21/5/13

La belleza egoísta


Creo que fue en un artículo de Ignacio Martínez de Pison donde leí que Natalia Ginzburg habló en algún texto del sacro horror que le inspiraba la autobiografía en sus primeros tiempos de escritora. Por lo visto suspiraba por ser otra: rusa en vez de italiana, hija de un príncipe o de un proletario (o ya puestos de un príncipe anarquista, como Kropotkin, digo yo), pero no de un profesor de universidad. Tenía casi cincuenta años cuando publicó Léxico familiar, una autobiografía transfigurada en historia del nido -de palabras e imágenes primordiales- de la infancia a través del cedazo de la memoria, esa montadora fantástica -en todos los sentidos- de la película de nuestra vida en la patria irrecuperable.

Natalia Ginzburg

Quizá necesitó todo ese tiempo para vencer ese sacro horror, para que la memoria fermentara  la imaginación y llegara a transfigurarse en literatura. Los textos reunidos en La pequeñas virtudes -escritos entre 1944 y 1962- pueden verse como ensayos de esa transfiguración que iba a cristalizar en Léxico familiar. Sólo que son también verdaderas joyitas, piezas cuajadas -y memorables- del arte del ensayo. Las pequeñas virtudes se publicó en 1962 -un año antes que Léxico familiar- y fue editado aquí por Alianza de bolsillo cuatro años después, con traducción de Jesús López Pacheco y cubierta de Daniel Gil, un ejemplar que no sé dónde fue a parar.


En 2002 volvió a las librerías -y a uno- editado por Acantilado con traducción de Celia Filipetto.


Mi oficio, un texto escrito en Turín durante el otoño de 1949, es una de esas joyitas que nos aguardan en Las pequeñas virtudes. Una suerte de arte poética de la Ginzburg -una autobiografía literaria a sus treinta y tres años- y uno de los mejores ensayos que haya leído nunca sobre el aquel de escribir. Se abre con visos de confesión íntima:

Mi oficio es escribir, y lo sé bien y desde hace mucho tiempo. Espero que no se me interprete mal: no sé nada sobre el valor de lo que puedo escribir. Sé que escribir es mi oficio. 

Escribir es lo que siente que sabe hacer. A su manera. No se plantea cómo escriben otros. Escribir es su elemento. Pero sólo puede escribir historias. O sea. puede escribir ensayos o críticas o una conferencia, pero se siente una impostora, y como en un país extraño. Pero cuando escribe una historia es como estar en casa, y aun más, en la casa natal, en la aldea de la infancia.

Mi oficio es escribir historias, cosas inventadas o cosas que recuerdo de mi vida, pero, en cualquier caso, historias, cosas en las que no tiene nada que ver la cultura, sino la memoria y la fantasía. Este es mi oficio y lo haré hasta mi muerte.

Escribe desde niña. Desde los diez años ya sabía que escribir era su vida. Que iba a ser su vida. Y escribía. Poemas, cuentos. Como si de un juego se tratara. Hasta que un día, a sus diecisiete años, escribió un cuento y aprendió la diferencia entre escribir y escribir de verdad.

Descubrí entonces que uno se cansa cuando escribe algo en serio. Es mala señal si uno no se cansa. Uno no puede esperar escribir algo en serio así, a la ligera, como quien escribe con una sola mano, como de pasada. No se puede salir del paso como si nada. Cuando uno escribe algo serio, se mete dentro, se hunde hasta el fondo y, si tiene sentimientos muy fuertes que inquietan su corazón, si es muy feliz o muy infeliz por algún motivo, digamos terrenal, que no tiene nada que ver con lo que está escribiendo, entonces, si cuanto escribe es válido y digno de vivir, cualquier otro sentimiento se adormece en él. Uno no puede esperar conservar intacta y fresca su querida felicidad, o su querida infelicidad, todo se aleja y desaparece, y se queda sólo con su página, no puede subsistir en uno ninguna felicidad y ninguna infelicidad que no esté estrechamente ligada a esa página, no posee nada más y no pertenece a otros, y si no le ocurre eso, entonces es señal de que su página no vale nada.

Quizá nadie como la Ginzburg ha desvelado los hilvanes de la fantasía en el tejido de la memoria, la entraña doliente de la escritura y la exigencia inclemente de la poesía.

Cuando somos felices, nuestra fantasía tiene más fuerza; cuando somos infelices, nuestra memoria actúa con más brío. El sufrimiento hace que la fantasía se vuelva débil y perezosa; funciona pero con desgana y languidez, con los movimientos débiles de los enfermos, con el cansancio y la cautela de los miembros doloridos y febriles; nos cuesta apartar la vista de nuestra vida y de nuestra alma, de la sed y de la inquietud que nos embarga. En las cosas que escribimos afloran entonces, continuamente, recuerdos de nuestro pasado, nuestra propia voz resuena de continuo y no conseguimos imponerle silencio. Entre nosotros y los personajes que inventamos entonces, que nuestra fantasía languideciente consigue, no obstante, inventar, nace una relación particular, tierna y como materna, una relación cálida y húmeda de lágrimas, de una intimidad carnal y asfixiante. Tenemos raíces profundas y dolientes en cada ser y cada cosa del mundo, del mundo que se ha poblado de ecos, de estremecimientos y sombras, y una piedad devota y apasionada nos une a ellas. Nos arriesgamos entonces a naufragar en un lago oscuro de agua muerta y estancada, y arrastrar con nosotros las criaturas de nuestro pensamiento, dejarlas perecer con nosotros en el remolino tibio y oscuro, entre ratas muertas y flores putrefactas. Hay un peligro en el dolor, así como hay un peligro en la felicidad, respecto a las cosas que escribimos. Porque la belleza poética es un conjunto de crueldad, de soberbia, de ironía, de ternura carnal, de fantasía y de memoria, de claridad y de oscuridad, y si no conseguimos obtener todo esto junto, nuestro resultado es pobre, precario y escasamente vital.

Escribir figura, entonces, una bestia omnívora. No le hace ascos al horror que podamos esconder ni se priva de lo excelso que podamos abrigar. Es una criatura insomne que nos metaboliza sin tregua. En silencio o con estrépito. A traición o con aspavientos. De por vida.

Ahora bien, cuidado: no es que uno pueda esperar consolarse de su tristeza escribiendo. Uno no puede abrigar la ilusión de que el propio oficio lo acaricie y acune. En mi vida hubo domingos interminables, desolados y desiertos, en los que deseaba ardientemente escribir algo para consolarme de la soledad y el aburrimiento, para ser acariciada y acunada por frases y palabras. Pero no hubo manera de que me saliera una sola línea. En estos casos, mi oficio siempre me rechazó, no quiso saber nada de mí. Porque este oficio no es nunca un consuelo o una distracción. No es una compañía. Este oficio es un amo, un amo capaz de azotarnos hasta hacernos sangrar, un amo que grita y condena. Nosotros debemos tragar saliva y lágrimas, apretar los dientes, secar la sangre de nuestras heridas y servirlo. Servirlo cuando él nos lo pide. Entonces nos ayuda también a mantenernos en pie, a tener los pies bien asentados sobre la tierra, nos ayuda a vencer la locura y el delirio, la desesperación y la fiebre. Pero quiere ser él quien manda y se niega siempre a prestarnos atención cuando lo necesitamos.

Bastan unos pocos párrafos como estos espigados de las cardinales veinte páginas de Mi oficio (en la edición de Acantilado que cito) para revelar cómo escribir deviene un oficio para cautivos de la belleza egoísta.

2 comentarios:

  1. Una maravilla. A rascarse el bolsillo y traerla a casa.
    Abrazo.

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  2. Impresionante lo que dice, tan bien dicho, Natalia Ginzburg. Me he permitido mencionarlo en mi muro de FB.

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