Claude Chabrol
El pasado día 12 nos enteramos de la muerte de Claude Chabrol en un informativo nocturno de la televisión portuguesa en un hotel de Praia Vieira de Leiría, donde pasábamos un fin de semana. El 1 de agosto también era domingo, pasábamos otro fin de semana cerca de Cudillero y leímos en la Playa del Silencio el obituario de Suso Cecchi d'Amico en
El País, la guionista de películas como
Ladrón de bicicletas,
Milagro en Milán,
Rocco y sus hermanos,
Bellisima o
El Gatopardo. Se ve que este verano deberíamos haber quedado en casa. Aunque estábamos en casa cuando supimos que Patricia Neal -la espléndida protagonista de
El manantial de King Vidor-, en fin... Vaya veranito.
Claude Chabrol durante el rodaje
de La dama de honor (2004)
Chabrol nunca me inspiró la pasión cinéfila como en un tiempo Truffaut y como siempre Rohmer, Godard y Rivette. Con Chabrol me pasó como con Alain Resnais o Louis Malle, algunos de sus filmes me gustaron mucho, otros no tanto y algunos nada. Por citar sólo a sus compañeros de los
Cahiers amarillos y de la
nouvelle vague. Estudió Farmacia y Filosofía pero a los 23 años, después de pasarse muchas horas -seguro que muchas más que en la universidad- en sesiones de la Cinemateca de Henri Langlois y de los cineclubes de París, empezó a formar parte de la redacción de
Cahiers, publicó la primera crítica sobre
Cantando bajo la lluvia y fue el primero de sus compañeros en rodar una película en 1957,
El bello Sergio, gracias a una herencia que había recibido su mujer de entonces, ese mismo año publica con Rohmer un estudio pionero sobre el cine de Alfred Hitchcock. Ahora bien, si queremos rastrear las formas del cine de Chabrol, creo que la corriente esencial -subterránea y nutricia- que afluye en su cine proviene de su -y nuestro- venerado Fritz Lang.
Creo que la primera película de Chabrol que me gustó mucho fue
El carnicero (1969), la vi en un pase por televisión en los ochenta y desde aquel día procuré no perderme ninguna película suya. Hace unos años circuló una edición en dvd infame, tanto que hace daño -sin subtítulos, con un doblaje espantoso (aunque sea siempre un crimen) y una imagen que no respeta el formato original, estirando las figuras-: con delitos así de flagrantes -pero también así de "legales"- como para extrañarse de que se bajen películas ilegalmente, que es lo que tuvo uno que hacer para verla otra vez en versión original subtitulada y en condiciones, al menos, tolerables.
Jean Yanne y Chabrol durante el rodaje de
El carnicero
En
El carnicero cristalizan algunas de las formas que caracterizan el -mejor- cine de Chabrol: un pueblo pequeño -donde todos se conocen y todos se vigilan, como le gusta señalar al cineasta-, un entorno provinciano, una cotidianidad en la que nos instalamos cómodamente pero que no tardamos en vivir con incomodidad, un territorio moral en el que reina la ambigüedad y un cosmos habitado por el desasosiego bajo el velo de la normalidad.
En ese pequeño mundo, el carnicero (Jean Yanne) y la maestra (Stéphane Audran, la mujer de Chabrol a la sazón), dos personajes con heridas aún en carne viva en su pasado reciente -la guerra de Indochina, en el carnicero; la abrasión de una experiencia amorosa, en la maestra- viven una historia de amor que transita desde lo extraño hasta lo doloroso. Y aunque hay un asesino y hay crímenes, apenas han transcurrido tres cuartos de hora cuando el cineasta ya nos ha desvelado al criminal, es más, nos lo ha desvelado la maestra.
El carnicero no trata del descubrimiento de un criminal, sino del desvelamiento de una pasión; no es un
thriller lo que se cuece, sino un
amor fou cocinado por Chabrol.
Con gotas de humor -macabro- que le encantarían a Hitchcock: como esa gota de sangre -el signo visible de un crimen que enseguida descubriremos- que cae sobre una rebanada de pan untada con mantequilla que una niña se dispone a morder -en un plano mordaz y sacrílego- durante una excursión escolar a una cueva con pinturas rupestres, en busca de las huellas del hombre de Cromagnon. Puro Chabrol.
Como su maestro Fritz Lang, también Chabrol usa los recursos de la puesta en escena para revelar no ya el estado -del alma- de los personajes en un momento concreto del drama, sino su destino; no sólo lo que quieren, sino aquello que ni siquiera ellos saben aún que anhelan. Como ese
travelling de casi tres minutos retrocediendo a medida que los personajes avanzan hacia nosotros por las calles del pueblo, entre el local donde se celebra una boda, a la que el carnicero y la maestra estaban invitados, y la escuela: los personajes aún no son conscientes, pero Chabrol orienta nuestra sensibilidad para que percibamos -siquiera intuitivamente- que acaba de empezar un viaje y el destino va a impedir que se separen.
Un destino que se cumple en una de las últimas escenas de la película, cuando una noche la maestra lleva al carnicero al hospital en su
dos caballos, y el cineasta alterna los rostros con tomas de la carretera, de la bóveda de árboles que atraviesan por momentos o de la vegetación de las cunetas, a la luz de los faros del coche que crean una atmósfera casi onírica, justamente porque ésa es la materia oculta del
iceberg de las últimas palabras del carnicero, de las palabras que la maestra no puede pronunciar...
Jean Yanne y Stéphane Audran en el rodaje
de la escena previa al viaje en dos caballos
hasta el hospital
Porque en esa escena el carnicero comprende que sus sueños no se cumplieron -o que esos sueños son el único cumplimiento posible de la vida que se le escapa-, porque en el silencio y en las lágrimas de la maestra se nos muestra que ha comprendido demasiado tarde que nadie nunca la querrá así, y que pudo salvarlo y salvarse. Y las últimas miradas que se cruzan en el hospital representan una de las más bellas declaraciones de amor que hayamos visto en el cine en los últimos cincuenta años. Quizá porque nunca los sueños están más vivos que cuando alcanzamos la certeza fatal de que van a extinguirse sin remedio. Y luego sólo tierra baldía, un corazón yermo y una máscara vacía, como en ese último plano de Stéphane Audran -bella y elegante, siempre Hélène, en el cine de Chabrol- en la escena final de la película.
El universo que decanta la mirada de Chabrol en
El carnicero lo emparenta con las novelas de Simenon al que también adaptó en
Los fantasmas del sombrerero (1982) y en
Betty (1992), y no cuesta nada imaginar, como Manuel Gutiérrez Aragón en su obituario, que si Chabrol no se hubiera dedicado al cine y hubiera abierto una farmacia en cualquier pueblo de provincias de la geografía francesa, acabaría escribiendo en la rebotica novelas de crímenes; y leeríamos con placer esas novelas en las que se anudarían sueños vencidos y pasiones silentes, que nos recordarían las de Simenon, pero afiladas por la mordacidad y la ironía que revelan la visión entomológica de Chabrol.
Pero una idea precisa del cine de Chabrol requiere enhebrar con los rasgos que rastreamos en
El carnicero, el aquel de destripar la burguesía -de provincias- que recorre su filmografía hasta el punto de constituir un motivo central. Probablemente ningún otro cineasta -a excepción de Buñuel- ha abierto en canal la clase burguesa -o lo burgués- con el cuchillo del humor -corrosivo y sutil, ácido y reposado- con más dedicación que Chabrol. Pongamos por caso
Pollo al vinagre (1984),
La flor del mal (2003) o
La dama de honor. Y desde luego,
La ceremonia (1995).
La primera vez que la vimos en el cine nos gustó, la hemos vuelto a ver y nos ha gustado mucho más. La sobriedad, la sutileza y la lucidez que despliega
La ceremonia quizá nos impidieron ver hace quince años la gran película que había logrado Chabrol. Es de esas películas que gana con los años, porque en cada visionado apreciamos la depuración de un cineasta que ya se ha liberado de cualquier subrayado estilístico y cada encuadre deja de ser significativo -
per se- para formar parte de la cadena del significado de la película. Por eso, cada vez que la vemos, apreciamos cómo cada parte contribuye -por así decirlo, de forma invisible- a la visión cabal del todo, parte inseparable del relato fílmico construido -ningún término le hace más justicia- por el cineasta. En una palabra, nunca Chabrol ha sido más languiano que en
La ceremonia.
Chabrol adapta en
La ceremonia una novela de Ruth Rendell -que tampoco estaría muy alejada del universo literario de Simenon-, y volverá a adaptarla en
La dama de honor, para convertir la película en una disección despiadada de una familia burguesa, y de la condición burguesa. Resulta útil contextualizar
La ceremonia en la -valga (y vale) la redundancia- ceremonia de confusión de las tesis sobre el fin de la historia y de las clases sociales. Chabrol muestra -o mejor sería decir que
evidencia- la existencia de las clases sociales y -ahí radica una de las claves de la grandeza del filme- la invisibilidad de una clase por otra. Dicho de otra forma, no son las clases sociales lo que han finiquitado sino la lucha de clases que obligaba y garantizaba la mutua visibilidad. Si la clase de los desposeídos resulta invisible es -entre otras razones- por el universo de signos que borra las fronteras sociales mediante la saturación de lo visible -a través de la televisión, por ejemplo-, convirtiendo cualquier signo en significante publicitario de un universo ficcional donde todos somos consumidores.
Sophie, una chica que oculta su condición de analfabeta -una extraordinaria Sandrine Bonnaire-, deviene el bisturí de Chabrol en
La ceremonia para diseccionar la familia burguesa en la que entra a trabajar como criada. La puesta en escena de Chabrol resulta elocuente a la hora de mostrar su invisibilidad en la primera escena en que les sirve la cena, donde el vacío de algunos encuadres y el fuera de campo permiten emerger una ausencia significativa mientras la familia discute sobre qué nombre dar a la criada, si chacha, asistenta o empleada de hogar; un vacío patente en el plano en que vemos a la criada comiendo en la cocina o cuando recoge la mesa mientras escuchamos la conversación de la familia en la biblioteca, como si la criada no existiera, es decir, como si fuera una presencia invisible, imposible de detectar por su mirada de clase.
Sophie, analfabetismo, familia burguesa, invisibilidad, vacío, biblioteca... Elementos con los que Chabrol cocina a fuego lento la catástrofe final de
La ceremonia. ¿Puede haber algo más irónico y doloroso que una analfabeta llamada Sophie? ¿Puede haber algo más incómodo que el suspense derivado de la vergüenza de ser descubierta como analfabeta? ¿Puede haber algo más hiriente para una analfabeta que una biblioteca? La puesta en escena de
La ceremonia se desplaza desde el vacío visible de la presencia de Sophie hasta el vacío invisible en el que se recluye la criada, cuyo único refugio es el
ruido del televisor que apaga, siquiera provisionalmente, los aullidos lacerantes de un mundo ilegible. Hasta que encuentra en la piel de Jeanne -la gran Isabelle Huppert-, la cartera del pueblo, la fraternidad de clase -y destino- en que cobijarse.
Sophie y Jeanne resultan perfectamente complementarias hasta cuajar al final de La ceremonia un personaje dual que la propia puesta en escena fue construyendo en el devenir del drama, una complementariedad que sintetiza irónicamente el padre de familia: una no puede leer y la otra lee incluso lo que no debe -tiene fundadas sospechas de que le abre el correo-. Por eso resultan especialmente significativas la escena en la que la cartera cocina los níscalos para Sophie, donde la cámara se acerca y se aparta, las reúne y las separa, mientras se fraguan la complicidad y la sintonía, y que concluye con ambas tiradas en la cama, felices de haberse encontrado. Una encrucijada fatal aunque ellas aún no lo saben. O la escena en que Jeanne -magnífica Huppert- le cuenta a Sophie cómo murió su hija mientras se dirigen , también aquí, en un dos caballos hacia la noche decisiva.
Pero ninguna escena, ni siquiera el clímax, provoca tanta desazón como el doloroso desamparo que nos transmite Sophie -inmensa Sandrine Bonnaire- cuando descubren que es analfabeta. Ahí la sabia dirección de Chabrol conjuga los movimientos de los personajes por la cocina y las distancias con la transparencia, la concisión y la sencillez que sólo están al alcance de los cineastas más grandes. A Melinda (Virginie Ledoyen), la hija de la familia burguesa y a Sophie apenas las separa -físicamente- una mesa, pero -mentalmente-, lo mismo daría que vivieran en planetas distintos. La puesta en escena de Chabrol traduce las distancias espaciales en clave de cosmovisión. Porque de eso trata la escena -y la película-, no de dos clases, sino de dos mundos. Por eso, en el estallido final, mientras la familia -toda una ironía- asiste, vestida de gala, al
Don Giovanni de Mozart en televisión-, Sophie dispara también contra los libros. Chabrol, socarrón, prolonga la broma
mozartiana en la coda final de
La ceremonia.
Así como hay grandes cineastas que hicieron películas que veneramos pero con los que ni siquiera tomaríamos un café, a uno le hubiera gustado conocer a Chabrol, echar una parrafada y, cómo no, ir a comer con él. Me caía bien. Sé de su humor y de su bonhomía -vaya, mira que tenía yo ganas de usar esta palabra-.
Quien realice películas y no comprenda que el tiempo de rodaje es el tiempo del gozo, no debe seguir haciendo cine. Que se dedique a otra cosa. El rodaje es, debe ser, la verdadera felicidad. Cómo no iba a caerme bien alguien que vivía así el cine. Era un
bon vivant y en sus películas, desde la actriz protagonista al último técnico comían de maravilla -en el
catering de las películas de Chabrol no se servían bocadillos-, incluso elegía las localizaciones en función de la calidad de los restaurantes que hubiera cerca. Para entrar luego él mismo, con el mejor cuerpo y un cuchillo en la mano, y preparar con humor un picadillo de la burguesía de pueblo en la cocina del malestar de su cine. Un tipo del que te podías fiar, Chabrol.
Chabrol, Stéphane Audran
y Jean Yanne en el estreno de El carnicero