Tendría doce o trece años cuando vi Marnie. En televisión y en blanco y negro. En la casa del río. Marnie, la ladrona (1964). Fue una da las películas más perturbadoras de la infancia (quizá sólo comparable a la impresión devastadora que me produjo El nadador y, en otro orden de emociones, Stromboli).
Si no recuerdo mal tardé diez años, quizá más, en verla en el cine y en color. Era casi como ver otra película. Y digo casi, porque el seísmo emocional se conservaba intacto en la memoria, y veía Marnie con una mirada... herida. Por así decir, no la vi yo, la vio otra vez aquel chaval de la casa del río. Volví a verla una vez cada diez años o así. Hasta aprender a verla en presente. La última, este San Xoán, y quizá por vez primera sin la intrusión de la memoria de la primera vez; o sea, donde la memoria ya sólo era memoria, como si la herida hubiera cicatrizado. Y verla con Ángeles y comentarla juntos fue casi como hacer las paces con Marnie. Y con Hitchcock. Y sí, Marnie no es tan maravillosa -o tan perfecta- como Encadenados o Vértigo, pero es una película muy bella, conmovedora y dolorida, y la última gran película del cineasta. Y quizá su más íntima confesión. Marnie -la película, no el personaje- soy yo, podría muy bien haber proclamado.
Hace cincuenta años por estas fechas Hitchcock empezó a trabajar en el guión de Marnie con Jay Presson Allen (entre sus créditos figurarán Cabaret o El príncipe de la ciudad). El proyecto venía de atrás. Hitchcock había elegido la novela de Winston Graham pensando en un personaje que pudiera encandilar a Grace Kelly, ya princesa de Mónaco. Y ella se sintió tentada por la historia. Y por volver al cine. Con el director de Atrapa a un ladrón.
Hitchcock le encargó el primer tratamiento a Joseph Stefano, el guionista de Psicosis. Pero el proyecto se retrasaba. No era fácil cuadrar las fechas de rodaje con una princesa. Y cuando parecía que podrían concretarse, Hitchcock ya estaba rodando Los pájaros y empezó a trabajar con su guionista Evan Hunter, mientras iban y venían de las localizaciones. Hitchcock le explicaba cómo veía Marnie, escena por escena. Con Grace Kelly en mente. Y el guionista se puso manos a la obra. Hasta que en junio de 1962, la princesa de Mónaco le escribió una carta muy sentida: con gran dolor de corazón tenía que abandonar la idea de volver al cine. Atrapa a un ladrón (1955) seguiría siendo la última película de Grace Kelly con Hitchcock.
Todas las chicas, todas sus rubias preferidas lo habían abandonado: Ingrid Bergman (el más grave de los despechos: lo había dejado por Rossellini, otro director) y Grace Kelly (no tan grave, sólo lo dejó por un príncipe). Y ya no podía contar con Cary Grant (retirado del cine) ni James Stewart (demasiado mayor), sus actores preferidos... Se sentía deprimido. Y sin Grace Kelly, Marnie ya no le interesaba. Menos mal que aquel mes de junio recibió otra carta que lo reconfortó: Truffaut le contaba lo que había significado -y significaba- su obra para él -primero como crítico y, ahora, también como cineasta- y le comentaba su proyecto: hacerle una larga entrevista con vistas a un libro amojonado por la filmografía de Hitchcok, película por película, el primero que se iba a publicar sobre su obra integral. A Hitchcock se le saltaron las lágrimas. Y el lunes 13 agosto de 1962 empezó a grabarse aquella entrevista, quizá la más famosa -conocida y citada- entrevista de la historia del cine.
Con el tiempo, la herida de Grace Kelly fue cicatrizando y las conversaciones con Truffaut contribuyeron a recargarle las baterías, pero Hitchcock no quería volver al guión de Marnie mientras no hubiera decidido qué actriz iba a encarnar a la protagonista. Necesitaba verla antes. Y hasta noviembre no vio a Tippi Hedren, su descubrimiento en Los pájaros, como aquella ladrona neurótica llamada Marnie.
Sólo entonces volvió al trabajo con Evan Hunter en las últimas semanas de 1962. Y volvió a contarle la película escena por escena, plano a plano. Una primera versión del guión estuvo lista el 1 de abril de 1963. Pero había un problema: la escena de la violación de Marnie durante la luna de miel con Mark (Sean Connery). Hitchcock la había visualizado con detalle para Evan Hunter. Al guionista le repateaba, estaba convencido de que, después de esa escena no habría forma de redimir a Mark. Total, en esa primera versión del guión escribió una escena alternativa (sin violación) y en unas páginas aparte (y de otro color) la escena tal como Hitchcock se la había contado. A los pocos días recibió una carta de la oficina del cineasta, en adelante ya no iban a necesitar de sus servicios.
Y es entonces cuando entra en escena Jay Presson Allen. El triángulo de dos tipos rivalizando por el amor de Marnie desaparece; ahora es Mark quien ama a Marnie y es amado por Lil (Diane Baker), la hermana de su primera mujer fallecida.
Tampoco hay un psiquiatra, al que Marnie visitaba porque Mark se lo había pedido, y aun suplicado; es el propio Mark quien hace las veces de psicoanalista -amateur-, quien lucha por curar a Marnie (quizá para darle al protagonista masculino un papel más relevante e interesar así a un actor más importante), una situación que propicia no pocas ironías por parte de la chica -como la memorable ¿Tú Freud, yo Jane?-, por eso la guionista convirtió a Mark en un zoólogo frustrado, un estudioso del comportamiento animal, y de ahí la figuración de Marnie como su presa, y un animal asustado en una de las primeras escenas de la luna de miel.
En Marnie se abren múltiples pasajes con la obra de Hitchcock (como en El hombre que mató a Liberty Valance respecto a la obra de Ford). Mark quiere transformar a Marnie, como Scottie a Judie en Vértigo, y como Hitchcock a sus actrices (como presa y sueño, objeto de deseo y materia fílmica), reescribiendo su vida, convirtiéndola en personaje de su película, usándola como Jeff a Lisa en La ventana indiscreta; y como fetichista (ese fetichista que lleva dentro un determinado tipo de cineasta que ama el cine de las cosas), a Mark le cautiva que sea una ladrona, como en Atrapa a un ladrón a Grace Kelly le atrae esa condición sospechada en Cary Grant; por no hablar de la tortuosa relación de Alicia y Devlin en Encadenados.
Y el personaje de la madre (Louise Latham) de Marnie, en la estela de esas madres castradoras y/o posesivas del cine de Hitchcok, como la madre de Alex Sebastian en Encadenados, la de Norman Bates en Psicosis, o la de Mitch en Los pájaros, una figura que cifra uno de los temas mayores de la obra del cineasta, el peso del pasado en el presente y aún el dominio del pasado sobre el presente: de ese pasado que Mark trata de liberar a Marnie. Y mientras, para mantener a raya ese pasado, los personajes tratan de protegerse con un precario mundo de convenciones -de normalidad-, la frágil piel de las apariencias que apenas vela ese caos en el que puede despeñarse nuestra existencia, no de otra cosa habla Con la muerte en los talones (y cualquiera de las películas mencionadas).
El suspense, como vio muy bien Jean Douchet, viene siendo la herramienta de Hitchcock para hacer ver -y volver casi táctil-, a través de la dilatación del tiempo, cómo la piel de las apariencias se tensa y qué endeble consistencia presenta la normalidad; que poco hace falta para que el caos se desencadene y adueñe de nuestro mundo. Al dilatar el tiempo, Hitchcock nos muestra -y nos hace sentir- el débil velo que nos cobija a punto de reventar; nos angustia ante la catástrofe venidera mientras experimentamos los peores temores.
En resumidas cuentas, el cineasta utiliza el suspense para transportarnos hasta el borde del abismo que se abre ante sus personajes, para dejarnos tan suspendidos como ellos. Y si Hitchcock, como señalaron Rohmer y Chabrol en un libro precursor sobre su obra, es uno de los grandes inventores de formas de la historia del cine, esas formas eran -en último término- la forma de mostrarnos el abismo que bordeamos por el simple hecho de vivir; no otra la condición humana, sino avecinada en el caos. Una forma visual, o sea, forma fílmica; es decir, puro cine.
En ese sentido casi sobra apuntar que lo psicoanalítico en Marnie es anécdota, no hilván primordial de la urdimbre de la película, pero tampoco se entiende que, ya de hacer tanto hincapié en ello tantos que ningunearon la película en su día, no cayeran en la cuenta de que ese barco ominoso del telón pintado -y tan ridiculizado- que cierra la calle donde se ubica la casa de la madre de Marnie -la casa de su traumática infancia- no era un mero decorado sino una proyección -expresionista- de la memoria herida de una niña, tan expresionista como otros síntomas, los relámpagos o el color rojo. En el fondo, lo que se le reprochaba a Hitchcock era que se sintiera tan libre como para usar semejantes procedimientos, y que jugara hasta ese punto con la credibilidad del espectador. Dicho de otra forma, en el mejor de los casos, se censuraba en Hitchcock su libertad como artista; en el peor, se le tachaba sin reparo de viejo chocho.
Pero el anhelo de lo inalcanzable deviene quizá el asunto cardinal que se ventila en Marnie, justo lo que se ventila en la memorable escena de la violación que se negaba a escribir Evan Hunter y que, desde la primera vez que Hitchcock le habló de ella, Jay Presson Allen supo que era la razón última de rodar Marnie.
Justo lo que cifra el asedio de Mark (como el de Hitchcock a Tippi Hedren); justo lo que dota a la película de una complejidad emocional -el amor como caza y cura, posesión y repulsión, muerte y liberación- que había perturbado tanto a aquel niño que la vio en la casa del río, una complejidad que iluminaron un Robin Wood o un -injustamente olvidado- José María Carreño, escritores de cine que entendían la crítica como un arte de amar (el cine).
En 2002, Robin Wood publicó la última edición revisada de su libro El cine de Hitchcock (la primera databa de 1965, aquí la leímos con fruición, traducida por José Luis González, en la edición mejicana de Era, de 1968). No leí esa última edición, sólo reseñas, y por ellas supe que incluye un nuevo capítulo sobre Marnie que lleva por título ¿Tú Freud, yo Jane?: "Marnie" revisitada, donde destila una devoción aún más ardiente por la película que fue de los pocos en saber mirar -y admirar- (y enseñarnos a mirar y llevarnos a admirar) en su momento. Y fue Marnie la película que inspiró una de las más bellas derivas críticas de quien en su día había reconfortado a Hitchcok cuando más lo necesitaba.
Hace treinta años Truffaut escribió uno de sus últimos textos: el capítulo 16 de la edición definitiva de El cine según Hitchcock. Estaba muy enfermo y la escritura le resultó penosa. En ese capítulo, se refiere a Marnie como un amargo fracaso, pero también como una obra apasionante... una de esas grandes películas enfermas. Y entonces abre un paréntesis -son sus palabras- para definir lo que él llama una gran película enferma:
No es otra cosa que una obra maestra abortada, una empresa ambiciosa que ha sufrido errores en su desarrollo: un buen guión imposible de rodar, un reparto inadecuado, un rodaje envenenado por el odio o cegado por el amor, una gran distancia entre la intención y la ejecución, un estancamiento solapado o una exaltación engañosa. Esta noción de una "gran película enferma" sólo puede aplicarse, evidentemente, a directores muy buenos, a los que han demostrado en otras circunstancias que podían rozar la perfección.
Ahora el paréntesis lo abre uno. Truffaut confiesa que la cinefilia propicia que prefiramos a veces, justamente, la gran película enferma de un director a su obra maestra indiscutible. No sólo eso, yo diría que es lo propio de la cinefilia preferir las películas heridas, por lo que sea, a las películas perfectas de los cineastas que amamos. Por eso amamos tanto a Nicholas Ray, un cineasta con tantas películas enfermitas, tan ardientes, trémulas y conmovedoras; como Amarga victoria, pongamos por caso. La cinefilia cuajó en el aquel de dar la batalla por esas grandes películas enfermas, una feliz y bella noción de Truffaut, que sigue:
Si se acepta la idea de que una ejecución perfecta conduce con mucha frecuencia a disimular las intenciones, se admitirá que las "grandes películas enfermas" muestran más crudamente su razón de ser. Observemos también que, si la obra maestra no siempre es de las que hacen vibrar, la “gran película enferma” a menudo sí lo es.
En efecto, y es esa cualidad convulsa la que aviva su defensa ferviente, la vindicación empedernida; en fin, el arrebato cinéfilo, que transfigura una película imperfecta -o fallida, si se quiere- en un filme de culto. Y Truffaut abrocha entonces su párrafo memorable:
“La gran película enferma” sufre habitualmente un exceso de sinceridad, lo que, paradójicamente, hace que se vuelva más clara para los entendidos y más oscura para el público acostumbrado a tragarse mezclas cuya dosificación favorece más la astucia que la confesión directa.
Truffaut estaba convencido de que Hitchcock ya no fue el mismo después de Marnie, quizá un filme demasiado en carne viva (en un sentido artístico) y demasiado desnudo (en un sentido moral), por eso merece figurar con mayúsculas en esa extraña categoría -son palabras de Truffaut- de las grandes películas enfermas. Poco después de rodar Marnie, perdió a dos de sus más íntimos colaboradores: primero, Robert Burks, su director de fotografía desde Extraños en un tren, y luego George Tomasini, su montador desde La ventana indiscreta, murieron prematuramente. Hitchcock se iba quedando cada vez más solo.
En alguna entrevista hacia el final de su vida le escuché decir a Robin Wood que si no te gusta "Marnie", no creo que te guste el cine de Hitchcock; y diría más, si no amas una película como "Marnie", es que no amas el cine. Yo no diría tanto, pero sí que Marnie es puro Hitchcok, un cineasta tan fervorosa y fílmicamente enfermo como siempre, sólo que esta vez menos pudoroso; o sea, quizá por última vez, más Hitchcock que nunca. Aunque quién sabe si, de leer algo como esto a propósito de su Marnie, no nos diría, como ella a Mark, ¿Tú Freud, yo Jane?
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