25/5/11

Un cineasta discreto


Hace un año vimos en Madrid Two Lovers (2008) de James Gray, una buena película que se estrenaba con dos años de retraso. A estas alturas no vamos a extrañarnos pero, si tenemos en cuenta que sus protagonistas son Gwyneth Paltrow y Joaquín Phoenix, y que el cine americano que llega a las carteleras resulta básicamente prescindible -bastan los dedos de una mano (cuando no sobran) para contar los filmes estimables al cabo del año (cuento los que llevo vistos, además del citado: La red social de David Fincher, Valor de ley de los Coen, Winter's Bone de Debra Granik y Toy story 3 de Lee Unkrich; una manita)-, suena sintomático que le haya costado tanto a la película de James Gray encontrar un hueco en las salas.

James Gray

Antes de Two lovers, James Gray dirigió tres largometrajes -Little Odessa (aquí, Cuestión de sangre, 1994), The Yards (La otra cara del crimen, 2000) y We Own the Night (La noche es nuestra, 2007)-, tres thrillers (no les viene grande la consideración de cine negro) y un melodrama, cuatro películas en catorce años. Alguna vez nuestro hijo nos ha comentado la injusticia que se comete con James Gray si no valoramos lo suficiente el hecho de que sólo ha hecho buenas películas; sólo cuatro, es verdad, pero las cuatro buenas. Y tiene toda la razón; si uno se pone a pensar, a ver cuántos cineastas pueden presentar una hoja de servicios semejante; quizá sólo otro cineasta de la misma generación -y amigo suyo- Paul Thomas Anderson.


Además, eran las películas que quería hacer y luchó durante años para hacerlas como y con quien quería hacerlas, es decir, para mantener el control de todo el proceso de producción que finalmente consiguió con Two Lovers. Basta recordar que tuvo que batirse con los hermanos Weinstein  para acabar La otra cara del crimen -casi- como quería, después de una conflictiva preproducción defendiendo su visión de la película, aunque los susodichos hermanos se tomaron la revancha olvidando la película un año entero y estrenándola luego de mala manera y casi de tapadillo. Un independiente vocacional, vamos, pero un independiente con algunos rasgos distintivos que vale la pena señalar: Gray hace películas que encuentran fácil acomodo en los géneros -el thriller para los tres primeros (y aun merecen definirse como cine negro) y el melodrama para el último-, carece de pretensiones autorales y tampoco busca integrarse en la industria de Hollywood. ¡Te sientes liberado de una pesada carga cuando eres el responsable de todo y sabes que es contigo con quien la gente la tomará en caso de problemas!, comentó tras la experiencia de Two Lovers.



Two Lovers es una historia de amor que bebe en las Noches blancas de Dostoievski -adonde llegó, confiesa el cineasta, no desde la adaptación de Visconti, sino a través del descubrimiento de Ana Karenina- y en Vértigo de Hitchcock, que les proyectó a los actores al comienzo del proceso de preparación del filme, aunque también encontramos ecos de La ventana indiscreta. De todas formas -y las formas no deben tomarse en vano- conviene poner las fuentes y las referencias entre paréntesis, porque, sobre todo, estamos ante una película de James Gray que, a partir de unos mimbres genéricos -y aun trillados- del melodrama romántico, se distingue por un exquisito cuidado de la puesta en escena, donde los planos -ángulo, encuadre, composición de figuras y fondo, iluminación (de Joaquín Baca-Asay)...- destilan ideas.

 Leonard con Sandra, rodeado por fotos familiares 
(promesa de refugio, amenaza de reclusión); 
abajo, con Michelle, en la parada del metro 
(promesa de huida, amenaza de extravío) 

Pero donde se la juega -y gana- James Gray es en el dibujo del triángulo amoroso, la piedra angular de la construcción dramática de Two Lovers: un bipolar Leonard (Joaquín Phoenix) atrapado entre dos polos de atracción Michelle (Gwyneth Paltrow) y Sandra (Vinessa Shaw), entre la mirada y el miramiento, entre el arrebato y el sosiego, entre la intemperie y el cobijo. Y gana porque ambos polos resultan convincentes, es decir, porque encarnan el dilema del protagonista y dibujan la tortuosa encrucijada que vive -Michelle representa aquello de lo que debería apartarse; Sandra, aquello de lo que quiere apartarse-, porque ambas mujeres dejan a su paso un rastro de sombra y ofrendan una promesa de abismo: he ahí el vértigo. Y porque, contando una historia tan contada, el cineasta cuenta una historia que merece ser contada, justo porque las emociones de los personajes palpitan y reverberan en las imágenes.




¿Qué nos gusta de Gray? Quizá, sobre todo, la sensualidad que destilan las formas de sus películas mientras los fantasmas del cine clásico reaparecen en el presente, unas formas que han transfigurado la mitología -de los géneros- del cine y han decantado su esencia para envolver la piel de lo real que aprehende la mirada del cineasta.



Por así decir, en las películas de Gray resuena el cine, o mejor, la memoria del cine, lo que hemos visto: una puesta en escena donde los espacios, los cuerpos, las luces, las sombras y el tiempo que pasa y pesa transita con fluidez entre el detalle concreto (el guante que Sandra le regala a Leonard en Two Lovers) y la abstracción (la idea de abrigo), entre la realidad y el deseo o el sueño (Leonard entre Sandra y Michelle).


Gray es un cineasta de universos familiares, en una doble vertiente: entramos en sus películas como en una casa familiar y la casa familiar representa un espacio dramático relevante y revelador a través de sus rutinas -y rituales- cotidianos.


De una u otra forma los protagonistas de Gray han de volver a casa, una casa que a veces es una cárcel y a veces un refugio, pero que los atrapa siempre, para fagocitarlos, como a Mark Wahlberg en La otra cara del crimen, o para vampirizarlos, como a Joaquín Phoenix en  La noche es nuestra, que se ve empujado a elegir entre dos familias -la suya (de policías, de la que se separó) y la de la mafia (que lo adoptó)-; los protagonistas de las películas de Gray devienen hijos pródigos a su pesar, arrastrados a un descenso a los infiernos amojonado por la violencia y la autodestrucción. En definitiva, la familia deviene un reino de sombras que impregna el tejido fílmico de las películas de Gray, deudor confeso del Coppola de El padrino, de tal forma -la forma otra vez- que la cuestión de la sangre representa la trama principal de sus películas: el malestar de los hijos pródigos, vástagos dolientes, extraños en casa.


Descubrimos el cine de Gray hace diez años con La otra cara del crimen, no sé si es la mejor de sus películas o la más hermosa, tengo pendiente revisarla, pero conserva aún el aura que envuelve a un filme que nos reveló a un director que no debíamos perder de vista, justo porque no llamaba la atención, porque se trataba de un cineasta discreto que hace películas familiares.

James Gray en el rodaje de La noche es nuestra

23/5/11

El centro del mundo


Ayer me pasé el día en una mesa electoral, y van tres veces en diez años. Esta última se me atravesó especialmente, porque llegaba como vocal suplente -las dos anteriores me tocó (con sospechosa reincidencia) de presidente titular- y con la idea de volver a casa, dar un largo paseo por las dunas con Ángeles, leer el periódico en una terraza frente al mar y regalarnos una sesión continua con Las vacaciones de Monsieur Hulot y Mi tío de Jacques Tati -para curarnos en salud ante la que se avecinaba-, pero tuve que ejercer de titular, la reincidencia se ha vuelto directamente alevosa. Los míos nunca ganaron unas elecciones -y eso cuando los míos se presentaban- y ahora, cuando ya ni míos tengo, menos aún, así que nunca tuve nada que celebrar pero, detrás de una mesa electoral en una escuela infantil, las horas y el tedio que las acompañan -en una mesa de parroquia (había otras tres en aulas contiguas) con poco más de seiscientos votantes (ejercieron cuatrocientos diecinueve)-  me empujan a las más sombrías meditaciones, cuando ya se han evaporado los efectos balsámicos de, pongamos por caso, un mapa mundi que situaba los lugares donde los niños tienen familiares faenando en el Gran Sol o en el Índico, o emigrantes en Escocia, Manhattan, Noruega, Namibia o Singapur. Con vistas a apartar de mí las oscuras cavilaciones, le pedí a Ángeles que me acercara Siempre bienvenidos, un libro de artículos misceláneos de John Berger para aliviar la jornada, vacía de electores en tantos tramos, y para aislarme de la maquinaria popular que repartía -ecuménicos ellos- cruasanes, cafés, bocadillos, cocacolas y aun tapas de callos y oreja a quien le apeteciera, sin distingos partidarios; no fuera a ser que por culpa del alma bolchevique que, apagada y todo, uno aún lleva dentro, acabara por envidiar semejante organización de masas.


Me cobijo en el libro de Berger y me decido por Siempre decimos adiós, un texto que, si no recuerdo mal, debí leer por primera vez en un número -de alguna revista- dedicado al centenario del cine. Y leo:

Al finalizar la proyección de un film, los protagonistas desaparecen. Acabamos de verlos y de seguirlos, acabamos de admirarlos o de odiarlos... Y al final, se nos van, nos evitan... El cine es un continuo adiós.

Y a propósito de la experiencia de ver una película, evoca esa escena de Un condenado a muerte se ha escapado de Bresson, cuando vemos a Fontaine preparando su fuga, mientras escuchamos a los guardias en los corredores e incluso el paso de un tren: en el cine estamos aquí -con el protagonista- pero la imaginación nos lleva allí donde los hombres toman un tren para ir a cualquier parte. Entonces, es como si la imagen acústica de Bresson le abriera pasajes hacia tantas películas y Berger exclama: ¡cuán grande es el amor del cine por los trenes! Y sigo leyendo, pero no, antes tengo que anotar en la lista de votantes los nombres de una familia al completo (padres, hijos, tíos, abuelos, nietos) según los menciona -apellidos primero y nombre (o nombres) después- la presidenta y permite que depositen la papeleta en la urna; alguien me susurra, "éses votan todos ao pepé", y debe ser a esto a lo que llaman la transparencia democrática de la que tendré nuevas muestras en el curso del día, también del soe o del bloque, pero (muchas) menos (familias), claro. Y sigo leyendo.


Berger ve en  la contigüidad del cine con la variedad, la textura, la piel, por así decirlo, de la vida diaria, la matriz del re-descubrimiento del mundo que, en el inmenso cielo de la pantalla, cobra visos de sueño y deviene camino de revelación de la ausencia, de lo que no puede ser mostrado pero que la película vuelve visible, porque, como si se tratara de un ruego o de una plegaria, el cine es una forma de invocación; porque celebra lo que compartimos, presentes y ausentes, de la misma forma que la parroquia de los vivos no puede existir sin la parroquia de los muertos, como nos enseñaron maestros como Florentino López Cuevillas o Xaquín Lourenzo, por eso, a menudo, o terreiro -en la aldea decíamos torreiro- donde la gente bailaba en las verbenas lindaba -o extremaba- con el cementerio; era una forma de celebrar juntos -vivos y muertos- la fiesta de la patrona, digo patrona porque la primera que me viene a la cabeza es Santa Mariña, la de la parroquía en que nací. Debe querer decir algo que los cementerios se lleven lejos y que los terreiros se cementen o asfalten, como si la tierra fuera algo que hubiera que desterrar. O que en este finisterre sea cada vez más difícil reconocer, en los pueblos costeros, las aldeas marineras que fueron hace sólo treinta años, y aun encontrar huellas arquitectónicas o urbanísticas de la formas de habitar estos confines atlánticos.

John Berger (fotografía de Mauro Albrizio)

Bien se ve que no había forma de apartar la negra sombra en aquellas horas electorales aunque a veces Berger me hacía volver a Una historia verdadera de David Lynch:

...ningún arte tan eficaz como el cine para mostrar los valores inherentes al amor y a la compasión.

Pero te deja cavilando en las últimas líneas donde destila lo más esencial:

...el cine, en este nuestro siglo de desapariciones, es lo único que nos ofrece un refugio global para nuestras almas.


Desapariciones.  En 2007, había en Galicia 300 aldeas abandonadas y 8.000 núcleos de población -aldeas y lugares- con menos de 10 habitantes, o sea, en un proceso avanzado de desaparición que, cuatro años después, es más que probable que se haya consumado en muchas de ellas y otras tantas hayan entrado en fase de extinción. Cuando desaparece, se bombardea o expolia una biblioteca -¿os acordáis de la de Sarajevo o de la de Bagdad?- acontece una catástrofe, pero una catástrofe similar se produce cuando se abandona -o desaparece- una aldea porque, a falta de la escritura, la relación con un lugar a través de las construcciones y los objetos, la humanización del territorio en el curso del tiempo, representa un medio de expresión primordial. Parafraseando a Uxío Nononeyra, qué perdemos cuando ya no queda nadie para sostener los nombres: Vilapouca, Sanguñedo, Cerdeira, Alvite, Soutomerille, Hórreos, Riomao, Parruchas, Remesquinde, Couce Mosquento, As Paxonetas, Mazoi, Vieiros, Babilonia. Hablan entonces los estudiosos de catástrofe cognitiva, de memoria herida, de memoricidio.


En un sentido antropológico, la aldea es el centro del mundo. Y Berger recuerda en un texto memorable de Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos, que ése era originariamente el significado de home -casa, hogar-, y señala que, por más posibilidades que se hayan abierto en el mundo para las mujeres y los hombres, aun entre los menos privilegiados, lo que se ha perdido sin remedio es la posibilidad de decir éste es el centro del mundo.  


Pasaban de las once de la noche y seguíamos recontando las papeletas: faltaban dos votos. Habían votado 419 y sólo había 417 papeletas. Recontábamos los votos una y otra vez -y desde la primera a la vista de todos los interventores y apoderados (ya era la única mesa abierta en la escuela)- y seguían faltando dos. Dos. Quizá dos sobres (en blanco) hubieran ido a parar a la caja de los sobres abiertos... Vete a saber. Había dos opciones: o hacer constar en el acta el desajuste de dos votos o contabilizarlos como votos en blanco. E irnos a casa. Pero para un par de interventores -uno de ellos del partido al que había votado, más que nada para que no desapareciera del concello- parecía que en aquellos dos votos residía no sé qué futuro. Entonces mi negra sombra empezó a trasfigurarse a ojos vista en mala leche. Y lo diré: solté algunos exabruptos en un aula consagrada a la educación de los niños, con esas palabras me afeó la conducta un apoderado. Hay que ver. Qué me habría dicho si supiera que ejercí un cuarto de siglo de maestro.

Aún esta mañana Ángeles trataba de quitarle hierro al asunto, después de tres horas recontando 417 votos, si insistían en que siguiera, unos exabruptos estaban plenamente justificados. No sé. Quizá me faltó la lucidez de  distanciarme y verlo todo como la comedia que era. Aunque ya se sabe, toda comedia no es más que una mirada oblicua -y moral- que envuelve la tragedia con la fina piel del humor. Quizá, en el fondo, aquellos exabruptos no tenían que ver con los dos votos desaparecidos, sino con tantas aldeas abandonadas, con tantos lugares huérfanos, con tantos nombres sin voz que los pronuncie, donde ya no vive -ni vota- nadie y  ni siquiera merecen una mísera línea en ningún programa electoral. En fin, algún día, si la política recobra su sentido -civilizador (de civil)-, bautizarán las nuevas calles con los topónimos de las aldeas abandonadas, para que pervivan aunque sólo sea como palabras, aunque su memoria se haya olvidado. Quién sabe si esos dos votos desaparecidos invocaban el centro del mundo y todo lo que hemos perdido.


Y recordé Aldea abandonada, uno de esos poemas que José Jiménez Lozano siembra en Advenimientos:

Aldea abandonada, bajo
la niebla y, entre el barro 
de un tapial derruido,
un zarzal con una rosa
todavía. Un olvido
del tiempo.

(Las fotografías sin pie fueron tomadas a finales de mayo de 2007 en Hórreos, una aldea abandonada de O Courel.)

21/5/11

Un viaje cósmico en John Deere

Ayer por la tarde, en una conversación demorada con Luis Avilés y David Pérez Iglesias en la solaina de una casa de Outes con un eido umbrío de cerezos, manzanos y nogales, que cae en una suave pendiente hasta el río, creo que fue David quien trajo a colación The Straight Story (1999) -aquí Una historia verdadera- de su tocayo Lynch. No recuerdo cómo fuimos a parar a esa película o cómo la película vino a parar a Outes, quizá porque nuestro aire y el entorno tenía un aquel parejo con la escena final, aunque nosotros fuéramos tres en vez de dos y, desde luego, no de pocas palabras, quizá porque aún no hace demasiado que nos conocemos y aún no nos hemos dicho todo, como todo se habían dicho ya aquellos dos viejos hermanos del filme de Lynch.


Y aunque otras películas y series salieron a relucir, The Straight Story se quedó conmigo tras despedirnos y mientras volvía a casa la rememoraba, así que hoy le propuse a Ángeles volver a verla y a ella, que tanto le gustan -todas- las películas de Lynch, le pareció un plan perfecto para la sobremesa de este sábado. Con toda probabilidad, fue la primera gran película que vimos este siglo, se estrenó en febrero o marzo de 2000, y fue unos de los primeros deuvedés que compramos, pero llevábamos años sin remirarla. Y quizá nos gustó más que las primeras veces, quizá porque somos diez años más viejos, diez años más cerca -por así decir- de la experiencia que vive Alvin Straight, quizá con diez nuevas razones -íntimas- para compartirla.  


Pero antes de acompañar a Alvin en su road movie al volante de un cortacésped John Deere -jodere le dicen en la raia seca- de 1966, conviene recordar que, cuando David Lynch se pone tras la cámara para semejante odisea rural por el medio oeste americano, había dirigido siete largometrajes - pongamos por caso Cabeza borradora (1976), El hombre elefante (1980), Tercipelo azul (1986), Corazón salvaje (1990) y Carretera perdida (1997)- y creado una serie de culto de los noventa como Twin Peaks. Y conviene recordarlo porque The Straight Story, una película sobre un viejo que recorre casi quinientos kilómetros para reconciliarse con su hermano, puede parecer un ovni fílmico -o una estrella fugaz- en el universo Lynch, una obra insólita -y luminosa- en una filmografía de atmósferas turbias y mundos oscuros.

David Lynch

Pero si vemos más allá de la superficie, o si miramos -o sea, si vemos con atención- las apariencias de The Straight Story (un título que juega con el apellido del protagonista y el significado de straight, veraz, recto) comprobaremos que se trata de una película que encaja a la perfección en el cine de David Lynch, dicho de otra forma, es una mirada linchyana la que destila la última aventura de Alvin.


Para cualquiera que conozca la obra de Lynch cómo no advertir que el entorno de la casa donde el viejo vive con su hija Rose (Sissy Spacek) podría inscribirse en Terciopelo azul, o esas carreteras vacías en Corazón salvaje o Carretera perdida; cómo no reconocer en esa mujer, que llora y grita -histérica- porque atropella a los ciervos que tanto ama, a un personaje puro Lynch;


o ese cielo estrellado que abría también  El hombre elefante, por no hablar de las texturas sonoras -y de la música de Angelo Badalamenti- que reverberan en las imágenes de Freddie Francis, que firma aquí su última dirección de fotografía; o del fuego, que enhebra como hilo candente la filmografía del cineasta.


En cada uno de los escenarios que atraviesa o en los que se detiene Alvin mientras viaja en su John Deere para ver a su hermano Lyle (Harry Dean Stanton) antes de morir, podemos imaginar qué otra película -qué otra escena- podría haber filmado Lynch si no se hubiera enamorado de una historia que, en las primeras intenciones, no era para él y, a primera vista, no era suya.


Alguna vez David Lynch dijo que había afrontado esta película como si fuera un artesano que recibe un encargo y lo filma lo mejor que puede, quizá con la intención de disimular al artista que todos -crítica y público- a esas alturas veían en él; lo que me recuerda aquello de Goethe: el artista que no es también un artesano no vale nada. En cualquier caso, Lynch le debe The Straight Story a Mary Sweeney, su compañera y colaboradora en aquel tiempo.

Mary Sweeney y David Lynch

Mary Sweeney descubrió la historia de Alvin Straight en un periódico en 1994 y quiso comprar los derechos pero otro productor se le había adelantado. Pasaron tres años y no hubo novedades. Caundo Alvin murió, Mary Sweeney habló con los hijos y se enteró de que la opción por la historia había caducado. En cuanto dispuso de los derechos, se fue con John Roach a Iowa para visitar a la familia de Alvin y empezaron a escribir el guión. Cuando David Lynch lo leyó, le gustó tanto que no resistió la tentación de dirigir The Straight Story, una película que, además de descubrir y escribir, Mary Sweeney se encargó también de producir y montar.

David Lynch en el rodaje de The Straight Story

The Straight Story se rodó a lo largo de dos meses, respetando la cronología de la historia y con un diseño de producción de Jack Fisk, que tiene en su curriculum, sin ir más lejos, la filmografía de Terence Malick. El actor Richard Fansworth, que había empezado en el cine como especialista -dobló a Henry Fonda en Fort Apache de John Ford- y tenía a sus espaldas trescientas películas, encarnó a Alvin, tuvo que esperar a cumplir ochenta años para encontrar el papel de su vida después de que le diagnosticaran un cáncer de huesos que le produjo intensos dolores durante el rodaje; un año después de terminar la película, no soportó más el sufrimiento y se pegó un tiro en su rancho de Nuevo Méjico.

David Lynch, en el centro, dirige a Richard Fansworth 

Un actor que veía la película como un western moderno, al fin y al cabo, decía, la velocidad de 10 km/h del cortacésped John Deere es parecida a la de los carromatos de los colonos que viajaban hacia el Oeste, pero también por la forma con que Lynch filma los paisajes, las mutaciones de la luz, los cielos, las nubes, la lluvia, las tormentas, y las relaciones entre los grandes espacios y las figuras humanas que los habitan o atraviesan.


El último viaje de Alvin filmado por Lynch deviene una road movie de otoño y crepúsculos, amojonada por averías, accidentes y encuentros -como la vida misma-, que se transfigura en un viaje al pasado donde afloran las culpas, los remordimientos y las pérdidas -el dolor, la memoria y la experiencia de un hombre (las heridas que jamás cicatrizan)-, para contemplar por última vez las estrellas junto a su hermano como cuando eran niños.


Y cuando Alvin y Lyle se encuentran, embalsan las emociones en un silencio velado y nosotros medimos con lágrimas la distancia que acabamos de recorrer en casi dos horas de una película tan bella: un viaje cósmico para decir adiós.

20/5/11

Sintaxis, esquinas, utopías y naufragios



En mi corta experiencia de narrador, he comprobado que saber cómo habla un personaje es saber quién es; que descubrir una entonación, una voz, una sintaxis peculiar, es haber descubierto un destino. (Jorge Luis Borges)

El hombre va a su granero de ideas. Esta idea le matará. No importa, tiene que ir. (Henri Michaux Adversidades, exorcismos)

Un pionero debía tener imaginación, debía ser capaz de disfrutar con la idea de las cosas más que con las cosas en sí. (Willa Cather, Pioneros)

Es preciso que el cine filme, no el mundo, sino nuestra creencia en este mundo. (Jean-Luc Godard)

El problema no es pintar la vida sino hacer un cuadro vivo. (Bonnard)

El poeta espera, su lugar es la esquina, como las prostitutas. (Francisco Pino)

Sólo inventa aquel que sabe pedir prestado. (Emerson)

El poema (...) puede ser una botella arrojada al mar, abandonada a la esperanza -tantas veces frágil, por supuesto- de que cualquier día, en cualquier parte, pueda ser recogida en una playa, en la playa del corazón, tal vez. (Paul Celan en Discurso de Bremen)

Recoger en la calle un libro sucio y desgarrado, y limpiarlo con la manga como él ha hecho, tan meticulosamente y tan absorto, comporta cuando menos, (...) una cierta bondad de corazón. (Juan Marsé en Rabos de lagartija)

Los grandes personajes: mitad espejo, mitad sueño. (G. Steiner)

La verdad y la mentira son aparejos de fortuna. Nos mantienen a flote en el naufragio de la vida. (atribuido a Li Po en Mentira de Enrique de Hériz)

El humor es la más discreta de las utopías. (Ernst Bloch)

14/5/11

No se nota pero se siente

A estas alturas, cuando se trata de escribir una serie, sólo disfruto realmente en la fase inicial, en esos primeros movimientos que desarrollan los gérmenes -media docena de párrafos en una página o media docena de páginas de párrafos apretados- y las primeras escaletas. Por muchas razones que se resumen en una: a partir de ahí, como mucho, puedes aspirar a no cagarla o a que no acaben cagándotela. Hablo de la vida real: de productoras de aquí que producen para cadenas de aquí. Aquí es la Península Ibérica. En esa fase inicial, que dura casi siempre demasiado poco tiempo -con las consecuencias que cabe suponer-, todavía es posible soñar, mejor dicho, todavía es posible olvidarse durante algunas horas cada día de que van a joder nuestro trabajo, que van a desnaturalizar la idea-matriz, el concepto, la visión de la serie. Y sobra decir que sólo disfruto realmente cuando todavía se mantiene viva la posibilidad de hacer una serie que nos gustaría ver, lo que quiere decir: una serie que veríamos aunque no la hubiéramos escrito. Los que os pasáis por esta escuela ya sabéis de qué series escribí aquí e imagináis de qué series no escribiré jamás.

Cuando un proyecto de serie -sucede lo mismo en el caso de una película- se encuentra en esa fase inicial y nos reunimos dos, tres o cuatro personas para darle forma, las palabras resultan peligrosas aun cuando nos conozcamos desde hace años y no siempre es el caso. Resulta imprescindible materializar lo que imaginamos, es decir, necesitamos amojonar el universo de la serie, contrastar modelos, trazar límites y señalar marcos de referencia. Hablamos de documentos, libros, fotografías, cuadros, películas o series que nos puedan orientar, inspirar, iluminar... Por eso, por razones de trabajo, he vuelto a ver El príncipe de la ciudad (1981) de Sidney Lumet. Cuando todo se tuerza, cuando una nueva decepción se añada al curriculum, cuando los peores presagios se hayan confirmado, nos consolaremos recordando las risas que nos echamos y que, por (culpa de) este proyecto, he visto una vez más -o mejor, he empezado a mirar, de verdad, como se merece- El príncipe de la ciudad.


El príncipe de la ciudad desarrolla una trama de corrupción judicial y policial en los años setenta articulada en torno a Danny Ciello, un policía de la unidad de narcóticos de Nueva York -unos tipos que se consideraban a sí mismos "los príncipes de la ciudad"-, que se convierte en un chivato y llega a delatar incluso a policías de su propia unidad, sus mejores amigos, su verdadera familia: "Duermo con mi mujer, pero vivo con mis compañeros". La película nace de un libro de Robert Daley, publicado con el mismo título en 1975, que cuenta el caso real de Bob Leuci, un detective de la unidad especial de investigación del departamento de policía de Nueva York que delató a cincuenta y dos de sus compañeros. Daley, un escritor ex-policía, es también el autor de las novelas llevadas al cine por Michael Cimino -Manhattan Sur (1985)- y otra vez por Lumet -La noche cae sobre Manhattan (1996)-.

Cuando Jay Presson Allen, que firma el guión de El príncipe de la ciudad con el director, leyó el libro de Robert Daley, pensó: "Esto es un Lumet". Y se lo recomendó al cineasta. A Lumet le encantó, pero los derechos habían sido comprados por la recién fundada Orion Pictures, una filial de Warner Bros, por medio millón de dólares. Brian De Palma fue el primer director que trabajó en el proyecto de El príncipe de la ciudad con el guionista David Rabe, sin embargo el guión no convenció a los productores y los dejaron fuera del proyecto. De Palma confiesa que se enfureció y recuerda que unos años después se invirtieron los papeles cuando a Lumet lo dejaron fuera de El precio del poder (1983)  y la acabó dirigiendo él.

Sidney Lumet y Jay Presson Allen

Al fin le ofrecieron a Lumet el proyecto de El príncipe de la ciudad, pero Jay Presson Allen estaba cansada y no se sentía con ánimos de afrontar la tarea -espeluznante, la califica ella- de encontrar una estructura lineal, un hilo conductor, en el libro de Daley que saltaba constantemente adelante y atrás y hacia los lados. Para convencerla, Lumet se comprometió a trazar el esquema inicial y ella aceptó. Se pusieron a trabajar: revisaron el libro y se pusieron de acuerdo sobre las escenas y personajes que les parecían imprescindibles, y sobre la dirección de la película. A partir de ahí, Lumet empezó a escribir en un cuaderno. Escribía y escribía. Y al cabo de dos o tres semanas, recuerda la guionista, le llevó cien páginas escritas a mano: "La mayoría de las escenas no estaban bien pero el esquema era sencillamente maravilloso". Jay Presson Allen definió a Lumet como "un gran estructurador"; también le encantaba la seguridad y rapidez del cineasta, aunque admite que se paga un precio por la velocidad, una emoción que ambos compartían. Jay Presson Allen entrevistó a casi todas las personas que aparecen en el libro de Daley y "si me atascaba en algún detalle tenía todos los números de teléfono. (...) Finalmente me senté con mis entrevistas, el esquema de Lumet, el libro y escribí el guión de trescientas y pico páginas en diez días". Cuando hablaba de velocidad, la guionista no hablaba en vano. A uno, si le mentan la rapidez, saca del fardel de la memoria aquel cuento chino que trae a colación Italo Calvino, pero no deja de maravillarle semejante prodigio de rauda concentración. Y qué decir de la rapidez de Lumet que consiguió rodar la película, con 135 localizaciones, en 52 jornadas de trabajo.

Sidney Lumet dirige a Treat Williams 
en El príncipe de la ciudad

Para Lumet, la historia de El príncipe de la ciudad iluminaba y revelaba el defecto fatal de Danny Ciello, un manipulador que pone en marcha una trama que no puede manejar y que acaba triturándolo. Por así decir, El principe de la ciudad cuenta la historia de un guionista devorado por su propio guión. Danny Ciello es un personaje en una encrucijada de fuerzas que no puede controlar y los espectadores asistimos a un drama donde nada es lo que parece: los "buenos", los fiscales anti-corrupción, explotan sin piedad la culpa y la necesidad de expiación del protagonista, y los "malos", los mafiosos y policías corruptos, son los únicos que comprenden su agonía y quieren ayudarlo. El bien y el mal devienen categorías insuficientes para definir a unos seres atrapados en una maquinaria cruel, y sus decisiones denotan una complejidad -moral- que impide una identificación fácil y cómoda por parte del espectador. En esa ambigüedad encontraba Lumet uno de los aspectos más excitantes de la película: "Ni siquiera yo sabía qué pensar sobre el personaje principal: ¿era un héroe o un villano? Nunca lo supe hasta que vi la película terminada. Los buenos eran malos casi todo el tiempo y viceversa. No era una historia inventada y sin embargo sus implicaciones morales eran de una envergadura que pocas veces se ve en los incidentes de la vida real. No estaba seguro de si nos estábamos adentrando en el territorio del drama o en el de la tragedia. Sabía que quería llegar a algún sitio intermedio, más próximo a lo trágico. La tragedia, cuando funciona, no deja espacio a las lágrimas. Las lágrimas habrían sido demasiado fáciles en esta película. La definición clásica de tragedia todavía sigue vigente: piedad y terror o temor reverencial, hasta llegar a la catarsis. Esa sensación de sobrecogimiento requiere una cierta distancia". Si transcribo esta larga cita es porque expresa de forma clara y rigurosa el problema formal que representaba la película y las emociones que se pretendían movilizar en el espectador.

Sidney Lumet dirige a Treat Williams 
en El príncipe de la ciudad

Al enfocar así el material de El príncipe de la ciudad, Lumet aceptó el encargo con dos condiciones: no quería ninguna estrella (en el proyecto de De Palma el protagonista sería John Travolta) -"Si el papel principal de Danny Ciello recaía en De Niro o Pacino, cualquier ambivalencia desaparecería. Por naturaleza, las estrellas invitan a que te identifiques con ellas. La empatía surge inmediatamente, aunque den vida a monstruos. Una estrella importante dañaría a la película sólo con el anuncio de su nombre. Por eso escogí a un actor espléndido pero desconocido: Treat Williams"- y el montaje final duraría unas tres horas (se estrenó con 167 minutos). John Calley, el director de producción de Warner Bros, dio luz verde a la película. Habiendo tantos productores que deben ser denostados, algunos como John Calley, merecen ser recordados, por respetar la visión del cineasta y jugársela al asumir decisiones que podrían dañar -y dañaron- la película desde un punto de vista comercial, pero eran las opciones correctas desde el punto de vista del enfoque dramático del material. Cabe añadir que Lumet fue tan lejos como pudo y buscó rostros nuevos para todos los demás papeles -"Si un actor había hecho muchas películas, no me interesaba"-, y eligió a 52 actores -de los 125 personajes con diálogo- que no habían actuado nunca.              

Sidney Lumet dirige a Treat Williams 
en El príncipe de la ciudad

Más allá de la historia real en que se basa la película, la cualidad documental que impregna El príncipe de la ciudad es el resultado de una cuidadísima escritura fílmica, conjugando una progresiva estilización -los decorados se iban desnudando (de elementos de atrezo) a medida que avanzaba la película- y una creciente claustrofobia a través del uso de lentes angulares y teleobjetivos y de una iluminación que gradualmente poblaba de las más negras sombras los encuadres, hasta que en el último tercio de la película los rostros de los personajes emergían de la oscuridad y, en palabras de Lumet, ya no importaba dónde pasaban las cosas; lo importante era qué sucedía y a quién.

 Arriba, Sidney Lumet dirige a Treat Williams 
en una escena de El príncipe de la ciudad
abajo, un fotograma de esa escena

Una escritura fílmica, en todo caso, impalpable y secreta, tal como el cineasta concibe el estilo (escondido), razón por la que tantas veces se le tachó de director sin estilo. Quizá el único premio que Lumet exhibió con orgullo tiene que ver con la estilización invisible lograda en esta película en colaboración con el director de fotografía Andrzej Bartkowiak y el diseño de producción de Tony Walton y se permitió un desahogo en el curso de su libro Making Movies (que aquí se tradujo como Así se hacen las películas, traicionando una indicación explícita del cineasta: sólo puede contar cómo las hace él): "...casi ningún crítico se fijó en lo estilizada que era El príncipe de la ciudad. Y es una de las películas más estilizadas que he hecho en mi vida. Kurosawa, en cambio, sí lo advirtió. En uno de los momentos más emocionantes de mi vida profesional, me habló de la belleza del trabajo con la cámara y de la belleza de la propia película. Y quería decir belleza en el sentido de su conexión orgánica con el tema. Para mí, esta conexión es la que separa a los verdaderos estilistas de los simples decoradores".

Fotograma de El príncipe de la ciudad

Cuando evoco El príncipe de la ciudad, siempre acaba aflorando como una epifanía esa secuencia magistral que nos muestra de forma elocuente en qué consiste la rutina policial del protagonista: un confidente con el mono lo llama en plena noche para que le consiga una dosis con que aliviarse; el policía acaba dándole una paliza a otro soplón yonqui para robarle unas papelinas para el primero pero dejándole las suficientes para colocarse y, como le rompió la nariz, lo lleva a casa y acaba presenciando cómo se pelea con su novia por una dosis. Ninguna grandeza, sólo un trabajo duro, sucio y doloroso entre seres dolientes y desesperados. A uno y otro lado de la ley nadie se libra del retrato hondo y negro de Lumet, una mirada cruda e implacable, sin concesiones al sentimentalismo, a través de una historia trágica de expiación y decepción de un personaje que ve aniquilada su identidad en una penitencia sin consuelo sembrada de pérdidas irremediables.

 Fotograma de El príncipe de la ciudad

El príncipe de la ciudad se estrenó el 19 de agosto de 1981. No fue un gran éxito pero recuperó la inversión en el mercado de EEUU. Para Jay Presson Allen es la que prefiere entre todas las que escribió: "De todas las demás me gustan escenas. Ésa es la única que me gusta en su totalidad". La primera vez que vi El príncipe de la ciudad me pareció una buena película y muy buena la segunda, ahora creo que es una de las mejores películas americanas de los últimos treinta años. ¡Cómo empequeñecen a su lado tantas películas que nos deslumbraron en estas tres décadas! El príncipe de la ciudad quizá sea la película más ambiciosa de Lumet; quizá, su obra mayor. Tiene razón Felipe Vega: The Wire viene de El príncipe de la ciudad. Son obras que crecen con el tiempo, seminales. Que nos van calando como una lluvia mansa. Que no se nota pero se siente. Como el estilo Lumet.

9/5/11

El hilo de la voz

Hay libros que vienen, se quedan, desaparecen -u olvidamos-, recordamos -o reaparecen- y vuelven cuando mejor podemos, no releerlos -nos dicen ya cosas distintas porque quizá ya no somos los mismos- sino leerlos como si fuera la primera vez. Como si supieran en qué lugar del curso del tiempo sería propicia una cita secreta con sus páginas. La luz de la noche de Pietro Citati es uno de esos libros. Lo había encontrado en la (añorada) librería Michelena a finales de los noventa editado por Seix Barral. Leí los tres primeros capítulos. Me había atrapado ya el primer párrafo:

Cuando los viajeros de los siglos XVII y XVIII atravesaban en primavera la inmensa estepa que desde Ucrania llevaba hasta Siberia, observaban junto al camino unos túmulos, ora aislados, ora en grupos, ora pequeños, ora de más de veinte metros de altura. El viaje se interrumpía durante unos cinco minutos o unas horas. Alrededor se extendía una alfombra de flores: tulipanes silvestres, lirios amarillos y violetas, amapolas, ranúnculos, jacintos de color púrpura, anegados en una hierba blanca y plumosa como un mar de plata; mientras tanto, a lo lejos, en el aire celeste y transparente, pasaban las figuras veloces de los ciervos, de los lobos grises y azules, de las águilas y las avutardas. Los viajeros no sabían que en aquellos túmulos yacían los cuerpos de los grandes señores escitas, cuyas costumbres y empresas habían leído apasionadamente en Herodoto [sic].

Y cuando estaba a las puertas del capítulo cuatro titulado Ulises y la novela, nos vinimos a vivir a estos finisterres y, en las urgencias del traslado, el libro de Citati se quedó en Tui, enterrado por otros libros, carpetas y cuadernos, desaparecido primero y olvidado después. Durante años. Hasta que hace unos meses volví a descubrir en la sección de libros de un centro comercial  La luz de la noche, ahora en otra edición con una nueva traducción,


y leí algunos párrafos del capítulo dedicado a Las mil y una noches cabe la mesa de novedades:

Narrar es -en su origen- un don femenino, una palabra que una mujer dirige a otra mujer y que el hombre escucha. Shahrazad empieza sus historias cuando la oscuridad anuncia que el día está lejos: vinculado al eros, a los demonios, a los fantasmas y a las lenguas secretas, el relato nace de la noche, vive de la noche, pero vence a las tinieblas y cada vez hace nacer el día para todos nosotros, que hablamos y escuchamos. También Ulises, en la corte de Alcinoo, relata en la tiniebla, y todos aquellos que lo escuchan habrían querido transcurrir cada noche oyendo las aventuras prodigiosas, como si Hermes, con su varita mágica, hubiese ahuyentado el sueño de sus párpados. Pero la apuesta de Ulises es mucho menos desesperada que la de Shahrazad. Ulises no quiere derrotar a la muerte, en tanto que el relato de Shahrazad, cada noche, tiene que desplazar, postergar, alejar a la muerte que nos aguarda a cada instante.

Pietro Citati

Pero dejé el libro allí como si comprarlo hubiera representado una traición a mi viejo ejemplar. que me había descubierto a Pietro Citati, autor de un hermoso prólogo a La isla del tesoro, en una edición que encontré en una librería de Florencia. Unas semanas después, en Ourense, mientras Ángeles iba a una revisión con nuestra dentista (de cabecera), me fui hasta la librería Tanco donde aún conservan algunas estanterías con los libros de la vieja -y  bella- colección Austral y otros ejemplares ya descatalogados. Y ¿qué os creéis que encontré en una estantería cabe el suelo que tuve que arrodillarme para revisar? Efectivamente, un ejemplar amarillento, sobado y con los cantos sucios de la edición de Seix Barral, la misma de mi libro descarriado. Como si La luz de la noche  me persiguiera. Y allí lo dejé, pero con el propósito de practicar una prospección en Tui.

Lo encontré hace un par de semanas. Ni siquiera me llevó demasiado tiempo. Sólo levantar unos viejos mapas escolares de Portugal, unos cuadernos, unas carpetas, El asesinato considerado como una de las bellas artes de De Quincey y una edición de Amor de Artur de Méndez Ferrín con el cuento Fría Hortensia muy anotado (qué bella película por hacer). Y allí estaba el viejo ejemplar de La luz de la noche casi nuevo, como si el tiempo no hubiera pasado por él. Ahora lo llevo conmigo, leo en ratos libres algún capítulo y me hace compañía. La semana pasada, después de hacer la compra en el súper, encontré todas las cajas con una cola de clientes con carritos y llevaba bastante más de las quince unidades que permiten en la caja rápida, así que me puse en la cola de la caja más próxima. El tiempo me pasó volando leyendo el capítulo dedicado a los Ensayos de Montaigne en La luz de la noche.

Había llegado el turno de la clienta que me precedía y no me hubiera apercibido si la cajera no trabara conversación con ella, conmigo como tema. Sin disimulo. No se referían a mí, pero uno era el objeto de la parrafada que se traían mientras la cajera pasaba la compra por el visor y la guardaba en bolsas sucesivas que la clienta estibaba en el carrito. Bueno, no yo, sino yo leyendo un libro en la cola de una de las cajas del súper. Había tema: leer para pasar el tiempo, leer para aprovechar el tiempo, leer para disfrutar el tiempo, leer para perder el tiempo, leer para matar el tiempo... Cáspita, yo con Montaigne y Citati entre manos cuando la situación requería coger un lápiz y tomar notas. Demasiado tarde, llegaba mi turno, la clienta se despedía de la cajera pero no sin cerrar el ensayo sobre la lectura  con una frase definitiva: A min xa me ghustaría, pero non teño consentrasión. Quizá la traducción resulte superflua pero por si las moscas: "A mi ya me gustaría, pero no tengo concentración". A punto estuve de espetarle que a uno le gustaría concentrarse en otras tareas con la misma facilidad que con un libro entre las manos. Ya se sabe, nunca llueve (concentración) a gusto de todos.
   
A la La luz de la noche le han añadido en la nueva edición -como en la vieja- un subtítulo engañoso -Los grandes mitos en la Historia del mundo-. En realidad, Pietro Citati -como gran narrador- nos lleva de viaje por los más hermosos relatos, o si se quiere, por las formas maravillosas donde cuajaron los relatos que han iluminado la noche de los tiempos y las tinieblas del mundo, los de Platón y Mozart, Apuleyo y Leopardi, San Agustín y el Inca Garcilaso, Heródoto, Rumi y Madame d'Aulnoy, y alumbra sus páginas -como gran lector- con una candela íntima. Cuando recuperé La luz de la noche, allí mismo, en el mismo cuarto donde lo había olvidado leí aquel capítulo pendiente, Ulises y la novela; os dejo aquí el antepenúltimo párrafo:

El reino sobre el que Ulises reinaba como todopoderoso soberano era el del relato, tan ilimitado e intrincado como el dibujo que sus viajes trazan sobre el mapa del Mediterráneo. En la "Odisea", donde todos engañan, fingen y relatan, nadie posee sus incomparables cualidades de narrador. Nadie como él conoce el arte de apropiarse de las más diversas experiencias y adaptarlas; nadie tiene una memoria tan incesante y una mente equívoca como el destino, indisoluble como los nudos de Circe, colorida como los tapices, móvil como Proteo, engañadora como los embaucadores callejeros. De tal suerte, Ulises se convirtió en el símbolo mismo del arte de relatar. Todos los grandes escritores de novelas acudieron a su escuela y se esforzaron por poseer ese extraordinario haz de dones.

Pietro Citati, mientras ilumina los relatos del mundo con La luz de la noche, enhebra el hilo que nos orienta en el laberinto de la vida: el hilo de la voz del narrador.

8/5/11

Huellas en la arena

Hay películas peligrosas. Pocas, pero las hay. De ésas que uno se pregunta si las hemos visto o las hemos soñado. Por milagrosas. Por inefables. Por radicales. De ésas que se distinguen por un decir tan claro que sobrecogen y confunden. Por distintas. Por insondables. Por calladas. De ésas bendecidas con el don del cine verdadero y destiladas en imágenes cristalinas, aun para fijar en sus fotogramas la más honda negrura. Por secretas. Por indecibles. Por esenciales. Películas peligrosas porque, después de verlas -y durante un tiempo-, las películas de todos los días -las otras películas, digamos- parecen prescindibles. 

Bresson dirige a Nadine Nortier en Mouchette

Mouchette (1967) es una de esas películas. Por eso cada vez que la vemos nos preguntamos. ¿Quién fue tu maestro, Robert Bresson?  ¿De dónde saliste? Y pareciera que las películas de Bresson existen fuera del cine, o que son cine de otro mundo. Sin embargo, nos recordó Víctor Erice, si sus películas no tuvieran ninguna relación con el resto del cine, no podríamos comprenderlas. ¿Y cómo resistirse a la sensualidad que desprenden las imágenes de Mouchette en un bellísimo blanco y negro obra de Ghislain Cloquet? Casi resulta inverosímil que en las últimas entrevistas que le hicieron a Bresson algunos periodistas le reprocharan la frialdad de sus películas. Es como tachar de frías las pinturas de Rothko o de Morandi. Eso sí, como en el caso de estos pintores, la sensualidad -la belleza material, cálida, plástica- devenía, por así decir, como un efecto de la economía expresiva, como expresión de una eficacia poética.

Robert Bresson

Obstinado, raro, marginal. Son algunos de los adjetivos con los que se calificó a Bresson en vida. Un perro verde. Un caso aparte. Un solitario. Un cineasta cada vez más solo a medida que se iba desprendiendo de los afeites del cine para abrazar la desnudez del cinematógrafo. Un solitario a su pesar, porque Bresson no era un artista arrogante sino un cineasta fiel a los principios decantados en el curso de sus películas y destilados en las Notas sobre el cinematógrafo, un texto esencial, no ya sobre el arte cinematográfico sino sobre el arte a secas, al tiempo que una obra de arte ellas mismas.

Robert Bresson

La distinción, o mejor, la separación radical entre cine y cinematógrafo constituye la piedra angular de la poética de Bresson. Basta leer una de las primeras Notas:

"Dos tipos de películas: las que emplean los medios del teatro (actores, puesta en escena, etc.) y se sirven de la cámara para reproducir; las que emplean los medios del cinematógrafo y se sirven de la cámara para crear." (Las cursivas son de Bresson.)

Fotograma de Mouchette

El cine reproduce lo que está pensado, escrito, preparado, y se hace con actores; el cinematógrafo crea a través de las relaciones entre los planos, se nutre de lo inesperado y se hace con modelos, o sea, con no-actores. Si la etimología de persona remite a la máscara del teatro griego, un actor representa para Bresson la máscara de una máscara, alguien condenado a interpretar, a construir un personaje, una interioridad ficticia que se comunica a través de una forma de (estudiada) expresividad. Por eso elegía modelos porque es lo que no alcanzaba a saber de ellos lo que despertaba su interés, porque una verdadera mirada no se puede producir ni inventar, sólo se puede atrapar y entonces, cuando se captura, el plano resulta admirable; porque lo que le importaba a Bresson no es lo que el actor revelaría sino lo que el no-actor escondía, o lo que mostraba sin querer, irracionalmente, como cuando experimentamos un escalofrío o se nos pone la piel de gallina.

"Todo movimiento nos descubre (Montaigne). Pero sólo nos descubre si es automático (no gobernado, no deliberado)."

"A propósito del automatismo, esto también de Montaigne: No ordenamos a nuestros cabellos que se ericen, ni a nuestra piel que se estremezca de deseo o de temor; la mano va a menudo donde no la enviamos." (En ambas notas las cursivas son de Bresson.)

Arriba, fotograma de Mouchette
abajo, fotograma de Rosetta, de Jean-Pierre y Luc Dardenne


El 28 de enero de 2000, cuando Rosetta se proyecta en los cines del mundo, Luc Dardenne trabaja con Jean-Pierre en el guión de El hijo -a esas alturas aún no encontraron el título (tardarán un mes en dar con él)- y escribe en su diario:

"El actor no tiene una interioridad que podría querer expresar. Está ante la cámara, se comporta. Cuando quiere que algo salga de él, es malo. La cámara, despiadada, ha grabado su voluntad, su interpretación para que salga ese algo. Debe abstraerse de toda voluntad y acercarse a lo involuntario, al automatismo de una máquina, de la cámara. Lo que Bresson escribió sobre el automatismo citando a Montaigne es totalmente cierto. Nuestras indicaciones a los actores son físicas y, la mayor parte del tiempo, negativas por detenerlas cada vez que creemos que se salen del comportamiento que son para la cámara. Grabando este comportamiento, la cámara podrá grabar la aparición de miradas y de cuerpos más interiores que cualquier interioridad expresada por la interpretación de los actores. Para la cámara, los actores son reveladores, no constructores. Lo que exige mucho trabajo."

Fotograma de Mouchette

Si lo sabía Bresson, el trabajo que exigía. Por eso prefería que antes de entender una película se sintiera, que los sentidos interviniesen antes que la inteligencia:

"Lo que manda es lo interior. Los nudos que se atan y se desatan en el interior de las personas es lo único que da a las películas su verdadero movimiento."

"Ahonda en tu sensación. Mira lo que hay dentro. No la analices con palabras. Tradúcelas en imágenes hermanas, en sonidos equivalentes. Cuánto más neta sea, más se afirma tu estilo. (Estilo: todo lo que no es técnica.)"

Fotograma de Au hasard Balthazar
cuyo impulso creativo Bresson prolonga en Mouchette
los únicos filmes que rodó casi seguidos.

Bresson concibe el cinematógrafo como una forma de ascesis, de depuración; como una exigencia de desnudez esencial -"construye tu película sobre lo blanco, sobre el silencio y la inmovilidad"-. Soñaba a veces que su película se hacía paso a paso bajo la mirada, como un lienzo de pintor eternamente fresco. De hecho, pensaba su cinematógrafo como un pintor:

"Ve tu película como una combinación de líneas y de volúmenes en movimiento al margen de lo que representa y significa."

"Sé preciso en la forma, no siempre en el fondo (si puedes)."

"Ten el ojo del pintor. El pintor crea mirando."

Fotograma de Mouchette

El cine de Bresson y sus Notas decantan una poética del corte -los fragmentos (planos, imágenes) que articulan sus películas- que vuelve superflua la jerarquía tradicional de la planificación cinematográfica -plano general, plano medio, primer plano-, porque cada corte representa una pincelada que transforma el tono de la que le precede y se transfigura por la herida de un corte nuevo.

"¡Cuántas cosas se pueden expresar con la mano, con la cabeza, con los hombros!... ¡Cuántas palabras inútiles y engorrosas desaparecen entonces! ¡Qué economía!"

Fotograma de Mouchette

Una poética del corte que prolonga sus resonancias a través de la repetición de imágenes -ángulos y movimientos de cámara- y miradas, creando rimas y correspondencias para dotar de un ritmo y de una respiración, de una trama sensitiva en la que los sonidos y el decir de los modelos cobran un valor tímbrico y matérico como pocas veces podemos contemplar en una pantalla, porque las palabras recuperan su cualidad de materia sonora y el oír proyecta un mirar:

"El ojo (en general) es superficial, el oído, profundo e inventivo. El silbido de una locomotora imprime en nosotros la visión de toda una estación."

"Entonaciones precisas cuando tu modelo no ejerce ningún control sobre ellas."

Fotograma de Mouchette

Una repetición que, por otra parte, atraviesa las fronteras entre películas y que revela la cualidad obsesiva del cineasta: cuando Bresson encuentra la forma exacta de filmar una escalera, una ventana o una puerta no duda en repetir ese plano en otra película si precisa de esos mismos elementos.


En estos últimos meses hemos vuelto al cinematógrafo más de una vez para ver Mouchette (1967); quizá no sea su mejor película, pero es la que prefiero, tan clara como esquiva, tan bella como sórdida, tan luminosa como desesperanzada, tan sencilla como misteriosa, tan concreta como abstracta... Mouchette es una niña de catorce años que vive una historia que, si no supiéramos que Bresson la ha adaptado de una novela de Bernanos, bien pudiera haber salido de la pluma de Dostoievski, tan humillada y ofendida que esos días de infancia a los que asistimos en Mouchette pueden verse como un vía crucis (como la peripecia del burro en Au hasard Balthazar, su película anterior). Encontramos ecos de Mouchette en Rosetta, como descubrimos huellas de L'argent en El silencio de Lorna, por seguir abriendo pasajes entre Bresson y los hermanos Dardenne. No es de extrañar que Nicole Brenez le hubiera escrito a Jonathan Rosenbaum un email arrebatado después de ver Rosetta: "Es  la Mouchette de nuestro tiempo". Ecos y huellas que no han de confundirse con rasgos de estilo: Bresson no se parece a nadie y nadie puede parecerse a Bresson a la hora de perseverar en la búsqueda primordial de la verdad que sólo el cine puede revelarnos a través de las imágenes que se transforman al montarlas, conjugando ritmos, líneas tonales y armónicos, como si de una composición musical se tratara. Y de eso se trata, sobre todo, en Mouchette. Como mucho, se puede uno contemplar en ese espejo, seguir ese ejemplo, si se puede.

Fotograma de Mouchette

Cada vez que vuelvo a Mouchette me resulta más difícil espigar las escenas memorables, no sólo porque son cada vez más numerosas, sino, sobre todo, porque me cuesta arrancarlas del curso de la película: la escena de la caza que establece la pauta de acoso que vive la protagonista; la escena de los autos de coche con esa maravilla -y milagroso azar- de la mujer que pone la ficha en las manos de Mouchette (una escena que Bresson había desarrollado "completa" en el guión pero aquí reduce a los términos esenciales);

Dos momentos de la escena de los autos de choque 
en Mouchette


la escena de la violación que nos atenaza sobre todo por ese gesto de la niña abrazando al agresor, que nos da la medida de su desvalimiento y el vacío afectivo que la habita;

Fotograma de Mouchette

y la escena final, la desaparición de Mouchette, una de las más bellas y dolorosas escenas de la historia del cine, con ese tractor que se aleja y que cifra el frágil hilo que podría haber sujetado a la niña a este negro y despiadado mundo, una escena conjugada en tres movimientos, las tres veces que Mouchette se envuelve en el vestido de muselina -como un sudario-, que una mujer le había dado para arreglar el cadáver de su madre, y se echa a rodar por la pendiente hacia el agua...







Fotogramas de la escena de la desaparición de Mouchette

Quizá ninguna escena puede situarnos ante el misterio primordial del cine de Bresson -y de la poética del corte y la repetición- como este final bellísimo de Mouchette que Bertolucci homenajea en Soñadores.

Bresson rescata a Mouchette

Con más de ochenta años, durante la promoción de L'argent (1983), su última película, Bresson explicaba a quien quería escucharle que sus películas no eran obras, sino apenas tentativas en el camino del cinematógrafo, búsquedas de una impresión de lo verdadero; que se obligaba a no saber qué iba a rodar al día siguiente para poder recibir una fuerte impresión, quería capturar en ese preciso instante el sentimiento que suscitaba lo que tenía delante de los ojos, porque creía en la inmediatez del lenguaje cinematográfico.

Fotograma de Mouchette

En esa búsqueda de las formas cinematográficas de lo verdadero no se comprometió sólo Bresson, también Rossellini o Renoir, del que cita La regla del juego en la escena de la caza de Mouchette, especialmente significativa porque la cita era una practica inusual en el cine de Bresson. Como ellos, esperaba lo inesperado, y concebía el rodaje de una película -son palabras de Erice- como un dispositivo de captura de una verdad desconocida, es decir, como búsqueda de una revelación. Pero Bresson  eligió un método radical, el camino solitario. Aunque, bien mirado, quizá no pudo elegir, lo suyo era, por así decir, una soledad congénita. La del cinematógrafo. Una poética, un método, una obsesión.

Fotograma de Mouchette

En 1963, Bresson se encontraba en Roma preparando su versión del Génesis, desde la creación del mundo hasta la Torre de Babel, una película producida por Dino de Laurentiis. Pero, como se sabe, el proyecto nunca se realizó. Bertolucci ha contado cómo acabó el proyecto bíblico de Bresson:

"Mauro Bolognini me invitó a una cena en honor de Robert Bresson que había estado en Roma durante las últimas semanas preparando un episodio de La Biblia, una película producida por Dino de Laurentiis con varios directores. Bresson había escogido el episodio del Arca de Noé. Antes de que me lo presentaran, Bolognini me advirtió que Bresson estaba de bastante mal humor y me explicó brevemente la causa.

Esa mañana, mientras Bresson ensayaba, Dino de Laurentiis había aparecido por el estudio donde observó grandes cajas que contenían varias parejas de animales salvajes: dos leones, macho y hembra, dos jirafas, macho y hembra, dos hipopótamos, macho y hembra, etc. Pocas horas después, Dino le comentó a Bresson que le hacía mucha ilusión ser el único productor del mundo capaz de hacer descender al elevado Maestro a la tierra, por producir un filme con valores reales de producción... [Obsérvese la detestable soberbia de pretender convertir en alguien al director de Un condenado a muerte se ha escapado (1956) y Pickpocket (1959) le bastaba concederle dirigir una película en la que se viera el dinero invertido]

No se verán más que sus huellas en la arena, susurró Bresson. Una hora después Dino de Laurentiis lo despedía."

Robert Bresson

Bresson sólo era fiel a sus principios:

"TRADUCIR el viento invisible mediante el agua que esculpe a su paso."

Robert Bresson en el rodaje de L'argent 

En sus últimos años, mientras la salud se lo permitió, Bresson volvió a trabajar en el Génesis. Le apasionaba el Diluvio. Le obsesionaba filmar el agua que entraba en las casas y resolver la ecuación técnica que le permitiera registrar, con un objetivo de 50 mm -Bresson nunca utilizaba otro-, los cuartos traseros de un ciervo y la pata de una jirafa en el mismo plano.

Fotograma de Procés de Jeanne d'Arc

Cuando se enteró de la muerte del cineasta, Florence Delay -su Juana de Arco- escribió: "Ya no veremos la mano de Eva posarse sobre la mano de Adán".