3/8/12

El maestro en el jardín




Sentado a la sombra de un abedul y en compañía de rosas antiguas podrás contemplar los cerezos en flor y más allá el mar desde Corrubedo hasta Finisterre, le contaba Ángeles al maestro cuando esta casa sólo existía en una libreta donde ella la iba dibujando. Van brotando las hojas del abedul más despacio de lo que quisiéramos y ya han florecido las rosas, y este otoño plantaremos los cerezos, y el mar seguirá ahí como un libro abierto para estudiar azules y grises, olas y cantiles, nieblas y rompientes, luces y lejanías. Y la sombra del abedul cobijará una ausencia, un lugar de memoria para el maestro en el jardín  de Ángeles.


El canto y la ceniza, los poemas de Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva seleccionados y traducidos por Monika Zgustova y Olvido García Valdés, era uno de los libros que el maestro tenía a mano y que releía a menudo. Jardín de Marina Tsvetáieva era de esos poemas que también le leía -y le hacía leer- a Esther: ...dame un jardín / para mi vejez... Anteayer, mientras evocábamos al maestro al compás de unos tragos de Lagavulin (como los últimos que habíamos compartido), copié el poema en un papel para envolver su ausencia.



Jardín


Por ese infierno,
por ese absurdo,
dame un jardín
para mi vejez.


Para mi vejez,
para mi miseria:
días de trabajo,
días de sudor...


Para mi vejez,
mis días de perro,
mis años ardientes,
un fresco jardín.


Para quien huye,
dame un jardín,
sin cara,
sin alma.


Jardín sin pasos.
Jardín sin unos ojos.
Jardín sin risas.
Jardín sin un ruido.


Dame un jardín
sin un silbido,
sin un grito,
sin un alma.


Dime: -No sufras ya, toma
ese jardín, solo como tú.
(Pero tú no entres en él.)
Toma ese jardín, solo como yo.  


Para mi vejez ese jardín.
¿Ese jardín o quizás el más allá?
Dámelo para la vejez,
para que mi alma quede absuelta.
     
                     1 de octubre de 1934

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