20/8/12

El hombre delgado de la calle Post


Hay libros que amojonan la derrota de una vida con singladuras cardinales. Hay libros que se han fatigado tanto en nuestras manos que ya sólo queda darles asilo antes de que se desencuadernen sin remedio, y sacarlos de los anaqueles sólo de vez en cuando para acariciarlos, como a un viejo amigo con el que hemos compartido tantos momentos felices. Darles una nueva encuadernación sería traicionarlos, un lifting indecente si amamos tanto sus arrugas, descolados y esfoladuras.


A Hammett me lo descubrió Manolo González. Compré ese ejemplar de Cosecha roja el 28 de abril de 1977 en la estación de Valencia, donde hacíamos la mili; hacía un mes que nos conocíamos. La cubierta de Daniel Gil, aunque ninguna de las que compuso para Hammett figuren entre lo mejor de sus diseños. El prólogo de Luis Cernuda -un texto escrito en 1961 cuando el autor de la novela acababa de morir-, donde se refiere a Dashiell Hammett como un escritor para escritores, como un estilista; un prologo que despertaba el apetito por El halcón maltés, La llave de cristal y El hombre delgado, y que -de paso- llamaba la atención en una nota a pie de página sobre Chandler, otro descubrimiento. Cosecha roja fue mi primera novela negra. (Y la primera de Ángeles. Y de nuestro hijo.)  Pronto llegaron las demás.



Veo que compré La llave de cristal en Blanes el 21 de marzo de 1978, hacía diez días que Ángeles y yo nos habíamos casado, justo al acabar la mili; me habían destinado en el colegio público de Balsareny y pasamos esa Semana Santa con una tienda de campaña por la Costa Brava. Y El hombre delgado en la Feria del Libro de Manresa el 22 de abril. Lo dicho, mojones. Y llegaron ejemplares de nuevas ediciones para que descansaran las viejas con lomos cuarteados y hojas descoladas (y evitarnos el trabajo de leerlos con pinzas, para que no se nos caigan las páginas de las manos).


Cosecha roja siempre fue mi Hammett preferido. Por así decir es Hammett en estado puro. La semana pasada Ángeles volvió a leerla y le pedí que me eligiera algunos de esos párrafos que llevan la marca del estilo Hammett (la traducción es de Fernando Calleja):

El Viejo era el director de la sucursal de la Agencia en San Francisco. También lo conocíamos por Poncio Pilatos, pues solía sonreír placenteramente cuando nos mandaba a ser crucificados en una misión suicida: Era hombre suave, cortés, entrado en años, y tan cordial como la soga de un verdugo. Los graciosos de la Agencia decían que era capaz de escupir carámbanos en julio.

Pasé el dedo por la hoja acerada [de un picahielo], de medio pie, que acababa en una punta muy afilada.
-No es malo para dejar a un hombre cosido a su ropa. Así me funciona la cabeza. No puedo ver ni siquiera un encendedor sin pensar en llenarlo de nitroglicerina para que lo use alguna persona que me resulte poco simpática. Ahí, en la calle, delante de tu puerta, hay un trozo de alambre de cobre, delgado, flexible y lo bastante largo para rodearle a uno el cuello y dejar dos cabos para agarrar. Me ha costado mucho trabajo no cogerlo y metérmelo en el bolsillo... por si acaso.

-Hay una chica ahí dentro, Helen Albury, dieciocho años, cinco pies y seis pulgadas, delgaducha, color amarillo, pelo castaño corto y lacio, tiene puesto un vestido gris. Síguela. Si se vuelve contra ti, detenla. Ten cuidado. Está tan loca como una chinche en una cama vacía.

Pero creo que La llave de cristal es su mejor novela. También era la que Hammett prefería. Hay bastante de ella -y de Cosecha roja- en Muerte entre las flores de los Coen, cuyo título original -Miller's Crossing- no puede ser más Hammett (suena, más que a novela, a relato de Black Masck, la mítica revista pulp donde empezó a publicar sus relatos en 1923). Sobre todo en la relación de Tom Reagan (Gabriel Byrne) y Leo (Albert Finney), trasuntos ideales de Ned Beaumont y Paul Madvig de La llave de cristal-, una historia de amor (más que de amistad) que nutre y vertebra la película. Y la novela.


El 31 de octubre de 1990 leímos la reseña de Ángel Fernández-Santos en El País donde se refería a Muerte entre las flores como un filme trazado con tiralíneas por geómetras de la imagen y horadado por incontables arterias subterráneas,  una fascinante noche cinematográfica de exquisitas negruras, y de una absoluta, casi abstracta, precisión, y concluía señalando que lleva dentro un cine imposible de imaginar fuera de otro origen que no sea Estados Unidos, en cuanto territorio universal. Hace poco que volvimos a verla y, aun gustándonos mucho, es de esas películas que nunca alcanzan la plenitud de la memoria de aquella (maravillosa) primera vez: aquel sensual plano del sombrero llevado por el viento, aquellos oníricos travellings por el bosque... Muerte entre las flores era la tercera película de los Coen y la que les deparó el reconocimiento internacional -aunque en su momento fue un fracaso comercial en EEUU-, y el lugar en el planeta cinematográfico que películas como la surreal Barton Fink,  la magistral Fargo o más recientemente True grit confirman qué merecido lo tenían.

    Ethan y Joel Coen durante el rodaje 
de Muerte entre las flores

Cosecha roja fue la primera novela de Hammett que llamó la atención de Selznick y lo llevó a Hollywood como guionista. Y fue la primera en llevarse a la pantalla, re-escrita y re-tramada por Ben Hecht, dirigida por Hobart Henley y re-titulada como Roadhouse Nights en una producción de la Paramount estrenada en 1930 que hasta incluye números musicales para lucimiento de Jimmy Durante. No la vi, o vi apenas una escena en you tube; es de esas películas que merecen el calificativo de rareza, con todas las letras. Kurosawa se inspiró en Cosecha roja para Yojimbo y Leone hizo un (inconfesado) remake de  Yojimbo en Por un puñado de dólares; y Walter Hill se inspiró en ambas para El último hombre. Pero no creo ninguna de las citadas puedan considerarse adaptaciones.


De las demás novelas llevadas al cine, y con no ser una novela negra, casi me quedo con El hombre delgado -que aquí se tituló La cena de los acusados-, una comedia en la que William Powell y Mirna Loy encarnan a Nick y Nora Charles. (Con el tiempo, la prefiero a El halcón maltés, la opera prima de Huston, o a La llave de cristal con Alan Ladd, de 1941 y 1942 respectivamente.) Hubo más películas -hasta seis- con el hombre delgado (con Nick y Nora, y sobre todo con la perra Asta) y hasta seriales radiofónicos -en 1941 y 1946- y una serie de televisión en 1957, y parece que se prepara otro remake con Johnny Deep. Fue lo último que escribió Hammet. Y cuanto escribió le dio de comer  a aquel hombre delgado durante veinte años, hasta que llegó la caza de brujas y le negaron el pan y la sal por rojo, y en 1951 -tenía cincuenta y siete años- pasó seis meses en la cárcel donde los compañeros reclusos contaban entre sus escasos esparcimientos escuchar por la radio Las aventuras de Sam Spade -el personaje de algunos de sus relatos para Black Mask y el protagonista de El halcón maltés- o Las aventuras del hombre delgado, hasta que los seriales fueron suspendidos en plena histeria anti-comunista.

Hammett ante el tribunal de la HUAC 
(Comisión de actividades anti-americanas)

Me faltan las palabras para expresar mi desprecio por este tribunal, le espetó Hammett a sus inquisidores. Errata Naturae ha publicado los Interrogatorios a que fue sometido el escritor traducidos por Sara Álvarez. Aquí van unos fragmentos del correspondiente al 26 de marzo de 1953 -no lo dejaron en paz ni después de haberlo enchironado-, cuando la comisión del Senado investigaba qué libros comunistas se habían infiltrado en ciento cincuenta bibliotecas dependientes del Departamento de Estado en el extranjero (un episodio que parecería sacado de una película de los hermanos Marx si no diera tanta vergüenza); de las tan poco elegantes cursivas, tiene uno la culpa:

Hammett ante la HUAC

"Senador McCarthy: ¿Apoyaría la implantación del comunismo en este país?
Hammett: ¿Quiere decir ahora?
Senador McCarthy: Sí
Hammett: No
McCarthy: ¿No la apoyaría?
Hammett: Por un motivo: me parecería poco viable si la mayoría de las personas no lo quisiesen."

Y más tarde:
"Senador McCarthy: Le haré una pregunta más: señor Hammett, si usted estuviera gastando, como estamos haciendo nosotros, más de cien millones de dólares al año en un Programa de Información con la supuesta finalidad de combatir el comunismo, y si usted estuviera a cargo de ese programa para combatir el comunismo ¿compraría las obras de unos setenta y cinco autores comunistas, las distribuiría por todo el mundo, con nuestro sello oficial de aprobación estampado en esas obras? ¿O prefiere no responder a la pregunta?
Hammett: Bueno, si estuviera combatiendo el comunismo no creo que dejara que la gente leyese libro alguno.
McCarthy: Eso suena raro en boca de un autor. Muchas gracias. Puede retirarse."

Hammett, segundo por la izda., conducido a prisión en 1951 

En las maduras Hammett podía ser un (gran) tipo sin tino. Y lo fue. Se pulió el millón de dólares que le devengaron sus obras en güisqui, champán, limusinas, hoteles caros, chicas, causas nobles o regalando el dinero a quien se lo pedía; y borracho acababa resultando insoportable, pero cuando llegaron las duras no hubo tipo más decente que aquel hombre delgado. Escribió durante diez años su obra entera -treinta y tantos relatos, cinco novelas y una novela corta-, porque la tuberculosis le tenía los días tasados. Vivió casi treinta años más de los que pensaba, pero escribir -más allá de algunos argumentos para películas y seriales de radio de sus obras-, lo que se dice escribir, apenas cincuenta páginas de Tulip, su novela inacabada.


Pero se sentaba a la máquina de escribir. Era un escritor, ¿no? Era su trabajo. Era lo que se esperaba de él. No estoy seguro de lo que esperaba él. Hasta dejó de beber para escribir. Lo intentaba. Pero no podía. ¿Por qué? Quién sabe. En alguna carta contaba que se pasaba el día entero corrigiendo una página. Cortando, más que nada. Puliendo. Si trabajo lo suficiente -escribía-, acabaré condensando la página en una palabra. Quizá fue víctima de sí mismo, del incorregible estilista que llevaba dentro, ése al que ninguna frase le parecía suficientemente buena, o sea, lo bastante breve. Quizá las causas por las que se aprestó a combatir -la República Española, los Derechos Civiles, el anti-fascismo, el comunismo...- le permitían olvidar lo que él mismo se recordaba cada mañana, que no escribía. Como escribió aquellos años el hombre delgado de la calle Post.

Hammett, octubre de 1925

En 1927, Hammett vivía en el 891 de la calle Post de San Francisco. Trabajaba como publicista de la joyería Samuels, escribía relatos para Black Mask, críticas de novelas de detectives para Saturday Review of Literature y de libros sobre publicidad para Western Advertising, y poemas y relatos para otras revistas. Su mujer, Josephine -la llamó siempre Jose- y las dos niñas -Mary y Jo (que en 2001 publicará unas memorias sobre su padre)- viven al otro lado de la bahía, en Fairfax, adonde va a visitarlas en tren una o dos veces por semana y, entre visita y visita, les escribe cartas. A veces sienta a las niñas en sus rodillas y les lee a Dostoievski; son unas crías, es cierto, pero por qué leerles algo inferior; Hammett ni se lo plantea. Como padece tuberculosis desde hace diez años, cree preferible no vivir con ellas, aunque en realidad se siente más a gusto solo; supone que no le queda mucho y que no pasará de 1930. Escribe por la mañana y a última hora de la tarde. Cuando bebe, bebe todo el día (dice que el güisqui le mantiene a raya la tuberculosis). Cuando escribe, no bebe ni gota. Unos años después conoce a Faulkner y lo envidia porque puede escribir aunque beba -que bebe- todos los días.


A Hammett le encanta vestir bien y frecuenta las prostitutas, lo que no excluye -faltaría más- otras relaciones más o menos ocasionales; atractivo y tímido, le encantaba a las mujeres. Le escribe a Jose en una carta: He estado "blackmasqueando" todo el día. Escribir para Black Mask lo consideraba producir chatarra. En el verano de 1927 trabaja por las mañanas las porquerías de Black Mask y por las tardes en una novela titulada Poisonville. Empezó a publicarse por entregas en el número de noviembre de Black Mask y la cuarta en el de febrero de 1928. La primera entrega se titulaba The Cleaning of Poisonville (La limpieza de Poisonville). En febrero remite las cuatro entregas a la editorial de Alfred Knopf. Después de revisar la novela a petición de los editores, reescribiendo algunos episodio y cortando otros, les escribe otra vez en marzo comentando los cambios introducidos en la novela y adjuntando una lista de títulos alternativos a "Poisonville", que le parecía bastante bueno; entre ellos: "El 17º asesinato", "El asunto Wilson", "La ciudad negra" o el de la primera entrega de la novela en Black Mask... en último lugar propone Cosecha roja. Les comunica también que prepara La maldición de los Dain, donde echa mano otra vez del Agente de la Continental; se la envía el 25 de junio, cuando ya anda en tratos con la Fox para vender algún material, pero no avanza gran cosa; en realidad, anda vendiendo sus relatos en Hollywood, como aquél que dice, puerta a puerta. En febrero de 1929 se publica Cosecha roja.


El mundo de Poisonville lo había vivido; bueno, el topónimo del pueblo de la novela es Personville, pero lo llaman Poisonville quienes lo conocen bien. Había respirado aquella atmósfera ponzoñosa cuando era detective de  la Pinkerton y lo enviaron a Butte en Montana para infiltrarse en el sindicato y reventar la huelga de los mineros. Lo que vio en aquellas jornadas y en otras parecidas (por ejemplo, cuando presenció cómo detectives de la agencia secuestraron a un dirigente sindical que apareció torturado y muerto días después) no iba a olvidarlo nunca. En aquel verano de 1927, destiló su experiencia a través del Agente de la Continental en Cosecha roja. Con trazos duros, secos, afilados, negros. Como aquella réplica de Dinah Brand -un estupendo mal bicho- al Agente de la Continental: Así que aún estás vivo. Bueno supongo que no se puede hacer nada al respecto. Pasa. Una (verdadera) novela negra no es otra cosa que una herramienta de precisión para sajar un tumor social. Como Poisonville, por ejemplo. Cuando los inquisidores le pregunten veintipocos años después si en sus relatos escribió sobre algunos temas sociales, Hammett responderá: ¿Sabe usted? Es casi imposible escribir algo sin basarse, de alguna manera, en temas sociales.

El apartamento de Hammett en el 891 de la calle Post. 
Lo ha comprado un admirador (de posibles, imagino) 
y ha encargado a decoradores profesionales 
para que lo dejen como cuando el escritor vivió allí. 
Cosas así sólo pasan en los USA.

Cuando se publica La maldición de los Dain en julio de 1929, Hammett ya había remitido en junio a la editorial el manuscrito de El halcón maltés. Cree que es, con mucho, lo mejor que ha escrito hasta la fecha. Se publica en la primavera de 1930, dedicado a Jose. Ya tenía listo el manuscrito de La llave de cristal. Con El halcón maltés Hammett se convirtió en un escritor famoso.


Ya no necesitaba vender puerta a puerta sus relatos. Llamaban de Hollywood a la suya para comprarlos. Y para comprarlo a él, de paso. Había empezado El hombre delgado, pero lo aparcó. A finales de 1930 llega a Hollywood cabalgando la ola de El halcón maltés. Allí conoce a Lillian Hellman y comienza una relación  que, con altibajos, se prolongará toda su vida, la prórroga que le concede la tuberculosis; una historia de amor que deviene una profunda amistad. Escribe para la Paramount el argumento de Las calles de la ciudad que dirigirá Rouben Mamoulian. De la película -que funcionó muy bien en taquilla- a Hammett sólo le gusta Silvia Sidney.


En el hotel Hollywood Knickerbocker corrige las pruebas de La llave de cristal que se publica en abril de 1931, aunque la edición inglesa ya había aparecido en enero. Entre los críticos hay división de opiniones sobre si es mejor que El halcón maltés. En las ventas no cabe duda: es un éxito. Hammett detesta la cubierta que eligió la editorial.


Dorothy Parker escribe una reseña donde condimenta los elogios con pizcas de ironía -es una novela tan dura que puedes echarla a rodar (...) sin que se rompa-, aunque el Ned Beaumont (de La llave de cristal) no le gustó tanto como el magnífico Sam Spade (de El halcón maltés) quien tras leer la novela la llevó a pasear encandilada a la luz de la luna , tal y como no me ocurría desde que conocí a Sir Lancelot a los nueve años. Y, tras una líneas describiendo a Hammett como un buen escritor, que sabe de lo que escribe y con un excelente oído para el lenguaje de la calle, y autor de libros tan arrebatadores y vibrantes, cuya excitación era difícil de resumir, y concluía: Lo único que puedo decir es que todo aquel que no lo lea se pierde una gran parte de la América moderna.

Dorothy Parker

En uno de esos cócteles o fiestas de Hollywood que Hammett no tardó en frecuentar -y aun organizar- se le presentó Dorothy Parker. El autor era uno de sus héroes literarios y, postrándose de hinojos, le besó la mano. Era una muestra de admiración, pero sobre todo una broma. Hammett no le vio la gracia; tan tímido cuando (aún) no estaba borracho, aquel gesto de Dorothy Parker le resultó embarazoso. Y la cosa ya no tuvo remedio. No la quería ver ni en pintura, y más adelante, aun respetándola -militaron juntos en apoyo de la República y en las causas de la izquierda, y fueron acosados por el FBI-, nunca le cayó bien y procuraba evitarla, y eso que Lillian Hellman y Dorothy Parker se hicieron muy amigas.


En 1932, Hammett ya estaba a dos velas; en un año ya se había fundido cuanto había ganado con sus novelas y de guionista en Hollywood. De vuelta en Nueva York con Lillian Hellman tuvo que dejar el hotel Biltmore porque no podía afrontar los gastos y se trasladó al Pierre, pero tampoco pudo pagar la factura de mil dólares y tuvo que marcharse de tapadillo llevándose la ropa por etapas. Llegado ese punto, un escritor siempre podía encontrar un cuarto en el hotel Sutton Club de la calle 56, regentado por Nathanael West, que al año siguiente publica Miss Lonelyhearts, trabajará como guionista de películas de serie B y acabará contando su experiencia en Hollywood en El día de la langosta. A West le gustaba hospedar a escritores; cuando llegó Hammett, ya residía allí, pongamos por caso Erskine Caldwell, el de El camino del tabaco. Y Hammett se puso a trabajar. Aquel verano de 1932, en un cuarto del hotel Sutton Club, fue la última temporada que recobró el ritmo de escritura. Reescribió material viejo y escribió nuevos relatos y la novela corta Una mujer en la oscuridad. Y retomó El hombre delgado. Desde que lo había conocido, Lillian no lo había visto trabajar con tal dedicación, absteniéndose de todo -compañía, alcohol, fiestas y bares-, salvo de tabaco y de la máquina de escribir: el cuidado por cada vocablo, la necesidad de limpieza en el mecanografiado de cada folio, la negativa durante diez días o dos semanas a salir hasta para dar un paseo, por temor a que algo se perdiese -recordaba la Hellman-. Fue un año estupendo para mí, pude aprender mucho...

Hammett en 1932

Las bromas que se gastan Nick y Nora en El hombre delgado se parecen mucho a las que se gastaban Hammett y Lillian. En mayo de 1933 estaba listo el manuscrito, en diciembre la MGM le pagó 2.500 dólares por los derechos de adaptación y en enero de 1934 se publicó. Se lo dedica a Lillian. En las tres primeras semanas se vendieron veinte mil ejemplares. Por esas fechas le escribe a Jose: Parece que finalmente -y espero que de una vez por todas- nuestros problemas financieros van a solucionarse...

Hammett en 1934.
Foto publicitaria para El hombre delgado

Luego vinieron casi treinta años de silencio literario. Su voz la prestó para cuantas causas justas se la reclamaron. No sé si le quedó pena de no haber escrito más. Se sabe que le quedó pena de no haber venido a combatir con las Brigadas Internacionales en la guerra civil española, pero el Partido Comunista consideraba que era más útil a la causa allí: en aquellos años -de El halcón maltés y El hombre delgado-, en Hollywood y Nueva York, Hammett era el escritor de moda. En cambió, consiguió alistarse en el ejercito americano cuando llegó la segunda guerra mundial, tenía casi cincuenta años y cavernas en los pulmones, pero aquellos días destinado en Alaska fueron de los más felices de su vida. Con una pensión del ejército y la ayuda de Lillian sobrevivió los tiempos de persecución.

Hammett en Adak. Le llamaban El Abuelo.

Si ya no escribió -o sólo unas páginas torturadamente-, ayudó a escribir a otros y parece que disfrutaba leyendo y corrigiendo los textos. Los de Lillian Hellman, en primer lugar; la escritora siempre reconoció cuánto mejoraron sus obras (La loba, entre otras) gracias a las aportaciones de Hammett. En sus últimos años impartía clase de escritura (de novela negra) en la Jefferson School de Nueva York y se las tomaba muy en serio. Según cuenta su hija Jo, era un profesor benigno, y no le gustaba hacer críticas agrias; quizá porque sabía por experiencia propia que los escritores necesitan sobre todo aliento y un oído amable que los escuche.

Patricia Neal en El manantial (1949) de King Vidor

El 8 de agosto de 2010 murió Patricia Neal. Debía haber escrito algo sobre ella. Fue el gran amor de los últimos años de Dashiell Hammett. Ella no estaba enamorada de él, pero lo quiso mucho. La conoció en 1946 cuando fue elegida para el papel de Regina en Another Part of the Forest, la obra de Lillian Hellman. Patricia Neal tenía veinte años.A Hammett le fastidió que se casara con el escritor Roald Dahl, un hombre tonto y anodino. Cuando Hammett ya estaba en las últimas, con un cáncer de pulmón terminal, ingresaron en el mismo hospital al hijo de Patricia Neal con graves lesiones en la cabeza, después de ser atropellado por un taxi cuando la niñera lo llevaba en un cochecito; los médicos temían consecuencias irreversibles. La actriz estaba hecha polvo, pero al enterarse de que Hammett estaba internado lo visitó a menudo. Él ya no podía leer (lo que más le gustaba en los últimos treinta años), ni hablar. Sólo sonreía cuando ella entraba en la habitación. La prórroga se acababa, y contemplar a Patricia Neal fue el último consuelo del hombre delgado de la calle Post. Hammett murió el 10 de enero de 1961. Tenía en la mesilla el manuscrito inacabado de Tulip.Y aunque los inquisidores trataron de evitarlo, fue enterrado en el cementerio de Arlington como veterano de guerra.


No hay comentarios:

Publicar un comentario