Hay películas que en el curso del tiempo acaban por trazar un emblema de nuestra relación con el cine. No son grandes películas, o no necesariamente. Ni siquiera son las películas que vemos más veces. Ni tampoco aquéllas de las que más hablamos. Son más bien aquellas películas que, memoria mediante, despiertan en nosotros la ternura. De las que pervive aún la huella táctil de una belleza luminosa. Y un leve rasguño de tristeza palpita en sus imágenes, una mirada que no empaña ni mengua la felicidad de llevarla con nosotros en la retina para siempre.
Fue nuestro hijo quien nos llamó la atención sobre la película, apuntando que podía verse como uno de los veneros del estilo de Kaurismäki -que la tiene entre sus preferidas-; en particular, la (hierática) contención y el laconismo con que Serge Reggiani da vida a Manda -ese carpintero tierno que no pronuncia ni veinte réplicas (ni falta que le hace)-, y que resuenan en los personajes encarnados por Matti Pellonpää en los filmes del finlandés.
Casque d'or se estrenó hace sesenta años y ocupa un lugar central en la filmografía de Jacques Becker. En Francia fue un fracaso; y críticos eminentes no supieron apreciarla, aunque más adelante se pusieran las gafas de ver y reconocieran su miopía. La película tiene su origen en un suceso del mundo del hampa en el París de principios del siglo XX, en una de aquellas bandas de apaches, como denominaba la prensa francesa de la época a aquellos maleantes de los bajos fondos parisinos, y que cobró cierta relevancia periodística. Varios directores tuvieron en mente convertir aquella historia en una película: Duvivier, Allègret, Clouzot... Simone Signoret cuenta en sus memorias -La nostalgia ya no es lo que era- que también a Jean Renoir se le pasó por la cabeza ese proyecto.
Pero fue Jacques Becker quien llevó aquella historia a la pantalla, donde el ya lejano suceso real representa apenas el germen -un pretexto- para capturar aquel mundo de un París en un siglo XX recién nacido, más que como una recreación, como si apareciera ante nuestros ojos por primera vez, para destilar con mirada poética la conmovedora ternura de unos amantes con mala estrella.
Jacques Becker escribió el guión con Annette Wademant, su compañera a la sazón (aunque no aparece acreditada), guionista también de sus anteriores películas, Édouard et Caroline y Rue de L'Estrapade, y de Madame de... y Lola Montes de Ophüls, que veía en Becker un heredero y le legó el proyecto sobre Modigliani, Montparnasse 19 o Los amantes de Montparnasse; y con Jacques Companéez, que había colaborado con Jean Renoir en el guión de Los bajos fondos, donde Becker ejerció de ayudante de dirección. En Casque d'or nos encontramos también con Marguerite Renoir, la montadora habitual de los filmes de Renoir en los años treinta -también de Los bajos fondos o Un día de campo- y que Becker, se podría decir, heredó de su maestro. Y si, como se ve, no faltan hilos que religuen el filme de Becker con el cine de su maestro, ni cabe negar el legado, no puede haber nada más íntimo y personal que la mirada amorosa de Becker en el aquel de contemplar a Manda y Marie, a Serge Reggiani y Simone Signoret (que ya habían aparecido juntos en La ronda de Ophüls dos años antes), como nunca nadie volvería a mirarlos.
El título original, Casque d'or -aquí se tituló París, bajos fondos- hace referencia al peinado que luce Simone Signoret/Marie en buena parte de la película, un yelmo dorado, como escribe Bénard da Costa.
Era la película más querida de Jacques Becker (y la que más tristeza le deparó con la mala acogida en su país), y a ella le dedica Simone Signoret las más bellas y cálidas páginas de sus memorias (y las más encendidas a propósito de la incomprensión con la que se recibió): Podría contar durante horas cómo fue filmada esta película, con amor, alegría, amistad y humor. Creo que uno lo nota cuando la está viendo. Desde luego uno nota que se filmó en estado de gracia. Porque Becker estaba enamorado de Annette Wademant, y de Manda y Marie, y ese amor contagió a cuantos participaron en Casque d'or; quizá no hay mejor palabra para cifrar el arte de dirigir de Becker: contagiar; y como escribió Serge Daney, nos contagia también la felicidad con que se hizo.
Y no es de extrañar que la memoria de Simone Signoret arda al evocar Casque d'or, porque nunca ha resplandecido así, nunca como con Becker ha iluminado la pantalla. Y sí, nunca la hemos visto más bella.
Pero a punto estuvo de no hacer la película. Y eso que le parecía una historia muy bonita y que Becker sólo pensó en ella, nadie más podía ser Casque d'or. Pero quizá aún estaba dolida con él de diez años antes. La Signoret había firmado el contrato y el día que debía viajar a París había acompañado a Yves Montand en los decorados de aquel pueblo -Las Piedras- de El salario del miedo de Clouzot a treinta kilómetros de Nimes. Pero en el último momento no subió al tren, llamó al productor y le dijo que tenía que rechazar el papel porque no podía separarse del amor de su vida. En el fondo no había olvidado el rechazo de Becker para un pequeño papel en Denier atout (1942), el primer largometraje del cineasta. Pero esperaba su llamada. Y se impacientaba. Cuenta la actriz que nunca olvidaría aquel teléfono de manivela del hotel de Nimes cuando levantó el auricular y escuchó la voz de Becker: "Tienes razón, sólo tenemos una historia de amor, hay que cuidarla cada día como una planta". La Signoret insistió, ¿no estaba demasiado molesto por la espantada? Qué va, se las arreglaría, le dijo el director, y mencionó un par de actrices que barajaba para sustituirla. A la mañana siguiente tomé el tren hacia París para rodar la película, quizá la más bonita de mi vida.
Becker la esperaba en la estación y la acompañó al peluquero para teñirle el pelo, luego la llevó a comer y a probarse los vestidos y los zapatos. Basta contemplar a Simone Signoret en Casque d'or para comprobar el contagio del cineasta. No necesitaba decirle nada, bastaba que la acompañara. Que la mirara (que es la forma de soñar de un director). Y contagiarle su sueño.
Cuenta la actriz que descubría cosas que no buscaba, que ni la voluntad ni el cerebro habían registrado. No sabía nada, sólo era Marie. Sólo cuenta el director, decía la Signoret. Es necesario que alguien me elija, me haga soñar, da lo mismo que sea una pesadilla o el papel de un monstruo. Y añade: Jacques [Becker] nos había soñado muy bien.
El director había encontrado en Annet-sur-Marne la casa donde se van a refugiar Marie y Manda para vivir las horas más felices de su historia de amor. Y allí se instaló Becker con Annette Wademant, Reggiani, la Signoret... en habitaciones sin agua corriente, pero sí con unos aguamaniles de cerámica muy bonitos. El resto del equipo se hospedaba en un hotel como es debido. Los actores en seguida se dieron cuenta de que Manda y Marie se encontraban mucho mejor allí que hospedados con todas las comodidades. Y Becker vivía ya en la película que había soñado. Como Manda y Marie se ven en el paraíso tras la primera noche juntos: él le lleva una taza de café y ella lo espera junto a la ventana con el pelo suelto...
Y visos de sueño cobra el idilio rural (y fluvial) que se les concede a los amantes en Casque d'or donde se conjuga carnalidad y sentimiento, erotismo y ternura, sensualidad y arrobo, a través de formas casi táctiles que destilan la fugacidad a flor de piel, de un instante de luz en un mundo de sombras, con dos seres tan desposados con la mirada del otro como vulnerables y entregados a su destino.
Con las primeras imágenes de Casque d'or parece como si volviéramos a los parajes de Un día de campo o a las tabernas y bailes populares de French Cancan, de su maestro Renoir.
Desde que se ponen los ojos encima Manda y Marie es para siempre; desde que Marie reta a Manda -Y los carpinteros, ¿saben bailar?- ya no hay marcha atrás.
Pero no son sólo Manda y Marie, cada uno de los apaches queda perfilado desde la primera escena en que aparecen por pequeño que sea su papel y Becker retrata el mundo del hampa parisino enhebrando ceremonia, crueldad y servidumbre, lealtades y traiciones.
Con unos pocos trazos enhebra la hermosa amistad entre Manda y Raymond (un entrañable Raymond Bussières) con la historia de amor.
Y Claude Dauphin borda un Leca -el jefe de la banda- pespuntando amabilidad y malicia, paternalismo y astucia.
Cada vez que vuelvo a ver Casque d'or más me maravilla cómo fluye la película con escenas que se anudan con miradas que cosen delicadas elipsis, o que cuajan con lírica sutileza, como la boda de otros novios que Manda y Marie aprovechan como propia porque presienten que no van a tener tiempo para la suya; la milagrosa armonía con que se destila la tragedia en un poema de afirmación de la vida, en un canto a su plenitud, esa alquimia de dolor y alegría que deviene el credo artístico de Becker: nada hay más poderoso que la vida. Como en esa penúltima escena, cuando Marie no aparta sus ojos de Manda, acompañándole hasta el último suspiro.
Y nada hay más elocuente que la escena final para dar una idea cabal del nudo de emociones que podía desatar el cineasta, con Marie evocando aquel primer baile con el carpintero, pero ahora se alejan ellos solos girando sin cesar mientras suena Le temps des cerises. El tiempo fugitivo de las cerezas. El baile de la boda que no tuvieron tiempo de celebrar Marie y Manda, unos amantes que, consagrados por el cine, ya nada podrá separar.
Y se quedan para siempre en la retina de nuestra memoria.