Tengo para mí que sin la perdurable impresión de las primeras películas en Tui -en el Teatro Principal, en el cine Yut, en el cine Bolívar- no estaría escribiendo esta bitácora. Quiero decir -supongo que ya lo dije (de una u otra forma) más de una vez-, sin la intuición de que aquellas películas me contaban algo primordial, que aprendía cosas de vital importancia mientras las veía, o sea, sin la temprana convicción de que eran mi escuela de los domingos, ¿a cuento de qué la escuela de los domingos?
Scaramouche (1952) fue una de esas películas primeras, de esos días de la infancia en la noche del cine. Donde aprendí, o mejor, donde continué mi aprendizaje a propósito de cómo y cuánto puede equivocarse el corazón de un héroe. Y aprender también que uno podía ir a la misma sesión que tantos rapaces de mi tiempo y no ver la misma película. (¿Habría otros que veían la misma que uno?) Y salir ellos del cine hechos unas pascuas y uno con ánimo fúnebre, y perturbado: ¿qué celebraban? ¿es que no se daban cuenta de que André Moreau había metido la pata hasta el fondo al dejar a Lenore por Aline de Gravillac? ¿o es que estaban tan ciegos como él y no caían en la cuenta de que la pelirroja Lenore era la mujer de su vida? (¿Andarían otros en las mismas cavilaciones?)
Janet Leigh es Aline de Gavrillac.
Eleanor Parker es Lenore, la cómica de la legua.
Después del león de la Metro y antes del título aparece esta frase: Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Lástima que no añadieran la siguiente, como en el libro: Y ése era todo su patrimonio. Qué apertura tan espléndida de la novela de Sabatini, ¿no? Pasarían unos años antes de perderme entre sus páginas. Pero la película, ya lo sabéis, empezaba días antes.
Con el ven y mira del cartel y el ensueño que germinaba en los cuadros del vestíbulo del cine Yut. Y entre la promesa de la película y la sesión podían pasar muchas cosas, y a veces llegabas al cine con la lengua de fuera.
Así que ya sabía muchas cosas, que había dos rivales, dos chicas, teatro... y que íbamos a ver una película de espadachines, como le llamábamos a las de capa y espada; con las de vaqueros, las de piratas (ah, La mujer pirata de Tourneur con Jean Peters) y las de Tarzán (el de Johnny Weissmüller), mis preferidas del cine de la infancia. Qué raro me sonó tiradores, como les dicen a los espadachines en la esgrima.
Por aquellas películas de espadachines leí no hace mucho Blandir la espada, el estupendo libro de Richard Cohen, donde me enteré de que Jean Heremans, un campeón de esgrima belga, colaboró con George Sidney -ya habían trabajado juntos en Los tres mosqueteros (1948)- para coreografiar la gran secuencia del duelo en el teatro de L'Ambigu -el clímax de Scaramouche-, un combate de espadachines durante seis minutos y medio que pasa por ser una de las grandes escenas de esgrima en el cine, con el teatro como escenario -nosotros, espectadores, somos una prolongación de la platea de L'Ambigu-; la lucha, entonces, como puesta en escena, el combate como danza, y las estocadas y paradas de los aceros como música de metales. (A Heremans se le deben también las coreografías de los combates de El prisionero de Zenda de Richard Thorpe, estrenada el mismo año.)
Scorsese lleva a sus personajes al cine
en Who’s that knocking my door (1967), su opera prima.
Una de las películas que acaban ver, Scaramouche.
George Sidney es de esos directores del viejo Hollywood del que uno sólo ha conservado en la memoria apenas una o dos películas. Scaramouche se trama con lazos de sangre (hermanos que no saben que lo son) y pedagógicos (maestros y discípulos), conjugando asesinatos, venganzas, amores tempestuosos, padres e hijos, el mundo del teatro y la sombra de la Revolución Francesa. Como señaló muy bien José María Latorre, Scaramouche se arma con una estructura más folletinesca que aventurera, y así lo entendieron los guionistas, Ronald Millar y George Froeschel, y el director, para tramar un melodrama en torno a una encrucijada de destinos; la de los hermanos, pero también la de André entre Lenore y Aline, a la que conoce, mira por dónde, en un cruce de caminos.
Las identidades, las máscaras, los papeles, la confusión, los dilemas del amor y de la sangre se caldean en el alambique (del melodrama) de Scaramouche y George Sidney los destila -quizá como nunca en su cine- con la garra, el humor y la gracia, con el equilibrio y la armonía que se cifran en la lección del maestro de esgrima: Imagina que la espada es como un pájaro: si lo aprietas con demasiada fuerza, lo ahogas; si lo aprietas con demasiada delicadeza, se escapa.
Pero la lección de aquel cine de la infancia que devino la escuela de los domingos aún arde con la memoria de Lenore.
Y se duele.
Y aun escucha el eco de los pasos de aquel niño al salir del cine, en las rúas asombradas por la catedral, tratando de entender el hiato del corazón entre esas dos escenas, rememorándolas -a Lenore, como en un sueño... Debería reducirme a cenizas... Llévame a París... Trátala bien, Scaramouche-, suspirando por explicarlas con una lección de esgrima, que suena a cuento japonés (de samuráis, imagino). El pájaro y la espada.
Scaramouche fue una esas películas que no vi hasta la juventud, y sin embargo tiene ese inequívoco aire de ser disfrutado a la perfección por un niño. La novela de Sabatini la leí hace un par de años y me pareció muy buena, por más que José María Latorre tache su trama de folletinesca, pero es que este crítico debiera haber dedicado tiempo a escribir sus libros de cine, el de aventuras, el de cine fantástico y hasta el del cine negro, en lugar de limitarse en no pocas ocasiones a reproducir sus críticas aparecidas en la sección de cine en tv a lo largo de más de treinta años en la revista Dirigido por... (luego reducida a sólo Dirigido). De las novelas y cuentos de José María Latorre sólo he leído media docena, pero no creo que éste sea el lugar para hablar ni de unas ni de los otros).
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