el tiempo necesario para su impresión o proyección, porque sirve para rodar y para proyectar películas.



El cinematógrafo Lumière es un aparato reversible. Pero también servía para tirar copias de las películas. Es decir, se trataba de un aparato muy práctico. Lo único que necesitaba un operador -provisto del cinematógrafo Lumière- en cualquier lugar del mundo era obtener los productos químicos para el revelado, por lo demás gozaba de total autonomía. He ahí el verdadero invento de los Lumière: la sencillez y polivalencia del cinematógrafo.



Obviamente, no era un aparato perfecto. Sólo cargaba 17 m. de película. Como la velocidad de paso eran 16 fotogramas por segundo, tenemos aproximadamente cincuenta segundos de proyección. Esa era la longitud y duración de las vistas de los Lumiêre. Mucho se ha escrito a propósito de las vistas como el origen del cine documental por oposición al cine de ficción cuyo origen de atribuye a Georges Méliès, que también estaba presente en aquella primera proyección del Grand Café; o del germen narrativo que puede advertirse en algunas de esas vistas. Como si esas películas de los Lumière necesitaran un valor añadido, como si no fuera suficiente la calidad de las vistas mismas. Quizá porque las hemos visto, las más de las veces, mal proyectadas -en televisión, sin respetar su velocidad de paso, en malas copias-, pero si tenéis alguna vez la oportunidad de ver las vistas de los Lumière en copias obtenidas a partir de los originales, entonces resulta evidente por qué causaron tal fascinación aquellas vistas en aquellas primeras proyecciones. Aquellas primeras películas de los Lumière nos regalaban una mirada que conservaba una exaltada capacidad de evocación de la realidad que reproduce a través de eso que los pintores denominan efectos reales, en palabras de Jacques Aumont, la sensación evocada por una materia, una textura, una luz, una irisación, una transparencia. Al registro de esos efectos reales se entregaban los operadores de los Lumière.


Más de una vez nuestro hijo nos ha recordado las palabras de Jean Renoir a propósito de la belleza inefable de las vistas de los Lumière, de la perfección de sus películas. Decía Renoir que se sintió maravillado ante las vistas de los Lumière como cuando vio por primera vez las esculturas etruscas. Se trataba de obras donde la dificultad técnica exigía poner los cinco sentidos. Entregarse por completo a una herramienta y penetrarla hasta el alma. Se trataba de descubrir el corazón mismo de la materia. La primera película de los Lumière fue La salida de la fábrica. La rodaron más de una vez, al fin y al cabo se trataba de su fábrica de Lyon y de sus propios obreros. El hecho de repetir el rodaje no se debió a razones técnicas, es decir, se repitió porque no quedaba bien por otras razones. Efectivamente, por razones... llamémosles estéticas. Digámoslo así, fallaba la puesta en escena. Así que repitieron el rodaje hasta que lograron acompasar la salida de los obreros en los cincuenta segundos que dura la proyección. Y lo que es más importante para que el final de la película coincidiera con el cierre de la puerta. Es decir, la primera película de los Lumière cuidaba dos de los aspectos cardinales del cine de hoy mismo: extraen la puesta en escena que está presente en las cosas de lo real y ritualizan el tiempo. Dicho de otra forma, no importa si los Lumière inventaron el cine, lo que resulta decisivo es que el cine vuelve, sin remedio, al cine de los Lumière, a las vistas, cada vez que busca la luz para alumbrarse en los nuevos caminos del cinematógrafo, ése que Bresson iluminó con sus Notas.


Como tantas cosas, si hablamos del cine, también le debemos a Henri Langlois la recuperación de la obra (de las vistas) de los Lumière. En enero de 1966, Langlois organizó en la Cinemateca Francesa una primera retrospectiva de los Lumière que incluía doscientas vistas.

Henri Langlois

Godard pronunció el día de la apertura de la retrospectiva un discurso que podéis leer en la edición de textos del cineasta Jean-Luc Godard por Jean-Luc Godard (Barral Editores, 1971). Aquí os dejo un breve fragmento (interesado):

No creo equivocarme al imaginar que hace sesenta años los espectadores reunidos en el Grand Café eran tan numerosos como en esta sala. Nuestra ligera ventaja es que en este momento, a las diez y treinta y cinco de la noche, cerca de cuatrocientos millones de hermanos nuestros hacen lo mismo en el mundo entero. Ya sea a bordo de un avión, o frente a un receptor de televisión, en un cine-club o o en una sala de estreno, ¿qué hacen? Beben palabras y se sienten fascinados por un torrente de imágenes. En una palabra, como Alicia ante el espejo apreciado por Cocteau: están maravillados.

Louis Lumière

Y se lo debemos a los Lumière. El cine nos devuelve la inocencia de los niños que fuimos, unas veces, y nos consuela (y nos salva) de la irremediable pérdida de la inocencia otras. Estos días pasados, cuando trataba de recuperarme del jet-lag de la navidad leyendo Sete palabras de Suso de Toro, volvieron a mí, desde sus páginas, los versos de Claudio Rodríguez en que define la infancia como un hondo oficio de inocencia. Quizá ya sólo volvemos a a ser niños ante una pantalla, donde se proyectan las películas que vieron nuestra infancia. ¡Vaya un brindis de fin de año por los Lumière!


22/12/09

Las pequeñas obras maestras


Hoy quisimos darnos un regalo. Yo había terminado un trabajo y Ángeles empezaba las vacaciones. Los dos estábamos cansados. Llovía. Y nos regalamos una sesión continua. 'Funciones corridas' las llaman en Méjico, por lo visto, según cuenta Juan Villoro en uno de sus libros de ensayos literarios (Ángeles me apunta que esto de las 'funciones corridas' ya lo conté una vez, pero, bueno, por si acaso alguien no lo leyó la vez anterior aquí queda dicho una vez más). Dos películas 'menores' de John Ford: The sun shines bright (1953) y Wagon Master (1950), las menciono en el orden en que las vimos. Ambas películas son dos obras maestras, dos pruebas incontestables del más grande de los cineastas, dos joyas del arte cinematográfico. De cualquiera de ellas uno podría decir cualquier día que es la mejor película de Ford, si no fuera porque para uno (y para Ángeles), ese lugar está reservados desde la primera vez que la vi (vimos) a El hombre tranquilo, pero hoy no es el día para ir a Innisfree. Hoy es el día de Wagon Master. Pero tampoco para explayarme. Sólo para unas notas puntuales, unos apuntes breves, a pie de pantalla, como aquel que dice.


Wagon Master es de esas películas en que cada escena condensa el arte de John Ford. Una de las primeras es ésa en que Travis Blue (Ben Johnson) y Elder Wiggs (Ward Bond) conversan recostados en una cerca que aprisca a unos caballos inquietos, mientras trabajan sendos trozos de madera con sus respectivas navajas, sobre la posibilidad de que Travis guíe a la caravana de mormones que dirige Elder, ambos reunidos en un plano medio frontal y fijo, cortado por planos de reacción de quienes aguardan el desenlace de la conversación y el plano de conjunto que abre y cierra la escena.


Basta esta escena para retratar a ambos personajes con elocuencia, sin subrayados, con gracia y la comicidad justa destilada por los arrebatos de ira de Elder, apenas contenidos por las miradas severas del viejo mormón Adam Perkins (Russell Simpson). Es decir, a Ford le basta una escena para cargar sobre las espaldas de los personajes el peso del tiempo que les dota de gravedad, de arraigo en la tierra, de verdadera humanidad.


Wagon Master es de esas películas que ponen en evidencia al más grande de los directores de cine musical de la historia (del cine). Porque no otra cosa son las más grandes películas de Ford, por pequeñas que sean, sino películas musicales. No porque tengan canciones, que la tienen, no porque tengan bailes, que los tienen, sino porque la organización de la materia fílmica parte de una concepción musical que conjuga el tiempo y el movimiento en el tratamiento del espacio y de los cuerpos, como si fueran notaciones de una partitura que cuaja y se despliega en la pantalla, o sea, como si de una pieza musical se tratara.


Basta contemplar la partida de la caravana, el cruce del río, el camino del desierto, la llegada al río tras sesenta millas sin agua, la carrera de Denver (Joanne Dru) tras habérsele declarado Travis... De la música del movimiento, del tempo que destilan las imágenes emana el alma de los personajes, el alma de la comunidad, de la caravana.


Por eso Denver tropieza y se cae, pero el travelling no se detiene, porque es el latido incesante del corazón de la mujer quien lo empuja aunque ella se quede atrás. Es el corazón de Denver el que está en movimiento, el que ya no se va a parar. Es la música del alma de Denver la que alienta en el movimiento del plano.


Cuentan que Wagon Master es la película que Ford prefería, la que más se acercó a lo que quería conseguir. Cuentan que, aunque firmen el guión Frank Nugent y Patrick Ford -el hijo del cineasta-, en realidad fue Ford quien la escribió al tiempo que la rodaba y que, según Nugent, cortaba brutalmente el guión, justamente, transmutando diálogos en movimientos anímicos -y musicales-. Basta ver los planos finales de esta película para entender que Ford nos está contando cuánto le cuesta abandonar Wagon Master, como si, habiendo concluido el viaje, anhelara que vuelva a empezar; porque sabe que es el viaje lo que cuenta, es hacer la película lo que cuenta, es rodar lo que cuenta. Por eso Wagon Master es, sobre todas las cosas, una película sobre el camino. Es decir, sobre la vida. Que es lo mismo que decir sobre el cine. Y cuando de la verdad se trata, bastan las cosas esenciales. Muy pocas cosas, la verdad. Algunos seres humanos en el aquel de ir, no importa demasiado adónde. Es la música del tiempo lo que suena.

Es una lástima que Ben Johnson rodara tan pocas películas con Ford, si es un actor tan fordiano, tan austero, tan entero, tan cercano, que necesita tan poco para decir tanto, que resulta una delicia contemplarlo, sobre el caballo y agachado en el suelo.


Basta que se acerquen Ben Johnson y Joanne Dru para que la pantalla destile sensualidad y deseo contenido.


Bastan tan pocas cosas en una película tan sencilla para conmovernos. Basta un gran plano general, las formaciones minerales, la tierra, rastrojos y una caravana tan frágil en movimiento, acercándose por la derecha del encuadre para encogernos el corazón gracias a Ford y a Bert Glennon.


Qué pocas cosas le bastan a un cineasta tan grande para componer las pequeñas obras maestras.

20/12/09

Un maestro de escuela

Hace un par de años en uno de esos talleres de guión en el que enredan a uno cada cierto tiempo, cuando uno, maldita sea, fue incapaz de decir que no, o cuando fue capaz pero se rindió, o cuando claudicó en el último no, que es el que cuenta, en fin, cuando uno, una vez más, transigió, decía, hace un par de años, afronté aquel tinglado con el presentimiento de que más pronto que tarde me arrepentiría, de que me reprocharía, una vez más, haber sido incapaz de decir no. Y me equivoqué. Por una vez, albricias, estaba donde debía estar. Porque, quizá, si no hubiera dejado que me enredaran en aquel taller, tampoco hubiera conocido a David Pérez Iglesias. Como es un tipo de verdad, de pies a cabeza, era el único que se sentía fuera de lugar, y eso que sobraban dedos de una mano para contar a quienes merecieran estar allí. Y David era (es) uno de ellos. Aquella tarde de octubre en el Costa Vella de Santiago, con sus maltas mediante, hablando de esto y de lo otro, de Rosalía, de Ferrín, de Uxío Novoneyra, y también de la adaptación cinematográfica de su relato de aventuras Cando veña a noite -el pretexto que lo había llevado al taller de guión-, representa uno de esos bálsamos para las horas inciertas y los tiempos oscuros.

Podría contaros muchas cosas de David Pérez Iglesias. Pero sólo os contaré algunas. Porque aunque os contara cuanto sé e imagino, sólo representaría una parte infinitesimal, así que para qué. David es un escritor (además de la novela citada, la colección de cuentos Estación Término), un guionista (de Retornos, una película de Luis Avilés que se estrenará pronto), un gran lector de curiosidades, un -me acabo de enterar como quien dice- regueifeiro frustrado -o quizá no, quién sabe-, un tipo que se sabe casi -lo de casi es un eufemismo- toda la obra poética de Rosalía de memoria, que tiene a Méndez-Ferrín en un altar de la literatura gallega -totalmente de acuerdo-, un contador de historias estupendo que sale a fumar en la madrugada sobre todo si llueve, y que lleva dentro pero a flor de piel un campesino, de esos que ve muy lejos, o sea, muy hondo. A veces se pasa por aquí y me deja sutilmente deberes para esta escuela. Pero aún no os he contado lo más importante: David es un maestro. Quiero decir, un maestro de escuela, aunque dé clase en un instituto, aunque los alumnos lo saluden con el aquel de "profe". Es un maestro. De esos que dejan huella. De esos que quedan en la memoria de quienes han pasado por sus aulas.

Hace un año tuve el honor de compartir un par de horas con los alumnos -del IES de Porto do Son- que con David Pérez Iglesias forman la cooperativa -creo que es la mejor denominación, aunque escuela tampoco está mal- de cine SonCine. Llevan varios años haciendo cortometrajes, podéis verlos aquí. Son adolescentes que hacen cine: escriben los guiones, los ruedan, los interpretan, los montan, los distribuyen. No importa demasiado si son mejores o peores -los cortos, los alumnos son maravillosos-, aunque en cada corto hay por lo menos una escena con cine dentro, como ésa con todas las chicas amontonadas alrededor de Mar en Mar. Lo que resulta conmovedor es la experiencia -sí, educativa, y admirable y valiosa- que ha inspirado David Pérez Iglesias. Porque exige mucha pasión, paciencia y perseverancia. Y mucho, mucho, mucho tiempo, que, obviamente, deja corta la jornada escolar y la dedicación exclusiva docente. Y sí, ya sé, él no me lo perdonaría, no es sólo David, pero yo llevo muchos años en esto, me pasé un cuarto de siglo -que se dice pronto- en las aulas, así que, creedme, sé de lo que hablo, y sin alguien como David, SonCine no sería posible. Es más, estoy seguro que sus alumnos serían los primeros en ratificar lo que os cuento. Y claro, cómo no iba a traer por esta escuela a un tipo como David. Salud, maestro.

19/12/09

Una línea quebrada

Ruth Matilda Anderson (ca. 1925)

Creo que la primera vez que leí sobre la fotógrafa Ruth Matilda Anderson fue en Fronteira, un guión de Miguel Anxo Murado, una comedia de aventuras por la raia do sul de Galicia en los años veinte del siglo pasado. El estupendo guión acabó siendo manoseado, reescrito -es un decir- y perpetrado por Adolfo Aristarain en una película perfectamente olvidable bajo el título de A lei da fronteira (1995), aunque recuerdo como si fuera ayer las estupendas localizaciones -pura raia do sul- y las vacas piscas, rubias y cuernilargas, que aparecían en algunas escenas; localizaciones y piscas que se le deben a Xosé Luis Carneiro. Quizá debiera extenderme algo sobre el asunto para fundamentar los calificativos, pero más vale dejarlo así. Unos meses antes de que yo leyera el guión, Pepe Coira, a la sazón director del CGAI, se encontraba en Madrid con Theodore S. Beardsley Jr., presidente de la Hispanic Society of America con vistas a organizar una exposición da obra fotográfica de Ruth Matilda Anderson realizada en Galicia entre 1924 y 1926, un ensayo visual que finalmente pudo verse aquí por primera vez en 1998 en una exposición que exigió un cuidadoso trabajo de estudio y selección de José Luis Cabo durante cinco años. Desde aquellas fechas, tengo enmarcado el cartel de la exposición y se vino con nostros cuando nos trasladamos aquí:


Levando algas á leira [Carryng seaweeds to the fields]. Muros (A Coruña), 1924. Siempre me ha fascinado ese rostro-máscara de la mujer que lleva el cesto colmado de algas que le rebosan sobre la cabeza y la enmascaran como una representación de Medusa. Claro que luego uno contempla esos pies terrosos y descalzos, casi cerámicos, junto a esas piedras del camino, y el relato mitológico se enraíza en la tierra que pisamos, y entendemos que los mitos son relatos campesinos o marineros, aunque aquí el mar se cultiva también como si de la tierra se tratara: los hombres se las tienen con las tormentas más allá de la línea del horizonte pero se llevan el fango entre los dedos de los pies, y las mujeres rastrillan los arrecifes y la bajamar tal que una huerta.





Ruth Matilde Anderson tenía treinta cuando llegó a Galicia con su padre, también fotógrafo, en agosto de 1924 con un encargo de la Hispanic Society: documentar los trajes y los elementos etnográficos genuinos de la cultura gallega. Las fotografías que realiza Ruth Matilde Anderson en Galicia a lo largo de un año suponen para ella, con el estímulo crítico de su padre, un auténtico aprendizaje, ya que la realidad le imponía problemas constantes -de falta de luz en interiores, de exposición, de inseguridad técnica- que debía superar a medida que revelaba los negativos en un laboratorio de campaña en el cuarto del hotel o de la posada que ocupaba y comprobaba los resultados del trabajo diario. Y buscaba en la poesía de Rosalía de Castro el relámpago que iluminara la negra sombra.

Ruth Matilda Anderson fotografiando
cerca de Vimianzo en 1925



Causaba sensación por estos finisterres -aún más finisterres entonces- una mujer con un equipo fotográfico a cuestas fotografiando mujeres y hombres en sus faenas por los caminos del país. En algunas cartas Ruth Matilda Anderson da cuenta de las reacciones que provocaba:

Estuve hablando con la señora del hotel [en Tui] que me había tirado de la lengua y sabía que tenía treinta años y que no estoy casada. Me mira muy atentamente como si fuese un objeto extraño pero interesante al mismo tiempo... Esta mañana estuvimos fotografiando los aparatos de limpieza, y esto casi provocó un cataclismo en el establecimiento. La señora es un auténtico sargento, todos hacen lo que ella dice. Rosa, la criada, casi perdió el trabajo por interesarse tanto por nosotros. Le riñen cada vez que habla conmigo, porque a mí me encanta hablar con ella, se divierte tanto con nosotros. (25 de agosto de 1924)

Sacando a rede. Ézaro (A Coruña), 1924

Cuando embarcaron hacia Nueva York, padre e hija llevaban casi 5000 fotografías realizadas en el periplo gallego que se había extendido hasta Asturias y León. En diciembre de 1925 Ruth Matilde Anderson volvió a Galicia con Frances Spalding, compañera fotógrafa en la Hispanic Society, recorrió otra vez toda Galicia en un Ford de segunda mano habilitado para transportar con comodidad el equipo fotográfico y regresó a Estados Unidos en mayo de 1926 con 2.300 nuevas fotografías.

Leiteiras volvendo de Muros.
Carnota (A Coruña), 1924




La obra de Ruth Matilda Anderson no se publicaría hasta 1939, editada en forma de libro por la Hispanic Society bajo el título de Gallegan Provinces of Spain: Pontevedra and La Coruña, del que se excluyen las fotografías de Ourense y Lugo que se conservan en el archivo de la Hispanic Society. Después, Ruth Matilda Anderson fue abandonando la fotografía para especializarse en la historia del traje en España. Es una lástima que no se haya publicado aquí su libro, el 70º aniversario hubiera sido una buena excusa. Eso sí, pueden contemplarse 439 de sus fotografías en una exposición que estará abierta en A Coruña hasta el 28 de febrero.

Taberna. Muros (A Coruña), 1924


Casa do pescador Álvaro Martínez.
Fisterra (A Coruña), 1926

Habría que esperar a los años treinta con la obra fotográfica de José Suárez para encontrar y ver, en palabras de José Luis Cabo, propuestas y postulados renovadores en Galicia que trataban de conciliar la cultura tradicional con los lenguajes plásticos contemporáneos que advertimos en las fotografías de Ruth Matilda Anderson. José Suárez, el fotógrafo de Allariz que rueda en 1936 Mariñeiros, pero antes de que pueda estrenar el documental, se entera que los fascistas van a por él y huye a Argentina, vía Lisboa. Tiene que dejar atrás a su mujer cuidando de la madre enferma. Aquella ruptura le pesará en el alma toda la vida. (En adelante, todas las fotografías son de José Suárez, realizadas mientras rodaba Mariñeiros.)



Quedará fascinado con la cultura japonesa mientras fotografía el país para Life, hasta el punto de traducir obras de teatro Nô al castellano, andar por casa en quimono e incluso adaptar los lugares en los que vivirá posteriormente a la manera japonesa. Volvió a Galicia quizá antes de tiempo o quizá no debió volver nunca, porque se sentía para siempre derrotado. Llevaba siempre con él una carta: "A quienes de algún modo alcancen las molestias que ocasione mi muerte: ante todo, perdón por ocasionárselas". Se quitó la vida en el cuarto de un hotel de A Guarda el 4 de enero de 1974, con vistas a la desembocadura del Miño, frente al Atlántico.


Su película Mariñeiros, y mira que la buscó Manolo González en Buenos Aires y Montevideo, no se encontró nunca, hasta el punto de devenir algo así como el Grial del cine gallego.

Ahora que lo pienso, no era mi intención reunir aquí a Ruth Matilda Anderson y a José Suárez, pero quiza este país sólo pueda contarse a través de fugas y contrafugas que componen una línea quebrada y quebradiza, pocas veces continua, de puntos la mayor parte de la historia, de breves iluminaciones y prolongadas derrotas. O quizá, hablando de derrotas y derrotas, podamos prolongar esa línea quebrada hasta ahora mismo. Hasta esos Mariñeiros de omundodecostas: vale la pena verlos, escucharlos, imaginarlos.

18/12/09

Acuse de recibo


Quizá sea por la edad, pero en los últimos diez años, cada vez que he vuelto a leer La isla del tesoro, acaban por calarme hondo momentos que antes apenas si eran transiciones o preludios de los momentos fuertes del más maravilloso de los relatos. Hoy, cuando la llegada por sorpresa de tres ejemplares de La isla del tesoro y el camino que recorrieron para llegar a mis manos me han hecho feliz, recordé que en la última lectura de mi libro favorito me ha conmovido como nunca ese momento del capítulo 7 -Voy a Bristol-, el primero de la 2ª parte, en que Jim Hawkins vuelve a la posada del Almirante Benbow para despedirse de su madre, antes de embarcar en la Hispaniola, y se encuentra a un aprendiz que ocupa su lugar:

Al ver a aquel chico fue cuando comprendí, por primera vez, mi situación. Hasta aquel momento había pensado en todas las aventuras que me esperaban, pero no en el hogar que abandonaba, y ahora, al ver aquel torpe desconocido que iba a quedarse en mi sitio y junto a mi madre, tuve el primer ataque de lágrimas. Temo que traté al muchacho como a un perro, pues como era nuevo en el trabajo tuve cien oportunidades de corregirle y de dejarlo en ridículo, y no le perdoné ni una.

Pasó la noche y al día siguiente, después de cenar, Redruth y yo volvimos a ponernos en camino. Me despedí de mi madre, de la caleta en que había vivido desde que nací y del viejo y querido Almirante Benbow, que desde que lo habían vuelto a pintar ya no me resultaba tan querido. Uno de mis últimos pensamientos lo dediqué al capitán, que tantas veces se había paseado por la playa con su tricornio, la cicatriz del sablazo en la mejilla y su viejo catalejo de metal. Un momento después habíamos dado la vuelta al camino y perdí de vista la casa.

(Traducción de Fernando Santos Fontela)

Y la infancia quedó atrás. Y quizá sea el latido de esa herida, envuelta en la prosa de R. L. S. decantada por el tiempo, el que escucho más adentro. Una música lo envuelve a uno, como las hojas del otoño, como una lluvia mansa de melancolía.

16/12/09

La sal de la tierra


Hice un alto en el guión que estoy escribiendo para ir a comprar el pan y, de paso, estirar la espalda. Llevo unos años frecuentando una frutería en la que encontramos el pan que nos gusta. Un establecimiento pequeño, estrecho y oscuro que atiende una mujer joven, entrada en carnes y desinhibida. Suelo encontrarla en compañía de una clienta habitual y amiga, una o dos que veo de vez en cuando, y alguna que no vi antes. Me conocen, eso quiere decir que saben dónde vivo y que mi mujer es la orientadora del instituto. O sea, para las mujeres que suelo encontrar allí cuando aparezco a mediodía soy o home da orientadora.

No sé por qué, a pesar de las canas (aunque canas es un eufemismo, no tengo otra cosa), les inspiro el aquel de escandalizarme, así que en cuanto la frutera me ve en la puerta procura derivar la conversación hacia pormenores que juzga subidos de tono, incluso procaces. Supongo que, como sonrío abiertamente, se sienten reforzadas y ya se ha convertido en un juego verbal improvisar el quiebro sexual del asunto que las entretiene. Hace unas semanas, por ejemplo, en cuanto entro y cojo una bolsa para llevarme unos tomates, la frutera comenta que es una pena que no le gusten las mujeres, porque nada le resultaría más a mano que, en cuanto le entraran las ganas, cruzar el pasillo y llamar a la vivienda de la amiga (de palique con ella junto al minúsculo mostrador, que vive en el mismo piso y que le sigue el juego) con la disculpa de pedir un poco de sal. Entonces una mujer con un rostro que recordaba la máscara de Buster Keaton suelta con un regusto de envidia en las palabras y mirándome con un punto descarado:

-E por riba, poden darlle canto queiran que non empreñan.



Pero hoy, cuando llegué, sólo estaba la frutera y una mujer de sesenta y tantos años pasándole bolsas de fruta y verduras para que las pesara:

-Mi marido y mi hijo ya lo sabían, pero a mí el médico me comunicó hoy que tenía cáncer.

Silencio, como valorando que atendíamos. Prosigue:

-Ahora hay dos posibilidades, si la nuclear que ya me hicieron salió bien, me operan y me cortan un pulmón. Si la nuclear salió mal, entonces ya sólo queda lo otro.

La quimioterapia, añade la frutera.

-Eso. A mí me dio no se qué lo mal que lo pasaron estos días mi marido y mi hijo, haciendo como que no sabían, mira tú. Con lo sencillo que le hubiera sido al médico decírmelo a mí primero.

Cuando volvía a casa, me pesaban más de la cuenta las naranjas y el pan. Quizá fuera la congoja que alguien había descargado a base de palabras. O era la sal de la tierra que llevaba conmigo con el pan nuestro de cada día.

15/12/09

Te podías estar calladita, memoria de m...

Era un rapaz, diez años o así. Al salir de la escuela, los chavales acostumbrábamos a parar junto a un largo muro sombreado por los cipreses. Era un ritual inevitable. Llegamos, dejamos las carteras en el suelo y nos colocamos en hilera frente al muro. Como si fueran a fusilarnos por la espalda. Entonces sacamos la pirola y empezamos a mear contra el muro. Ganaba la meada más larga. Pero un día, no sé por qué, volví solo. Atardecía y los cipreses vertían una sombra oscura sobre el paredón de las meadas. Era mi oportunidad. Hasta ese día no había ganado nunca. Me tomé mi tiempo. Nadie a la vista. La calle vacía y el largo muro para mí solo. Ya aspiraba a pleno pulmón el sabor de la victoria. Abro la cremallera, sacó despacio la pirola y dejo que lentamente vaya saliendo el chorro. Estaba tan a gusto que no sentí los pasos, sólo escuché un chac-chac que me perforó las entrañas: un tipo se acercaba desde el otro extremo del paredón abriendo y cerrando una tijera de podar, chac-chac, chac-chac. A medida que avanzaba me hablaba entre dientes con palabras como masticadas: Te voy a capar, te voy a capar...


Eché a correr hasta que no pude más. Cuando me senté, el corazón me reventaba el pecho y no me bastaba la boca para tragar aire. Entonces, descubro impotente un calorcillo húmedo resbalando por la pierna. Estaba tan aterrorizado que ni siquiera me había guardado la pirola, corrí todo el tiempo con ella fuera y ahora meaba sobre los pantalones. En ese momento aparecen los compañeros de clase y me sorprenden en aquel estado lamentable. Sentí que todo el terror que llevaba dentro se transformaba en una vergüenza que fuera a sobrevivirme.

14/12/09

El avión de Lisboa


Ayer encontré un archivo que creía perdido con unas notas a propósito del desarrollo del guión de Casablanca, extraídas de un libro de Pablo Sánchez Martín editado en 1997 por Film Ideal que a estas alturas resulta casi inencontrable y que contenía el guión traducido y anotado de la película, y un estudio introductorio que, de paso, desmontaba algunos lugares comunes que se suelen barajar a propósito de la película de Michael Curtiz. Recuperar aquí aquellas páginas que muestran cómo se trabajaba (escribía) en la fábrica de la Warner en los tiempos del cine clásico y de paso seguir los avatares de la cocina de un guión canónico, ése que el gurú Robert McKee considera el guión por excelencia, quizá tenga algún interés. Confieso que siento debilidad por Casablanca, y cuando digo debilidad quiero decir debilidad, tal cual. No es mi película favorita y ni siquiera entraría en una hipotética lista de las que considero las cien mejores películas de la historia del cine, pero si la encuentro en algún canal no puedo evitar verla, y llorar con la escena de La Marsellesa y derretirme con los ojos húmedos de Ingrid Bergman y asombrarme de la coreografía que monta Curtiz en el aeropuerto y maravillarme con esos encuadres de los plano/contraplano del triángulo con esos sombreros y con tal perfección, y escuchar esas réplicas mientras ronronea el avión de Lisboa. En fin, ya lo dije, una debilidad. Recuerdo la tarde del día de Navidad de hace dos años en Nueva York, paseando por el West Village con Ángeles y nuestro hijo, cuando descubrimos con sorpresa que estaba abierta una pequeña librería de viejo, la Left Bank Books, tan atestada que costaba moverse y donde encontramos una edición de los escritos de Dovjenko y Casablanca: Script and Legend de Howard Koch, un volumen en tapa dura, sobrecubierta y el borde superior de las páginas tintado de rojo con el guión de la película, un texto de Howard Koch -uno de sus guionistas- sobre el proceso de escritura de Casablanca y un análisis del filme de Ricahard Corliss. Y por si no bastara la que me inspira la película, siento una debilidad añadida por el título de la entrada, así que me dije, por qué no. Y aquí os dejo estas notas deudoras del estudio de Pablo Sánchez Martín publicado, por casualidad, cuando se celebraba el centenario del cine en Galicia.


El caso del guión de Casablanca

1. La idea.

En el verano de 1.938 un profesor de secundaria de veintisiete años llamado Murray Burnett era un escritor novel, un don nadie para los magnates de Broadway y Hollywood, que viajaba a una Europa bajo la amenaza del nazismo. En un café del sur de Francia, refugiados de todas las nacionalidades se arremolinaban en torno a un pianista negro que aliviaba los sufrimientos de la gente con sus canciones. Burnett le comentó a su mujer: "¡Dios mío, menudo escenario para una obra de teatro!"

De vuelta en Nueva York, Murray Burnett y su colaboradora habitual Joan Allison se pusieron manos a la obra. Escribieron un guión que titularon One in a million: una trama de espionaje ambientada en Viena denunciaba la barbarie nazi de la que Burnett acababa de ser testigo. No consiguen venderlo.

En el verano de 1.940 decidieron retomar el tema de la ocupación alemana, esta vez para una obra teatral. Con el tiempo se titularía Everybody comes to "Rick's" (Todo el mundo va a "Rick's"). Como Francia estaba ocupada por los nazis, el escenario del café se trasladó al Marruecos francés. Terminada la obra, navegó de productora en productora sin conseguir interesar a Broadway.

La agente de Allison, Anne Watkins, decidió olvidarse de los teatros y probar con el cine. Consigue entrevistarse en Nueva York con Irene Lee Diamond, la editora de historias de la Warner, que buscaba material literario con posibilidades de adaptación. El ocho de diciembre de 1.941 -el día después del ataque japonés contra Pearl Harbor- la obra titulada Every comes... va a parar al despacho del analista de historias Stephen Karnot en los estudios de la Warner en Burbank, al norte de Los Ángeles.

Tres días más tarde Karnot envía un documento de veintidós páginas -sinopsis incluida- al productor ejecutivo Hal B. Wallis. Algunos de los comentarios contenidos en el informe: "Excelente melodrama. Escenario exótico y de gran actualidad. Una atmósfera de tensión y suspense con conflicto físico y psicológico. Una trama intensa y un sofisticado romance. Un éxito en taquilla seguro para Bogart, Cagney o Raft en papeles fuera de los acostumbrados y, quizá también, para Mary Astor".


2. El proyecto.

A Wallis le atrajo la historia contenida en la sinopsis y se convirtió en el alma del proyecto. Desde el primer día -12 de enero de 1.942, fecha en la que se adquieren los derechos de la obra- hasta el último -26 de noviembre de 1.942, fecha de la première- lo supervisó todo. Como buen analista de historias, no había evaluado solamente la calidad actual de la obra teatral sino la potencialidad de la misma. O sea, sus posibilidades de desarrollo una vez que entrara en el Story Departament de la Warner.

Antes de adquirir los derechos, Wallis se dejó asesorar por productores (Jerry Wald), directores (William Keighley) y guionistas (Aeneas McKenzie y Casey Robinson) de su confianza. A éstos y a otros les mandó una copia del guión y les pidió una valoración por escrito. Hubo opiniones para todos los gustos. El tres de enero A. McKenzie envió su respuesta a Wallis, entre otras cosas comentaba: "Creo que se puede hacer una buena película con esta obra de teatro. Aparte de la acción y de los escenarios en que transcurre, se le puede sacar partido a un tema excelente: la idea de que cuando se pierde la fe en los ideales, la batalla está perdida antes de que comience". Eso es lo que le pasaba a Rick Blaine. McKenzie había dado con una de las claves y fue el primer guionista asignado al proyecto. A él se unieron Wally Kline y Leonore Coffee. Este trío de guionistas acaba de escribir Murieron con las botas puestas de Raoul Walsh. A ellos, el nueve de enero de 1.942, se le asigna el encargo apremiante de convertir Everybody comes... en el guión de la producción nº 410 de la Warner. En aquella época, en el galpón de los guionistas facturaban un guión a la semana por término medio.

Al cabo de treinta y cinco días, el doce de enero, la obra fue comprada por 20.000 dólares -la mayor suma pagada hasta entonces por una obra de teatro sin producir-.




3. La primera versión.

El 23 de febrero McKenzie, Kline y Coffee entregan la primera versión del guión. Para Wallis, algo no marchaba bien en aquel primer draft. Contra la norma habitual del estudio, el trío de guionistas es sustituido por los hermanos gemelos Julius y Philip Epstein, que pasan a ser los responsables del guión el 25 de febrero.

A escasos tres meses del rodaje el guión presentaba un aspecto desolador, sobre todo en cuanto al desarrollo de los personajes. Veamos el caso del protagonista: Richard Blaine era un simple abogado casado y con dos hijos que había llegado a Casablanca procedente de París, donde había mantenido un idilio con Lois Meredith, en guiones posteriores se convertiría en Ilsa, quien, sin saberlo Rick, hacía lo propio con Víctor Laszlo. La escena de la despedida tenía lugar en "Rick's", pero, sobre todo, el generoso gesto final carece de sentido, puesto que Lois ni está casada con Víctor ni está segura de quererle. Instantes después Rick se entregaba sin resistencia a Strasser. Rinaldo, así se llamaba en el primer guión Renault, desconcertado, le pregunta: "¿Por qué lo ha hecho, Rick?", y entonces Rick pronunciaba la frase final: "Por el pringoso dinero, Louis, por el pringoso dinero. Me debe cinco mil francos".

Ahora bien, el armazón argumental era exactamente el mismo de la obra de teatro. Había que manipular y ensamblar las distintas partes hasta conseguir dar una forma satisfactoria a las tramas. Ya en el primer borrador del guión estaban presentes absolutamente todos los elementos argumentales que se dan cita en la obra final: la ciudad de Casablanca, el contexto histórico de la 2ª Guerra Mundial, el repertorio de situaciones dramáticas -desde la detención de Ugarte hasta la escena de "La Marsellesa"-, el papel que juegan los salvoconductos, el reparto de personajes -excepto Carl, Berger, el carterista y otros menores- y sus correspondientes antagonismos, incluso la canción "El tiempo pasará".

4. El guión revisado por los Epstein.


Los hermanos Epstein en la Warner

En el momento en que los hermanos Epstein se incorporan al proyecto también lo hace el director Michael Curtiz. Era la quinta película que la pareja de guionistas escribía para el cineasta húngaro. Julius y Philip tenían una merecida reputación de escritores ingeniosos e inspirados para los diálogos -Arsénico por compasión de Frank Capra, por ejemplo-. Aquella réplica de Bogart "Vine a Casablanca a tomar las aguas" es un botón de muestra de su estilo.

La mano de los Epstein se ve, sobre todo, en dos personajes: Rick y Rinaldo, que se convierte definitivamente en Renault (y el dueño de "El Loro Azul" en Ferrari). Reescribieron los diálogos y sus caracterizaciones fueron trabajadas en conjunto, como en la escena en que ambos están sentados en la terraza del "Rick's" mientras contemplan el avión de Lisboa.

También se nota el oficio de los gemelos en la galería de personajes que introducen en el café -Carl, Sacha, el carterista- y que van a constituir el contrapunto humorístico. Los Epstein hacen que todos los secundarios -incluidos los que ya existían: Sam, Ugarte, Yvonne, etc- giren en torno a Rick, al servicio de su caracterización. Todos le brindarán la frase adecuada en el momento preciso, incluso Strasser, que le pregunta por su nacionalidad tan sólo para que Rick sentencie: "Borracho".

Los Epstein introducen la trama a través del narrador que nos sitúa en el contexto histórico, luego unos incidentes callejeros que terminan con la muerte de un sospechoso, después una escena con el carterista y un matrimonio de refugiados para plantear el tema de la necesidad de los salvoconductos y el papel que juega el prefecto de policía, por último la llegada de Strasser a Casablanca.

El resto del guión de los gemelos, que sólo llega a lo que sería más tarde el flashback de París, no varía sustancialmente respecto a la versión definitiva.

El guión revisado por los Epstein -sesenta y seis páginas- se le entrega a Wallis el dos de abril.
En este punto el guión pasa a manos de Howard Koch, el autor del guión de La guerra de los mundos, la famosa emisión radiofónica de Orson Welles, y de películas como El sargento York de Howard Hawks. Afortunadamente cada escritor se limitó a aportar lo que a su juicio faltaba en el guión, respetando -casi religiosamente- lo que había sido escrito por los anteriores.

5. El guión revisado por Howard Koch.

Howard Koch

Koch empieza a colaborar en el guión el seis de abril de 1.942. En medio de la atmósfera de trabajo en equipo que reina en el departamento de guiones de Warner, H. Koch escribe en un memorándum para Wallis: "(Los Epstein) se dedican a tratar de explotar las posibilidades cómicas. Mientras, yo me ocupo de conseguir personajes creíbles y desarrollar un melodrama que tenga sentido en nuestros días, usando el humor tan sólo para aligerar la tensión dramática".

Los personajes de Rick, Strasser y Víctor Laszlo se beneficiarán del trabajo de revisión. Curtiz se había quejado: necesitaba un antagonista que inspirase mayor respeto y así se lo hizo saber a Koch. Strasser se convierte en un corpulento alemán con gafas de pasta cuya sonrisa parece una parálisis muscular.

La reescritura de Koch no va a ser decisiva en cuanto al personaje de Lois Meredith, la protagonista, pero allanará el camino hacia los drásticos cambios que se avecinan. Para empezar Lois pasa a ser, definitivamente, Ilsa Lund, un nombre nórdico a la medida de la actriz que iba a interpretarlo, Ingrid Bergman. Los hermanos Epstein fueron enviados por Wallis para convencer a Selznick de que les cediera a la estrella y lograron su propósito. Koch contó desde el principio con ese dato.


Siguió la línea trazada por los Epstein y la estructura in media res -la acción comienza en Casablanca-, lo que obligaba a una escena de exposición o un flashback para contar la historia de París. El pasado militante de Rick se explicitaba con los diálogos -con la ayuda de Strasser- y no quedó mal, pero el flashback de París fue y sigue siendo objeto de polémica. Koch luchó hasta el final por incluir uno muy breve, fundamentalmente se reduciría a la escena en la estación del tren. Curtiz, por el contrario, quería explicar bien todo lo sucedido en París, pensaba que sólo así se podría entender el grado de amargura y cinismo al que Rick había llegado.

Concluida la escritura del famoso flashback, añade nuevas escenas: el encuentro de Víctor, Ilsa, Strasser y Renault en prefectura; la secuencia en "El Loro Azul".

La mayor contribución de Koch estriba en explotar las posibilidades dramáticas que ofrecían los distintos antagonismos y que apenas habían sido aprovechadas. También aporta el perfil definitivo a la escena de "La marsellesa" y la amenaza de Strasser: "Ya habrá podido observar usted que la vida en Casablanca tiene muy escaso valor".

La fecha del 25 de mayo -fijada para el inicio del rodaje- pendía como la espada de Damocles sobre la cabeza de nuestro guionista. Escribiendo a marchas forzadas consigue entregar el primer tercio de la película a Wallis el once de mayo y una semana después el segundo. Esta última entrega hace patente las limitaciones del personaje de Ilsa. En la escena del mercadillo contiguo a "El Loro Azul", Ilsa le cuenta a Rick que la razón por la que le dejó plantado en París no fue que estuviera casada con Víctor -esta idea fue original de Koch-, sino que lo hizo porque Rick no tenía nada que ofrecerle y no quería pasarse la vida en hoteles baratos y huyendo siempre de la policía, frase que en próximas versiones se le asignará a Rick. El comportamiento interesado de Ilsa minaba la trama romántica: ni siquiera le pide a Sam que toque "El tiempo pasará". Koch había puesto el acento en los aspectos políticos, para él Casablanca -al igual que la obra teatral de partida- no era una película romántica, sino una película de suspense con un trasfondo bélico, por eso deseaba acortar el flashback. Los Epstein tampoco le habían concedido demasiada importancia a la trama sentimental.


Así que, a escasas semanas del rodaje, el enorme socavón argumental estaba a los pies de Hal B. Wallis. Sabe que el rodaje comenzará con el flashback de París, no sólo son las escenas más cruciales de la relación amorosa Ilsa-Rick, sino también las más débiles del guión. Bogart ha leído el guión y se niega a participar en la película a menos que se reescriba la trama amorosa. Wallis corre pidiendo auxilio a un viejo amigo que trabaja como escritor en nómina para Warner: Casey Robinson, el guionista de El capitán Blood de Michael Curtiz o de Mientras Nueva York duerme de Fritz Lang.

La frenética escritura de Koch por concluir el último tercio del guión finaliza el jueves 21 de mayo, cuatro días antes de que comience el rodaje. Este draft es ajeno a los importantes añadidos que introducirá Robinson. De hecho, ambos guionistas no trabajaron juntos y es posible que Koch no supiera que había alguien más en el proyecto.

En las páginas de la última entrega encontramos el diálogo entre Annina y Rick con medias palabras y dobles sentidos de inusual fuerza dramática, más allá de la mera exposición de los hechos -Renault le ha prometido a Annina los salvoconductos a cambio de favores sexuales-. El tercer acto de la película está resuelto con agilidad narrativa que confluye en una resolución insatisfactoria. Ésta sigue localizada en el "Rick's" y se inicia cuando Laszlo acompañado por Ilsa va a buscar los salvoconductos. Renault aguarda escondido para detenerle -ha llegado a un acuerdo con Rick-. Cuando éste le entrega los salvoconductos, Renault irrumpe en la escena. Rick saca un arma y obliga a Renault a dejar marchar a la pareja. Ilsa, delante de su marido, le suplica que le deje quedarse con él, que es a él a quien ama de verdad. Rick argumenta que es un pobre desgraciado... Ilsa y Víctor se van. Poco después aparece Strasser, Rick dispara contra él y es arrestado por Renault. Como en versiones previas, en el final de la película se hacía mención del dinero de la apuesta. O sea, Ilsa en plan lastimero, sin voluntad propia, y Rick, tras convertirse en héroe, es detenido.

A partir de aquí comienzan a entretejerse todas las declaraciones contradictorias que han alimentado la leyenda de Casablanca. Los Epstein hacen creer a la Bergman que van a rodarse dos finales. Por supuesto, la posibilidad de rodar un final en que Rick e Ilsa se marcharan juntos ni se planteó, sería sencillamente inmoral para la época y tal escena nunca hubiera sido aprobada por la MPPDA.


6. El guión revisado por Casey Robinson.

El veintidós de mayo, Robinson reescribe las páginas del flashback que se necesitaban tan urgentemente. Corresponden al encuentro en "La Belle Aurore" donde Ilsa dice aquello de: "El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos". Y aquello otro: "¿Son cañonazos o es el corazón que me late?" Estas van a ser las primeras páginas que se incluyan en el final draft, es decir, la versión final -con fecha en portada: 1 de junio de 1.942-, y contiene todas las modificaciones que se hicieron a partir del guión de Koch -habrá páginas fechadas incluso a mediados de julio-.

La función concreta de Robinson recibiría hoy el nombre de script doctor, un guionista que se incorpora a la reescritura con instrucciones detalladas sobre lo que debe o no debe tocar en el guión. Aunque su contrato fijaba sólo dos semanas de trabajo, su escritura a pie de obra se prolongó otro tanto.

Robinson reescribió la mayoría del diálogo de Víctor Laszlo. A él se debe la atmósfera glamurosa, tan del gusto americano, del episodio de París. Tres escenas -originales suyas- llevan el sello Robinson: el primer encuentro a solas entre Rick -borracho- e Ilsa en el café cerrado: "Si es diciembre del cuarenta y uno aquí en Casablanca ¿qué hora es en Nueva York?" -esta escena sería reescrita por los Epstein- y que sirve de bisagra al flashback; el encuentro entre Rick y Lazslo previo a la escena de "La marsellesa": gracias a la maestría de Robinson las dos tramas -escapar de Casablanca con los salvoconductos y conseguir a Ilsa- toman la dirección de un clímax único ("Debe haber una razón para negarse a venderlos", dice Víctor. "La hay. Pregúntele a su mujer", responde fríamente Rick); y mediante la escena en que Ilsa exige a Rick los salvoconductos a punta de pistola, Robinson introduce en la película el dilema moral, explotando la idea de Koch -el matrimonio de Ilsa y Víctor- y abocando al protagonista a una encrucijada en la que estará solo: "Tienes que pensar por los dos. Por todos nosotros", concluye Ilsa.

7. Los Epstein vuelven al guión.

A principios de junio se reincorporan a la reescritura de la versión final, no así Koch cuyo contrato termina el cinco de junio y desaparece del proyecto.

El rodaje de Casablanca atravesó dos etapas: antes y después del 25 de junio, día en que se incorporaba al rodaje Paul Henreid. Así se dispuso de un mes más -durante el rodaje de la película- para corregir las deficiencias del guión, particularmente su final.


Wallis había confiado en que Robinson lograra un final más convincente que el de Koch: el problema a resolver consistía en hacer creíble que Ilsa y Víctor se marchasen juntos y qué pasaba al final con Rick. Sin embargo, llegó el 24 de junio -día acordado para la entrega del final draft- y Casablanca tenía la misma resolución. Warner, en persona, hizo llamar a los Epstein para que se pusieran a escribir algo mejor para el 17 de julio, fecha en la que se rodarían las escenas finales. Casey Robinson hizo mutis y los Epstein retomaron las riendas del guión.

Entre las reescrituras de los gemelos en julio se encuentran: la conversación sobre los salvoconductos entre Rick y Ferrari en "El Loro Azul"; el acuerdo al que llegan Rick y Renault en prefectura; el encuentro nocturno entre Rick y Víctor después de que la policía irrumpiera en una reunión de la Resistencia y donde ambos se disputan el amor de Ilsa. Esta última escena ilustra la complejidad de los avatares de la profesión de guionista en aquellos años. Su origen se remonta a una carta de Joseph I. Breen, máximo responsable de la MPPDA, donde se detallaba lo inaceptable del fundido con que terminaba la escena del encuentro entre Rick e Ilsa, donde ésta le declaraba su amor, y que parecía sugerir una relación sexual. ¿Cuál era la solución?: interrumpir la escena con la llegada del marido.


Y, claro, los Epstein se ocuparon de la escena del aeropuerto. Era jueves, 16 de julio del 42. Los Epstein conducen por Sunset Bulevard en dirección a Burbank. Hace bastantes días que se les ocurrió localizar la secuencia final en el aeródromo contiguo al "Rick's". A Curtiz le fascinó la idea: mucha atmósfera, noche y niebla. En el plató nº1 de los estudios de la Warner están listos para rodarla al día siguiente. Repasan la escena que ya saben de memoria: llegan todos al aeródromo en coche, entretenemos a Renault rellenando los salvoconductos, Rick e Ilsa tienen un diálogo a solas que va a decidir su destino; Rick saca un argumento de peso ("...dijiste que tenía que pensar por los dos..."); Ilsa se rebela, Rick se mantiene firme ("Siempre nos quedará París"). Los Epstein le tienen verdadera alergia a las historias sentimentales -lo suyo es la alta comedia-, pero son capaces de escribir lo que les echen. La soledad dota al personaje de Rick de una estatura heroica, el amor se esculpe como ideal imposible en los tiempos que corren: "Los problemas de tres pequeños seres no cuentan nada en este loco mundo".


A partir de aquí no hay nada más. Han considerado todas las posibilidades, desde las más absurdas a las más simples, pero no encuentran nada mejor que lo de Koch. ¿Qué va a pasar ahora con Rick?

De pronto, cerca de la UCLA, al llegar a la esquina de Sunset con Beverly Glen, Julius grita: Round up the usual suspects! Philip encaja la frase y ¡funciona!

Renault ha sido testigo y su obligación es arrestar a Rick. Cuando todavía es tiempo de evitar que el avión despegue, llega Strasser. Rick se interpone. Se amenazan. Rick lo mata. Las miradas de Renault y Rick se cruzan. Entonces Renault pronuncia la frase:" Han matado al mayor Strasser. Detengan a los sospechosos habituales". Rick clava su mirada en el Lockheed Electra 12A que pone rumbo a Lisboa. Ahora Rick y Renault, envueltos en la niebla, recorren la pista. La frase final la añadió el propio Hal B. Wallis: "Louis, presiento que éste es el comienzo de una hermosa amistad.

En noviembre de 1.942 tuvieron lugar los primeros preestrenos. Como decía Víctor Hugo, una obra maestra es una especie de milagro, y quizá desde la perspectiva de una fábrica de películas como la Warner Casablanca lo sea. Los salarios pagados a los guionistas que intervinieron en la película variaron entre los 750 dólares semanales de Leonore Coffee, los 2.150 asignados a Aeneas McKenzie y Kline, los 4.200 de Howard Koch o los 15.200 de los hermanos Epstein. Los créditos de Casablanca asignan el guión a Julius Epstein, Philip Epstein y Howard Koch, basado en la obra teatral Everybody goes to "Rick's" de Murray Burnett y Joan Allison. Casey Robinson declinó figurar como guionista, sólo quería hacerlo cuando podía firmar en solitario. En 1943, Casablanca ganó el Oscar a la Mejor Película, al Mejor Director y al Mejor Guión Adaptado.



Cuarenta años después, Patrick McGilligan entrevistó a Julius Epstein para el primer volumen de conversaciones con guionistas, Backstory. El viejo guionista se mostraba picajoso a propósito de Casablanca y harto de tantas historias sobre el guión. Para empezar considera que la película era una mierda elegante, que no se utilizó nada de lo escrito por Howard Koch -cuyo libro sobre la película asegura que no leyó-; que la única línea que sobrevivió de Casey Robinson fue "un franco por tus pensamientos", que además era una línea horrible y que insistimos para que la quitaran; y que Hal B. Wallis y compañía estaban presos del pánico intentando conseguir un final para Casablanca, tenían a setenta y cinco escritores rompiéndose la cabeza, y que él y su hermano lo consiguieron entre Bevery Glen y Sunset Boulevard camino del estudio. Casey Robinson, en la entrevista contenida en el mismo volumen, le cuenta a McGilligan lo furioso que se puso cuando se enteró de que su amigo Hal Wallis le había asignado el guión a los Epstein y cómo tuvo que acudir en su ayuda para escribir la historia de amor, porque Wallis le había prometido a Bogart que él se encargaría de escribir el guión; y admite que se equivocó al negarse a incluir su nombre en los créditos del guión. McGilligan apunta, por si no pasaran pocas manos por el guión de Casablanca, que el guionista Albert Maltz -uno de los diez de Hollywood- participó, por lo menos, en una sesión crucial de reescritura. La verdad podrían haber fletado el avión de Lisboa con todos los guionistas, lo que no es seguro es que llegara a su destino.