Tengo la impresión de que a la altura de 1943 para los jefes de los estudios y buena parte de la crítica y de los espectadores a Lubitsch ya se le había pasado el arroz; apostaría que al cineasta no le disgustaba demasiado mientras pudiera seguir haciendo películas, que era lo que más le importaba. Quizá su cine ya no tenía lugar en este mundo pero ya tenía un sitio reservado en el Cine; su tiempo había pasado pero nadie podría arrebatarle el Tiempo perdido.
Entonces rodó Heaven Can Wait -El cielo puede esperar, aquí El diablo dijo no-, su única película en color (en Technicolor, concretamente); si no era su testamento, nada se le parece más. Cuánto me gusta insertar el cartel de Anselmo Ballester (uno de mis cartelistas de cine preferidos):
El cineasta echa la vista atrás de la mano de la memoria de su cine y se ve en Don Ameche que, en la encrucijada del más allá, mejor que ir al cielo prefiere acompañar a una bella joven camino del Purgatorio; ya de chaval una institutriz francesa le había tomado la medida: tenía el alma más grande que los pantalones. De hecho, pensaba que no merecía el Paraíso asi que, cuando le llegó la hora, se encaminó a donde tantos tantas veces lo habían mandado, y se presentó a las puertas del Infierno.
Como algunos maestros en sus últimas obras no le cuesta nadita cambiar de tono sin desafinar lo más mínimo y pasa del humor mordaz a la sonrisa leve o destila la pura emoción. Digámoslo así, Lubitsch saca a bailar a la memoria. Un último baile. Eso sí, con Gene Tierney. Faltaría más. Para rememorar y recordarnos el profundo desamparo de nuestra condición y tanta belleza velada por nuestra mezquindad. Ninguna película suya destila tal sentimiento de fugacidad. En palabras de Bogdanovich, Heaven Can Wait es la comedia divina de Lubitsch -iluminada por Edward Cronjager-; nunca fue más elegante ni más sensible con la debilidad humana.
Dije una vez que si me fuera dado escoger me gustaría irme de este mundo después de ver por última vez en compañía de los que quiero El hombre tranquilo; bueno, es mucho pedir, pero ya puestos que sea una sesión continua, empezando con la comedia divina.
De momento, uno se la receta cuando el cuerpo le pide algo tierno, preñado de humor y melancolía, sabiendo que Ángeles nunca se niega a ver una vez más Heaven Can Wait.
Hace año y medio hablé de Amistad el maravilloso libro que le dedicó su guionista Samson Raphaelson. Aquí va un párrafo:
Lubitsch no era lo que un escritor llamaría un escritor y no perdía el tiempo intentando serlo. Dudo que alguna vez intentase escribir él solo una historia o una película, ni tan siquiera una escena. No tenía vanidad ni se hacía ilusiones sobre sí mismo. Pero era lo suficientemente astuto para conseguir atraer y acoger a los mejores escritores disponibles y para hacer que fuesen más allá de sus límites, interviniendo en cada etapa de la escritura de una manera que no alcanzo a medir ni a definir. De algo estoy seguro: su sentido para apreciar en su justo valor una escena, una imagen o una interpretación era el de un genio. Es ese don mucho más escaso y preciado que el simple talento, enfermedad tan común entre los mediocres.
Intento recordar a qué se parecían las miles de horas que pasamos juntos. Yo no sabía nada del cine; él era el mejor artesano cinematográfico de su tiempo. Siempre trabajábamos juntos en la misma habitación. Podía ser su oficina o la mía en el edificio de los estudios, o en una sala en su casa o en la mía, o en un hotel de Nueva York o de Palm Springs. trabajábamos seis horas al día, cinco días por semana. No había conflicto de egos ni rencor cuando no estábamos de acuerdo, a veces de manera violenta, sobre una escena o una réplica. No importaba lo fuerte que gritásemos, era por el bien de nuestra tarea. Escribíamos hablando. De todas maneras, siempre he escrito hablando, no se me daba muy bien eso de estar solo frente a la máquina de escribir. Por suerte Lubitsch también prefería hablar y, por supuesto, siempre había una secretaria con nosotros. [Tildy Jones, la secretaria de Samson Raphelson. Como recuerda el guionista unas páginas después, la secretaria siempre la aportaba yo. La de cosas que podría haber contado la buena de Tildy: lástima de unas memorias suyas.] Él escribió algunas de mis mejores réplicas y yo inventé algunos de los típicos "toques Lubitsch". No llevábamos la cuenta de nuestros logros respectivos y yo nunca volvía a casa dándole vueltas a ningún detalle. Había cumplido con mi trabajo diario y ganado mi preciada paga. Mi nombre en los créditos era algo sin importancia. En cuanto me alejaba de Lubitsch y del cine me abalanzaba sobre mi "verdadera" vida: mi próxima obra, mía y sólo mía. Sentía cierta curiosidad por ver la película terminada, pero en esos diecisiete años fui a un rodaje menos de media docena de veces y aun entonces era tan sólo porque Lubitsch quería cambiar una réplica. Tampoco me quedaba mucho rato, no era muy instructivo ver rodar una y otra vez una escena de tres minutos.
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