Naomi Kawase
Desde los comienzos del cine, se comprobó que la cámara se prestaba igual para registrar la realidad -la vida que fluye, el movimiento en el curso del tiempo-, que para proyectar lo fantasmático. Más aún, la celebración de lo visible depende se su capacidad sismográfica, de registro de la huella de lo invisible, de esa ausencia que en la pantalla deviene el más elocuente de los silencios. En esa intersección de lo visible y lo invisible cristaliza la mirada de Naomi Kawase y se despliega en el camino que nos lleva hasta El bosque del luto (2007).
Mogari no mori, el título original, hace referencia al final del luto, al entierro ritual del dolor, a la aceptación de la pérdida. El bosque del luto nos lleva, paso a paso, por el itinerario de un aprendizaje difícil –y, a la vez, esencial- del significado de decir adiós. Como en Shara, también aquí la experiencia de un ritual representa una condición necesaria para cicatrizar la herida. Aprender a decir adiós supone emprender un camino –también interior-, de descubrimiento del sentido de la vida: un peregrinaje que la cámara de Naomi Kawase convierte en una experiencia sensual.
Porque no hay nada más alejado de la solemnidad y de la trascendencia que la mirada de esta cineasta, apegada a la puerca tierra, a los lodos donde se hunden nuestros pies, a la carnalidad de las heridas y su memoria. Para encontrar el cielo –si se nos concede ese don- bastaría con levantar de la mesa algo tan pequeño, tan cotidiano, como un trozo de vidrio pulido por las mareas o un salero. La poesía de John Berger lo encuentra en un cucharón o en un carro de heno. Así también las plegarias de la cineasta de Nara. Y porque hablamos de cine, y no de geografía física, la naturaleza se trasmuta ante nuestra mirada en paisaje emocional: agua, aire, tierra y fuego caligrafían la experiencia de la pérdida que los personajes llevan a sus espaldas.
Fotograma de El bosque del luto
Aprender a decir adiós representa un camino, en definitiva, que puede exigir toda una vida. A Shigeki, los treinta y tres años que lleva muerta su mujer. Cuando llega ese aniversario, los muertos dejan este mundo hacia el reino de Buda. Hasta ese momento, los muertos conviven con los vivos. La parroquia de los vivos y de los muertos de la que hablan nuestros etnógrafos clásicos. Machiko, la joven que empieza a trabajar en una residencia de ancianos, siente en carne viva una herida muy reciente, la pérdida de su hijo. Machiko y Shigeki viven un dolor que les acerca y se entregan a un viaje a través de un bosque que catalizará una experiencia primordial. Un territorio propicio al misterio, poblado por lo invisible, que nos habla con las voces del viento en las hojas de los árboles o de un aguacero. Un tejido sonoro preñado de sugerencias que constituye otro de los rasgos expresivos del cine de Naomi Kawase, un cuidadoso trabajo de texturas que dotan de espesor significante a lo visible. Shigeki y Machiko se vuelven permeables al misterio, extrañados del jardín-huerto, empujados por las heridas hacia la intemperie, en la travesía del bosque.
Fotograma de El bosque del luto
El acercamiento de Machiko y Shigeki se nos muestra como un juego de niños. O mejor, Machiko recupera en Shigeki al hijo ausente mientras juegan al escondite, un juego que, lo comprendemos mediante el tratamiento sonoro, el viejo vive asociado a su mujer muerta. Un ritual de ausencias que se celebra en un jardín-huerto: dos que son cuatro, ellos y los fantasmas. Un juego para exorcizar el dolor que los posee. Y que enhebra sus destinos. Al fondo, la espesura del bosque que los convocará muy pronto. Presencias invisibles que pespuntan las formas cinematográficas de Naomi Kawase, un cine donde las ausencias devienen las más plenas de las presencias por la alquimia de la encrucijada de miradas en la pantalla.
Fotograma de El bosque del luto
Shigeki entra en el bosque con la obstinación de un niño, sordo a cualquier reconvención, sin atender a razones, y Machiko le sigue los pasos para cuidarlo, tan desvalido lo ve. A Shigeki lo impulsa una callada determinación. A Machiko, un afectuoso sentimiento de amparo, pero ni por asomo imagina lo que ese viaje va a depararle. Un itinerario revelador que amojonará con los cuatro elementos los estadios de ascensión de la montaña a través del bosque. Una travesía hasta la tumba de la esposa de Shigeki que la cámara de Naomi Kawase –tan dotada para transmitir el temblor, la conmoción, el latido- filma con exquisito cuidado para mostrarnos la transfiguración de dos seres en la noche oscura del alma.
Fotograma de El bosque del luto
El bosque del luto caligrafía la forma de una ausencia con una escritura que, en el curso del tiempo, carga de sentido una odisea espiritual. Mientras contemplaba conmovido ese encuentro con el misterio indescifrable con que se cierra esta bella película de Naomi Kawase, recordé uno de los más hermosos textos que haya leído, el último párrafo de Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos de John Berger:
John Berger
Lo que más me reconcilia con mi propia muerte es la imagen de un lugar: un lugar en el que tus huesos y los míos sean sepultados, tirados, desenterrados juntos. Allí estarán desperdigados en confuso desorden. Una de tus costillas reposa contra mi cráneo. Un metacarpio de mi mano izquierda yace dentro de tu pelvis. (Como una flor, recostado en mis costillas rotas, tu pecho.) Los cientos de huesos de nuestros pies, esparcidos como la grava. No deja de ser extraño que esta imagen de nuestra proximidad, que no representa sino mero fosfato de calcio, me confiera un sentimiento de paz. Pero así es. Contigo puedo imaginar un lugar en donde ser fosfato de calcio es suficiente.