11/10/10

Madejas, rabos, fantasmas, gérmenes y espejos


Henry James se refería al primer esbozo de un relato, que apuntaba en su cuaderno de notas, como la punta de la madejala punta del rabo de una idea. El 21 de abril de 1911, después de aferrar la punta del rabo de una idea anotada once años antes, escribe: "Ahora que acabo de desanudarlo -à propos- no podría decir que el argumento me impresiona en exceso -y sin embargo, no existe otro modo de ahuyentar estos motivos que flotan alrededor como fantasmillas-. Hay que hacer el esfuerzo de formularlos -y después se ve-. Por lo demás, esta prueba de la formulación es, en cualquier caso, algo tan exquisito que siempre vale la pena afrontarla, aunque más no sea porque reaviva el hechizo de los viejos días sagrados". Esos viejos días sagrados corresponden a sus veinte años de más intensa producción literaria, entre 1885 y 1905. Los cuadernos de notas de Henry James devienen un laboratorio para estudiar fantasmas, como si los contemplara en un espejo. Quizá porque fue uno de los primeros estudiosos de la obra de Nathaniel Hawthorne y uno de los primeros lectores de sus cuadernos de notas, donde abundan los fantasmas y los espejos.


 En 1837, Hawthorne anota en uno de sus Cuadernos norteamericanos:

Un viejo espejo. Alguien descubre la forma de que todas las imágenes que reflejó en el pasado vuelvan a la superficie.

No puedo evitar leer en esta nota una metáfora, o mejor, una profecía del cinematógrafo: el cine como urdimbre de fantasmas. En 1835, el autor de La letra escarlata apunta una idea para un cuento que bien podría servir como germen de un corto de animación:

Desarrollar un cuento o una escena dentro del círculo de luz de una farola callejera. Plantear la acción hasta el momento en que la luz está por apagarse. El desenlace trágico se produce en el mismo instante en que la llama vacila por última vez.


Muchas de las anotaciones de Hawtorne emergen como vislumbres que desvelan la poética del punto de vista o la teoría de la iluminación  que Henry James desarrolló en artículos y prólogos. Punto de vista e iluminación como factores esenciales de la economía del relato como condición esencial de su estética literaria, porque -escribió James- en arte la economía es siempre belleza. Por eso, cuando anotaba un esbozo de relato en sus cuadernos de notas precisaba los requerimientos de punto de vista e iluminación que llevaba aparejados -quién ve qué, quién cuenta, a través de quién vemos, a través de quién sabemos, quién ilumina la escena-,aunque fuera en un estadio meramente intuitivo y/o rudimentario:

"Sábado, 12 de enero de 1895. Anoto aquí la historia de fantasmas que el arzobispo de Canterbury me contó en Addington (la noche del jueves 10); un mero boceto vago, general, impreciso, puesto que no otra cosa le había referido (de modo harto malo e imperfecto) una dama que no poseía el arte de narrar ni claridad alguna. Es la historia de unos niños (de edad y en número indefinidos) que, muertos presumiblemente los padres, quedan al cuidado de sirvientes en una vieja casa de campo. Los sirvientes, malvados y corrompidos, corrompen y depravan a los niños; los niños se vuelven viles, capaces de ejercer el mal en un grado siniestro. Los sirvientes mueren (la historia no dice claramente cómo) y sus apariencias, sus figuras, vuelven para poseer la casa y los niños, a quienes parecen tentar, a quienes invitan y convocan desde más allá de lugares peligrosos, el profundo barranco tras un cerco derruido, etc., de modo que al entregarse a su poder los niños pueden destruirse, perderse. No se perderán mientras alguien los mantenga alejados; pero estas malignas presencias insisten una y otra vez, intentando hacer presa en ellos. Es cuestión de que los niños "vayan hacia allá". La pintura, la historia, es demasiado oscura e inacabada, pero inspira la realización de un efecto extrañamente horripilante. Ha de contarla -es tolerantemente obvio-un testigo u observador externo."

El tal arzobispo al que se refiere Henry James en esta entrada de sus Cuadernos de notas (1878-1911) era el padre de E. F. Benson autor también de cuentos de fantasmas y amigo de James. Quienes hayáis leído Otra vuelta de tuerca, como se ha venido traduciendo The Turn of the Screw -pongamos por caso José Luis López Muñoz o Sergio Pitol (os dejo un enlace con su versión)-, o Vuelta de tuerca -según Juan Antonio Molina Foix-, habréis reconocido en esa anotación el origen de la novela de Henry James. La leímos por primera vez hace treinta años en la colección Libro Amigo de Bruguera -el número 599, concretamente- traducida por Antonio Desmonts, un ejemplar que he asilado en Tui porque se cae a pedazos y quiero conservarlo en memoria de las horas felices que nos procuró.    

Los amigos de esta escuela sabéis cuánto me interesan los gérmenes -así denominaba Valery Larbaud a los embriones o simientes de los relatos- de las películas o de los libros que me gustan. En el caso de Otra vuelta de tuerca hay fundadas razones para señalar otro germen de naturaleza mucho más íntima: Alice, la hermana de Henry James.


Los hermanos tenían una relación muy intensa que el escritor describió en una carta a su editor de Londres como "un pequeño y armonioso ménage, y me siento en buena medida como si estuviera casado". Alice era la pequeña de la familia y la única niña, estuvo inválida la mayor parte de su vida y sufrió repetidos episodios histéricos que probablemente pueden verse como una respuesta orgánica a la represión victoriana sobre las mujeres y a las restricciones cotidianas a las que se veían sometidas -y en las que eran "educadas"-, así lo entendió con los años el propio Henry James: "en nuestro grupo familiar, las chicas parecen no haber tenido apenas una sola oportunidad (...) la trágica salud de Alice era, en cierto modo, la única solución que ella veía al problema práctico de la vida".

Henry y Alice experimentaron una íntima afinidad, que iba más allá de sus vínculos familiares, y una sintonía emocional que se remontaba a los años de la infancia. El escritor llegó a apuntar, cuando su hermana llevaba tres años muerta, una idea para un relato, que no escribió, sobre un hermano y una hermana que experimentaban "el dolor de la empatía" y sentían "una devoción profunda" el uno por el otro.

En 1891 le diagnosticaron a Alice un cáncer de mama y su hermano William -como médico y psicólogo- le aconsejó recurrir a cualquier alivio posible para el dolor: "Toma toda la morfina (u otra forma de opio si ésa te desagrada) que quieras, y no tengas miedo a emborracharte de opio. ¿Para qué se ha creado el opio si no es para momentos como éste?". Henry James le contó a su hermano en una carta que Alice, justo antes de morir el 6 de marzo de 1892, tuvo un sueño en el que vio a algunos de sus amigos muertos en un barco, en medio de un mar tempestuoso, llamándola con gestos mientras el barco se alejaba entre sombras. Alice murió un domingo, por la tarde, mientras Henry subía la persiana para que entrara algo más de luz en su habitación, en una casita de Camden Hill, en el número 14 de Argyll Road en Londres.


Cabe imaginar que aquella historia de fantasmas que le contó el arzobispo de Canterbury a Henry James una noche de enero de 1895 cayera en terreno abonado, en una memoria cultivada por un germen más íntimo y poderoso, y ese testigo u observador externo que debería contar la historia, es decir, la institutriz, cobrará vida literaria como un trasunto de la histeria -o neurastenia, como le decían- de la propia Alice. Porque es la institutriz quien cuenta Otra vuelta de tuerca, una primera persona que deviene retrato de la protagonista, destilado de la mirada que guía el relato, hasta el punto que cabría considerar a los niños no como víctimas de los sirvientes sino de la propia institutriz que los acosa en pos de los fantasmas que proyecta su propia mente trastornada.

La literatura es una fuerza de la memoria que aún no hemos comprendido del todo, le gustaba decir a John Cheever, asegurando que se trataba de una cita de Cocteau. Y Henry James dejó fermentar el cultivo de esos gérmenes en la memoria hasta que el director de la revista Collier Weekly le pidió un cuento de ocho a diez mil palabras para el número de navidad de 1897. Desde que padeció una lesión en la muñeca derecha, James compró una Remington y se habituó a dictar sus relatos que después corregía a mano, primero a William McAlpine, un mecanógrafo escocés y taciturno, luego a Mary Weld y, más tarde, a Theodora Bosanquet que se convertiría, por así decir, en su mecanógrafa de cabecera. No pocos estudiosos han visto en el dictado como método de escritura el germen del estilo de James, un método que empezó a utilizar en 1897 y ya nunca abandonó.

Así que durante el otoño de 1897, entre los meses de septiembre y diciembre, James le dictó a William McAlpine Otra vuelta de tuerca en su piso de Kensington, en Londres, en el número 34 de De Vere Gardens. Como era habitual en James, el texto creció hasta convertirse en una novelita y se publicó en una serie de doce entregas entre enero y abril de 1898.  En otoño de ese mismo año, se publica Otra vuelta de tuerca como libro, una edición a partir de una significativa revisión del texto por parte de James y centrando aún más la acción en torno a la institutriz, desplazando la atención de los detalles observados por la institutriz  hacia las reacciones que experimenta, además le añade un prólogo en el que desgrana los problemas de composición a los que se enfrentó durante la escritura.     

Otra vuelta de tuerca es un prodigio de ambigüedad. Nunca estamos seguros de lo que ve la institutriz, de cuál sea la naturaleza de sus visiones, y James deja en nuestras manos decidir, en último término, qué ve y si lo que estamos leyendo es una historia de fantasmas o de una neurótica. Porque, en el fondo, también podría leerse Otra vuelta de tuerca como el trabajo obsesivo de un escritor por cercar y aprisionar nuestra mirada en su visión, encadenando nuestro punto de vista al de la institutriz mediante la pulsión de la escritura; y de la misma forma -porque de formas se trata- que la mirada de la protagonista y narradora de Otra vuelta de tuerca parece invocar los fantasmas, el texto invoca nuestra imaginación y nos empuja a ver, eso sí, a través de los principios ópticos trazados por el autor. Nadie podría expresarlo mejor que Maurice Blanchot:

La presión que la institutriz hace sufrir a los niños para arrancarles sus secretos, y que ellos sufren quizás también a manos de lo invisible, es en esencia la presión de la narración misma, el movimiento maravilloso y terrible que el hecho de escribir ejerce sobre la verdad, tormento, tortura y violencia que conducen finalmente a la muerte, en donde todo parece revelarse, todo vuelve a caer en la duda y el vacío de las tinieblas.

Si vemos los fantasmas nuestra sensibilidad queda comprometida, por eso la institutriz quiere que los niños no vean lo que ella ve, porque si ven estarán perdidos. Como ella.  Pero si ella está perdida cómo fiarnos de su visión. Lo que está en juego es la naturaleza de las imágenes. Henry James evoca lo fantasmal de forma indirecta y el malestar produce escalofríos no por la presencia de los espectros, sino por el secreto trastorno que provoca. Es decir, el terror no proviene de lo que se ve sino de la experiencia de la visión. Cómo extrañarnos entonces que Otra vuelta de tuerca haya generado varias adaptaciones cinematográficas si trata de la conmoción íntima de alguien que ve lo que no quiere ver o que ve lo que desea culpablemente ver. ¿Acaso no trata del cine?


Quizá por esa razón cualquiera de las adaptaciones me acaba defraudando. Porque no exprimen todo el cine que hay en Otra vuelta de tuerca.  Me referiré sólo a The innocents (1961), que aquí se títuló -quién sabe por qué- Suspense, la película de Jack Clayton en cuyo guión intervino, y parece que de forma decisiva a la hora de mantener suficientes dosis de la ambigüedad del relato original, Truman Capote. "Pensé que [el guión] estaría chupado porque Otra vuelta de tuerca me gustaba muchísimo. Pero cuando me puse con ello vi lo ingenioso que había sido James. Lo había construido todo con alusiones y rodeos. Sólo cometí un error. Al final, cuando la institutriz ve el fantasma de Miss Jessel sentada en su despacho, hice que cayese una lágrima sobre la mesa. Hasta entonces no estaba claro si el fantasma era real o sólo estaba en la mente de la institutriz. Pero la lágrima era real, y eso lo estropeó todo". Clayton recordaba que Truman Capote escribió el guión "a una velocidad increíble, lo terminó casi todo en ocho semanas y luego sólo hizo falta retocarlo un poco".


Me gustan mucho algunos momentos, como la aparición en el cañaveral de la institutriz anterior o el beso turbador de la protagonista al niño muerto; también la fotografía en blanco y negro de Freddie Francis y la encarnación de la institutriz por Deborah Kerr...


Sin embargo me molestan los recursos tópicos del cine de terror más rutinario y es una lástima que no hayan profundizado justo en la dimensión más cinematográfica del relato de James: la articulación de la mirada, o mejor, los poderes de la mirada de la institutriz. O dicho de otra forma, la metamorfosis de la pantalla en un lugar de encuentro de su mirada con la nuestra que otorga significado a los fantasmas de la institutriz. A nuestros propios fantasmas, como si emergieran en un espejo. El espejo del cine. Como en la profecía de Hawthorne. 

7/10/10

Unweitpiffkaneiro

A veces uno necesita una comedia, a veces una comedia no es suficiente. En días así cuando, por si no bastara, Ángeles me deja abandonado a mi suerte para escuchar a unos adolescentes confinados en el instituto, con rudo encono en el mirar y los humores exacerbados -y de paso ordenarles la cabeza en lo posible-, en días así digo, hay que llamar a la puerta de Ernst Lubitsch. Y en cuanto me quedé solo subí al carro de El gato montés, un transporte que me lleva de viaje al país de los milagros que sólo son posibles en el cine.


Le debo El gato montés a nuestro hijo. Hace diez años la descubrió en algún canal y nos habló maravillado de una película que no se parecía a ninguna otra aunque fuera una summa de Lubitsch. ¡Una summa de 1921! Repito, de 1921. Desde que la vi por primera vez, se convirtió en una suerte de salvavidas.

Cuesta creer que Lubitsch la rodara hace noventa años: tanta vida desprenden sus imágenes que, siendo una película muda, la escuchamos. Tan bien se escucha la música del cine que lleva dentro que hasta sobra el acompañamiento musical. Y rebosa tanta alegría, que uno asiste en el curso de la película a la primera fiesta del cine, o mejor, El gato montés deviene la primera película en la que el cine se celebra a sí mismo como transporte milagroso.

El guión de Ernst Lubitsch y Hans Kräly desarrolla un argumento de ópera cómica: Richska, una bandolera -encarnada por Pola Negri- se enamora del teniente Alexis que manda un destacamento con la misión de capturar a la partida de bandidos que manda su padre. Pero más que un relato, El gato montés representa un delirio visual y un torbellino formal.


Lubitsch le pidió a Ernst Stern que levantara el fuerte Tossenstein en los Alpes bávaros, aunque el escenógrafo prefería que la película se rodara en estudio. Los decorados de Stern, la fotografía de Theodor Sparkhul y la puesta en escena de Lubitsch convierten las montañas en una maqueta "pintada" con espesas capas de blanco e intensas pinceladas de negro. Dicho de otra forma, el paisaje se transforma en una inmensa escenografía. Mayor economía de medios imposible.

Aunque durante el cine mudo era frecuente el uso de las máscaras (visuales) para acotar el encuadre, en ninguna película como en El gato montés las máscaras se usaron con tanto ingenio y profusión, hasta el punto en que casi cada encuadre se nos muestra como si de una viñeta se tratara. Y las máscaras resultan apenas uno de los rasgos que denotan la audacia visual, preñada de una energía y ligereza contagiosas, y la libertad de tono que otorgan a la dirección de Lubitsch -verdadera coreografía fílmica- una gracia irresistible.


En El gato montés, como en tantas de sus películas, Lubitsch pone en escena el despliegue de los poderes del deseo que derriten cualquier barrera, como las lágrimas del amante herido pueden desencadenar un río que deshiela un surco en la montaña nevada, para llegar hasta la amada y que ésta encuentre el camino de vuelta. Y Lubitsch se deja arrastrar por esa corriente, porque esa pulsión amorosa es la única credibilidad a la que va a rendir tributo en El gato montés. Cualquier otra verosimilitud resulta superflua.


Y sometido a la ley del deseo ni lo grotesco ni el disparate parecen fuera de lugar en este teatro de las maravillas donde lo real deviene siempre -y como mínimo- surreal, como esa escena -llamarla onírica suena casi redundante- en que Alexis le ofrece su corazón a Rischka y ella... ¡se lo come! Como si fuera de galleta. Que lo es. O esos muñecos de nieve que se transforman en músicos e interpretan una serenata boreal para los enamorados. O esos bandoleros que disfrutan recibiendo en las nalgas los latigazos de Rischka. O esos soldados que se ponen a bailar durante el cambio de guardia porque no resisten el poder de la música. O esa boda de Rischka en la montaña que es esposada -literalmente- a su esposo, a quién si no.

Aunque El gato montés es una película muda, tiene muy pocos intertítulos, pero cada frase despierta una sonrisa: son ya puras réplicas de Lubitsch. Como en la escena en que Alexis se va de la capital con destino al fuerte y acuden cientos -qué digo cientos, miles- de mujeres a despedirse y a agradecerle lo que ha hecho por ellas, y él apenas si puede musitar: "Hice lo que pude". Y entonces vemos que acuden también a despedirse cientos, miles de niños que agitan sus pañuelos y gritan: "¡Adiós, papá!"


La sabia composición del movimiento en el plano, la intensidad de Rischca, la puesta en pantalla de la incandescencia erótica, del desenfreno amoroso y el desbordamiento de la pasión convierten El gato montés en un delicioso ejercicio de estilo, puro Lubitsch a esas alturas, cuando se estrenó aquel 14 de abril de 1921.

Allí donde sucedan  -Budapest, Viena, Nueva York, París...-, sus películas sólo acontecen en la geografía imaginaria de Lubitsch. El primer intertítulo de El gato montés nos advierte que la acción sucede en Unweitpiffkaneiro. En qué otro lugar podría acontecer. Porque Lubitsch sólo vivía en sus películas, allí era un artista que desbordaba finura, humor y elegancia. Sobre el planeta Tierra era feo, bajo, fofo, tenía los pies planos y -qué insufrible le debía resultar- no sabía bailar.

Lubitsch, a la dcha., y Pola negri, a la izda., 
en el rodaje de El gato montés

Ya vuelve Ángeles del instituto. Viene entera, aunque sólo aparentemente, y debe estar agotada. Pero uno, después de pasar una temporada -de ochenta minutos- en Unweitpiffkaneiro ya puede con todo y está listo para levantarle la moral del suelo y reunir -y recomponer- sus trocitos. Vamos, hombre.

6/10/10

La rosa antigua

                                                                                                                             A Sofía, in memoriam
                                                                                                                       



La aldea, un bolsillo de tiempo. Metes la mano y tocas la infancia. Una rueda insomne.
Que muele. Memoria.

Un cesto de cerezas. Coges una y vienen las que quieren. Un rosario encarnado.
Que huele. Memoria.

Bueyes. Estiércol. Leche recién ordeñada. Manzanas de San Juan. Almiares en agosto.

Un reloj de pulsera Cyma. Una cama turca. La rueda de un carro. Una novela de vaqueros. Un abedul.
Memoria. Que llueve.

Rosa antigua, unos pocos pétalos esenciales y muchas espinas.
Memoria. Que duele.
                                                                                                                  

1/10/10

Un ballet de balas


Si no fuera por Bonnie and Clyde, probablemente Arthur Penn, que murió el martes -28 de septiembre-, no hubiera sido objeto de los obituarios en informativos de radio y televisión, y de los periódicos estos días. Y, por lo que sabemos, muy bien pudo no haberla hecho, aun más, muy bien pudo no haber existido Bonnie and Clyde, una película cuyos avatares ilustra a la perfección que nadie sabe nunca nada a propósito del potencial de un proyecto cinematográfico y menos aún de lo que puede o no gustarle al público. Y desde luego aún saben menos que nada  los que están convencidos de saber.


Bonnie and Clyde empezó en el restaurante Le Berkeley de París durante una comida que reunió a Warren Beatty, su amante -a la sazón- Leslie Caron y François Truffaut en 1964. Warren Beatty buscaba un proyecto que representara una vuelta de tuerca a una carrera que, iniciada con Esplendor en la hierba de Elia Kazan, aún no había logrado ningún éxito que la empujara definitivamente, en realidad tenía la esperanza de que Truffaut le ofreciera el papel protagonista de Farenheith 451, una producción que se retrasaba; Leslie Caron quería que Truffaut la dirigiera en el papel de Edith Piaf, un proyecto que al director de Los cuatrocientos golpes no le interesaba. Pero en el transcurso de la cena Truffaut les contó que había llegado a sus manos un guión muy bueno titulado Bonnie and Clyde y que allí había un magnífico papel para Warren Beatty, así que no le vendría mal ponerse en contacto con los guionistas -jóvenes y desconocidos-, Robert Benton y David Newman.

Bueno, Bonnie and Clyde empezó en París pero germinó en 1963 cuando Robert Benton y David Newman trabajaban en la revista Esquire, pero lo que les gustaba sobre todas las cosas era el cine y el cine era su único tema de conversación y el tema de conversación de aquellos años eran las películas de Godard y Truffaut. No se podían quitar de la cabeza À bout de souffle pero aún les había conmovido más Jules et Jim. Robert Benton ha contado más de una vez que vio Jules et Jim doce veces en dos meses: Es imposible ver una película tantas veces sin empezar a advertir ciertas cosas en la estructura, la forma y el estilo. Benton y Newman aprendieron a escribir guiones viendo películas en los cines de arte y ensayo de Nueva York, como el Thalia de la calle 95; el de Dan Talbott, en Broadway, entre las calles 88 y 89; en el Festival de Cine de Nueva York que arranca en 1963 como escaparate del cine independiente y de autor, impulsado por Jonas Mekas y compañía; y en el MoMA donde un joven Peter Bogdanovich programaba retrospectivas de los cineastas clásicos.

En cuanto dispusieron de un borrador de Bonnie and Clyde se lo hicieron llegar a Truffaut, el cineasta que más amaban, en los primeros días de 1964. A Truffaut le gusta tanto que se plantea realizar con ese material su primera película americana. El 26 de marzo vuela a Nueva York donde tiene previsto pasar un mes, se aloja en el Algonquin siguiendo la recomendación de Jeanne Moreau, trabaja en la revisión del libro de conversaciones con Hitchcock y se reúne varias veces con Robert Benton y David Newman para comentar el guión de Bonnie and Clyde. Cuando regresa a París empieza a pensar en la posibilidad de rodar la película en agosto de 1965 con Jane Fonda en el papel de Bonnie, se ven, hablan del proyecto, pero el acuerdo no cuaja. Entonces tiene lugar el encuentro con Warren Beatty.


Al día siguiente, Beatty coge un avión vuela a Nueva York y llama a Robert Benton. El guionista pensó que era una broma y al actor le costó convencerlo de que era quien decía ser. Beatty le explica que quiere leer el guión de Bonnie and Clyde y que pasará a recogerlo. Claro, estupendo, ven cuando quieras. Después de colgar, Benton estaba en una nube pero enseguida bajó para poner los pies en la tierra, quizá le interesara, pero podía cambiar de opinión, en fin, quién sabe... Entonces sonó el timbre, pero esta vez el de la puerta. Y allí estaba Warren Beatty a recoger el guión, apenas veinte minutos después de colgar. Media hora después volvió a llamar, por teléfono. Quería hacer la película, le habían bastado las 25 primeras páginas para decidirse. Benton no se fiaba y le recomendó que siguiera leyendo. En realidad quería que llegara a las páginas en la que se desarrollaba una escena en que Clyde Barrow conseguía hacer el amor con Bonnie Parker pero gracias a la presencia de C.W. Moss. Transcurrió una hora y Beatty volvió a llamar después de leer el guión hasta la última línea: ya sabía a lo que se refería Benton pero quería hacer la película de todas todas. Y se hace con una opción sobre el guión por 7.500 dólares.


El proyecto sustentado en el guión, Truffaut como director y Warren Beatty como protagonista, empezó a rodar de estudio en estudio. Nadie quería hacer la película: ni Beatty era aún una estrella, ni consideraban a Truffaut un director adecuado y qué decir del guión: esa historia de asesinos y ladrones, de personajes ambiguos, que apestaba a violencia explícita e identidades sexuales conflictivas y confusas... Además el cine de gánsteres tipo James Cagney era cosa del pasado.    

Y Truffaut, después de meditarlo y sintiéndolo mucho, renuncia finalmente a Bonnie and Clyde y le hace llegar el guión a Godard que le envía un telegrama desde el Festival de Venecia en septiembre de 1964  donde presenta Une femme mariée: se ha enamorado de Bonnie -y Clyde, añade- y quiere hablar con los guionistas. Parece que los contactos ente Godard, Benton y Newman son productivos pero el acuerdo fracasa por un problema de fechas. Que a Godard y Truffaut les apeteciera un proyecto como Bonnie and Clyde no debe extrañarnos si pensamos cuánto le gustaban los filmes de serie B como Detour de Edgar G. Ulmer, o Gun Crazy -aquí se tituló El demonio de las armas-, un filme de Joseph H. Lewis precursor de Bonnie and Clyde, y veían en el guión de Benton y Newman un vehículo perfecto para  revisitar la serie B con su propia mirada.

Arthur Penn, Warren Beatty y Alexandra Stewart 
durante el rodaje de Acosado

Como el rodaje de Farenheit 451 previsto para el verano de 1965 vuelve a retrasarse, se vuelve a barajar la posibilidad de que Truffaut retome el proyecto, hasta el punto de que impone como condición que el papel de Bonnie lo interprete Alexandra Stewart, que en ese momento está rodando con Beatty en Chicago Acosado, bajo la dirección de Arthur Penn. Pero Farenheit 451 vuelve a cobrar impulso y Truffaut abandona definitivamente el proyecto. En realidad, aunque al cineasta le gustaba el proyecto nunca estuvo plenamente decidido a dirigirlo: resulta sospechoso que le hablara del proyecto a Warren Beatty cuando era un actor con el que no sólo no le apetecía trabajar, sino que no le gustaba nada. Quizá lo único que pretendía era darle un impulso al guión de dos cinéfilos que lo veneraban. 

Entonces Warren Beatty se hace con los derechos del guión de Bonnie and Clyde por 75.000 dólares y se dispone a producir él mismo la película, pero aún no tenía claro interpretarlo, le asaltaban mil dudas, incluso pensó que sería más adecuado Bob Dylan. ¿Cuál era el problema de fondo? Sencillamente que Beatty se negaba a encarnar a un homosexual. El proyecto vuelve a rodar por las productoras, pero tampoco encuentra un director. Benton y Newman sugieren a Arthur Penn, un director de 43 años que había hecho televisión en los 50, había conseguido cierto éxito en el teatro, había salido asqueado de Hollywood donde Sam Spiegel le había quitado de las manos La jauría humana para remontarla y Acosado había representado un fracaso. Llevaba un tiempo mano sobre mano cuando apareció Beatty con Bonnie and Clyde. A Penn, el guión no le gusto mucho pero el actor se puso tan pesado que acabó aceptando, quizá porque necesitaba algo a lo que hincarle el diente.


Mientras Beatty cerraba un trato difícil con la Warner en julio de 1966, Benton y Newman se instalaron en El Escondido, el ático del hotel Beverly Wilshore donde vivía el actor, y ahora productor, un par de habitaciones atestadas de libros, discos, cajas de comida rápida -unas vacías y otras con restos de comida-, ropa sucia y, eso sí, una estupenda terraza. Allí trabajan diez días en el guión y asisten a conferencias -de guión- con los directivos de la Warner y con Arthur Penn, guiados y preparados por Beatty. Newman recuerda que tanto los de la Warner como Penn les decían exactamente lo que Beatty les había dicho que dirían. Aun así ni los de los Warner ni Penn estaban satisfechos. La Warner quiso retirarse del proyecto y Penn, que seguía viendo problemas en el guión, quiso abandonar. Para reconducir el proyecto y conseguir que Penn se quedara, Beatty trajó a su amigo Robert Towne para reescribir el guión.


Towne trabajó en el guión de Bonnie and Clyde durante tres semanas antes del rodaje. A esas alturas aún no se había resuelto el problema que preocupaba a Beatty pero ahora también a Arthur Penn que consideraba excesivo que los protagonistas, además de ser asesinos y atracadores, tuvieran que lidiar también con la homosexualidad, más aún si pretendían que los espectadores se identificaran con ellos. La identificación: cuántos crímenes se cometen en tu nombre. Daría para sus buenas meditaciones este espinoso asunto de la identificación, sobre todo si pensamos que siempre se toma como marco de referencia el público del momento histórico concreto en que se produce la película.


Penn consiguió convencer a los guionistas o ellos dieron el brazo a torcer, quizá después de tantas vueltas prefirieron transigir ahora que la película iba a rodarse. Así Clyde Barrow se trasmutó de homosexual en impotente. Las aportaciones fundamentales de Robert Towne se centraron sobre todo en remontar el guión cambiando el orden de algunas escenas, por ejemplo ubicando más cerca del comienzo el encuentro de los protagonistas con el funerario que interpreta Gene Wilder con vistas a que planeara desde muy pronto una sombra de fatalidad sobre la película; y reescribiendo los diálogos de algunas escenas para verter algunas gotas de amargura que corrigieran ciertas efusiones sentimentales, como en la visita a la madre de Bonnie. Eso sí, todos estaban de acuerdo en la representación explícita de la violencia sugerida ya en el guión, aunque fue idea de Arthur Penn que la muerte de Bonnie y Clyde, acribillados, se mostrase coreografiada a cámara lenta, como si una danza fatal transportara a los amantes fugitivos hacia un destino mítico, tal como habían soñado juntos cuando, de atraco en atraco, transitaron por este mundo.

 

Bonnie and Clyde se rodó en localizaciones de Texas, lejos del control de la Warner y se estrenó el 13 de agosto de 1967 en dos cines de Nueva York, el Murray Hill de la calle 47 y el Forum de Broadway, aunque la premiere mundial tuvo lugar en el Festival de Montreal nueve días antes, una premiere apoteósica. Y se las prometían muy felices y lo celebraron. Hicieron bien porque la crítica americana la masacró. Pero a Pauline Kael, una mujer pequeñita y una crítica de cine de armas tomar, le gusto mucho Bonnie and Clyde y contó por qué en un artículo de nueve mil palabras para The New Republic,  la revista para la que escribía, pero se negaron a publicarla. La crítica, en la que se otorgaba una parte significativa del mérito a los guionistas, vio la luz en The New Yorker donde Pauline Kael encontró de ahí en adelante cobijo para su columna. Claro que la Kael no sólo escribió un artículo sino que puso en pie de guerra a los críticos afines -los paulettes- en defensa de Bonnie and Clyde.  David Newman no pudo ser más explícito: La crítica de Pauline Kael fue lo mejor que nos pasó jamás a Benton y a mí. Y Towne, que después de trabajar en la película, se convirtió en el más solicitado médico de guiones -doctor script le dicen- de los últimos cuarenta años, lo tiene claro: Sin ella, Bonnie and Clyde habría muerto como un perro.


En un primer momento pareció que la movilización no había conseguido salvar la película, porque en Nueva York tuvo una acogida regular y en octubre la película desapareció de las salas. Para muchos Bonnie and Clyde había muerto. Sin embargo, el 15 de septiembre se había estrenado en Londres y fue un éxito, aun más: la boina de Bonnie Parker -o sea, la que lucía Faye Dunaway- causó furor, por eso la protagonista de Soñadores de Bertolucci lleva una boina igual cuando se encadena en la Cinemateca Francesa en protesta por la destitución de Henri Langlois en los primeros meses de 1968. El 8 de diciembre Time lleva Bonnie and Clyde a la portada como ilustración de un reportaje sobre el New Cinema y la califica como la mejor película del año.


Entonces el 21 de febrero de 1968 vuelve a estrenarse la película, ahora en 340 cines y al final del año la película acumulaba unos beneficios de 19 millones de dólares. Sólo ganó dos óscares, a la mejor actriz de reparto (Estelle Parsons) y a la mejor fotografía. Resulta irónico que Burnett Guffey, el director de fotografía ganara un óscar por una película cuyas imágenes detestaba, que tuvieron que forzarlo a fotografiarla así, un disgusto que le provocó una úlcera durante el rodaje. Una fotografía que inauguraba el cine físico de los setenta. Como el montaje de Dede Allen incorporaba al cine americano las rupturas cultivadas en el cine europeo por Godard y compañía.


Arthur Penn atrapó  el aire de los tiempos y, como personajes de la Factory de Warhol, también Bonnie y Clyde, además de perdedores y outsiders, son imágenes glamurosas, carne de primera plana, reflejos efímeros de la gloria decantada por los quince minutos de fama, prisioneros del espejo del tiempo astillado por la violencia -Vietnam, los hermanos Kennedy, Martin Luther King, racismo, lucha de clases-, capturada con una energía inusitada en un celuloide que presagiaba un nuevo cine americano, y cifrada para la posteridad en un -seminal- ballet de balas.  Bonnie and Clyde prepara el camino a los Malick, Coppola, Scorsese, Cimino, Bogdanovich... Sólo por eso Arthur Penn merece el reconocimiento que no tuvo en vida, prematuramente olvidado. Aunque uno no olvida La noche se mueve y tampoco Georgia.


Y cómo va a olvidar uno que, después de ver Bonnie and Clyde en el cine Yut de Tui, buscó y buscó hasta que encontró un fotograma de la película en una revista, la recortó, la enmarcó y tuvo a Faye Dunaway en la cabecera de la cama a los catorce años. Y allí estuvo años suficientes para que se marchitara por la humedad (de la pared).

26/9/10

El gato de Thomas Hardy

La frutera se ha empeñado en que tenga un gato. Me asedia con razones  y cuando se le agotan las, llamémoslas, razonables, no se corta con las peregrinas, como que así tendría compañía cuando Ángeles está en el instituto, mira tú. Se ve que le urge librarse del animal, su gata tuvo cuatro crías y ahora no tiene quien las adopte. En fin, que me resistí, pero me costó lo suyo. De vuelta a casa me acordé de una historia del gato de Thomas Hardy -el autor de Tess, la de los d'Uberville y Jude el oscuro- que había apuntado en alguna libreta vieja, creo que la leí en alguna página de Virginia Woolf pero no estoy seguro.

Thomas Hardy cuida del jardín 
en su casa de Max Gate en Dorchester

Thomas Hardy quería que a su muerte lo enterraran junto a su primera mujer, Emma. Sin embargo, cuando le llegó su hora el 10 de enero de 1928, los prohombres de la cultura reclamaron sus restos para ser incinerados y depositados en el Rincón de los Poetas de la abadía de Westminster. Como Florence, la segunda mujer de Hardy, insistiera en los deseos del escritor, los próceres transigieron con una solución de compromiso: extrajeron el corazón de Hardy para enterrarlo con Emma en el cementerio de Stinsford, al norte de Dorchester, y los demás restos fueron incinerados y depositados -con honores- en el Rincón de los Poetas.

Por lo visto, dejaron a cargo de la criada el corazón sobre la mesa de la cocina pero, cuando se presentó el enterrador, ni rastro de la víscera. Bueno, sí, sólo encontraron al gato de Thomas Hardy relamiéndose. En fin, que había que buscar alguna solución, y el enterrador resultó de lo más expeditivo: ni corto ni perezoso enterró el corazón de un cerdo en la tumba del escritor.


Cuando la frutera me vuelva a insistir, que insistirá, tendré que esforzarme para no caer en la tentación de contarle una fábula -con moraleja y todo- a propósito del apetito del gato de Thomas Hardy.