23/8/09
Las ruinas del tiempo
Me acordé de Pierre Michon mientras velaba el sueño de mi madre en el hospital. Tan frágil, Otilia, como cada historia que nos contaba estos años cuando íbamos a visitarla en la casa donde nací: el vecino que había muerto mientras regaba un campo de maíz, la vecina que estaba en las últimas y no tenía a nadie que mirara por ella, el padre que se había marchado al asilo porque su hija no le hablaba y allí por lo menos le daban conversación, y él, que nunca había pisado una iglesia, ayudaba ahora en misa diaria, quizá porque le gustaba una señora que comulgaba cada mañana y bajo cuya barbilla colocaba la patena cuando recibía la hostia consagrada; el jornalero al que acaban de operar de cáncer de próstata pero sigue viniendo a trabajar porque de algo hay que vivir; la vecina que padecía una enfermedad incurable y dolorosa, y que se ahorcó, y su marido lloraba con alivio porque así al menos había dejado de sufrir. Creo que me contaba todas esas vidas porque era una manera de trabar mis ligaduras con la red de la parroquia que acunó mi infancia. Ahora le cuesta hablar y apenas si tiene fuerzas para cogerme la mano. Porque esas vidas que nos desgranaba en las horas que pasábamos con ella era como si me cogiera de la mano y me llevara por los caminos del tiempo que ya sólo frecuentan los fantasmas y las sombras.
Mi tía va perdiendo la memoria, cada día vive en una nebulosa más espesa y se refugia en los confines de lo vivido, cuando era una niña, antes de la guerra civil, y cuidaba a unas tías en una aldea perdida; o de lo por vivir, cuando monologa en las noches interminables con el fantasma de un hombre del que estuvo enamorada pero nunca pasarón de un Hola, Manolo, Hola, Sofía cuando se encontraban en las faenas del campo, en parcelas lindantes, y le cuenta todo lo que aprendió en la vida, que no fue mucho, pero sí algunas certezas definitivas, por eso ya no va a misa, por eso se volvió una hereje, dice ella, e imagina la memoria de una caricia que la redima de tantos años perdidos y tanta desdicha; o en la nostalgia de la belleza, cuando busca insomne una fotografía suya de recién nacida, sobre una mesa, desnuda, mirando a cámara, inocente, la única foto en que se ve guapa, ella que se ve tan fea en el espejo cada noche y se encara con su imagen, resignada, Qué fea eres, Sofía. Y me acordé de Pierre Michon.
De Pierre Michon y de sus Vidas minúsculas. De la escritura que preserva la memoria de unos seres anónimos de los estragos del tiempo. De la escritura como consagración de las vidas preservadas en retales de historias familiares, en voces que se pierden donde da la vuelta el aire, en los desvanes olvidados. De la escritura que da la palabra al silencio, a la soledad y al desamparo. De la escritura de unas biografías que devienen autobiografía, una poética de las reliquias de la memoria y de las ruinas del tiempo. De la escritura como epifanía. De la escritura misma. Como encuentro. Como milagro. Como un asunto de vida o muerte:
...no sabía que la escritura era un continente más tenebroso, más incitante y engañoso que África; el escritor, una especie más ávida de perderse que el explorador; y, aunque explorase la memoria y las bibliotecas memoriosas en lugar de dunas y selvas, que volver de allí repleto de palabras como otros lo están de oro o morir allí más pobre que antes -morir de eso- era la alternativa que también se le ofrecía al escribano.
Me acordé de Pierre Michón también ayer cuando leía en el Babelia que tras la publicación de Vidas minúsculas tenía miedo de que lo consideraran un escritor provinciano. ¡Provinciano! Pierre Michón, que trasformó la genealogía íntima y rural en una escritura de conmovedora belleza, el camposanto abandonado de la memoria en un jardín del tiempo y las huellas de la memoria de viejos campesinos en una ficción redentora por obra y gracia de la literatura. Vidas minúsculas, como toda la obra, breve y esencial, de Pierre Michon -Señores y sirvientes, por ejemplo-, nace bendecida por el don de la palabra que nos deletrea por dentro, que nos escribe y que nos dice, hasta el punto de ser nuestra propia voz y memoria de nuestro olvido:
En Mourieux, en mi infancia, a veces mi abuela, para divertirme, cuando estaba enfermo o tan sólo inquieto, iba a buscar los Tesoros. Así llamaba yo dos cajas de hojalata ingenuamente pintadas y llenas de abolladuras, que antaño habían contenido galletas, pero que entonces escondían alimentos muy diferentes: lo que mi abuela sacaba de ellas eran objetos llamados preciosos y su historia, una de esas joyas transmitidas que son la memoria de la gente humilde. (...) el mito que se derramaba dulzonamente de su boca suplía el engaste de los anillos y depuraba el brillo de las piedras, prodigaba toda la joyería verbal que estalla en los extraños nombres de los abuelos, en la centésima variante de una historia conocida, en los motivos oscuros de los matrimonios, de las muertes.
Por eso me acordé de Pierre Michon. Y de sus Vidas minúsculas.
20/8/09
La felicidad
Todo hombre lleva dentro una habitación. Se puede comprobar este hecho incluso acústicamente. Cuando alguien anda a paso ligero y se escucha con atención, de noche tal vez, cuando todo está en silencio, se oye por ejemplo el tintineo de un espejo mal afianzado en la pared.
Esta es la primera anotación que escribió Kafka en enero de 1917 en el primero de los ocho "cuadernos azules en octavo". Sus famosos Diarios (1910-1923) los escribía en "cuadernos en cuarto". Los Cuadernos en octavo -editados en Alianza de bolsillo en 1999- le resultaban más cómodos para llevar encima y escribir en ellos en cualquier momento.
El 12 de septiembre de 1917 viaja a Zürau, una pequeña aldea en el noroeste de Bohemia donde su hermana Ottla tenía una granja. Allí se quedó hasta abril del año siguiente. Ocho meses en los que apenas escribió. Ni siquiera en sus Diarios, desde su llegada a Zürau las entradas apenas ocupan seis páginas (en la edición de bolsillo de Tusquets, colección Fábula, 1ª edición 1995), todas ellas correspondientes a los últimos meses de 1917, ninguna de 1918. Los estudiosos de la obra de Kafka han rastreado en Zürau la concepción de El castillo. Allí escribió los "cuadernos en octavo" tercero y cuarto, y de ellos extrajo los fragmentos que tras su muerte Max Brod publicó con el título -engañoso y nada kafkiano- de Reflexiones sobre el pecado, el sufrimiento, la espezanza y el verdadero camino. En 2004, el escritor y editor -de Adelphi- Roberto Calasso trabajó a partir de los manuscritos originales consevados en la Bodleian Library de Oxford y recreó la versión definitiva que Kafka había imaginado bajo el título de Aforismos de Zürau -esquirlas de meteoritos caídas en regiones desérticas, los definió Calasso-, una edición primorosa que podemos disfrutar en castellano gracias a la editorial Sexto Piso desde 2005.

Los textos de Kafka nos llegan enmarcados por dos textos de Calasso, un prólogo y, a modo de epílogo, El esplendor velado -que corresponde al capítulo xv de K. Ambos libros de Kafka, los Cuadernos en octavo y los Aforismos de Zürau, resultan ideales para llevar con uno, sentarse a una sombra benigna y leer alguno de los textos diamantinos que los colman en su brevedad. Luego basta dejarse llevar por los ecos que despiertan en la habitación de dentro y quizá asomarse a ese espejo que tintinea, quién sabe si guiándonos en la noche y en el silencio en nuestra búsqueda de la palabra exacta.
Es perfectamente posible imaginar que el esplendor de la vida esté dispuesto, siempre en toda plenitud, alrededor de cada uno, pero cubierto por un velo, en las profundidades, invisible, muy lejos. Sin embargo está ahí, nada hostil, nada a disgusto, nada sordo, viene si uno lo llama con la palabra exacta, por su nombre preciso. Es la esencia de la magia, que no crea, sino llama. ¿Puede haber una definición más exacta de la magia? Quizá Kafka encontró en Zürau la plenitud, la llamada, el esplendor velado. Quizá porque llegó a Zürau condenado a muerte. O sea, liberado de la ilusiones y en poder de las únicas certezas. Las certezas definitivas.
En la noche del 12 al 13 de agosto de 1917, Kafka sufrió un vómito de sangre. Se le había declarado la tuberculosis. Las primeras anotaciones en sus Diarios tras el diagnóstico fatal datan del 15 de septiembre, en Zürau, y no pueden resultar más reveladoras:
Si es que existe esta posibilidad, debes empezar de nuevo. No la desperdicies. Oh, momento maravilloso, versión magistral, jardín salvaje. Doblas la esquina al salir de la casa y en el camino del jardín te sale al encuentro la diosa de la felicidad.
Kafka contempla la tuberculosis como una oportunidad de ponerle punto y final a muchas cosas, de cerrar puertas y de cuadrar las cuentas: la idea del matrimonio con Felice Bauer, el trabajo en la compañía de seguros, la familia.
En aquel paisaje ondulado, entre manchas de bosques y prados, en plena zona de cultivo del lúpulo y en compañía de Ottla, su hermana favorita y una de las pocas personas con las que no tuvo secretos, Kafka fue feliz, como contadas veces en su vida. Aquellos ocho meses los evocará en una carta a Milena como su mejor época.
En Zürau apenas había vecinos y ese "vacío" -las voces del mundo apagándose y haciéndose cada vez menos numerosas- alimenta su euforia. Sólo en Zürau consiguió restringir el territorio a unos pocos textos esenciales y sólo en Zürau se propició el advenimiento de los Aforismos. Como éste, el 69:
En teoría existe una posibilidad perfecta de felicidad: creer en lo indestructible dentro de uno mismo y no aspirar a ello.
Unos años después, en 1920, en una carta a Brod repetirá casi palabra por palabra el aforismo 69. Casi:
En teoría, existe una perfecta posibilidad terrena de felicidad, que consiste en creer en lo decididamente divino y no aspirar a alcanzarlo.
Entre las pequeñas diferencias entre ambos textos encuentra Roberto Calasso alguno de los núcleos germinales de El esplendor velado.
Kafka sólo le puso un "pero" a Zürau, las ratas: el trabajo clandestino de un pueblo proletario oprimido a quien pertenece la noche. Ahora, la noche y el silencio, el ecosistema por excelencia de la escritura kafkiana, devenía una superficie porosa atravesada por una miríada de miradas malévolas. Y para defenderse buscó un gato. Pero aún así... Las ratas le surtieron variantes inagotables a un argumento -a medias cómico y atroz, o sea, puro Kafka- que atravesó la correspondencia con los amigos y que más tarde germinaría en La guarida, Josefina la cantante y El pueblo de los ratones.
Nunca como en los meses de Zürau se tiene la impresión, escribe Calasso, de que Kafka se haya encontrado a gusto. La complicidad con Ottla contribuye a crear una atmósfera en la que el escritor se siente a salvo de todo. Kafka le leee cosas de Dostoievski, Schopenhauer o Kleist. Ottla representa un refugio contra todo y será en la casa que ella alquila en Planá, al sur de Bohemia, durante el verano de 1922, donde Kafka escriba los últimos capítulos de El castillo.
Probablemente Kafka no volvió a sentirse tan feliz hasta unos meses antes de su muerte, cuando vivía con Dora Diamant en Grunewaldstrasse 13, en Berlín-Steglitz entre noviembre de 1923 y enero de 1924.
Le gustaba pasear por el parque Steglitz y un día encontró a una niña que lloraba porque había perdido a su muñeca. Lo que sigue es una de las historias más hermosas que haya leído sobre un escritor, la escribió César Aira en un artículo que apareció en Babelia en mayo de 2004, se titulaba Kafka y la muñeca viajera:
Quién sabe qué había pasado por la cabeza de esa niña al ver su muñeca en manos de los policías; quizás la habían atravesado con agujas o la habían palpado de un modo amenazante; quizás vivió una especie de violación vicaria; después de todo, las niñas depositan muchos sentimientos en sus muñecas. Sea como sea, la muñeca había pasado el examen, aun a costa de las lágrimas de su dueña, y ya estaba "en tránsito". La situación me recordó una historia poco conocida en la vida de Kafka.
En 1923, viviendo en Berlín, Kafka solía ir a un parque, el Steglitz, que todavía existe. Un día encontró a una niñita llorando, porque había perdido su muñeca. Kafka inventó al instante una historia: la muñeca no estaba perdida, sólo se había ido de viaje, para conocer mundo. Y le había escrito a su dueña una carta, que él tenía en su casa y le traería al día siguiente. Y así fue: esa noche se dedicó a escribir la carta, con toda seriedad. (Dora Diamant, que cuenta la historia, dice: "Entró en el mismo estado de tensión nerviosa que lo poseía cada vez que se sentaba a su escritorio, así fuera para escribir una carta o una postal"). Al día siguiente la niña lo esperaba en el parque, y la "correspondencia" prosiguió a razón de una carta por día, durante tres semanas. La muñeca nunca se olvidaba de enviarle su amor a la niña, a la que recordaba y extrañaba, pero sus aventuras en el extranjero la retenían lejos, y con la aceleración propia del mundo de la fantasía, estas aventuras derivaron en noviazgo, compromiso, y al fin matrimonio e hijos, con lo que el regreso se aplazaba indefinidamente. Para entonces la niña, lectora fascinada de esta novela epistolar, se había reconciliado con la pérdida, a la que terminó viendo como una ganancia. Privilegiada niñita berlinesa, única lectora del libro más hermoso de Kafka.

Klaus Wagenbach
Me han contado, y quiero creer que es cierto, que el gran estudioso de Kafka, Klaus Wagenbach, buscó durante años a esa niña, interrogó a vecinos del parque, revisó el catastro de la zona, puso avisos en los diarios, todo en vano. Y hasta el día de hoy visita periódicamente el parque Steglitz, examina a las señoras mayores que llevan a jugar a sus nietos... La niña ya debe de ir para los noventa años, y es difícil que la encuentre. Pero el esfuerzo vale la pena. Esas cartas de la muñeca lo tienen todo para hacer soñar no sólo a un editor como Klaus Wagenbach.
El llanto de mi niña del aeropuerto enlazaba con el de la niña del parque Steglitz, a ochenta años de distancia. Uno tiende a sonreír frente al llanto de los niños, porque sus dramas nos parecen menores y fáciles de solucionar.
Para ellos no lo son. Y hacer el esfuerzo de entrar en las relatividades de su mundo se equivale con el trabajo de entrar al mundo de un artista, donde todo es signo.
El contrato de una niña con su muñeca es un contrato semiótico, una creación de sentido, sostenida en la tensión del verosímil y la fantasía. De ahí que la anécdota no sea casual: Kafka fue el más grande descubridor de signos en la vida moderna. Reiner Stach señala con mucha pertinencia, en su biografía de Kafka, que para el escritor no se trata sólo de saber observar, sino que es preciso descubrir los signos ocultos en lo que se observa. La elogiada precisión quirúrgica de la mirada de Kafka se hacía escritura en la transmutación de lo visible en signo.
La desaparición del libro de las cartas de la muñeca, por mucho que la lamentemos, deberíamos verla como un signo positivo.
Es el elemento que, por su ausencia, da sentido al resto de la obra, que es una saga de desapariciones cuya presencia en forma de relatos, de escritura, tiene por función cerrar la herida de la pérdida. Por poco que lo pensemos, esta función fue la que dio origen a los cuentos que se le contaban a los niños, para enseñarles a temer el mundo, y al mismo tiempo para que aprendieran que el mundo había existido antes que ellos, y seguiría existiendo sin ellos. Fue esta función terapéutico didáctica la que realizó la obra de Kafka, y por eso con él se cerró el ciclo histórico de la literatura infantil. Sus cuentos de hadas hicieron anacrónicos todos los demás, y el siglo XX, por causa de él, no tuvo sus Perrault ni sus Andersen (ni su Dickens). Pero lo tuvo a Kafka, y es suficiente.
En el último de los textos de los Aforismos de Zürau, leemos:
No es necesario que salgas de casa. Quédate en tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, sólo espera. Ni siquiera esperes, quédate en absoluto silencio y soledad. El mundo se te ofrecerá para que lo desenmascares, no puede evitarlo; arrobado, se retorcerá ante ti.
¿Habrá una promesa de felicidad comparable?

Dibujos de Kafka
Franz Kafka murió el 3 de junio de 1924.
Ottla Kafka murió en el campo de concentración de Auschwitz en 1942.
Milena Jerenská murió en el campo de concentración de Ravensbrück en mayo de 1944.
Dora Diamant murió en Londres en 1952.
Ottla Kafka murió en el campo de concentración de Auschwitz en 1942.
Milena Jerenská murió en el campo de concentración de Ravensbrück en mayo de 1944.
Dora Diamant murió en Londres en 1952.
5/8/09
Agosto de claudias
Hace setenta años, en la madrugada de un día como hoy, fusilaron a trece chicas, militantes de la JSU (Juventudes Socialistas Unificadas), y cuarenta y tres hombres, contra las tapias del cementerio de la Almudena, en Madrid.

Eran trece mujeres muy jóvenes y las habían condenado a muerte porque habían defendido la República, porque luchaban por la justicia, porque eran socialistas o comunistas. Porque eran rojas. Eran las trece rosas.
Carmen Barrero, 20 años, modista; Martina Barroso, 24 años, modista; Blanca Brisac, 29 años, pianista; Pilar Bueno, 27 años, modista; Julia Conesa, 19 años, modista; Adelina García, 19 años; Elena Gil, 20 años; Virtudes González, 18 años, modista; Ana López, 21 años, modista; Joaquina López, 23 años; Dionisia Manzanero, 20 años, modista; Victoria Muñoz, 18 años; Luisa Rodríguez, 18 años, sastra.
En 1939 había en España casi trescientos mil presos políticos. Y sólo en Madrid se fusiló a mil. Como decía aquel personaje al final de la obra de Fernando Fernán-Gómez, Las bicicletas son para el verano, en 1939, obviamente, no había llegado la paz. Sólo había llegado la victoria. Y continuaba la barbarie.
Hace setenta y tres años, aquel agosto de 1936, en las cunetas de Galicia reververaba el terror.
La expresión "claudiados" remite a las hordas fascistas (falangistas, franquistas, curas...) que adoptaban la expresión "noche de claudias" (las claudias son una ciruelas dulces y golosas, una fruta deliciosa de los días encantados de agosto y cuya cosecha en las noches de verbena mediante jocoso latrocinio formaba parte de las diversiones juveniles) como eufemismo para la busca y captura de rojos a los que "paseaban" en puentes, playas, revueltas, cuestas, encrucijadas y cunetas con un sadismo y crueldad sin límites.
Ocho de cada diez de las cinco mil quinientas sesenta y una víctimas de la represión franquista -registradas hasta el momento por los investigadores- entre 1936 y 1939 en Galicia fueron paseadas.
Obreros, labradores, marineros, maestros, intelectuales, artistas, socialistas, comunistas, anarquistas, republicanos, liberales. Rojos.
Aquel agosto de 1936 inspiró un poema de Luis Pimentel titulado precisamente Cunetas.
Y una serie de dibujos de Castelao titulada Galicia mártir. Dibujos como éste:

Un vendaval de sangre, miedo y silencio asoló los días y las noches de aquel agosto de claudias.

Eran trece mujeres muy jóvenes y las habían condenado a muerte porque habían defendido la República, porque luchaban por la justicia, porque eran socialistas o comunistas. Porque eran rojas. Eran las trece rosas.
Carmen Barrero, 20 años, modista; Martina Barroso, 24 años, modista; Blanca Brisac, 29 años, pianista; Pilar Bueno, 27 años, modista; Julia Conesa, 19 años, modista; Adelina García, 19 años; Elena Gil, 20 años; Virtudes González, 18 años, modista; Ana López, 21 años, modista; Joaquina López, 23 años; Dionisia Manzanero, 20 años, modista; Victoria Muñoz, 18 años; Luisa Rodríguez, 18 años, sastra.
En 1939 había en España casi trescientos mil presos políticos. Y sólo en Madrid se fusiló a mil. Como decía aquel personaje al final de la obra de Fernando Fernán-Gómez, Las bicicletas son para el verano, en 1939, obviamente, no había llegado la paz. Sólo había llegado la victoria. Y continuaba la barbarie.
Hace setenta y tres años, aquel agosto de 1936, en las cunetas de Galicia reververaba el terror.
La expresión "claudiados" remite a las hordas fascistas (falangistas, franquistas, curas...) que adoptaban la expresión "noche de claudias" (las claudias son una ciruelas dulces y golosas, una fruta deliciosa de los días encantados de agosto y cuya cosecha en las noches de verbena mediante jocoso latrocinio formaba parte de las diversiones juveniles) como eufemismo para la busca y captura de rojos a los que "paseaban" en puentes, playas, revueltas, cuestas, encrucijadas y cunetas con un sadismo y crueldad sin límites.
Ocho de cada diez de las cinco mil quinientas sesenta y una víctimas de la represión franquista -registradas hasta el momento por los investigadores- entre 1936 y 1939 en Galicia fueron paseadas.
Obreros, labradores, marineros, maestros, intelectuales, artistas, socialistas, comunistas, anarquistas, republicanos, liberales. Rojos.
Aquel agosto de 1936 inspiró un poema de Luis Pimentel titulado precisamente Cunetas.
Y una serie de dibujos de Castelao titulada Galicia mártir. Dibujos como éste:

Un vendaval de sangre, miedo y silencio asoló los días y las noches de aquel agosto de claudias.
4/8/09
Una cámara que escribe
Un western de Samuel Fuller no se parece a ninguna película del oeste. Un película de guerra de Fuller no se parece a ninguna película bélica, más aún cualquier película de guerra parece falsa ante una de Fuller. Un film noir de Fuller hace que cualquier película de cine negro palidezca. Estoy exagerando, es cierto, pero muy poco, casi nada. Sam Fuller no se parece a nadie. Bueno sí, Sam Fuller sólo se parece a Sam Fuller.
El de Fuller es un cine que busca por todos los medios (y los medios cambian de filme en filme, aunque puedan advertirse motivos, correspondencias y rimas que pudieran dibujar algo así como un estilo, o quizá más bien un arte), y bajo cualquier condición, conservar el fuego del impulso inicial que alumbró el germen de la película. Por eso, debemos creerle cuando declara que el trabajo de un director consiste en asegurarse de que la película acabada conserva lo que cautivó su interés al principio, aquello que lo conmovió, que le robó el corazón de cineasta. Fuller sólo le es fiel a ese sentimiento original, ése es su motor, el manantial de su inspiración, el detonante del instinto visual, su único y verdadero guión. Lo demás son historias.
Por más que reivindique el gancho (¡h-i-s-t-o-r-i-a!, enfatizará con un cigarro Montecristo del nº1 que no abandona jamás -aunque en los últimos años lo mantenga apagado las más de las veces- ante cualquiera que quisiera escucharle) y la escritura del guión y profese admiración a guionistas como Hecht, Mankiewicz o Wilder, la construcción dramática no era el fuerte de Fuller, por más que Wim Wenders, rendido admirador, proclame ante Felipe Vega y Fernando Trueba -lo entrevistaron mientras rodaba El estado de las cosas (1982), en la que Fuller interpretaba el papel de un director de fotografía- que "es un genio del guión, un genio del arte dramático".
Claro que le encantaba contar historias con fuerza y trazar argumentos de impacto, pero no era un tipo con la paciencia necesaria para escribir una y otra versión o para echar meses encerrado en una habitación escribiendo uno de esos guiones que son auténticas piezas de orfebrería dramatúrgica. Fuller era demasiado incandescente como para eso. Demasiado rápido. Era un torrente de ideas tal (él sí, como quizá no haya habido otro) que no tenía tiempo para darles una forma acabada (que tantas veces es la forma de darles muerte, o sea, de asesinar aquel impulso primero que lo empujaba).
Quizá por eso fue uno de los grandes narradores orales de la historia del cine, un verdadero aedo, un auténtico bardo. Era de esa escuela de narradores natos que preferían contar antes que escribir la historia. Como debe ser. Por eso nadie resulta más envidiable que aquéllos que tuvieron la suerte de entrevistarlo, porque nunca encontraron un cineasta más asequible, con unas ganas inmensas de contar lo habido y por haber, lo que vivió, lo que rodó y lo que ya nunca podría rodar. Basta contemplar la entrevista que le hizo Richard Schickel, rodada a principios de los 90 con motivo de la restauración de Uno Rojo, división de choque (1980) o leer la que le hicieron a lo largo de tres meses Jean Narboni y Noël Simsolo, y que volcaron en Il etait une fois... Samuel Fuller, un libro de más de trescientas páginas prologado por Martin Scorsese y editado por Cahiers du cinéma en 1986. ¿Hace falta añadir que no se ha traducido aquí? Y por aquí me refiero a cualquiera de las lenguas peninsulares, aunque en el (estupendo) libro que le dedicó a Samuel Fuller la Cinemateca Portuguesa puede encontrarse un extracto de esa monumental entrevista. Y mira que se editan libros superfluos sobre cine, incluso divertidos como esa serie "monumental" titulada "¡Este rodaje es la guerra!", pero superfluos. ¿Y alguien se pregunta aún por qué los cinéfilos somos francófilos?

En realidad, Fuller escribe como filma, pero el instinto da los mejores frutos -frutos incomparables- con una idea en la cabeza y una cámara en la mano, o sea, cuando rueda y no cuando escribe. En ese sentido, es el cineasta menos literario que haya existido (como Rossellini, Rouch, Cassavetes, Godard y Kaurismäki). Digamos que escribe el guión para anotar y acotar la historia (siempre temas de primera plana, como le gustaba subrayar), para calentar motores, para que el impulso alcance la temperatura de fusión, la incandescencia necesaria para afilar la mirada antes de ajustar 'el ojo para el cine' a la 'cámara fácil':
La cámara debe ayudar a que nazca la música. Mejor aún, la cámara debe ser la música (...) La melodía eres tú, es la cámara. Eso es el arte, cuando la cámara capta no lo que está allí -eso lo puede hacer un niño de diez años-, sino lo que no está, le contó Fuller a Bernardo Betolucci en 1989. La cámara como instrumento musical que interpreta una melodía que eres tú, o sea, Fuller, que no está allí -en las imágenes- pero sí, claro que sí, en la mirada que las alumbra.
Por eso, en las historias de patacón que rodó Fuller, sin ir más lejos ese delirio maravilloso y fascinante titulado Forty Guns (1957), que en manos de otro director se convertiría en una película de serie Z, y en sus peores filmes es posible encontrar momentos memorables que justifican de sobra su existencia.

Aunque Yuma (Run of the Arrow, 1957) no fuera la buena película que es, valdría la pena pagar la entrada por ese arranque que Luc Moullet ha descrito estupendamente en un artículo fundamental sobre el cine de Fuller publicado en Cahiers du cinéma en marzo de 1959:
"La camara se desliza a la derecha, más abajo de un campo de maíz de admirables tonalidades amarillo oscuro, cubierto de cadáveres con uniformes sucios y sombríos, acurrucados en las posturas más curiosas, luego vuelve a subir para encuadrar a Mecker, dormido sobre su montura, en lamentable estado. Sobre un fondo de humo negro muy denso, se destaca Steiger, igualmente mugriento, pero vestido de campesino. Dispara sobre Mecker, va a registrar a su víctima, descubre algo de comida en sus bolsillos, se instala sobre el cuerpo para comer un bocado; al darse cuenta de que también hay pan, lo toma; enciende un cigarro. Mecker comienza a gemir con estertores de muerte, por lo que, incomodado, Steiger se aleja un poco. Primer plano de Steiger que mastica y fuma. Entonces, en enormes letras rojas, sobre su frente aparece el título de la película [Run of the Arrow]".

Cine de fulguraciones, sus películas se nutren de imágenes de gran fuerza sensitiva que devienen una muestra inapelable del poder de una cámara: como esa mujer de la Resistencia, encarnada por la chabroliana Stéphane Audran, que se finge loca y se traslada bailando de una estancia a otra del manicomio mientras va degollando soldados nazis con una navaja barbera en Uno Rojo, división de choque. Resulta inevitable entonces echar mano de la metáfora que uno tiene en la recámara y dispararla sin rodeos: Samuel Fuller escribe con la cámara.
En un tipo visceral, excesivo y torrencial como él las coordenadas biográficas representan una reveladora cartografía de las emociones que plasma en sus películas. Samuel Fuller nació en Worcester, a 80 kms de Boston, el 12 de agosto de 1912 y en su pueblo se convirtió en le chico de los periódicos. Pero el veneno del periodismo se lo inoculó en Nueva York cuando tenía once años. Su padre había muerto y la madre se trasladó allí con sus hijos. Sam Fuller nunca dejó de agradecerle a su madre este cambio de domicilio.

Encontró trabajo en Park Row, la cuna del periodismo a la que dedicaría una película del mismo título, una vez más como chico de los periódicos. Un año y medio después empezó a trabajar como copy boy -llevaba los artículos desde la mesa del redactor hasta la mesa de copias (Copy! Boy!)- en el The New York Journal, propiedad de Hearst. Un mundo cuyos orígenes plasmará en Park Row (1952), una película en la que invirtió 200.000 dólares, fue un fracaso y los perdió. A los diecisiete años trabajaba en el New York Evening Graphic, ya escribía crónicas de sucesos, una actividad que alternaría con la de caricaturista político. En el Graphic trabajarían también John Huston como cronista, Jerry Wald en la sección de radio y Norman Krasna como crítico teatral. Durante la Depresión, Fuller recorrió el país de punta a punta trabajando en distintos periódicos como cronista de sucesos y caricaturista, y reportero de muelles en el San Diego Sun, pongamos por caso.
Se movía como pez en el agua en los bajos fondos -sabía lo que mostraba en Underworld USA (1960) y en el trailer de la película aparecía el propio Fuller explicando el minucioso proceso de documentación que había tras la película-, presenció ejecuciones, descubrió cadáveres, escribió sobre crímenes domésticos y linchamientos racistas -el racismo está presente en toda su filmografía.
En el cine de Fuller salta a la vista el gesto de cronista que abre sus películas con el equivalente a un titular de impacto: una escena como un puñetazo que además cifra las claves que van a desarrollarse en el film, o sea, una apertura inolvidable. Una de esas escenas típicamente fullerianas la encontramos al comienzo de Una luz en el hampa (The naked kiss, 1964), un prólogo incomparable:
Kelly, una prostituta encarnada por la fordiana Constance Towers (Misión de audaces y El sargento negro), le administra una paliza al chulo que la ha querido engañar, así, a palo seco, sin "abre de negro" ni nada; por si fuera poco, la escena monta, mediante perfectos raccords de movimiento, planos subjetivos en los que la cámara -en mano- adopta sucesivamente el punto de vista del tipo que recibe los golpes furiosos de Kelly y el punto de vista de ella machacando al chulo; golpe-impacto-golpe-impacto; o sea, somos nosotros, espectadores desavisados, quienes ora golpeamos ora recibimos una somanta nada más empezar la película, para abrir boca; es tal la violencia que el chulo manotea para defenderse y a Kelly se le cae la peluca... y descubrimos que tiene la cabeza rapada, por si fuera poco; cuando la mujer considera que el chulo recibió lo suyo, recupera el dinero -que el tipo le quería sisar-, vuelve a ponerse la peluca y sobre su rostro en primer plano empiezan a pasar los créditos. Y cuando terminan, descubrimos que es el 4 de julio, el día de la independencia... de Kelly. Toda una apertura Fuller. Puro estilo pulp.
La literatura pulp fue el siguiente paso en la carrera de Fuller y no tardó en convertirse en un ghost writer de Hollywood entre 1937 y 1942, pero también en argumentista y guionista acreditado en películas de serie B, por ejemplo en Gangs of New York (1938) de James Cruze para la Republic. Cuando fue movilizado en 1942 había dejado escrita una novela, The Dark Page, que su madre vendió a una editorial sin que Fuller lo supiera y, cuando se editó, Howard Hawks compró los derechos para una adaptación cinematográfica. El proyecto no salió adelante pero Fuller firmó un contrato de 15.000 dólares por los derechos del libro, bueno, en realidad quien firmó el contrato fue un oficial de la Big Red One en la que estaba destinado, porque un simple soldado como Fuller no podía firmar ningún contrato lucrativo.
Con la Big Red One ( la de Uno Rojo, división de choque) estuvo en los desembarcos de África del Norte, Silicia y Normandía. Fuller estuvo en aquel moridero en que se convirtió Omaha Beach y la escena que le dedica en Uno Rojo vale por todas las películas que se hayan hecho sobre el día D -incluida Salvar al soldado Ryan-, él podría decir, parafraseando a Coppola -y aun con más razón (y razones)-, esa escena no es sobre Omaha Beach, esa escena es Omaha Beach. Su madre le mandó al frente una cámara de 16 mm y con ella filmó la entrada en el campo de concentración de Falkenau el 9 de mayo de 1945, un documento excepcional para la memoria del Holocausto.
Fuller destiló la experiencia de la guerra en toda su filmografía, no sólo en las películas bélicas, sino en la representación extrema de la vida, allí donde la acción se anuda con la violencia irremediable. Pero si a sus filmes de guerra nos referimos, sin entrar aún en Uno Rojo, bastará anotar aquí el comentario revelador que Invasión en Birmania (1962) -aun con la coda marcial y patriótica impuesta por el productor- le inspiró al general Patton: "Es formidable, pero no le dará a nadie ganas de alistarse en el ejército".
Durante décadas, los críticos le han dedicado con profusión -y efusión- tres adjetivos: fascista, racista y belicista. Sobre el aquel fascista valga lo que comentamos a propósito de Manos peligrosas a principios de julio; sobre el aquel de racista, bastaría con ver su película Perro blanco (1981); sobre el aquel de belicista, valga el lúcido comentario de Patton, pero por si no bastara hablaremos de Uno Rojo. A su tiempo.

Sam Fuller volvió de la guerra decidido a hacer cine, su cine, y buscó refugio allí donde podía disponer de suficientes márgenes de libertad, la serie B. En 1949 rueda su primera película, Balas vengadoras escribió el guión por 5.000 dólares y la dirigió gratis-, un western inclasificable, que acaba con Robert Ford -encarnado por John Ireland-, el asesino de Jesse James, agonizando en brazos de su amada, y antes de morir quiere decirle algo al oído, y le susurra: "Me duele haber matado a Jesse. Le amaba". ¡En 1949, en Hollywood!
En 1957 rueda en ¡diez días! Forty Guns, su undécima película, quiza una de las tres más deslumbrantes de su filmografía, con Manos peligrosas y Un lugar en el hampa. Si hubiera que definirla en una palabra, diríamos "arrebato", si nos dejaran dos diríamos "mirada arrebatada". Forty Guns es quizá una de las películas que transmite, como ninguna de las de Fuller y como muy pocas en la historia, el sentimiento de estar haciendo cine por primera vez en el mundo. En palabras de Serge Daney, como si nadie hubiera filmado antes que él.
(¿Hace falta decirlo? Continuará.)
1/8/09
Luces de agosto
de Luis Buñuel
El cine de verano no me trae recuerdos propios de proyecciones de noche al aire libre sino de las sesiones nocturnas en el cine Yut o en el cine Bolívar de Tui donde muchas veces estaba yo solo, como cuando vi por primera vez Misión de audaces o Siete mujeres de John Ford, o las reposiciones de viejas -es un decir- películas en el cine Odeón de Vigo durante el mes de agosto, donde pude ver en pantalla grande La ventana indiscreta o Vértigo de Alfred Hitchcock.

Estos días vimos algunas viejas películas que se conservan la mar de bien, sin una sola arruga. Diario de una camarera de Luis Buñuel, por ejemplo. Una película de 1964, como Bande à part de Jean-Luc Godard a la que también le tengo reservado un lugar en esta escuela. Pero hoy es el día del maestro de Calanda. He de admitir que siempre mantuve un relación incómoda con Buñuel y con su obra. Nunca fue uno de mis cineastas favoritos, aunque siempre me gustaron El ángel exterminador y Tristana. Desde luego, en los setenta no nos perdíamos una película suya -El discreto encanto de la burguesía, El fantasma de la libertad, o Ese oscuro objeto de deseo- y luego la televisión nos permitió conocer su obra mejicana -Los olvidados, Él, o Simón del desierto- y en los cineclubes pudimos ver Viridiana, Belle de jour, o Nazarín. Así que se trata de un cineasta cuya obra conocimos bastante bien, pero la visión de sus películas siempre me produjo un malestar difícil de concretar y me legó un catálogo de imágenes imborrables.
Y uno de los finales más memorables de la historia del cine. Sólo que la memoria hace de las suyas. Dicen Juan Marsé y Lobo Antunes que la imaginación es memoria fermentada. Y tienen razón. Pero yo creo más bien que la memoria imagina. Cheché Carmona evocó en un comentario en esta escuela uno de esos episodios en que la memoria (la mía, quiero decir) se puso estupenda. Éste es un momento tan bueno como otro cualquiera para contar (y demostrar) hasta qué punto la memoria, en el aquel de recordar, inventa. Sería el año 1992 o 1993 durante una de las clases de guión que impartía en la Escola de Imaxe e Son de A Coruña.

No recuerdo exactamente a propósito de qué traje a colación el final de Abismos de pasión (1953), una película de Luis Buñuel que adaptaba en clave de amor fou -desaforado, arrebatado, desbordado y desmedido- Cumbres borrascosas de Emily Brontë, un final que se me había quedado grabado -o eso creía yo-. Catalina, la mujer a la que amó desesperadamente Alejandro y que se casó con su rival, muere al dar a luz, y yace en la tumba. Alejandro acude al panteón y profana la tumba de su amada. Abre el féretro para besarla por última vez, pero Ricardo, el hermano de Catalina, le dispara con una escopeta de caza. Bien, hasta aquí la memoria se limitó a cumplir con su función rudimentaria, o sea, recordar. A continuación les conté a los alumnos -Cheché entre ellos- que, tras recibir el disparo y herido de muerte, Alejandro echaba mano de sus últimas fuerzas, se encaramaba en la tumba, se introducía en el ataúd al lado de Catalina y cerraba el féretro sobre ellos, unidos al fin en el sueño eterno. Bueno, a los alumnos les encantó el final y les entró la curiosidad sobre la película, quizá también sobre Buñuel. Pero, hete aquí que a los pocos días pasaron por televisión Abismos de pasión y al día siguiente Cheché, probablemente en representación de quienes la habían visto empujados por mi relato, esperó al final de una clase y me transmitió la decepción que le había causado el verdadero final de la película de Buñuel: en realidad, cuando Alejandro recibe el disparo cae desmadejado sobre la tumba de su amada y muere, así, sin más, nada de meterse en el ataúd de Catalina ni de cerrar la tapa sobre ellos. Digamos que Buñuel rodó el final y mi memoria se lo "mejoró" en clave de amour fou. Supongo que desde aquel día Cheché aplicó un coeficiente de "imperfección" a lo que yo les contaba.
La idea de adaptar Cumbres borrascosas se remontaba a los años treinta cuando Buñuel había escrito un tratamiento con Pierre Unik con el propósito de rodar la película para Filmófono, la productora que había fundado con su amigo Ricardo Urgoiti y en la que escribía los guiones de películas como Don Quintín el amargado (1935) o ¡Centinela alerta! (1936) con Eduardo Ugarte, ambas adaptaciones de obras de Carlos Arniches.

Pierre Unik era un amigo de Buñuel de los años del surrealismo en París, durante la segunda guerra mundial fue internado en un campo de prisioneros en Austria del que huyó para unirse a las tropas del ejército soviético y desapareció, según cuenta el cineasta en sus memorias, Mi último suspiro, escritas de la mano de Jean-Claude Carrière. El guión de Abismos de pasión lo firman además de Luis Buñuel y Pierre Unik, Arduino Maiuri y Julio Alejandro. Aunque Jean-Claude Carrière es el guionista que siempre se vincula con Buñuel, Julio Alejandro escribió además Nazarín (1958), Viridiana (1961), Simón del desierto (1965) y Tristana (1971), es decir algunas de la obras mayores de la filmografía del cineasta aragonés.
Diario de una camarera (también conocida como "Memorias de una doncella") es la primera película que escribe Luis Buñuel con Jean-Claude Carrière, y representa la primera obra de su etapa francesa (con el productor Serge Silberman). Es la adaptación cinematográfica de una novela de Octave Mirbeau, uno de los autores favoritos de Buñuel con Huysmans y Pierre Louÿs. En sus memorias, el cineasta rinde tributo a Louis Malle por "habernos revelado la forma de andar de Jeanne Moreau en Ascensor para el cadalso. Siempre he sido sensible al andar de las mujeres, así como a su mirada. En Diario de una camarera, durante la escena de los botines, tuve un verdadero placer en hacerla caminar y en filmarla. Cuando anda, su pie tiembla ligeramente sobre el tacón del zapato. Inquietante inestabilidad. Actriz maravillosa, yo me limitaba a seguirla, corrigiéndola apenas. Ella me enseñó sobre el personaje cosas que yo no sospechaba".
Además del conocido fetichismo de Buñuel con los pies de las actrices que deja huella en toda su filmografía, Diario de una camarera representa un retrato pantanoso de la burguesía rural a principios de los años treinta, donde se incuban las tendencias malsanas que reventarán una década más tarde, y el personaje que interpreta Jeanne Moreau con una mezcla de encanto, atracción por lo malsano y opacidad nos contagia un profundo malestar, por no hablar de una de esas imágenes imborrables de la iconografía de Buñuel: los caracoles deslizándose por los muslos de una niña asesinada en el bosque, la Caperucita Roja de un cuento cruel. Nunca conseguí aclarar mis dudas acerca de la crueldad en el cine de Buñuel: ¿cine de la crueldad o crueldad de la mirada? Y ahí seguimos.
En Diario de una camarera asistimos a uno de los diálogos favoritos de Buñuel, cuando una sirvienta cándida le pregunta a un sacristán fascista (y antisemita):
-Pero, ¿por qué habla usted siempre de matar a los judíos?
-¿No es usted patriota? -pregunta el sacristán.
-Sí.
-¿Entonces?

Creo que la mirada de Buñuel se nutre de la Edad Media carpetovetónica en que nació. En sus memorias apunta que la Edad Media en España no acabó hasta la primera guerra mundial: "Yo tuve la suerte de pasar la niñez en la Edad Media, aquella época dolorosa y exquisita como dice Huysmans. Dolorosa en lo material. Exquisita en lo espiritual. Todo lo contrario de hoy". Dolorosa y exquisita como la mirada culpable, como el ojo martirizado que abre su filmografía y nos advierte de los peligros (y delirios) de la visión. Por eso los filmes de Buñuel producen desazón y sus imágenes memorables nos perturban mientras las recordamos, como el sueño que nos asalta en la vigilia, como las imágenes de la carne lacerada hasta el éxtasis en una pasión tallada en el barroco. El arrebato visual de la Edad Media y del Barroco... ¿qué puede haber más surreal? Quiza sólo una pantalla de cine en medio de la noche. Un sueño despierto. O la memoria insomne después de una película, caminando bajo las estrellas de agosto que bailan delante de un telón negro.
El cine de verano también me trae ahora a la memoria el viaje del maestro por Grecia, en el año 1968 si no recuerdo mal. Se habían desorientado de noche en las montañas del Peloponeso y transitaban en un coche (¿un cuatro latas?) por una carretera estrecha y sinuosa tratando inútilmente de orientarse, cuando a la vuelta de una curva distinguen en un valle envuelto en espesas sombras una estela de luz allá abajo. Y guiándose por ella consiguen llegar a un pueblo desierto. Hasta que dan con la plaza donde todos los vecinos asisten a una proyección de cine, la luz que los rescató cuando estaban perdidos en el Peloponeso.
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