Aaron Sorkin es uno de ellos. Un señor de las palabras. Un guionista. Uno de los grandes. Y ha convertido la escritura en materia dramática. El protagonista de Studio 60 es un guionista, más aún, la serie va de cómo se escribe un programa de TV. Y claro, de las miserias y los sueños, o sea , de la materia con que hemos sido amasados. Una página de guión corresponde -suele corresponder- a un minuto en pantalla. Los guiones de Studio 60 tenían noventa páginas para cuarenta y cuatro minutos de episodio. Ni en Luna nueva hablaban a tal velocidad. Un texto, además, preñado de sutileza, energía, elegancia, humor y capacidad de sugerencia. Fue un fracaso total. Antes de Studio 60, Sorkin había creado El ala oeste de la Casa Blanca, una serie que nos introducía en la cocina del gobierno del imperio, en el obrador donde se factura la imagen del poder, en el taller donde se fabrican las herramientas de la persuasión. Uno de los personajes principales de la serie era Toby Ziegler, un escritor, el autor de los discursos del presidente Bartlet, interpretado por Martin Sheen, el hijo de un emigrante de Salceda de Caselas -tiene su aquel el asunto-. Aaron Sorkin se fue de la serie cuando pretendieron, para nuestra desgracia -y de El ala oeste...- que delegara la escritura de los guiones en un equipo, en definitiva, cuando le arrebataron la condición de señor de las palabras. Eso sí, se fue dejando un elefante en la bañera. Como debe ser. Chapeau, Sorkin.
Hoy Obama pronunciará el discurso de investidura como presidente. Un texto escrito por un tipo de veintisiete años, Jon Favreau, que hace cuatro años se atrevió a corregir el discurso que ensayaba entre bastidores el entonces senador de Illinois.
Ya nos lo imaginamos mañana ocupando el despacho de Toby Ziegler que tan bien conocemos. Favreau concibe los discursos como herramientas para ensanchar el círculo de aquellos a los que les interesa la política. Sus palabras, pronunciadas por Obama, la noche de la victoria electoral desataron las lágrimas de miles de personas que la escucharon en vivo. Y de miles ante las pantallas de la televisión. Por obra y gracia de la escritura. Por una vieja herramienta griega, la retórica. Una escritura movilizadora de los sentimientos en un espectáculo llamado política. Un texto que desprende esperanza. Uno ya no puede sentirla pero, habiendo ensoñado más de una vez con la fantasía de escribir los discursos de alguien que de verdad mereciera la pena -un Beiras, pongamos por caso- y habiendo corregido mentalmente los discursos con tan graves problemas de construcción pronunciados por políticos con tan graves problemas de prosodia, no puede evitar un íntimo rapto de admiración cuando escucha un texto bien escrito -y bien leído, claro-, y elevar un brindis retórico por el nuevo señor de las palabras del ala oeste de la Casa Blanca. Aunque sólo sea por una cuestión de sintaxis.
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