31/8/12

Filmar, pintar... y viceversa



Otra, última, luz de agosto. Durante el verano de 1959, Renoir rueda con su compañía Le déjeuner sur l'herbe -el almuerzo campestre (vamos a dejarlo en el Almuerzo de Renoir)-, su sonata de estío.


Está a punto de cumplir 65 años -sólo rodará otras dos películas- y sabe que no vienen tiempos propicios para su cine; de hecho, más de una vez en esta década, ha pensado en dejarlo y dedicarse sólo a escribir (y de hecho escribe, pongamos por caso,  Renoir, mi padre, esas memorias que tanto me gustan). Pero filmando su Almuerzo todos notan la felicidad de Renoir durante aquellas semanas ejerciendo una vez más como le patron.

Un momento del rodaje de Le déjeneur sur l'herbe

Rueda en Les Collettes, la propiedad familiar en Cagnes-sur-mer, donde su padre pasó los últimos veinte años de su vida, donde el cineasta pasó algunos veranos en los años del instituto; donde el padre pintó los viejos olivos que ahora filma el hijo, como si la mano del pintor guiara la mirada del cineasta.


Puede permitirse el "lujo" del Almuerzo gracias al dinero que generó el reestreno de La gran ilusión (1937), esa película que los productores suspiraban por que repitiera (y de la que llegó a estar harto de que le mentaran) y que ahora llega a tiempo de financiar esta celebración de la joie de vivre, este canto postrero a los encantamientos de la vida.


Catherine Rouvel, la Nénette del Almuerzo recuerda a Renoir en aquellos días dichosos, animando a todo el mundo, llevándolos en volandas, disponiendo las figuras en los lugares de la infancia; se lo pasaba de miedo, como un niño: se sentía en un espectáculo. Renoir evocó aquel agosto gozoso con una pizca de melancolía: Durante el rodaje todos nos sentíamos transformados en faunos y ninfas.

Renoir y Catherine Rouvel 
con el guión de Le déjeuner sur l'herbe

Renoir eligió a Catherine Rouvel por su parecido con Gabrielle Renard, la niñera y gran amiga del cineasta, y modelo del pintor, que había muerto en febrero, cinco meses antes del rodaje del Almuerzo.


Cómo no recordar los desnudos de Pierre-Auguste Renoir cuando vemos a Nénette bañarse tras los juncos.


El Almuerzo se presenta desde los créditos como una comedia de Jean Renoir, y desecha cualquier ilusión naturalista en una fábula con derivas de farsa -sobre las derivas (política, económica, tecnológica) de Europa (la Europa del Mercado, claro) que, vistas hoy, cobran visos proféticos-, donde la naturaleza deviene un teatro que propicia la exaltación de los sentidos, una sensualidad -y aun carnalidad- que se trasfigura en materia misma de la representación.


La naturaleza en todo su esplendor -esplendor espectacular, diríamos- propicia el afloramiento de los impulsos dionisíacos que perturban el mundo apolíneo y acaban trastornando el marco de la representación. Pinares, juncos silvestres, prados floridos, olivos centenarios, ríos -los motivos de Cézanne, Monet o Renoir- despiertan la fruición sensitiva, el goce de lo efímero en la vibración de la luz y el color, en la levedad de las formas, en el trazo fugitivo de una falda roja en el paisaje.


La vida desborda el teatro. La vida te da sorpresas, que dice la canción. La vida destruye el guión. Y las películas de Renoir las acaba haciendo (también) la vida. De eso habla el Almuerzo. De la tensión -o fricción- permanente entre lo que se vive y lo que se filma, entre el cine y la vida. De eso va la obra entera de Renoir.

Renoir y Catherine Rouvel
(Fotografía de Chiara Samugheo)

En Un trazo de carmín... me referí a Renoir, mi padre como un libro de cineasta (en justa correspondencia debo referirme a este Almuerzo como una película de pintor), decantaba la impresión que desprendían las páginas donde la poética del pintor (Renoir padre) deviene la poética del cineasta (Renoir hijo), donde la reflexión sobre la pintura anuncia un modo de hacer cine, una pintura destilada en celuloide. Así, Renoir, mi padre puede leerse como una bitácora con vistas a French Cancan y al Almuerzo. filmes en los que el cineasta rememora la propia infancia a través de una mirada encendida en primores de pintor.


Cuenta el cineasta cómo exaltaba a Pierre-Auguste Renoir y sus amigos pintores la faceta teatral del bosque de Fontainebleau. Pero aquel teatro no era sino un trampolín que iba a permitirles aproximarse a la mismísima estructura de las cosas. Tras un efecto de luz descubrían la propia esencia de aquella luz. Y cuando contemplaban los troncos rectos de las hayas que se elevaban y la luz atravesando la fronda que los cubría como una bóveda, se sentían como en el fondo del mar entre mástiles de navíos naufragados. En las palabras de su padre rememoradas por Renoir resuena la idea de la naturaleza como teatro revelador de la verdad de las cosas y los seres; de los efectos de la luz sobre la hierba, en las ramas, en las flores, en la piel como portadores de latidos primordiales.


Era el movimiento de una rama, el color de unas hojas, observados con la misma solicitud egoísta  que si hubiera contemplado el fenómeno desde dentro del árbol. Retengamos los términos solicitud egoísta con que Renoir define la actitud de su padre ante "los modelos". No pintaba a sus modelos vistos desde fuera, sino que se identificaba con ellos y actuaba como si hubiera estado pintando su propio retrato. Es decir, el modelo lo absorbía. Aquí la palabra clave es absorbía. Cuántas veces ha repetido Renoir ese absorber o dejarse absorber al referirse al rodaje de sus películas, a ese dejarse apoderar por el objeto de su deseo (de filmar), un deseo que cifraba la propia posibilidad de hacer una película.


Renoir, mi padre se nutre de la memoria de las conversaciones que mantuvo el cineasta con el pintor pero también de la memoria de elefante de Gabrielle que le contó cuánto le gustaba a Pierre-Auguste Renoir ver heñir el pan en aquella artesa grande y cómo calentaban el horno con haces y leña menuda, y que prefería la fruta de esos árboles retorcidos y encanijados -cerezas, ciruelas japonesas, ciruelas claudias, uvas, manzanitas de viña-, que figuraban la filosofía del pintor: intentar que quede rico con medios pobres.

Renoir y Gabrielle en 1950

Cuando un lugar, un rincón, un tema encantaba a Renoir tarareaba una canción, canturreaba una melodía de Mozart, señal inequívoca de que algo había embrujado su mirada sin remedio. A finales del siglo XIX, Renoir compró una bicicleta que no usaba para ir a pintar porque sus trebejos abultaban demasiado. Pero le parecía cómoda para ir a localizar temas que recogía en unos pocos rasgos a lápiz en una libreta.


Como un antiguo predio señorial en Sevigny: del castillo no dejaron piedra sobre piedra durante la revolución y los pocos lienzos de pared que quedaban en pie los cubría por completo la vegetación. Renoir gustaba de ceder a una grata emoción ante el espectáculo de una obra humana que retornaba a la naturaleza. Cómo no ver aquí la misma grata emoción que embargaba a Jean Renoir cuando filmaba las ruinas del templo de Diana con su dios Pan en el Almuerzo, cómo no subrayar las palabras clave espectáculo y naturaleza que remiten también a Un día de campo.


Esa unión sutil que el padre buscaba fervientemente en su pintura se enhebra con el propio anhelo del hijo en sus filmes. El cineasta recuerda que el pintor se lamentaba por no poder ir a Angkor a contemplar las estatuas de los dioses asomando entre las lianas. Cómo no ver en El río un eco del sueño de su padre, en las estatuas, en los templos, en los ghats, las escalinatas que descienden hasta el Ganges, en ese entreverado de arte y naturaleza que afluye en el río sagrado. El río de Un día de campo. El río del Almuerzo.


En Renoir, mi padre, el cineasta remonta el río de la pintura hasta las nacientes de su cine.

29/8/12

El libro del desasosiego (de Robert Frank)



Cuando Robert Frank se echó a la carretera en junio de 1955 era un fotógrafo. Durante un año hizo veintisiete o veintiocho mil fotografías. De este a oeste, de norte a sur, de sur a norte y de oeste a este de EEUU.


Un viaje peligroso a través de un país emponzoñado por la caza de brujas, donde un extraño sacando fotos resultaba sospechoso. Lo detuvieron más de una vez y el 7 de noviembre de 1955, en McGehee (Arkansas), lo enchironaron por espía comunista, de nada sirvió que les explicara que le habían concedido una beca Guggenheim para hacer fotos, para documentar una civilización que había nacido allí pero que se había extendido por el mundo; quién era el tal Guggenheim, querían saber los policías.



Incluso unos chicos, que lo vieron haciendo fotos delante del instituto de Port Gibson en Mississippi, lo trataron como a un rojo apestoso y le preguntaron para qué hacía fotos; sólo para ver, dijo Frank; debe ser un comunista, dedujeron los jovencitos, así que le recomendaron que fuera al otro lado de la ciudad, con los negros.



De aquella montaña de negativos, hizo mil copias de trabajo que clavó en las paredes de su loft neoyorquino para estudiarlas.



Y en el curso del tiempo fue cribando la muestra. Hasta quedarse con cien.



Pero al final decantó las ochenta y tres imágenes esenciales que componen The Americans, ese libro crucial que tuvo que publicarse primero en París en mayo de 1958 para que un año después se editara en el país que retrataba.



Walker Evans, su mentor, fue de los primeros en apreciar la poesía desapacible que desprendían. Para entonces, Robert Frank ya era un cineasta; hasta dejó de hacer fotos durante una década. De alguna forma, The Americans fue su primera película. Una obra que cambió la forma de mirar las fotografías (desde luego cambió la mía).



No vemos a los americanos, vemos a Frank viéndolos; no vemos América, vemos la mirada de Frank destilando aquel país, reaccionando ante lo que ve; vemos su mirada, o mejor, vemos a Frank en su aquel de mirar.






El extranjero de Camus fue uno de sus libros de cabecera en aquellos años; también Faulkner, y pensó en él para que le escribiera una introduccción a The Americans.


Pero reconozcámoslo, quién mejor que Kerouac para hablar de quien había fotografiado su camino.


Para revelar la poética de la tristeza que Robert Frank había vertido con su Leica en aquellas imágenes que tanto disgustaban a tantos de sus contemporáneos.



Quizá porque eran fotos para poetas, o para los fotógrafos por venir. Después de ver estas imágenes -escribió Kerouac en el prólogo de la edición americana- terminas por no saber si una "jukebox" es más triste que un ataúd.




Si en una fotografía todo es siempre pasado, si hacer fotos es fabricar memoria de miradas, su patria no puede ser otra que la melancolía



Uno descubría entonces (debió ser a mediados de los ochenta cuando les puse los ojos encima) que también se podían hacer fotografías así, que así -borrosas, desencuadradas, sucias- también podían ser imágenes muy bellas. Eran, son muy bellas.






Esas fotografías se nos aparecen como cortes de una sucesión, como mojones de una road movie. 16.000 km por las carreteras de EEUU en un Ford de segunda mano, sí, pero sobre todo un viaje interior.


La fotografía es un viaje solitario. Una road movie por los adentros. De Robert Frank.


Ya no abdicó de su condición de cineasta, aunque volvió a hacer fotos. (Os dejo aquí una película de Robert Frank para Summer Cannibals de Patti Smith rodada en 1996.)

Robert Frank y Jack Kerouac en 1958  
durante el rodaje de Pull My Daisy
un retrato de la beat generation

Había descubierto que no hay un momento decisivo; que cada instante, transfigurado por una mirada, puede serlo:



Estoy siempre mirando hacia fuera intentado mirar hacia adentro.


Alguien definió The Americans -con certero e irónico sentido- como el diario de Robert Frank.


También puede verse como su libro del desasosiego. Íntimo y profético.