18/1/09

La pielecita

En la librería Tanco de Ourense, descubro en el último anaquel cabe el techo ejemplares de la antigua colección Austral -¿a quién se le ocurriría sustituir un diseño editorial, ya patrimonio cultural para lectores y bibliófilos, tan hermoso, cálido al tacto y amable al olfato, por el actual?-. Así que me encaramé a la escalera y rescaté del olvido algunos ejemplares con huellas de humedad y de polvo -el terciopelo del tiempo sobre las cosas, según Huysmans-. Unos de ellos, Trasuntos de España de Azorín -8ª edición, 1969-, una antología de textos que el librero tasó en tres euros por ponerle un precio -y porque me fuera de una vez y dejara de andar quitando telarañas por las alturas- y que empecé a disfrutar en la sala de espera de la consulta de la dentista. No me resisto a traer a estos asientos -Trapiello dixit- un fragmento del prólogo: "El dueño de la biblioteca es un bibliófilo andariego que a lo largo se su vida ha ido reuniendo unos millares de volúmenes. En los puestos de libros viejos, en las tiendecillas oscuras de los libreros de lance, en la librería de una estación, en casa de un amigo generoso (...) El dueño de la biblioteca divaga a la ventura por las calles. Sale de su casa y no lleva propósito de comprar libros. Libros tiene ya muchos. Se amontonan en los rincones, sobre las sillas, en las mesas, en los pasillos, en los diversos aposentos de la casa. (...) No quiere adquirir ya más libros el bibliófilo callejero. Pasea gratamente por las calles. Al retorno no traerá los bolsillos abultados por dos o tres volúmenes. De pronto aparece un puestecillo de libros viejos. Se acerca el bibliófilo distraídamente. Mirar no cuesta nada. Y apenas ha tomado un libro en la mano el propósito desaparece. Si salió de casa sin ánimos de comprar un volumen, ya no puede resistir a la tentación. Tras un libro examina febrilmente otro. Todos van pasando por sus manos, y, al fin, dos o tres son embutidos en la faltriquera. El bibliófilo los ha mirado y remirado bien. Se ha fijado en cómo están impresos. Ha advertido lo que pesan. Hasta el olfato ha intervenido en esta gran operación. La humedad o la sequedad del libro tienen sus colores especiales. Toda la persona, en suma, toma parte en este amor al libro". El maestro me (nos) había retratado. Procuro leer unas páginas de Azorín cada semana como quien recurre a un tónico de la sintaxis, a un depurativo de la prosa, a un tratamiento homeopático de la escritura.

Me gusta evocar su pasión de senectud, como la definió José Ángel Valente: a sus ochenta años descubrió una querencia imperiosa por el cine. Comía a las 13 horas y luego una sesión doble en algún cine de reestreno, como el Panorama de la calle de Cedaceros. De vuelta en casa escribía su crónica cinematográfica para el ABC. Pre-textos editó esos artículos en 1995 bajo el título de El cinematográfo con prólogo de Andrés Trapiello. Cuentan que el octogenario Azorín vio durante los años cincuenta unas 400 películas. Le gustaban Barbara Stanwyck, Lana Turner y Dolores del Río, y admiraba a Gregory Peck.


En 1955 publicó El efímero cine donde confesaba que era un espectador novicio, incluso rústico. En la p. 15 de aquella primera edición podemos leer: "No me avengo a designar las obras del cine con el vocablo película, es decir, pielecita, como la tástana en la granada, la fárfara en el huevo, la bizna en la nuez. Repugno este diminutivo humilde para obras grandes". Usted no se avendrá, maestro, y uno lo entiende, al fin y al cabo se apasionó por el cine -o mejor, por un cine- cuando conservaba aún una grandeza que hundía sus raíces en el amor con que aquellos productores -industriales, empresarios, mercaderes- lo facturaban: les gustaba el cine con devoción. Una grandeza que revivió bajo otros parámetros en el cine de los setenta, cuando la ambición, el descaro y la pasión -de Scorsese, Cimino, Coppola, Malick, Schrader...-hicieron temblar los cimientos ya quebradizos del Hollywood que agonizaba. El tiempo apagó la pasión y acabó por domesticar a los creadores -salvo Malick, y quizá cabe esperar aún algo valioso de Coppola-, pero le permitieron a la industria americana, ajustes mediante, reconquistar el mercado mundial del cine en los ochenta y, tras la esclerosis que presentaba a la altura del centenario, anidar vías de renovación, por el momento, en grado de prometedoras tentativas. Así que a día de hoy lo que repugnan son tantas obras grandes ayunas de grandeza -lo único que ya les gusta a los mercaderes con devoción es el dinero-, salvo excepciones, como There will be blood (2008) de Paul Thomas Anderson, por ejemplo, y uno anhela esa pielecita que le devuelva el aliento, aunque irremediablemente -cinematográficamente- efímero de lo verdadero. Una de esas películas humildes, diríase que azorinianas, capaces de cultivar la belleza en lo pequeño, de levantar un mundo en una pequeña habitación -estoy pensando en No quarto da Vanda (2000) de Pedro Costa-, pielecita mía.

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