11/6/13

Una cuestión de tiempo


Vi por primera vez Touchez pas au grisbi (1954) de Jacques Becker, si no recuerdo mal, cuando se pasó por televisión -como No toquéis la pasta- en el verano de 1986 (una noche candente de agosto en Tui, con las ventanas abiertas, tentando a los murciélagos cabe la iglesia de Santo Domingo). Pasaron casi treinta años sin ponerle los ojos encima.


La volví a ver estas últimas semanas. Una, dos, tres veces. De un tirón, para sentirla, y a cachitos, para saborearla. Una delicia. Sí, también Casque d'or. Y Le trou. Al palabrearlas en la escuela, no me atreví a hilvanarlas con Touchez pas au grisbi; vete a saber por qué desconfié de la memoria, que me recordaba cuánto me había gustado; quizá temí que fuera apenas el fantasma de una bella película, que sólo existía en el recuerdo, o que la presencia de Jeanne Moreau, en un pequeño papel, en una de sus primeras películas, me nublara el entendimiento. Pero ahora ya puedo hilvanar las tres maravillas en un mismo acorde memorable del mejor cine de Jacques Becker (y de nuestra vida).


Casque d'or había sido un fracaso. Sólo la defendieron los cahieristas -Truffaut,  Rivette, Godard...-: otra batalla que les honra. En 1953, Becker lee Touchez pas au grisbi, un polar de Albert Simonin. Cuentan -no la leí- que despliega una fiesta verbal pespuntada con la jerga del hampa parisina que había mamado el autor durante años al volante de un taxi; por lo visto, la  novela incorporaba al final del libro un glosario con el argot de los bajos fondos. Aquella historia melancólica sobre el último gran atraco de un par de ladrones veteranos, ya de retirada, cautivó la mirada del cineasta. Se ha dicho que el libro y la película revolucionaron el noir francés en la novela y el cine.


De la novela no puedo decir nada, pero cabe apuntar que la película es puro Becker, y eso aun cuando, tal como figura en los créditos del guión, Albert Simonin firma también la adaptación (en compañía de Maurice Griffe y del propio cineasta) y los diálogos, eso sí, despojados del argot que deviene, al parecer, una figura de estilo en la novela. Desde el guión, Becker hizo suya la novela, destilándola a través de su mirada. De momento basta señalar que dejó el atraco fuera de la película (ya aconteció cuando empieza la proyección) y se quedó con toda la melancolía de esos dos viejos amigos que ya no están para esos trotes, el mundo (también en los bajos fondos) está cambiando y esa vida empieza a pesarles. Digamos que Becker tuvo la última palabra y, sobre todo, la puesta en escena -y el montaje (con Marguerite Renoir)- para modelar el cine de Touchez pas au grisbi. El cine de Becker.


Un cine que se toma su tiempo para destilar el ocaso de unas vida, hasta el punto de dar la impresión de olvidarse de la trama, de que no pasa nada, o mejor, de que no hay otra trama que el tiempo que pasa. Becker, como los más grandes cineastas, sabía -sabe (hay que decirlo en el presente de sus películas)- que lo que cuenta es el paso del tiempo; o dicho de otra forma: que el paso del tiempo es el único tema. Y sabía también que el cine cuenta con los cuerpos y hay que encarnar el paso del tiempo. Y nadie mejor que Jean Gabin para dar cuerpo al ocaso. Creo que tuvo mucha suerte -qué atentos los dioses lares del cine- cuando el actor al que le ofreció el papel de Max se vio demasiado joven para un papel de viejo, y entonces Becker se atrevió a pensar en Jean Gabin.

Becker con Gabin en el rodaje 
de Touchez pas au grisbi

A aquel actor inmenso no le había ido ni medio bien en Hollywood y en Francia después de la 2ª guerra mundial  iba de capa caída; sólo memorable un pequeño (gran) papel en la historia central de Le plaisir de Max Ophüls. Y entonces llamó a su puerta Becker con un papel que parecía escrito para él. Gabin no había cumplido los cincuenta años pero ya estaba de vuelta, justo lo que desprende Max con su forma de moverse, de mirar, de poner su canción favorita en la jukebox del restorán de siempre. Touchez pas au grisbi resucitó a Gabin. (Y enseguida llegará Renoir con otro regalo, el Henri Danglard de French Cancan. Lo dicho: los dioses lares del cine.)  Sí, nadie como Gabin para dar cuerpo al paso del tiempo y destilar la melancolía conjugando coraje y ternura, audacia y sorna, aplomo y fatalismo; ese hombre lento que aún guarda, si ya no un as en la manga, sí unos cuantos relámpagos.


Para iluminar a Jeanne Moreau, por ejemplo; tenía 25 años, no era su primera película, quizá la segunda o la tercera, pero la descubrió: el de Josy era un pequeño papel, pero cada escena con Gabin alumbraba ya la gran Moreau (que podía con todo).


Quien sí se estrenó como actor en Touchez pas au grisbi fue Lino Ventura -en el papel de Angelo-, ese armario que amuebló de forma convincente el cine polar venidero: cómo olvidar a Davos, aquel gánster tierno (tan cercano a este Max de Gabin) en A todo riesgo (1960) de Claude Sautet, otra película que, como Le trou (las dos basadas en novelas de José Giovanni), tuvo la mala suerte de coincidir en su estreno con À bout de souffle de Godard.  


Touchez pas au grisbi nos habla de unos personajes que reman contra las rompientes del tiempo y tienen muy poco a lo que aferrarse: unas formas (como el propio Becker), unos principios, las viejas lealtades. Deviene así, por encima y por debajo de cualquier otra cuestión argumental, una bella (y verdadera, cómo si no) historia de amor entre hombres -la de Max y Riton (René Dary)-, que la emparenta con aquéllas memorables de Hawks, Sólo los ángeles tienen alas o Río Bravo, pongamos por caso.


Como en la escena del cabaret, donde Max, tras descubrir que Josy, la chica de Riton, se la pega con Angelo, trata de convencer a su amigo de que se vaya a casa, que ya no tienen edad para pasar la noche en esos locales, tomando una copa tras otra, esperando por las chicas y luego, por encima, tener que dormir con ellas; para Max, ya no es sólo trabajo, son horas extras: en fin, filosofía de la vida, todo por no romperle el corazón a su viejo camarada.


O aquella noche, cuando Max abandona la cama de su amante en la oscuridad y enciende un cigarrillo, y la luz de la cerilla le ilumina el rostro, pero en realidad transparenta otro alumbramiento más decisivo, el de la memoria devolviéndole la conciencia de lo que significa Riton para él -todo cuanto han vivido juntos (tanto tiempo)-, cuando el cuerpo le pide dejarlo en la estacada, harto de su amigo y los quebraderos de cabeza que le ocasiona. En momentos así, en el curso de la película, se desprende el amor de Becker por sus criaturas, con la levedad del humor y del sentido del lugar (donde habitan y se mueven), como en el cine de su maestro Renoir, en un París -su París- iluminado en blanco y negro por Pierre Montazel -el director de fotografía con el que ya había colaborado en Antoine et Antoinette (1947)-, tintado por un romanticismo -tan suyo- de tonos crepusculares.  


Si decimos que Becker se toma su tiempo, hablamos de un cine destilado en las formas de mostrarlo, en el aquel de contemplar a Max, una noche, untando el pan con el paté, llenando un vaso de vino, conversando con su  vejo camarada Riton de la retirada que se impone, buscándole un pijama para que pase allí la noche, o al propio Riton cepillándose los dientes y viéndose en el espejo, comprobando hasta qué punto Max tiene razón. No sé dónde leí -quizá en un artículo de Marcos Ordóñez en El País- que José Sacritán le cuenta a María Valverde esta escena en Madrid, 1987 de David Trueba, evocando a Max y Riton como dos viejos cowboys, y sí, tal cual, sólo cabe añadir que en un western de Ford, como Dos cabalgan juntos. Y cuando la película alcanza la temperatura de ebullición en el estallido final, nuestros personajes, Max y Riton, aparecen transfigurados en fantasmas de otro mundo, donde cuajó la lealtad que ahora los reúne en la última revuelta del camino. Una cuestión de tiempo.

Becker (el 2º por la izda.) con Jeanne Moreau y Jean Gabin 
celebrando comienzo de rodaje de Touchez pas au grisbi 
el 7 de octubre de 1953.

Cuando Becker tenía prácticamente lista la película, Truffaut y Rivette se reunieron con él para grabar (en magnetófono) una larga entrevista -de más de tres horas- el 20 de enero de 1954. Con el tiempo devino una práctica habitual, pero entonces aquellos redactores de Cahiers du cinéma inauguraban una forma de trasladar al papel el pensamiento de los cineastas con la libertad de tono de una charla radiofónica. Aquella con Becker fue la primera gran entrevista con un cineasta publicada en Cahiers, doce páginas del nº 32 aparecido en febrero de 1954.


Casi un par de meses después, el 17 de marzo, se estrenó Touchez pas au grisbi. Quizá por primera y última vez una película de Becker consiguió el aplauso unánime de crítica y público.

1 comentario:

  1. ¿Para cuándo una entrada de Falbalas, otra de esas maravillas de Jacques Becker? La pasaron por TVE hace como veinticinco años, con uno de esos doblajes que quitan la afición, pero era tan hermosa que superaba ese inconveniente. Era una época en la que podías ver en la televisión películas de Mizoguchi, ciclos completos de Lang (en Alemania), como de Hitchcock (en Inglaterra), por no hablar del cine mudo de Ernst Lubitch, de El viento de Sjöstrom y tantas y tantas maravillas.
    Es difícil no añorar esos momentos, gracias a los cuales pudimos algunos ver por primera vez casi toda la obra de Renoir, de Rosellini, y ya no digamos obras casi desconocidas de Anthony Mann, de Douglas Sirk y de tantos y tantos maestros. Dan ganas de llorar con el presente.

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