13/5/13

El altar del cine


Durante una conversación de Renoir y Rossellini con André Bazin en 1958, comenta Renoir: El cinematógrafo, en la actualidad, me ha enseñado –y Roberto también podrá decirlo- que su religión es la cámara. Hay una cámara plantada sobre un trípode, sobre una grúa, que es exactamente como el altar del dios Baal: alrededor de ella, los grandes sacerdotes, que son los directores, los cámaras, los ayudantes. Estos grandes sacerdotes llevan niños a esta cámara, en holocausto, y los echan a la hoguera. Y la cámara está allá, casi inmóvil, y cuando se mueve es siguiendo las indicaciones de los grandes sacerdotes y no de las víctimas.  Rossellini sabía de sobra de lo que le hablaba su amigo: había inmolado a a aquella actriz llamada Ingrid Bergman, desde Stromboli  hasta La paura pasando por Europa 1951 y Viaggio in Italia.

Ingrid Bergman con Renoir y Rossellini

Es verdad, hay en las palabras de Renoir mitad culpa, mitad propósito de enmienda. O quizá sólo el deseo (o la utopía) de un cine distinto. En todo caso, aunque la cámara se mueva en función de  los actores -de las víctimas-, será siempre como depredador. Con su aquel de fuego. Como devorador. De alguna forma, los cuerpos siempre arden -o deberían arder- en las formas del cine. El cine (nos) ilumina con esas hogueras. Rodar, como romper. Como herir. Un sacrificio. (Tanto Renoir como Rossellini, a esas alturas, están buscando nuevos caminos -Le déjeuner sur l'herbe (1959), del primero, y La toma de poder por Luis XIV (1966), del segundo, pueden servir de ejemplos de esas tentativas- y ven la televisión con esperanza.) Pero la cámara ha seguido devorando esos cuerpos que arden en la luz. Es más, el cine moderno transita en buena medida a través esa inmolación de la que, cada uno a su manera, Renoir y Rossellini fueron precursores.


De ese sacrifico habla -y por esa herida respira- Salvaje inocencia (2001) de Philippe Garrel.  Esa carta del director -alter ego del cineasta- que lee Lucie (Julia Faure), la actriz de su película (que se titula como la de Garrel); la mujer que ama, pero ofrenda en celuloide (como si expusiera el diario íntimo de Lucie a la vista de todos: actuar exige exponerse); esa actriz que no sabe encontrar a la tal Teresa que el director ha presentido en ella.
   

Salvaje inocencia. La última película iluminada por Raoul Coutard (la sombra de Godard es alargada en el cine de Garrel), a quien el cineasta rinde tributo en esa claqueta: Raoul C. Maître. Raoul Coutard Maestro.


Pero ningún documento como La dirección de actores por Jean Renoir (1968) -una película de 27' con la actriz Gisèle Braunberger (lástima que no pueda enlazar la pieza, ¿alguien sabe dónde?)- ha destilado la dureza del proceso, la abrasión íntima que representa ese cuerpo a cuerpo. Renoir le pide a la actriz que lea un texto de Rumer Godden (la autora de El río); una y otra vez le indica (le exige): menos expresivo, menos expresivo... Luego: Lea como si estuviera recitando la guía de teléfonos. Y aun: No interprete. Ella lo intenta. Una y otra vez. El director se mantiene firme, desgrana algún comentario sobre el texto. Porfía. La actriz obedece en el aquel de desaparecer. Y entonces, quizá ya agotada, algo empieza a revelarse... El texto la va atravesando. (Sí, supongo que hablar de milagro no sería exagerado, pero en realidad lo que acabamos de vivir -y duele verlo- es un trabajo duro, un verdadero proceso de demolición.) Hasta que ya no vemos a la actriz. Vemos al personaje encarnado en Gisèle Braunberger. La actriz ha sido inmolada. Un sacrificio (consentido) en el altar del cine.

1 comentario:

  1. hai por aí un link

    http://cineforum-clasico.org/archivo/viewtopic.php?f=44&t=30422

    para baixala co emule, polo demais só anaquiños

    http://youtu.be/LuNUzRu7aF4

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