Aquel niño que fui vuelve con la memoria encantada de las sesiones continuas en el Teatro Principal (de Tui), transfigurando alguna hora propicia en un sueño de Las mil y una noches, a bordo de un bajel con el trapo (encarnado) al viento y un ojo pintado en la amura de proa.
Prendida (y prendada) aún la mirada en la promesa -de tantas maravillas- cifrada en las primeras imágenes de El ladrón de Bagdad, la producción de Alexander Korda estrenada en 1940.
El primoroso cartel de Anselmo Ballester
Debe ser la primera película que menciono en esta escuela seguida por el nombre del productor (y no del director); de la misma forma que, a propósito de Lo que el viento se llevó, hablaríamos de una película de David O. Selznick.
En El ladrón de Bagdad aparecen acreditados como directores Ludwig Berger, Tim Whelan y Michael Powell, pero por lo que sabemos merecerían figurar también bajo el Directed by Zoltan Korda -hermano del productor-, Cameron Menzies -el creador de los decorados (también director artístico, y aun más, de Lo que el viento se llevó)- y, desde luego, Alexander Korda.
Programa de mano
de El ladrón de Bagdad
Con todo, quizá en las escenas (más) memorables, salta a la vista la puesta en escena de Michael Powell y, mucho más decisivo, como en Peeping Tom el aquel de mirar (o no mirar) deviene un asunto cardinal en El ladrón de Bagdad, donde la trama declina e hilvana delirios de la mirada. En ese ojo que se topa con los nuestros en la apertura de la película no podemos ver un mero elemento decorativo. En ese ojo figura la matriz poética de la película.
(Aquel niño que fui se maravillaba también con otros transportes fantásticos, esos que tantos espectadores desdeñan en favor de películas de ahora más perfectas técnicamente. Lástima, cuanto ganan resulta apenas un engaño más acabado: han perdido la poesía, el puro sentimiento de lo maravilloso, en fin, la verdadera magia del cine; más aún, la magia del cine verdadero.)
Michael Powell con Conrad Veidt y June Duprez
en el rodaje de El ladrón de Bagdad
El ladrón de Bagdad se alumbra en el tránsito ardiente por el umbral de la mirada, entre el arrebato y el tabú, entre la dicha y la prohibición de ver: la princesa (June Duprez) se enamora del príncipe que violó el tabú que le prohibía ponerle los ojos encima, cuando contempla su reflejo en el espejo del agua de un estanque; primero teme lo que ve, pero no huye, porque no puede represar el deseo de ver. Delirios de la mirada, delirios de cine.
Y cuando se encuentran las miradas prohibidas cruzamos la frontera al otro lado del tiempo, hasta el fin de los tiempos. O en palabras en García Calvo, lo propio del Cine es jugar contra el tiempo precisamente jugando con el tiempo de veras, con el ritmo. (Paulino, el amigo de David, el niño protagonista de Rabos de lagartija de Juan Marsé, sabe de memoria los diálogos de la escena y los recita mientras contempla la película en la pantalla del cine Delicias, poniendo las palabras en la hermosa boca de June Duprez abriéndose como una rosa de fuego.)
Así el amor, así el amor al cine. Y para castigar esa mirada de amor, el visir Jaffar -un magnífico Conrad Veidt, con el deseo absoluto grabado en la mirada (como lo evocaba Bénard da Costa en Os filmes da minha vida/Os meus filmes da vida)-, con una mirada de hielo azul... en sus ojos babilónicos que fascina al protagonista de Rabos de lagartija,
tan hechizado de amor -o sea, tan ciego- que sólo puede ver a la princesa, y condena al príncipe a la ceguera, pero entonces su amada cae en un profundo sueño, soñando sin tregua en el aquel de ver al príncipe, un sueño sólo turbado por la sombra de la mirada insomne del visir.
Un sueño del que sólo el príncipe puede liberarla.
Y sólo ella puede devolverle la vista al príncipe abrazando al visir.
Y el príncipe volverá a verla gracias al ojo que todo lo ve que su amigo Sabu -el ladrón de Bagdad- roba de la frente de la diosa gracias a la ayuda del genio de la botella.
Pero llega a verla cuando el visir va a arrebatársela para siempre, robándole la memoria con las rosas azules del olvido (una escena que evoca vivamente Ringo, el niño protagonista de Caligrafía de los sueños de Juan Marsé, enamoriscado de June Duprez).
Así, una película de aventuras se transfigura, quizá como nunca, en un destilado del erotismo de la mirada, en la gran aventura del mirar. El deseo como arrebato de la mirada y el amor como memoria del mirar, como colmo del ojo.
Cómo iba a extrañarnos entonces saber que fue el propio Michael Powell quien mandó pintar el ojo en la amura de proa del bajel. (Como el que aparece -en algunas piezas de cerámica griega con escenas de la Odisea- pintado en la nave de Ulises.)
Un ojo encendido con el presagio de los mil y un delirios de la mirada que depara El ladrón de Bagdad.
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