16/2/11

Un axolotl en Lisboa


Me ha costado lo mío llegar a este umbral, Dans la ville blanche de Alain Tanner. Y, la verdad, fue Ángeles quien me ha empujado a cruzarlo desde que escribí sobre los ríos: cómo podía hablar de tantas películas con y sobre ríos, y nombrar Lisboa entre las ciudades con río, y no mencionar la película sobre Lisboa que tanto ha significado para uno desde la primera vez, después de viajar a Madrid expresamente para verla cuando la estrenaron en los Alphaville aquel mes de julio de 1983, y hasta hoy mismo. Cómo podía silenciar En la ciudad blanca. Nosotros, que la quisimos tanto, sólo le faltó añadir.


En realidad, algunas películas habitan en el silencio del corazón, escondidas en un bolsillo de tiempo primordial, cobijadas en la oscuridad del cine interior, a resguardo de los relojes y de la erosión del desencanto, allí donde alumbra la llama frágil de una promesa que nunca traicionaremos, ésa que alumbra en las horas negras del desaliento, la última certeza y el último refugio En la ciudad blanca. Tengo para mí unas pocas películas así y no sé bien cómo traerlas aquí, iluminarlas, es decir, sacarlas a la luz, sin quemarlas o empañarlas o quebrarlas, de tan leves y diáfanas y cristalinas. No sé cómo escribir sobre esas películas sin arañarlas, de tan delicada belleza. El amigo Diomedes Díaz se alía con Ángeles -tanto les gusta En la ciudad blanca- y sugiere con arisca ironía  que estos dos años de escuela quizá me hayan servido para aprender a escribir sobre una película que sigue hablándome con tan íntimas resonancias. Quién sabe, remacha Ángeles, deberías probar. Y estos días pasados me ha tirado de la lengua para que hablara de En la ciudad blanca, sólo por probarme, y para probarme que podía.


¿Cómo decirlo? Lo diré de la forma más directa: En la ciudad blanca es una de esas películas que uno hubiera deseado hacer, que dice lo que uno hubiera querido decir, que destila una experiencia del tiempo que uno hubiera anhelado decantar. Es de esas películas que sientes que otro -un semejante, una alma gemela- ha hecho por ti. Es de esas películas que no vienen a ti, sino que parecen salir de uno. En la ciudad blanca es de ese cine que nos mira. Desde luego pocas películas me han visto tan bien y me han remontado hasta las nacientes de la sensibilidad. Ángeles recuerda que durante años no había mes que no habláramos de En la ciudad blanca, aún siente debilidad por aquel Bruno Ganz, el Paul de la película, y no olvida que yo no paraba de hablar de Teresa Madruga, la Rosa de la ciudad blanca, la chica del Bar Inglés de la que se enamoraba Paul, el marinero suízo varado en Lisboa. Quizá hay otra razón para que En la ciudad blanca significara tanto en aquel 1983, a esas alturas el cine ya era la única causa con la que me sentía comprometido, la única causa que merecía la pena y podía defender; cuando se fraguaba la derrota del presente, En la ciudad blanca representaba una hermosa trinchera en los combates del cine por venir.


Casi nadie se acuerda ya de Alain Tanner. Le debo este cineasta a Manolo González, recuerdo como si fuera ayer el día que volvió a Valencia -donde hacíamos la mili- después de haber visto en Madrid Jonás, que cumplirá 25 años el año 2000 (1976), aprovechando un permiso. Se pasó horas hablándome de la película cuyo guión Alain Tanner escribió con John Berger, ya habían colaborado en La salamandra (1971) y Le milieu du monde (1974), pero a John Berger no le presté atención hasta que el maestro me recomendó que leyera Puerca tierra y me puso al tanto del crítico de arte y escritor que era, yo sólo lo recordaba como guionista de Jonás..., el único escritor con el que Tanner trabajó a gusto: Creo que nos complementábamos muy bien, porque lo que él ponía sobre la mesa -y pone mucho- podía transformarse con mucha rapidez en mi cabeza en imágenes de rodaje. No tenía necesidad de 'adaptar', y a partir de los fragmentos de texto que entre los dos poníamos en la cesta, los diálogos se derivaban con mucha naturalidad para mí, que los tenía que escribir.

John Berger

La colaboración de Tanner con Berger, acreditada o no en las películas -si no escribían juntos el guión, conversaban mucho sobre las ideas que el cineasta iba a desgranar en su siguiente película-, se venía desarrollando desde mediados de los sesenta y llegó a su culminación en Jonás... En aquella época, John Berger vivía ya en la Alta Saboya y Tanner podía verlo a menudo: Trabajamos mucho juntos. Fui hasta allí cada dos días durante más o menos un mes. No podía hacerlo todos los días, porque él trabajaba deprisa y yo lo hacía más despacio, así que me tomaba un día durante el que estudiaba lo que habíamos hecho la víspera. Tenía ganas de hacer un inventario de las expresiones ideológicas que culminaron en 1968 e iban cuesta abajo en 1975. Pensé que necesitaba varios personajes, para que cada uno de ellos encarnara una de esas expresiones. Elegí entonces ocho personajes, ocho actores, por su aspecto o su personalidad, antes de seguir adelante. Luego le mostré las fotos de los actores. De ahí partimos. Su aportación fue fundamental. En el guión inicial hay más cosas suyas que mías, aunque yo escribiera los diálogos después. Todo eso nos llevó unos ocho meses. Después de Jonás..., se separaron. Berger cree que fue mejor así: No creo que hubiéramos podido hacer juntos una película mejor, y corríamos el peligro de repetirnos. Además, Alain estaba más interesado en hacer películas más experimentales en su estructura narrativa. Para Tanner, Jonás... representaba, en un sentido profundo, el fin de una época. Os dejó aquí una de las escenas memorables de la película, que puede verse como una clase magistral de John Berger titulada, pongamos por caso, "El capitalismo, las morcillas y el tiempo",y también como unos apuntes -o un esbozo- del Epílogo histórico -que podéis leer aquí casi completo- a los relatos de Puerca tierra:

          

Si tuviera que elegir tres películas que cuentan, desde dentro y con conocimiento de causa, el reflujo de la militancia izquierdista de los setenta -que en España se produciría en los primeros ochenta-, el estado de las cosas y el estado de ánimo de aquellos años, una sería Milestones (1975) de Robert Kramer, otra En el curso del tiempo (1976) de Wim Wenders, y Jonás... de Alain Tanner; por ese orden y en funciones corridas, como llamaban en México a la sesión continua. Como la filmografía de Wenders, también la de Tanner la descubrimos de forma desordenada y ambos se convirtieron en cineastas esenciales para nosotros, no los únicos, pero eran de aquéllos que sentíamos más próximos y veíamos el cine a través de su mirada. Las películas suyas que más amamos las hicieron en los diez años que van entre 1974 y 1984. De alguna forma, aquellos filmes hablaban de nuestra propia experiencia, más aún, eran los filmes que necesitábamos, eran, por así decir, nuestro cine. Creo que nunca volví a sentir algo así con ninguna película hasta Sans soleil (1982) de Chris Maker y  Yi yi (2000) de Edward Yang. Como En la ciudad blanca de Tanner.


Ya casi nadie se acuerda de Tanner pero hay quien dice que toda una generación se enamoró de Lisboa viendo En la ciudad blanca, no sé si tanto, pero desde luego muchos cinéfilos sí y peregrinaron para ver el reloj que anda al revés en el Bar Inglés del Cais do Sodré como Paul y quién sabe, bueno, quién sabe no, seguro que para encontrarse con el fantasma de Rosa, y para recorrer las calles adoquinadas, las escaleras de la Alfama y la Mouraría, las callejas del Bairro Alto entre paredes desconchadas y bajo los tendales con sábanas que cobran visos de olas... La ciudad blanca, donde los taxis aún son negros y verdes, y que parece aguantar en pie de milagro.


Quien sí se acuerda también es Pepe Coira, a menudo volvemos a algunas escenas de En la ciudad blanca, o ni siquiera escenas, nos bastan algunos planos y siempre acabamos en ése que nos gusta tanto, con la cortina del cuarto de Paul mecida por el viento, un plano donde late el tiempo suspendido que declina la película. Quien también se acordaba era el maestro y no pocas veces hemos paseado por Tui y perdido la mirada en el río rememorando a Teresa Madruga con su vestido negro de verano; Ángeles anota que durante alguna temporada fuimos un tanto monotemáticos al respecto.


En la ciudad blanca es una obra de madurez con la forma de una opera prima. Como si Tanner se reinventara como cineasta, como si redescubriera la forma de mirar las cosas, como si filmara por primera vez. Pero de un tiempo a esta parte, quizá por la melancolía que desprende, el poso de tristeza que deja y el aire de luz última, la veo como un testamento, como si Tanner filmara por última vez y palpáramos su pasión por ensayar lo inesperado. Y, bien mirado, creo que En la ciudad blanca conjuga ambas tonalidades y que el curso del tiempo propicia  la exaltación o la nostalgia en nuestra visión de la película donde conviven dos texturas fílmicas, las imágenes en 35 mm filmadas por Acácio de Almeida y las imágenes de super-8 filmadas a 18 fotogramas por segundo por Alain Tanner y Bruno Ganz y proyectadas en 35 mmm a 24 fotogramas por segundo, que contribuyen a transfigurar la aprehensión de la ciudad blanca por Paul al que vemos rodando con su cámara de super-8 por los Cais, las calles, desde un tranvía..., poseído por la alegría de ver, de atrapar los ritmos, las vibraciones, el pálpito, la rugosidad de la piel de la ciudad.


Una alegría que le invadía al propio Tanner al rodar su película portuguesa, el goce de rodar en Lisboa que se convirtió en la ciudad más amada por el cineasta. De la fricción entre las diferentes texturas de los planos aflora el lirismo de En la ciudad blanca. Porque, digámoslo ya, sería una pérdida de tiempo buscar en la película de Tanner una estructura dramática, y el hilo narrativo -tan leve, sencillo y lineal- enhebra un poema fílmico, o lo anida, y cuando termina En la ciudad blanca, ya no recordamos el nido o el pájaro, sólo queda en nosotros la memoria de la fugaz maravilla alada en una burbuja de tiempo suspendido.

Alain Tanner, con la cámara super-8, 
en el rodaje de En la ciudad blanca

Le debemos la ciudad blanca a Paulo Branco, el productor de la película, que le sugirió a Alain Tanner la posibilidad de rodar en Lisboa. La película portuguesa se convirtió para Tanner en un sueño íntimo que encontró cobijo en una ciudad real. En Lisboa, encontró Tanner el cauce para dar forma al cine que anhelaba desde Jonás… Un cine entendido como hecho topográfico y lumínico, amasado con la pasta de lo inmediato, del presente; una materia que no hay que filmar sino más bien decantar en el proceso de filmación, es decir, que no existe previamente a su aprehensión por la cámara, que sólo se revela mientras la cámara captura el aire del tiempo presente que fluye en un lugar concreto, la visibilidad de los cuerpos y las cosas. En definitiva, un cine más libre. Tanner dijo alguna vez que el cine necesita más pintores y poetas que novelistas, pues bien, En la ciudad blanca es la obra de un cineasta poeta y pintor de Lisboa. Una película pequeña -un equipo de doce personas, dos actores principales y media docena de secundarios- y un guión mínimo: he ahí los mimbres de la película portuguesa que representa una encrucijada primordial del cine de Tanner  y cuya misteriosa vibración jamás pudo volver a capturar. Ni tan fugitiva belleza. En ese sentido, En la ciudad blanca deviene una película única, una experiencia irrepetible, que cuidamos en la memoria como cobijamos con la mano una frágil candela. No nos extraña, entonces, que sea la película suya que prefiere el cineasta.


Tanner rodó En la ciudad blanca sin un guión previo, apenas contaba con un esbozo de tres páginas que, asegura, enseguida dejó de lado. Paulo Branco, el productor, confirma que no había un guión, apenas una sinopsis de cinco páginas cuando Antonio Vaz de Silva y él le dieron a Tanner la total garantía de que podía hacer En la ciudad blanca  y que su contribución a esa fuga -que representa el filme para el cineasta- consistió en ofrecerle un proyecto que pudiera abordar al margen de los cánones habituales de producción. Quizá ni siquiera había estas cinco ni aquellas tres páginas. Acácio de Almeida, el director de fotografía, asegura que el cineasta le pasó una página mecanografiada donde se sintetizaban los propósitos de la película en media docena de líneas: se rodaría cronológicamente, los diálogos se escribirían día a día y cada secuencia determinaría el curso de las siguientes.

He caminado mucho. Cuando camino mucho, 
pienso en cosas, y siempre en cosas muy interesantes. 
Sólo he pensado en tile dice Paul a Rosa en la escena de 
En la ciudad blanca a la que pertenece este fotograma.

Teresa Madruga, la protagonista con Bruno Ganz, cuenta que, cuando aceptó el papel de Rosa, Tanner sólo le había dado la sinopsis de la película en una página, aunque -precisa- el resultado del filme es rigurosamente fiel a esa síntesis. Quizá existieron aquellas tres y cinco, y estas una y una páginas, materiales que Tanner iba elaborando desde el momento que vino a Lisboa y se enamoró de la ciudad, o mejor, de hacer una película en la ciudad blanca, o soñó con hacerla. Soñé que la ciudad era blanca... le escuchamos a Paul (Bruno Ganz), un alter ego del cineasta, como cada Paul de las películas de Tanner. Escribíamos en el último momento -ha recordado el director-, mientras los técnicos preparaban los planos. Quise inspirarme en las personas y en las circunstancias, en la luz, en el propio momento en que estábamos trabajando. (...) Me gusta comenzar con ideas claras pero durante el rodaje hay que tener la capacidad de adaptarse a aquello que está delante de la cámara. Para mí éste es el momento en que la creación realmente existe. Tanner soñó y encontró unos actores y un equipo cómplices a la hora de soñar y materializar el mismo sueño de hacer una película, con mucha calma y buen humor -en eso coinciden todos los testimonios-, en el curso del tiempo vivido en Lisboa, una experiencia fílmica caligrafiada con travellings y ventanas.

Teresa Madruga y Alain Tanner 
en el rodaje de En la ciudad blanca

Los que no visteis En la ciudad blanca quizá os preguntéis qué cuenta. Y si no la visteis, no la veáis doblada, con esta película el doblaje resulta más criminal si cabe; para hacerse una idea del atentado bastan estas líneas que escribió Claire Devarrieux en la reseña de Le Monde cuando se estrenó: Paul compra en inglés, ama en francés, escribe en alemán y se busca la vida en portugués... Ahora volvamos a lo que cuenta la película. Veréis, si contáis el Romance del prisionero -aquel que empieza Que por mayo era, por mayo...- tampoco contaréis gran cosa, pero si lo leéis, ah, entonces... Pues lo mismo En la ciudad blanca, una cosa es contarla y otra vivirla..., pero algo os contaré.



Paul es el jefe de máquinas en un mercante, pero no trabaja en un barco -aclara- sino en una fábrica flotante, y, aprovechando una escala en Lisboa, deserta; se siente perdido y se pierde en la ciudad blanca, se enamora de Rosa, la empleada de la pensión donde alquila un cuarto -Me he quedado por tí... y también por mí-, pero ni Rosa lo ata a Lisboa ni el amor le procura encontrarse a sí mismo, porque su desencuentro es mucho más profundo -me gustaría aprender de nuevo a hablar sobre las cosas- y más recóndita la soledad que lo embarga. Mientras, deambula por Lisboa y las riberas del Tejo, filma la ciudad y le envía las películas a su mujer que vive en una ciudad en las riberas de otro río -el Rhin-, y le escribe cartas desde su cuarto, varado en un laberinto de tiempo suspendido...


Y cuando le roban la cartera y se queda sin dinero y Rosa le pregunta qué va a hacer, Paul coge la cámara de super-8 y empieza a filmarla en la cama: Voy a hacer una película de amor...



Paul llega a Lisboa desde el mar, como Ricardo Reis en la novela de Saramago, como recomendaba Pessoa a los turistas en aquel texto encontrado a la muerte del poeta entre los papeles de su famoso baúl, Lisboa, o que o turista deve ver. Tanto Pessoa -en Mensagem- como Camôes -en Os Lusíadas- se hacen eco de la fundación mítica de Lisboa por Ulises. Y Dante en el Infierno de su Divina Comedia cuenta que Ulises no regresa a Itaca sino que cruza las columnas de Hércules y un temporal lo hace naufragar. Y algo hay de Ulises en Paul, varado en una frontera entre el mar y Europa, habitando un estado liminal propicio a los ritos de paso, un espacio fantasmal donde las aguas -el fluir del río- remite a una experiencia melancólica asociada a una muerte esencial, como nos sugiere Gaston Bachelard en El agua y los sueños. Como Tanner su cine, también Paul ha de reinventar su vida, ha de volver a encontrar el lenguaje que le permita traducir el mundo, porque sólo a través del lenguaje podrá ser y recuperar su historia: su memoria y su mirada.


Por eso Rosa teme el abismo que se le abre en el amor de Paul, quiere saber quién es ese marinero perdido en Lisboa, como un Nadie/Ulises que borrara Itaca de su pasado. Paul le cuenta a Rosa que el capitán de un barco dijo que era un axolotl, pero no sabe qué es un axolotl, si será un pájaro o un árbol, le gusta pensar que es un árbol.

Un axolotl

Poco después, Paul recibe una carta de su mujer con un fragmento de Axolotl, el cuento de Cortázar que empieza con estas líneas: Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardin des Plants y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl. Y Paul en Lisboa lee el fragmento del cuento de Cortázar de la carta de su mujer: Fue su quietud lo que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. (...) Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl.

1982. Mientras Alain Tanner preparaba
En la ciudad blanca en Lisboa, 
Julio Cortázar -en la foto-
viajaba con Carol Dunlop 
por la autopista entre París y Marsella, 
un itinerario vertido en 
Los autonautas de la cosmopista
su último libro 

Como los axolotl, también Paul se queda quieto por más que deambule por Lisboa, y herido por el tiempo de los calendarios, se refugia en una ciudad blanca de tiempo interrumpido, porque, como escribe Cortázar en el cuento, el tiempo se siente menos si nos estamos quietos. Por así decir, Paul vuelve a la clandestinidad para recuperar el sentido de las cosas o, al menos, para recuperar el impulso de volver al mundo de las cosas que fluyen. Para esperar a que escampe. Cuando Paul llega a Lisboa y entra en el bar donde encuentra a Rosa, se fija en el reloj cuyas agujas giran en sentido contrario, bueno, no son sólo las agujas, todo el reloj está al revés, pero la chica le aclara, que el reloj anda bien, quien va al revés es el mundo. La ciudad blanca es un revés de ese mundo y Paul comprende que si todos los relojes fueran al revés el mundo andaría bien. Como Lisboa. Pero no es tan fácil. La experiencia de la ciudad blanca no garantiza un aprendizaje inmediato: No sé más  que antes, le escribe Paul a su mujer en la última carta. Pero -otra vez Ulises o el marinero que Tanner fue antes que cineasta- sí sabe que la única patria que amo en realidad es el mar. Por eso, cuando En la ciudad blanca toca a su fin, cuando Lisboa acaba, sólo queda el mar. Y la memoria de la belleza fugitiva.


En la ciudad blanca la siento como una feliz conjugación del ojo y la mano, de la mirada y el hecho de filmar, de la línea y la mancha, de la textura y el color, de la sensualidad y el lirismo, de la plástica y la emoción, de la memoria y el cine. Y recuerdo lo que le escuchamos decir a Manoel de Oliveira en Lisbon Story (1994) la película de Wim Wenders sobre Lisboa: La única cosa verdadera es la memoria. En el cine la cámara puede fijar un momento, pero ese momento ya pasó. En el fondo, lo que el cine trae son fantasmas de ese momento. Y ya no tenemos la certeza de si ese momento existió fuera de la película o la película es una garantía de la existencia de ese momento. Por eso cada vez que hemos vuelto a Lisboa después de ver En la ciudad blanca, más que verla -o además de verla- la hemos re-filmado, porque era nuestra manera de recordar a Paul y a Rosa, nuestros queridos fantasmas.

Montaje con fotogramas de En la ciudad blanca

Y por qué no decirlo, En la ciudad blanca es la más hermosa película sobre Lisboa, donde no sólo representa la topografía emocional, sino que es un personaje, el tercer vértice del triángulo con Paul y Rosa. En la ciudad blanca no muestra monumentos de Lisboa, sólo un paisaje de la memoria y la encrucijada física de un viaje interior. Qué mejor tributo se le puede rendir a Lisboa sino con una película sobre alguien que no puede abandonarla y que, para irse, sólo puede volver al mar. Nadie se va de Lisboa después de ir a Lisboa.

15/2/11

La fragilidad


En 1994 se publicó El cuaderno rojo de Paul Auster.

Paul Auster en 1988 por Susan Shacter

El librito llevaba un prólogo de -su traductor- Justo Navarro, El cazador de coincidencias.

Justo Navarro

Se trata de un hermoso -y muy austeriano- texto sobre el aquel de escribir y de ser Paul Auster -y de ser un fingidor, claro-, sobre el azar y la muerte, sobre la vida y la fragilidad.

Por si no lo conocéis, o por si no lo tenéis a mano y os pide el cuerpo releerlo, aquí os lo dejo.


EL CAZADOR DE COINCIDENCIAS
por Justo Navarro

I

En 1960 o 1961 Paul Auster fue de excursión al bosque. No era el escritor Paul Auster, sino un colegial de trece o catorce años que se llamaba Paul Auster, pasaba el verano en un campamento al norte del estado de Nueva York y treinta años después escribiría una novela llamada Leviatán. El día que Paul Auster fue de excursión al bosque estalló una tormenta: una tempestad de agua, rayos y truenos envolvió a los excursionistas. Paul Auster recuerda que los rayos caían como lanzas. Los excursionistas atravesaban un bosque: uno dijo que, si se alejaban de los árboles, si encontraban un claro, estarían más seguros. Tuvieron suerte: encontraron un claro aislado por alambre de púas, más allá de los peligros del bosque. Los exploradores se pusieron en fila para pasar bajo la alambrada: ordenadamente, de uno en uno. Entonces les llegó el turno a los exploradores Ralph y Paul. Ya cruzaban la alambrada, primero Ralph, y después Paul, a medio metro de Ralph: justo cuando Ralph pasaba bajo la alambrada, cayó un rayo. Ralph se detuvo y Paul pasó a su izquierda. Paul arrastró a Ralph: que siguieran pasando los exploradores. Se había desmayado Ralph, y los rayos caían como lanzas, y los exploradores chillaban y lloraban rodeados por la tormenta, y a Ralph se le ponían los labios azules, cada vez más azules, mientras sus compañeros le frotaban las manos frías, cada vez más frías. Cuando la tormenta acabó, los exploradores se dieron cuenta de que Ralph estaba muerto. Si la fila de exploradores se hubiera formado de otra manera, quizá no hubiera existido el escritor Paul Auster. Quizá el explorador Paul Auster hubiera muerto electrocutado, porque hubiera cruzado la alambrada en el lugar del explorador Ralph. O quizá, si no hubiera vivido tan de cerca la muerte del explorador Ralph, no hubiera tenido una idea tan clara de cómo el azar decide de repente la vida y la muerte de las personas, y no hubiera escrito ninguna de las novelas que escribió mucho más tarde. El mundo es un misterio azaroso.

II

Un día de 1979 sonó el teléfono en casa de Paul Auster. Eran las ocho de la mañana de un domingo nevado. La noche anterior Paul Auster se acostó muy tarde, a las dos o las tres de la madrugada. Había estado escribiendo: “Algo sucede y, desde el momento en que empieza a suceder, nada puede volver a ser lo mismo”, había empezado a escribir Paul Auster. Y terminó: “Y la nieve cae sin fin en la noche de invierno.” Entonces se acostó Paul Auster. A las ocho de la mañana sonó el teléfono. Nadie llama un domingo a las ocho de la mañana si no es para dar una noticia que no puede esperar, y una noticia que no puede esperar siempre es una mala noticia, dijo una vez Paul Auster, y no se equivocaba: aquel domingo de enero de 1979 Paul Auster recibió por teléfono, a las ocho de la mañana, la noticia de que su padre había muerto.

III

Los teléfonos son enigmáticos y amenazadores. Mucha gente ha recibido a las ocho de la mañana una llamada telefónica que anunciaba una muerte: el teléfono es una ruleta rusa, aunque el muerto no sea el que recibe el disparo, la llamada telefónica (pero me acuerdo de una película en la que el Doctor Mabuse asesinaba demoliendo cerebros con un zumbido que transmitía a través del hilo telefónico). Yo mismo podría hablar de cómo un día de 1976 me llamaron por teléfono a las ocho de la mañana, exactamente tres años antes y tres meses después de que, a la misma hora que me llamaron a mí, llamaran a Paul Auster. Prefiero hablar de otra cosa. La única vez que Paul Auster consiguió que su padre lo llevara al fútbol (a Paul Auster lo llevaban al fútbol americano, a mí me llevaban al fútbol) jugaban los Giants contra los Cardinals de Chicago en el estadio de los Yankees o en el Club de Polo: Auster no recuerda bien este detalle. Pero recuerda perfectamente que, poco antes de que acabara el partido, su padre decidió que había que irse ya para evitar los atascos de tráfico. Y se fueron antes de que acabara el partido, y el joven Paul Auster oyó desesperado cómo se alejaban los gritos de la multitud conforme bajaba las rampas de cemento del estadio. Conozco la sensación de Paul Auster cuando salía del estadio. Yo la conocí acercándome al estadio y entrando en el estadio de fútbol: la única vez que yo conseguí que mi padre me llevara al fútbol jugaban el Granada y el Huelva un partido de la Copa del Generalísimo en el estadio de Los Cármenes. Me acuerdo de que el Granada perdió 1-2, después de adelantarse en el marcador (somos las palabras de otro: repito exactamente las palabras de otro, las palabras que los locutores pronuncian en la radio: después de adelantarse en el marcador). No vi el partido entero: llegué con mi padre al estadio cuando terminaba el primer tiempo. No sé qué cosas había tenido que hacer mi padre antes del partido, pero sé cómo me desesperaba mientras pasaban los minutos, llegaba la hora del partido, pasaba la hora del comienzo del partido: llegamos al estadio cuando terminaba el primer tiempo. Paul Auster recuerda su desesperación al salir del estadio; yo recuerdo mi desesperación antes de salir hacia el estadio, camino del estadio y entrando en el estadio. Quizá una clasificación de los tipos de padre debería incluir estos dos tipos: a) padres que deciden irse del estadio antes de que termine el partido; b) padres que llegan al estadio mucho después de que empiece el partido. (No recordamos a nuestro padre, recordamos la mirada con que nos miraba nuestro padre. [Otra vez repito exactamente las palabras de otro: un filósofo esta vez, no un locutor de radio.])

IV

En 1978 Paul Auster no era todavía el novelista Paul Auster. En 1978 Paul Auster era poeta y traductor: era pobre, pero quería ser rico. Así que inventó un juego de béisbol con barajas de naipes y durante seis meses fue de oficina en oficina intentando venderlo: nadie compró el misterio de meter en una mesa un estadio, dos equipos, árbitros, una multitud. Escribió una novela de misterio en tres meses: ganó dos mil dólares (ya había escrito con tinta verde un relato de misterio cuando tenía once años). Quiso ser, sin éxito, periodista deportivo. No se despedía nunca de los misterios de una infancia de niño enfermizo que juega bien al béisbol y conoce mejor las consultas de los pediatras: los juegos de mesa, los cuentos de misterio, los cuadernos garabateados, la vida de las estrellas del deporte. Era pobre. Sonó el teléfono porque su padre había muerto. Una herencia cambió la vida de Paul Auster. Paul Auster ha contado que el dinero le ofreció tiempo, protección: el dinero que le dejó su padre le permitió vivir dos o tres años sin preocupaciones. Le permitió escribir. La muerte de mi padre me salvó la vida, no puedo escribir sin pensarlo, ha dicho Paul Auster.

V

En 1966 Paul Auster estudiaba en la Universidad de Columbia. En un aula de la Universidad de Columbia leyó los poemas de Baudelaire, Rimbaud y Verlaine. Aunque no los entendía demasiado bien, sabía que eran apasionantes: ruidos que llegan desde otra habitación, desde una habitación secreta, impenetrable. Eran poemas extranjeros, irreales como un lugar extranjero. Paul Auster quería volverlos reales, reales como su propia lengua, y los traducía al inglés. Así quería volverlos comprensibles, familiares, parte de su propio mundo: palabras en el interior de su cabeza, palabras suyas. Así Paul Auster empezó a convertirse en el traductor Paul Auster.

VI

Cuando Paul Auster acabó la carrera, se fue a París: quería estar en el extranjero para notar menos que, estés donde estés, todo el mundo es el extranjero: el mundo es incomprensible, escurridizo. El mundo es un lugar extranjero. El mundo era como los poemas de Baudelaire, Rimbaud y Verlaine: incomprensible y apasionante. El mundo era una lengua extraña que había que traducir. ¿Cómo se puede traducir el mundo? Paul Auster empezó a transformar el mundo en palabras, palabras suyas: así Paul Auster empezó a convertirse en el novelista Paul Auster.

VII

Al traductor Paul Auster lo asombraba el misterio de la traducción. Un hombre llamado Paul Auster lee en Nueva York un libro escrito en francés y luego escribe ese mismo libro en inglés. Supongamos que traduce las notas que Mallarmé escribió junto al lecho de muerte de su hijo Anatole. Un hombre escribe en inglés el libro que otro hombre escribió en francés. Un libro se hace en soledad, pero, cuando el traductor escribe su libro, lo escribe con las palabras de otro hombre que no está en la habitación. Aunque sólo haya un hombre en la habitación, hay dos hombres que hablan en la habitación: cada uno habla en una lengua para querer nombrar las mismas cosas. El traductor se convierte en una sombra, fantasma del hombre que inventó las palabras que ahora inventa el traductor. La traducción es un caso de suplantación de identidad: por decirlo con una palabra inglesa, es un caso de impersonation. Impersonation significa suplantación, el acto de hacerse pasar por otro.

VIII

Un hombre llamado Paul Auster vive en un mundo misterioso, un mundo cuyas conexiones no entiende demasiado bien, un mundo aterrador y cómico a la vez, un mundo que es una lengua misteriosa, una lengua dolorosa. Paul Auster quisiera traducir la lengua misteriosa y dolorosa del mundo, como en 1967 traducía los poemas de Baudelaire, Rimbaud y Verlaine. Así empieza a transformar la lengua misteriosa y dolorosa del mundo en palabras suyas. Llena cuadernos y cuadernos, una palabra detrás de otra, porque está rodeado de cosas que no entiende. Está confundido: las cosas que lo rodean no son puntos de referencia para no perderse, sino recovecos, paredes de laberinto. Ha llegado un día de 1979 a un apartamento de la calle Varick, en Nueva York, a una habitación en el décimo piso del número 6 de la calle Varick. Duerme vestido, dentro de un saco de dormir, sobre un colchón en el suelo. Vive con unos cuantos libros, tres sillas (los días se distinguen por la silla donde te sientas cada día), una mesa, un lavabo. Como el ascensor está roto, no sale a la calle: no porque la calle no merezca el viaje por las escaleras inacabables, sino porque volver a la ruindad de la habitación no merecería el viaje por las escaleras inacabables. El mundo es un saco de dormir, un colchón, tres sillas, una mesa, unos libros, un lavabo, una habitación en un décimo piso: el mundo es incomprensible. Entonces Paul Auster abre un cuaderno, empieza a escribir, trata de traducir el mundo a palabras comprensibles.

IX

Así Paul Auster empieza a sufrir la maldición del escritor. Suponte que escribes en una hoja de papel cuanto ves y piensas. Si escribes en una hoja de papel cuanto ves y piensas, poco a poco la vida parece no transcurrir en el presente: la vas escribiendo, y es como si la vieras ya pasada, muerta, como si vieras en la cara de un niño la cara que tendrá cuando viejo. Escribes la vida, y la vida parece una vida ya vivida. Y, cuanto más te acercas a las cosas para escribirlas mejor, para traducirlas mejor a tu propia lengua, para entenderlas mejor, cuanto más te acercas a las cosas, parece que te alejas más de las cosas, más se te escapan las cosas. Entonces te agarras a lo que tienes más cerca: hablas de ti mismo. Y, al escribir de ti mismo, empiezas a verte como si fueras otro, te tratas como si fueras otro: te alejas de ti mismo conforme te acercas a ti mismo. Ser escritor es convertirse en otro. Ser escritor es convertirse en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a ti mismo. Escribir es un caso de impersonation, de suplantación de personalidad: escribir es hacerse pasar por otro.

X

Cuando Paul Auster volvió de Francia en 1974 se dedicó a venderles artículos a los periódicos. Escribía sobre escritores: dice que así ordenaba sus ideas sobre la literatura. El primer artículo se lo vendió a The New York Review of Books. El primer artículo que Paul Auster vendió después de volver de Francia se llamaba Babel en Nueva York y hablaba de un libro de un esquizofrénico llamado Louis Wolfson: Babel, el lugar de la confusión de las lenguas, era un solo hombre, el esquizofrénico Louis Wolfson. Louis Wolfson no podía soportar a su madre, no podía soportar el inglés, su lengua materna: le dolía hablarlo, le dolía oírlo. Se tapaba los oídos con las manos, se refugiaba bajo los auriculares de una radio. Huía a otras lenguas: estudiaba francés, alemán, ruso y hebreo. Pero no bastaba con traducir las palabras inglesas al francés, al alemán, al ruso, al hebreo: las palabras inglesas seguían latiendo bajo las palabras que las traducían, seguían existiendo amenazadoras bajo el disfraz francés, alemán, ruso o hebreo. Entonces Louis Wolfson inventó un idioma propio: inventó sus propias palabras para aniquilar la confusión de las palabras inglesas. Inventando sus propias palabras se sentía un poco menos desdichado.

XI

Un novelista traduce a la lengua de sus fábulas la lengua misteriosa y dolorosa del mundo. El novelista, como Louis Wolfson, inventa una nueva lengua que suplante la lengua misteriosa y dolorosa del mundo. Pero el novelista forma parte del mundo y, al traducir el mundo, se traduce a sí mismo. Así se desdobla, se convierte en otro, una sombra, un fantasma. ¿Es doloroso convertirse en sombra? Me acuerdo de que una vez un amigo mío que se ponía inyecciones de heroína me dijo que necesitaba ponerse inyecciones para vivir, que se sentía muy mal cuando no se ponía inyecciones. Que ponerse inyecciones tampoco le producía un gran placer pero que era mucho peor si no se ponía inyecciones. Una vez Paul Auster le dijo a Larry McCaffery: “Escribir es una actividad que parezco necesitar para sobrevivir. Me siento muy mal cuando no lo hago. No es que escribir me produzca un gran placer, pero es mucho peor cuando no lo hago.”

XII

Una vez Paul Auster fue de excursión al bosque y encontró el idioma al que mucho más tarde trataría de traducir el mundo, el mundo cómico y aterrador: encontró el idioma del azar, el idioma de la casualidad y las coincidencias, el idioma de los encuentros fortuitos que se convierten en destino. Gracias al azar Paul Auster encontró la música del azar. Se hacía novelista mientras descubría la música del azar: traducía el mundo al idioma que había descubierto hacía muchos años en una excursión al bosque: el idioma del azar. Pero el idioma del azar es también el idioma de la fragilidad: hay coincidencias y casualidades con las que te mueres de risa y hay coincidencias y casualidades con las que te mueres. Descubrir el poder del azar es descubrir que somos terriblemente frágiles y vulnerables, que dependemos de la casualidad, que una coincidencia estúpida puede destrozarnos en un segundo. Que una palabra estúpida oída por casualidad también puede fulminarnos. Recordar que las personas son terriblemente frágiles es una obligación moral: Paul Auster dice que es cazador de coincidencias por obligación moral.

Paul Auster en Brooklyn

13/2/11

El cineasta


Para acabar con los números redondos -que decía Vila-Matas- recordemos que hace sesenta y un años se entrenó Peeping Tom; aquí, El fotógrafo del pánico; en Francia, Le voyeur; en Argentina, Tres rostros para el miedo; en Portugal, A Vítima do Medo; en Italia, L'occhio che uccide...


Peeping Tom llegó a los cines dos meses antes de que se estrenara Psicosis. Ambas películas de 1960 se han vinculado a menudo en cuanto al género del terror, al voyeurismo de sus protagonistas y a la vena psiconalítica en que abrevan padres castradores mediante -el padre en Peeping Tom y la madre en Psicosis. La recepción de ambas películas no pudo ser más distinta. Psicosis fue un éxito de taquilla y multiplicó la notoriedad mediática y el prestigio crítico de Hitchcock. Peeping Tom fue un rotundo fracaso, la crítica inglesa la masacró y, aunque no fue la última película de Michael Powell, puede decirse que con ella su reputación como cineasta tocó fondo.

Michael Powell reflexiona 
en el set de Peeping Tom

De Psicosis ya hablamos aquí, sólo recordaré lo esencial de lo que pienso sobre ella: la primera mitad de la película está entre lo mejor de Hitchcock, pero si tuviera que elegir entre su filmografía Vértigo y Encadenados son las que prefiero. De Peeping Tom quiero hablar hoy; de entrada, apuntaré que no es tan brillante, llamativa o efectista -y no digamos tan famosa- como Psicosis, pero como obra cinematográfica creo que es una película mejor. Aunque, bien pensado, la comparación entre ambos filmes quizá resulta superflua, porque las afinidades mencionadas más arriba entre Peeping Tom y Psicosis son puramente epidérmicas; en su vertiente profunda, Peeping Tom tiene más correspondencias con Vértigo, porque ambas películas tratan del poder de la mirada y del trabajo del cineasta -temas nucleares en la filmografía de ambos cineastas-, y en buena medida pueden verse como obras testamentarias, como confesiones de Michael Powell y Alfred Hitchcock. En Peeping Tom y en Vértigo encontramos el testimonio de lo que el cine significaba para ellos. Se nos muestra, digámoslo ya, la crueldad intrínseca al hecho de filmar, al trabajo de dirigir, al oficio de cineasta; y, en justa correspondencia, la del espectador. Peeping Tom y Vértigo hablan de la violencia de los mirones -cineastas y espectadores- y del cine como enfermedad.


Hablemos entonces de Peeping Tom. Cuando traje aquí Vida y muerte del coronel Blimp (1943), pensé que volvería al cine de Michael Powell con otra de mis películas preferidas, Las zapatillas rojas (1948), un filme que se aventura en los delirios del arte y de la inmolación de la vida en el altar de la belleza, pero he vuelto a ver Peeping Tom y caí en la cuenta de que representa, por así decir, un desarrollo lógico -en la lógica del delirio- de Las zapatillas rojas: aquí se muere y allí se mata por la belleza. Ambas películas se abisman en la condición trágica del cine, del aquel de mirar y filmar.


Pero salta a la vista una diferencia fundamental. En Las zapatillas rojas Michael Powell tenía a su lado a Emeric Pressburger, el guionista con quien firmaba las películas, y el filme celebra el fervor de arte compartido; Las zapatillas rojas representó la culminación del prestigio de Powell y Pressburger dentro de la industria del cine inglés, mientras que la década de los cincuenta se amojonó con fracasos y decepciones a pesar de películas bellísimas como Los cuentos de Hoffmann (1951), un filme que también reflexiona sobre el arte y la vida, la última obra en la que pudieron experimentar con las formas de representación en el cine. Cuando rueda Peeping Tom, Michael Powell ya se ha separado -amistosamente- de Emeric Pressburger y la película destila un profundo sentimiento de soledad. De soledad trágica, como veremos.

Michael Powell estudia un ángulo de cámara 
en el rodaje de Peeping Tom       

En los créditos de Peeping Tom resulta notorio el reconocimiento al guionista Leo Marks, su nombre aparece inmediatamente después del título de la película. Un reconocimiento que Michael Powell reiteró en cada entrevista sobre Peeping Tom y en sus memorias. Leo Marks era poeta, dramaturgo y criptógrafo, y había trabajado durante la 2ª guerra mundial para el Special Operations Executive, una organización secreta creada por Churchill para combatir clandestinamente en territorios ocupados por los nazis, es decir, para llevar la guerra tras las líneas alemanas en Europa.


Su primer contacto con el cine fue como asesor en Carve Her Name with Pride (1958), una película sobre Violette Szabo, una combatiente de la Resistencia francesa a la que Marks había entregado un mensaje encriptado en uno de sus poemas -The Life That I Have-, y que, tras ser lanzada en paracaídas sobre Francia, fue capturada y torturada por la Gestapo, llevada al campo de concentración de Ravensbrück y ejecutada poco antes de que acabara la guerra en Europa.

Violette Szabo

Tras el rodaje, el productor de la película le recomendó a Michael Powell que debía conocer al tal Marks, porque imaginaba que podrían disfrutar trabajando juntos. El cineasta invitó al criptógrafo a su casa y enseguida descubrieron que se sentían a gusto charlando. Marks traía un esbozo para una película de espionaje con agentes dobles, sobre su especialidad, vamos, pero a Powell no le interesaba nada el tema. En el curso de la conversación, salió a relucir que antes de entrar en el servicio secreto Marks había estudiado psiquiatría, la charla siguió por ese derrotero y el criptógrafo le preguntó a Powell si le interesaría algo relacionado con Freud. Por supuesto que estaba interesado, cómo no iba a estarlo si el cine de Powell y Pressburger se mueve entre las fronteras de lo real y lo onírico -bajo cualquiera de sus formas: sueños, pulsiones, fantasías, deseos reprimidos...-; pero una semana después John Huston  anunció que iba a rodar una película sobre Freud. Siguieron viéndose durante dos meses, conversando, tanteando otros temas, pero Marks siempre acababa derivando cualquier asunto hacia la critografía. Hasta que una noche el criptógrafo le propuso un argumento sobre un operador, víctima de escopofilia -la pulsión irreprimible que subyace en el placer de ver-, que mata a las mujeres con su cámara.


Más allá, o más acá, de las posibles derivaciones patológicas, la pulsión escópica es lo que subyace en el placer -y en el deseo- que experimentamos ante una pantalla de cine, es el impulso de ver y de seguir viendo, aun -de ahí lo de pulsión- cuando presentimos que lo que adviene va a ser desagradable, cruel o terrorífico. Dicho de otra forma, el poder de la mirada y el deseo irreprimible de mirar que se conjugaban en la idea de Marks apuntaban directamente al corazón del cine de Powell, así que cómo vamos a extrañarnos de que saltara en su butaca al escucharla: ¡Eso es lo que necesito!.


Firmaron un contrato y se pusieron a trabajar de inmediato en el guión de Peeping Tom. Dos noches por semana -y durante seis semanas- Marks iba a casa de Powell y le contaba lo que había pensado o inventado o tanteado; Powell discutía, desarrollaba o sugería algunas ideas. El cineasta insistió en la precisión de las invenciones o aportaciones de su guionista de forma bien elocuente: Él veía. Describía a Mark Lewis [el protagonista de Peeping Tom] echado sobre la pasarela del plató y cómo le caían los lápices y el bolígrafo del bolsillo de la chaqueta hasta el suelo quince metros más abajo, llamando la atención de la policía [que examinaba la escena del crimen de Mark Lewis]. Yo veía la escena. Y vi en seguida cómo realizarla. Michael Powell se sentía tan seguro con el guión de Leo Marks que apenas dedicó diez días a ensayos y eso que disponía de un presupuesto ajustado y treinta días de rodaje. Pero no sólo contaba con la red de seguridad del guión: ¡Qué equipo tenía! Otto Heller, el viejo maestro vienés de la luz (siempre habíamos deseado trabajar juntos); Gene Turpin [operador], que sabía hacer hablar a una cámara mejor que nadie; Noreen Ackland, un montador lleno de sensibilidad; Brian Easdale, el inspirado compositor de "Las zapatillas rojas"; Bill Wall, el gran eléctrico y maestro de la improvisación. Hablábamos todos el mismo lenguaje".

Powell, segundo por la dcha., consulta 
con el director de fotografía Otto Heller, tercero por la dcha., 
durante el rodaje de Peeping Tom

No es habitual que un cineasta hable así de su equipo y no digamos si se trata de elogiar a un eléctrico, por eso quise traer aquí el reconocimiento de Powell, porque cada mención hace más grande si cabe al cineasta.


Un ojo que se abre. Así empieza Peeping Tom. Por así decir el filme nace bajo el régimen -el poder- de la mirada. Pero no se trata de un ojo cualquiera, enseguida descubrimos que se trata del ojo de Mark Lewis, el hombre de la cámara.



La cámara es su herramienta -en todas las acepciones de la palabra-; además ejerce como profesional del cine, trabaja como foquista. En un momento -irónico- de la película, un psiquiatra le comentará que sus profesiones son muy parecidas: ambos procuran enfocar el mundo correctamente.


El protagonista de Peeping Tom es un cineasta y Powell nos obliga a ver por sus ojos muchas veces y a compartir siempre su punto de vista, en definitiva, vemos a través de los ojos de alguien que busca la belleza con la mirada, es decir, que construye una puesta en escena para arrancarle una verdad inefable a sus actrices/víctimas, y esa búsqueda artística acaba en una serie de crímenes. Y nos acerca a la mirada de ese cineasta-asesino mientras proyecta las escenas (de los crímenes) que ha filmado, para compartir su fruición donde se conjuga la condición de cineasta y de espectador, de cineasta y de cinéfilo; no es casual, obviamente, que el propio nombre de Michael Powell aparezca en los créditos sobre la imagen del proyector y que nosotros seamos los únicos espectadores de su obra, de su work in progress, dicho de otra forma, sin nosotros la película de Mark Lewis -y la de Powell- no existiría, somos su premisa y condición, cómplices también de su pulsión escópica, de sus crímenes, los crímenes del cine.


En realidad, más que colocarnos bajo el punto de vista de Mark Lewis, sería mejor decir que Powell configura nuestra mirada sobre el universo de la película bajo la influencia del polo magnético de Mark Lewis, por eso el único personaje que se salva de su influencia es la madre de Helen, la chica que se enamora de él y quiere salvarlo, por la sencilla razón de que es ciega.

Michael Powell y su hijo Columba 
en el rodaje de Peeping Tom

Pero aún hay más, Powell encarna en Peeping Tom al padre (castrador) del protagonista al que utiliza -y filma- como cobaya en sus experimentos sobre el miedo y el propio hijo del cineasta, Columba, encarna a Mark Lewis niño.



Una inscripción en la piel del filme que habla de la inmolación metafórica del cineasta por el cine. Lo que contemplamos es una confesión de la poética cinematográfica del propio Powell: la belleza como condición de la verdad, o de otra manera, la verdad sólo aflora a través de las formas fílmicas. Por eso Mark Lewis no mata de cualquier manera, mata filmando, pero no se trata de cinéma vérité, sino que filma situando e iluminando adecuadamente a sus actrices, es decir, a través de una puesta en escena en la que se manifestará la verdad del rostro aterrorizado contemplando el pánico en la propia mirada, por eso coloca un espejo sobre el objetivo para que las actrices/víctimas puedan verse experimentando la verdad de su propio miedo multiplicado.


La puesta en escena se nos presenta como la creación de un dispositivo capaz de arrancar las máscaras de la interpretación y desvelar los sentimientos verdaderos. El cineasta Mark Lewis se la juega, se pone en peligro, se arriesga por su película, su película es más importante que él, es su razón de ser y se merece que el azar colabore en su puesta en escena, cuando un policía cubre el cadáver de la prostituta, cuya muerte filmó en la primera escena de la película, con una manta roja, una bella metonimia de la sangre, delirio de la forma tan caro a Mark Lewis como a Powell, que nunca se cansó de repetir que Peeping Tom no era una película sobre un asesino sádico sino sobre un cámara de cine, un cineasta fascinado por la verdad de los rostros, por eso en una de las escenas de la película prefiere filmar a una chica que tiene un defecto en la cara -que vuelve más real el rostro-, para el que filmar exige una ceremonia, porque se trata de celebrar la belleza en un ritual del arte -del cine- como religión. Mark Lewis mata por una película que atrape la verdad en una bella forma. Mata por el cine. Por su cine.



Significativamente, es Moira Shearer -una de las actrices fetiche de Powell, la protagonista de Las zapatillas rojas y Los cuentos de Hoffmann- quien encarna a Vivian, la figurante que quiere ser actriz, y que baila para la prueba -definitiva- que le va a rodar Mark Lewis -como bailó para Powell- y que le pide que la ponga en situación para sentir miedo, que se entrega en manos del director, como maestro de ceremonias de un ritual artístico.


Moira Shearer en el rodaje de Peeping Tom
Abajo, con Carl Boehm, Michael Powell y Columba


Peeping Tom nos muestra hasta dónde puede llegar un director en  su pasión por el cine, una pasión más fuerte que la culpa. Ahí germina la cualidad perturbadora del filme, un rasgo que ya se manifestaba en el final de Las zapatillas rojas. Son contadas las películas -pongamos por caso Relámpago sobre el agua de Wim Wenders y Nicholas Ray- que en la historia del cine penetran como Peeping Tom en los abismos de la mirada de un cineasta y en la lógica oculta del acto de filmar.

Michael Powell con Pamela Green 
en el rodaje de Peeping Tom

Quizá convenga recordar que Powell era un cineasta-cinéfilo, desde veinte años antes de que esa doble condición se convirtiera en algo habitual en los años 50, en la generación de los Cahiers. En una entrevista con Bertrand Tavernier -uno de los primeros que contribuyó a reivindicar Peeping Tom y a restaurar el prestigio de su autor a mediados de los 60 en Francia-, Powell aseguró que no tenía un estilo, que él mismo era el cine, que todo lo había aprendido al sumergirse enteramente en el cine, que el cine era su vida. Unas palabras en las que resuena la confesión de Mark Lewis cuando no sabe expresar lo que siente con Helen: No encuentro las palabras. Tendría que filmarlo. Powell le confesó a Tavernier que se sentía muy próximo a su héroe y lo veía como un director de cine absoluto, alguien que se enfrenta a la vida como un cineasta, que es consciente de que no puede vivir de otra manera y que sufre. Quien habla es un director que -como el protagonista de Peeping Tom- lo dio todo por el cine.

En el centro, Michael Powell 
en el rodaje de una escena de Peeping Tom

Michael Powell filmó cuatro minutos y medio de Peeping Tom cada día de rodaje y Noreen Ackland trabajaba en paralelo casi al mismo ritmo. Tres días después de acabar el rodaje, ya tenían un primer montaje de la película. Cuando llegó el estreno el 31 de marzo de 1960, ya se sabe, sobrevino el desastre y la defenestración de Powell.


El cineasta tuvo que esperar a que Peeping Tom se reestrenara en el Festival de Telluride de 1977 y luego en el contexto de una retrospectiva de su cine en el MoMA de Nueva York en 1980 para que la crítica mundial, entonces sí, le hiciera justicia. Al fin, el cineasta encontraba el reconocimiento en Peeping Tom de una obra que no es su mejor película pero sí la más íntima. Martin Scorsese, que apadrinó el revival de Powell, cree que Peeping Tom y Ocho y medio de Fellini cifran todo lo que significa dirigir. Desde luego, Peeping Tom proyecta en la pantalla la experiencia fílmica, la mirada excesiva de un cineasta, pero también del espectador.


Cuando Peeping Tom se estrenó en Francia como Le voyeur, Powell declaró que, puestos a cambiar el título original, le habría gustado que la titularan Le cinéaste. El cineasta, un título perfecto para Peeping Tom.