29/1/09

Vidas ejemplares

A lo largo de los años, me he entretenido en anotar cualquier curriculum vitae que me llamara la atención por ocupaciones sorprendentes que componen el montaje acelerado de una biografía insólita. Como no me mueve ningún ánimo catalogador, andan por ahí, a la ventura, desperdigadas en cuadernos de varia condición. Traigo a estos asientos algunas que he rescatado en catas recientes por motivos, perfectamente confesables, pero que no vienen al caso.

Raimundo Lulio (1235-1315). Beato, retórico, viajero, alquimista, poeta, místico, aventurero, filósofo, novelista, misionero, mártir. Enamorado de la carne, entró un día a caballo en una iglesia persiguiendo a su amada, Blanca de Castelo; se le rompió el corazón cuando la dama le mostró los tiernos senos desgarrados por la enfermedad maligna.

Henry David Thoreau (1817-1862). Maestro de escuela, tutor privado, agrimensor, jardinero, granjero, pintor (de casas), carpintero, albañil, jornalero, fabricante de lápices y de papel de lija, escritor y poetastro. El 23 de agosto de 1842 anotó: Estoy seguro de escribir la verdad más ruda por los callos de mis manos. Le dan firmeza a la frase.

Ludwig Wittgenstein (1889-1951). Filósofo, ingeniero, maestro de escuela, matemático, lógico, arquitecto, enfermero, jardinero y adiestrador de pájaros. Incluso se sospecha que ejerció de espía. En 1914 se construyó una cabaña en Noruega y allí emprendió sus investigaciones filosóficas, de las que el Tractatus no es más que una selección de proposiciones.


Raoul Walsh (1887-1980). Grumete en una goleta, domador de caballos salvajes, cow-boy, ayudante de sepulturero, anestesista para un cirujano ambulante, jugador en los barcos del Mississippi, ayudante de Griffith y cineasta. Rodó una película con Pancho Villa donde éste se interpretaba a sí mismo. Gregory Peck contó que un día, al entrar inesperadamente en la habitación de Walsh durante el rodaje de El hidalgo de los mares (1951), observó que el director ocultaba el libro que estaba leyendo, Rojo y negro; prefería enmascararse en el personaje de aventurero y borrachín con aires de corsario.

Jim Thompson
(1906-1977). Portero de hotel piojoso, chófer de un camión de explosivos, vagabundo, bracero, albañil, vendedor a plazos, pastelero, sereno de una constructora, obrero en una fábrica de aviones, actor de burlesque, jugador profesional de cartas, proyeccionista de cine, experto en explosivos, constructor de oleoductos, periodista ambulante, editor de una revista, escritor. En 1936 se afilió al PC americano y fue denunciado por un guionista durante la caza de brujas e incluido en la lista negra. En 1955 escribe para Kubrick Atraco perfecto. Le encantaban los gatos y escribió algunas de las más negras novelas negras.


Cartel del film de Tavernier que adapta
1.280 almas de Jim Thompson

Ante semejantes itinerarios vitales, ¿con qué autoridad escribimos? ¿Qué credenciales presentamos para auscultar el latido de la existencia? ¿Cómo alcanzar la firmeza de la frase que requiere la verdad más ruda si uno no ha sido fabricante de lápices ni de papel de lija, ni siquiera jardinero?

Y sin embargo, en los años de la infancia viví rodeado de personas mañosas, hábiles en las artesanías y trabajos manuales. Mi abuelo hacía hermosos cestos de mimbre. Mi padre se apañaba la mar de bien con la mecánica y la electricidad, incluso trataba de enseñarme. Pasé horas contemplando las manos de un carpintero, maestro de escuela jubilado, mientras tallaba las volutas de la cabecera de una cama o acariciando la madera de castaño tras pasarle el cepillo. Y tardes enteras junto a un zapatero que, infatigable, contaba sucedidos, mientras cambiaba unas suelas o sustituía una pieza de cuero de unos zuecos.

Me sobraron las oportunidades de haber educado las manos, pero en aquel tiempo sólo buscaba con ellas los libros para irme lejos, lejos de la puerca tierra donde mis pies se enterraban sin remedio. Ahora sólo quedan hilachas de memoria de un tiempo perdido. Memoria de un abril del 75. Abril ya no era el mes más cruel, del que hablaba T. S. Eliot en La tierra baldía, desde aquél de los claveles al compás de una canción de Zeca Afonso que desencadenó la más bella de las revoluciones. La de los hijos de la madrugada.


Aquel primer aniversario del rojo abril de Lisboa, en una aldea perdida de la frontera que transitaban contrabandistas y perseguidos, yo construía, en compañía de los niños de mi primera escuela, una tarima –tosca e inestable- sobre la que representaríamos una obra de teatro el día de la fiesta de la parroquia: lo único noble y útil que construyeron estas manos.

Así que, ante la poquedad del currículum vitae, supongo que estamos abocados al trazo mínimo, a la peripecia minúscula, a la épica de la mirada absorta en horizontes nebulosos, a la hora de los venenos de la memoria. ¡Qué remedio!

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