14/5/11

No se nota pero se siente

A estas alturas, cuando se trata de escribir una serie, sólo disfruto realmente en la fase inicial, en esos primeros movimientos que desarrollan los gérmenes -media docena de párrafos en una página o media docena de páginas de párrafos apretados- y las primeras escaletas. Por muchas razones que se resumen en una: a partir de ahí, como mucho, puedes aspirar a no cagarla o a que no acaben cagándotela. Hablo de la vida real: de productoras de aquí que producen para cadenas de aquí. Aquí es la Península Ibérica. En esa fase inicial, que dura casi siempre demasiado poco tiempo -con las consecuencias que cabe suponer-, todavía es posible soñar, mejor dicho, todavía es posible olvidarse durante algunas horas cada día de que van a joder nuestro trabajo, que van a desnaturalizar la idea-matriz, el concepto, la visión de la serie. Y sobra decir que sólo disfruto realmente cuando todavía se mantiene viva la posibilidad de hacer una serie que nos gustaría ver, lo que quiere decir: una serie que veríamos aunque no la hubiéramos escrito. Los que os pasáis por esta escuela ya sabéis de qué series escribí aquí e imagináis de qué series no escribiré jamás.

Cuando un proyecto de serie -sucede lo mismo en el caso de una película- se encuentra en esa fase inicial y nos reunimos dos, tres o cuatro personas para darle forma, las palabras resultan peligrosas aun cuando nos conozcamos desde hace años y no siempre es el caso. Resulta imprescindible materializar lo que imaginamos, es decir, necesitamos amojonar el universo de la serie, contrastar modelos, trazar límites y señalar marcos de referencia. Hablamos de documentos, libros, fotografías, cuadros, películas o series que nos puedan orientar, inspirar, iluminar... Por eso, por razones de trabajo, he vuelto a ver El príncipe de la ciudad (1981) de Sidney Lumet. Cuando todo se tuerza, cuando una nueva decepción se añada al curriculum, cuando los peores presagios se hayan confirmado, nos consolaremos recordando las risas que nos echamos y que, por (culpa de) este proyecto, he visto una vez más -o mejor, he empezado a mirar, de verdad, como se merece- El príncipe de la ciudad.


El príncipe de la ciudad desarrolla una trama de corrupción judicial y policial en los años setenta articulada en torno a Danny Ciello, un policía de la unidad de narcóticos de Nueva York -unos tipos que se consideraban a sí mismos "los príncipes de la ciudad"-, que se convierte en un chivato y llega a delatar incluso a policías de su propia unidad, sus mejores amigos, su verdadera familia: "Duermo con mi mujer, pero vivo con mis compañeros". La película nace de un libro de Robert Daley, publicado con el mismo título en 1975, que cuenta el caso real de Bob Leuci, un detective de la unidad especial de investigación del departamento de policía de Nueva York que delató a cincuenta y dos de sus compañeros. Daley, un escritor ex-policía, es también el autor de las novelas llevadas al cine por Michael Cimino -Manhattan Sur (1985)- y otra vez por Lumet -La noche cae sobre Manhattan (1996)-.

Cuando Jay Presson Allen, que firma el guión de El príncipe de la ciudad con el director, leyó el libro de Robert Daley, pensó: "Esto es un Lumet". Y se lo recomendó al cineasta. A Lumet le encantó, pero los derechos habían sido comprados por la recién fundada Orion Pictures, una filial de Warner Bros, por medio millón de dólares. Brian De Palma fue el primer director que trabajó en el proyecto de El príncipe de la ciudad con el guionista David Rabe, sin embargo el guión no convenció a los productores y los dejaron fuera del proyecto. De Palma confiesa que se enfureció y recuerda que unos años después se invirtieron los papeles cuando a Lumet lo dejaron fuera de El precio del poder (1983)  y la acabó dirigiendo él.

Sidney Lumet y Jay Presson Allen

Al fin le ofrecieron a Lumet el proyecto de El príncipe de la ciudad, pero Jay Presson Allen estaba cansada y no se sentía con ánimos de afrontar la tarea -espeluznante, la califica ella- de encontrar una estructura lineal, un hilo conductor, en el libro de Daley que saltaba constantemente adelante y atrás y hacia los lados. Para convencerla, Lumet se comprometió a trazar el esquema inicial y ella aceptó. Se pusieron a trabajar: revisaron el libro y se pusieron de acuerdo sobre las escenas y personajes que les parecían imprescindibles, y sobre la dirección de la película. A partir de ahí, Lumet empezó a escribir en un cuaderno. Escribía y escribía. Y al cabo de dos o tres semanas, recuerda la guionista, le llevó cien páginas escritas a mano: "La mayoría de las escenas no estaban bien pero el esquema era sencillamente maravilloso". Jay Presson Allen definió a Lumet como "un gran estructurador"; también le encantaba la seguridad y rapidez del cineasta, aunque admite que se paga un precio por la velocidad, una emoción que ambos compartían. Jay Presson Allen entrevistó a casi todas las personas que aparecen en el libro de Daley y "si me atascaba en algún detalle tenía todos los números de teléfono. (...) Finalmente me senté con mis entrevistas, el esquema de Lumet, el libro y escribí el guión de trescientas y pico páginas en diez días". Cuando hablaba de velocidad, la guionista no hablaba en vano. A uno, si le mentan la rapidez, saca del fardel de la memoria aquel cuento chino que trae a colación Italo Calvino, pero no deja de maravillarle semejante prodigio de rauda concentración. Y qué decir de la rapidez de Lumet que consiguió rodar la película, con 135 localizaciones, en 52 jornadas de trabajo.

Sidney Lumet dirige a Treat Williams 
en El príncipe de la ciudad

Para Lumet, la historia de El príncipe de la ciudad iluminaba y revelaba el defecto fatal de Danny Ciello, un manipulador que pone en marcha una trama que no puede manejar y que acaba triturándolo. Por así decir, El principe de la ciudad cuenta la historia de un guionista devorado por su propio guión. Danny Ciello es un personaje en una encrucijada de fuerzas que no puede controlar y los espectadores asistimos a un drama donde nada es lo que parece: los "buenos", los fiscales anti-corrupción, explotan sin piedad la culpa y la necesidad de expiación del protagonista, y los "malos", los mafiosos y policías corruptos, son los únicos que comprenden su agonía y quieren ayudarlo. El bien y el mal devienen categorías insuficientes para definir a unos seres atrapados en una maquinaria cruel, y sus decisiones denotan una complejidad -moral- que impide una identificación fácil y cómoda por parte del espectador. En esa ambigüedad encontraba Lumet uno de los aspectos más excitantes de la película: "Ni siquiera yo sabía qué pensar sobre el personaje principal: ¿era un héroe o un villano? Nunca lo supe hasta que vi la película terminada. Los buenos eran malos casi todo el tiempo y viceversa. No era una historia inventada y sin embargo sus implicaciones morales eran de una envergadura que pocas veces se ve en los incidentes de la vida real. No estaba seguro de si nos estábamos adentrando en el territorio del drama o en el de la tragedia. Sabía que quería llegar a algún sitio intermedio, más próximo a lo trágico. La tragedia, cuando funciona, no deja espacio a las lágrimas. Las lágrimas habrían sido demasiado fáciles en esta película. La definición clásica de tragedia todavía sigue vigente: piedad y terror o temor reverencial, hasta llegar a la catarsis. Esa sensación de sobrecogimiento requiere una cierta distancia". Si transcribo esta larga cita es porque expresa de forma clara y rigurosa el problema formal que representaba la película y las emociones que se pretendían movilizar en el espectador.

Sidney Lumet dirige a Treat Williams 
en El príncipe de la ciudad

Al enfocar así el material de El príncipe de la ciudad, Lumet aceptó el encargo con dos condiciones: no quería ninguna estrella (en el proyecto de De Palma el protagonista sería John Travolta) -"Si el papel principal de Danny Ciello recaía en De Niro o Pacino, cualquier ambivalencia desaparecería. Por naturaleza, las estrellas invitan a que te identifiques con ellas. La empatía surge inmediatamente, aunque den vida a monstruos. Una estrella importante dañaría a la película sólo con el anuncio de su nombre. Por eso escogí a un actor espléndido pero desconocido: Treat Williams"- y el montaje final duraría unas tres horas (se estrenó con 167 minutos). John Calley, el director de producción de Warner Bros, dio luz verde a la película. Habiendo tantos productores que deben ser denostados, algunos como John Calley, merecen ser recordados, por respetar la visión del cineasta y jugársela al asumir decisiones que podrían dañar -y dañaron- la película desde un punto de vista comercial, pero eran las opciones correctas desde el punto de vista del enfoque dramático del material. Cabe añadir que Lumet fue tan lejos como pudo y buscó rostros nuevos para todos los demás papeles -"Si un actor había hecho muchas películas, no me interesaba"-, y eligió a 52 actores -de los 125 personajes con diálogo- que no habían actuado nunca.              

Sidney Lumet dirige a Treat Williams 
en El príncipe de la ciudad

Más allá de la historia real en que se basa la película, la cualidad documental que impregna El príncipe de la ciudad es el resultado de una cuidadísima escritura fílmica, conjugando una progresiva estilización -los decorados se iban desnudando (de elementos de atrezo) a medida que avanzaba la película- y una creciente claustrofobia a través del uso de lentes angulares y teleobjetivos y de una iluminación que gradualmente poblaba de las más negras sombras los encuadres, hasta que en el último tercio de la película los rostros de los personajes emergían de la oscuridad y, en palabras de Lumet, ya no importaba dónde pasaban las cosas; lo importante era qué sucedía y a quién.

 Arriba, Sidney Lumet dirige a Treat Williams 
en una escena de El príncipe de la ciudad
abajo, un fotograma de esa escena

Una escritura fílmica, en todo caso, impalpable y secreta, tal como el cineasta concibe el estilo (escondido), razón por la que tantas veces se le tachó de director sin estilo. Quizá el único premio que Lumet exhibió con orgullo tiene que ver con la estilización invisible lograda en esta película en colaboración con el director de fotografía Andrzej Bartkowiak y el diseño de producción de Tony Walton y se permitió un desahogo en el curso de su libro Making Movies (que aquí se tradujo como Así se hacen las películas, traicionando una indicación explícita del cineasta: sólo puede contar cómo las hace él): "...casi ningún crítico se fijó en lo estilizada que era El príncipe de la ciudad. Y es una de las películas más estilizadas que he hecho en mi vida. Kurosawa, en cambio, sí lo advirtió. En uno de los momentos más emocionantes de mi vida profesional, me habló de la belleza del trabajo con la cámara y de la belleza de la propia película. Y quería decir belleza en el sentido de su conexión orgánica con el tema. Para mí, esta conexión es la que separa a los verdaderos estilistas de los simples decoradores".

Fotograma de El príncipe de la ciudad

Cuando evoco El príncipe de la ciudad, siempre acaba aflorando como una epifanía esa secuencia magistral que nos muestra de forma elocuente en qué consiste la rutina policial del protagonista: un confidente con el mono lo llama en plena noche para que le consiga una dosis con que aliviarse; el policía acaba dándole una paliza a otro soplón yonqui para robarle unas papelinas para el primero pero dejándole las suficientes para colocarse y, como le rompió la nariz, lo lleva a casa y acaba presenciando cómo se pelea con su novia por una dosis. Ninguna grandeza, sólo un trabajo duro, sucio y doloroso entre seres dolientes y desesperados. A uno y otro lado de la ley nadie se libra del retrato hondo y negro de Lumet, una mirada cruda e implacable, sin concesiones al sentimentalismo, a través de una historia trágica de expiación y decepción de un personaje que ve aniquilada su identidad en una penitencia sin consuelo sembrada de pérdidas irremediables.

 Fotograma de El príncipe de la ciudad

El príncipe de la ciudad se estrenó el 19 de agosto de 1981. No fue un gran éxito pero recuperó la inversión en el mercado de EEUU. Para Jay Presson Allen es la que prefiere entre todas las que escribió: "De todas las demás me gustan escenas. Ésa es la única que me gusta en su totalidad". La primera vez que vi El príncipe de la ciudad me pareció una buena película y muy buena la segunda, ahora creo que es una de las mejores películas americanas de los últimos treinta años. ¡Cómo empequeñecen a su lado tantas películas que nos deslumbraron en estas tres décadas! El príncipe de la ciudad quizá sea la película más ambiciosa de Lumet; quizá, su obra mayor. Tiene razón Felipe Vega: The Wire viene de El príncipe de la ciudad. Son obras que crecen con el tiempo, seminales. Que nos van calando como una lluvia mansa. Que no se nota pero se siente. Como el estilo Lumet.

7 comentarios:

  1. Para mí una "buena" pelicula es aquella que, ciertamente, te va calando.
    La mayoria de tus escritos "calan" en mí.
    Besos

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  2. Acabo de dar la orden: quiero esa película hoy mismo.
    Desde "Doce..." hasta "Antes que ...", grande Lumet.

    Un abrazo.

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  3. ¡Yo también la quiero! Y el caso es que creo que la vi, pero hace mucho...quiero verla otra vez después de leerte a ti, me pasa con todas


    Un beso

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  4. Ahora mismo -una vez pasada la "ilusionante" -que diría Valdano- etapa inicial, durante la cual nos engañamos pensando que aún falta mucho para las rebajas- nos encontramos otra vez dándonos de bruces con la estación en la que puntualmente llegan las desilusiones. Estamos en plena temporada de rebajas, durante la cual lo bueno empeora, lo regular se vuelve malo, y lo malo en bazofia. Durante este proceso recuerdas que estás en esto de escribir guiones sólo por la pasta. Los primeros días te resistes a creerte un mercenario. Luego, pones delante de todo tu profesionalidad. Los hijos, la hipoteca, las ricas cenas con buen vino, las vacaciones. No es poco. Es mucho. Pero no puedes evitar pensar que si te dejaran escribir la maldita serie tal y como sale de tu corazón y de tu talento, sería mejor, más digna y divertida que esta mediocridad por la que no te pagan mal.

    Veré la película.

    Un abrazo grande.

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  5. ¡Yo también la quiero ver!
    A mi me pasa como a Alma.

    Abrazos y besos a todos.

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  6. Me uno al grupo de Alma y Jesús.

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