La verdad, procuro no escuchar nada sobre la nueva ley de educación. Es más, evito cualquier coloquio, debate o entrevista sobre cualquier tema relacionado con la educación en radio y televisión desde hace más de veinte años. Entrevistadores, periodistas, tertulianos, expertos, y no digamos políticos, sacan lo peor de mí cuando abordan el gran tema. Pero, a veces, aun sin querer, uno escucha... cosas. Resulta significativo que nunca, pero es que nunca, hay un maestro o un profesor de instituto entre los expertos; o sea, que los tales expertos nunca han pisado un aula de primaria o secundaria ni para ir a recoger a los hijos; están muy ocupados con sus investigaciones para engordar el curriculum que los inviste de entendidos. Pero, por desgracia (no tengo más remedio que inferir), aunque participara un maestro o profesor de instituto, no se atrevería a) a dar un zapatazo encima de la mesa, ni b) a desnudar el desvalimiento de la condición de maestro o profesor, incapaz ya de mediar entre el pasado y el presente, de ejercer de mediador de una Cultura o de una Historia, de transmisión de una experiencia valiosa. Porque nadie se atreve a reconocer que no existe Educación sin Relato. El cuento de quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos. Una historia de certezas y perplejidades, dudas y deslumbramientos, abismos y epifanías. Y justamente eso es lo que los maestros se han dejado arrebatar en los últimos treinta años: ya no tienen nada que contar porque han abdicado de su condición de narradores, aquéllos que traían a la escuela una historia valiosa que habían vivido o que habían escuchado contar en el viaje de la vida. No contenidos, sino experiencias cardinales. No asignaturas, sino umbrales de descubrimiento. Las pizarras digitales, las TICs, las no sé cuántas materias... son sólo síntomas de una deriva aberrante; a ver, cómo es posible que un alumno de secundaria pueda llegar a casa y contar que ha suspendido ¡diez asignaturas! ¿Qué quieres, información o sabiduría? le preguntaba Burt Lancaster a Susan Sarandon en Atlantic City de Louis Malle. Pues eso. Si se trata de información, las escuelas representan un gasto inútil (¿o, en el fondo, tampoco es tanto gasto si solucionan el problema de dónde aparcar a los menores?). Si se elige la sabiduría, habría que replantearse el sistema educativo de arriba abajo. Y entonces seamos serios y echemos mano de un serrucho. Para abrir cabezas, como reza el lema de una estupenda revista brasileña (Serrote). Porque han llenado las de los maestros y padres de insignificancias y falacias, como ese vínculo siniestro entre la educación y el mercado laboral, hasta el punto de propiciar la competitividad entre los centros de enseñanza (sana competitividad, eso sí, entre centros públicos y concertados; y aun entre centros públicos, me apunta Ángeles). Si la escuela no deviene una herramienta de liberación personal -un proceso que exige el reconocimiento de lo poquita cosa que somos en el universo y de lo malvados que podemos llegar a ser (pero también de nuestra capacidad de invención y maravilla)-, entonces apaga y vámonos. Pero, claro, todo este guirigay con la ley de educación no es más que un episodio, un episodio más, en una serie (exitosa) programada para convertir ciudadanos críticos en consumidores, creyentes convencidos de que el mundo es un supermercado y todo está al alcance de la mano, y no hay nada sagrado porque todo es una mercancía y cualquier cosa se puede fabricar y comprar; una fe que vela la injusticia flagrante (del mercado mismo) con la publicidad de la suerte que tenemos de vivir en un mundo tan nuevo y a nuestra medida. Y si el mundo es tan nuevo, tan reciente, no hay nada que aprender de lo viejo. Y los viejos nada nos tienen que enseñar. Entonces, hablar de educación en este contexto es pura ideología, una patraña. Nada que ver con la transmisión entre los vivos y los muertos que representa ese aprendizaje primordial donde nos religamos en el tiempo con toda la humanidad.
Fotografía de Elliott Erwitt.
Metropolitan de Nueva York, 1988
En nuestra época (...) está naciendo un nuevo tipo de provincianismo que acaso merezca un nombre nuevo. Es un provincianismo, no del espacio, sino del tiempo, para el cual la historia es la mera crónica de los dispositivos humanos que, cumplido su servicio, se han desechado; para el cual el mundo es propiedad exclusiva de los vivos, una propiedad sobre la que los muertos no tienen derechos. El peligro de esta clase de provincianismo es que todos, todos los pueblos del globo podamos volvernos provincianos juntos; y que todos quienes no se conformen con ser provincianos no tengan otra opción que volverse ermitaños.
(T. S. Eliot, ¿Qué es clasico?, 1945)
¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta antes de que la sociedad fuera deshumanizada por el capitalismo, todos los vivos esperaban alcanzar la experiencia de los muertos. Era ésta su futuro último. Por sí mismos, los vivos estaban incompletos. Los vivos y los muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo esa forma moderna tan particular del egoísmo rompió tal interdependencia. Y los resultados son desastrosos para los vivos, que ahora piensan en los muertos como los eliminados.
(John Berger, 12ª tesis sobre la economía de los muertos, 1994)
Ya no es que no se escuche ni se hable con los muertos -como reconocía hacer Quevedo en aquel soneto maravilloso o los personajes de John Ford, para quienes los muertos están ahí para contarles las vicisitudes de cada día, para consultar con ellos las decisiones del presente y para regar las tumbas donde reposan -, es que no se escucha ni a los abuelos ni casi casi a los padres. De ahí que cuando algunos osados profesores que conozco han logrado que sus alumnos conversaran con sus abuelos, recuperasen sus fotos, grabaran incluso sus canciones, a los chicos les ha parecido esa experiencia lo más hermoso de una año escolar.
ResponderEliminar¡Maestro!
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