3/1/16

Una cuentacuentos de mil años


A Isak Dinesen le hubiera encantado ver Memorias de África (1985), de Sidney Pollack, o El festín de Babette (1987), de Gabriel Axel, y, aunque no sé si le hubieran gustado las películas, estoy convencido de que, por lo menos, hubiera disfrutado lo suyo en la alfombra roja el día del estreno, del brazo de Meryl Streep o de Stéphane Audran.

Stéphane Audran (como Babette) 
en el estudio de Isak Dinesen.

Hay razones que permiten suponerlo. A principios de los 50, Truman Capote -un ferviente admirador de la autora de Lejos de África- escribió el guión de Los soñadores, uno de los Siete cuentos góticos, el primer libro de Isak Dinesen, y ya había pensado en la estrella, nada menos que Greta Garbo; sí, se había retirado del cine, pero sólo ella podría encarnar el misterio de Pellegrina Leoni, es más, estaba seguro de que no se resistiría a un papel así. Un cuento resucitaría a la estrella y la devolvería a la pantalla. Que uno de sus cuentos obrara semejante milagro no podía sino cautivar a una escritora que se consideraba una cuentacuentos de mil años, una reencarnación de Sherezade. Estaba feliz. En una biografía de la escritora leí que la Garbo aceptó el papel de Pellegrina, pero al final el proyecto se frustró. No resulta verosímil; lo más probable es que la Garbo -amiga de Capote- no quisiera volver al cine ni siquiera con un personaje tan maravilloso. Aun así, Isak Dinesen no daba por perdido el proyecto, se conformaría con Ingrid Bergman, dirigida por Rossellini. ¡Hay que ver!


No sé si la escritora iba al cine o si se enteraba por las revistas, pero vaya si le interesaba. En enero de 1959, apenas unos meses antes de cumplir 74 años, Isak Dinesen era un saquito de huesos y un nidito de dolores. Pesaba 31 kilos. Con todo, se fue de gira a EEUU. Allí la reclamaban de todas partes, se la rifaban. Y ella en la gloria, sosteniéndose a base de anfetaminas para actuar en público y mantener viva la leyenda que ella misma se había forjado, la narradora milenaria. En uno de aquellos homenajes clamorosos, se encontró con Carson McCullers, que desde 1937 leía cada año Lejos de África. A Isak Dinesen le había encantado El corazón es un cazador solitario.


Las dos escritoras tenían el cuerpo atormentado por la enfermedad y el rostro como memoria viva de sus padecimientos. Carson McCullers le preguntó a quién le gustaría conocer. La Dinesen no lo dudó: a Marilyn Monroe. Carson McCullers no se hizo de rogar y dispuso un almuerzo en su casa de Nayack para propiciar el encuentro. Se celebró el 5 de febrero. Y como la anfitriona era amiga de Marilyn, le propuso que ella y su marido, Arthur Miller, recogieran a la Dinesen en el hotel de Nueva York donde se hospedaba para llevarla en coche al almuerzo. Así que Miller ejerció de taxista mientras la actriz y la escritora se acomodaron en el asiento trasero y pasaron la hora de trayecto de palique. Por algo Marilyn era la invitada de honor, y no como alguna vez se contó, que la escritora escandinava quería conocer al dramaturgo y la actriz era una invitada más; no, Marilyn era la otra estrella de la fiesta, Arthur Miller iba de acompañante.

En primer término, Arthur Miller e Isak Dinesen. 
Detrás, Marilyn Monroe y Carson McCullers.

Claro que casi mejor que Marilyn hubiera acudido sola, porque el gran hombre interrumpía las historias que contaba la Dinesen de sus días africanos con comentarios irritantes sobre la dieta inapropiada de la escritora durante el almuerzo -su docena de ostras, uvas y champán francés-, cuando ella sólo quería cautivar la mirada de la actriz. Se cayeron de maravilla. Fue un amor a primera vista. Se lo pasaron de miedo. Marilyn le contó interioridades de su trabajo cómo actriz, que seguro que no ahorró pinceladas de su reciente rodaje de Con faldas y a lo loco (con Billy Wilder, que se iba a estrenar al mes siguiente), que fascinaron a la Dinesen, que se alegró muchísimo de ser escritora y no llevar una vida tan difícil.


La escritora declaró que habían hablado también de la infancia, de la juventud y de la vejez, y que se habían hecho muy amigas. Cuenta la leyenda que hasta bailaron juntas sobre una mesa de mármol negro (sobra decir que un tipo tan cargante como Miller se encargó de desmentirla). Isak Dinesen recordaba así a Marilyn:
Irradia una energía sin límites y una inocencia inconcebible. Observé eso mismo una vez en un cachorro de león que me regalaron en África. Le devolví la libertad.     
(Marilyn murió tres años después, un mes antes -casi día por día- que la escritora; me pregunto si Isak Dinesen llegaría a enterarse de la muerte de su amiga.)


Aquel mismo año 1959, Orson Welles viajó a Copenhague con el propósito de visitar a la escritora que más amaba (quizá con la sola excepción de Shakespeare), ya de vuelta de la gira por EEUU. El cineasta se hospedó en el hotel de Inglaterra. Se enteró que Isak Dinesen vivía en Rungstedlund, (mira tú) en el camino de Elsinor. Sólo tenía que descolgar el teléfono y concertar una cita, o pedir un taxi y arriesgarse presentándose sin avisar. Ya en 1953 quiso llevar a la pantalla El viejo caballero (otro de los Siete cuentos góticos), como si aquel O'Hara de La dama de Shanghai hubiera vuelto al mar después de abandonar a Elsa moribunda tras la balacera en la sala de los espejos y, ya viejo, hubiera devenido el narrador del cuento de la Dinesen; una de las escenas hechizaba a Welles: cuando el viejo caballero evocaba la brega dichosa de desnudar a Nathalie (en realidad, Pellegrina Leoni), el cineasta rememoraba la deliciosa tarea de desnudar a Dolores del Río de su fabulosa ropa interior.

Dolores del Río con Welles, en los primeros años 40.

Pues bien, Orson Welles se quedó tres días en el hotel, pero no se atrevió a descolgar el teléfono. Bogdanovich casi no podía creer lo que le contaba, quizá tan desilusionado como nosotros, ¿por qué? ¿qué lo cohibía?
Tuve miedo de aburrirla.
Welles se fue de Copenhague y empezó a escribirle una carta a Isak Dinesen. Una carta de amor. Muy larga. Trabajó en ella durante años. Seguía escribiéndola cuando la cuentacuentos de mil años murió. En 1968 rodó con Jeanne Moreau Una historia inmortal, a partir del cuento del mismo título agavillado en Anécdotas del destino, uno de los últimos libros publicados por la Dinesen.

Fotograma de Una historia inmortal.

Cinco años después, aquella historia inmortal resonará otra vez en la historia de Oja Kodar como musa de Picasso, en F for Fake (aquí Fraude), que puede -y hasta debe- verse como una nueva versión fílmica de un cuento -como un ensayo- sobre la figura del demiurgo (narrador, director, mago; charlatán, armadanzas, embaucador), que pespunta la obra del cineasta. (Le habría gustado rodar también Un cuento rural -incluido en Últimos cuentos- para componer una suerte de díptico de su amada escritora, pero no encontró financiación.)

Fotograma de F for Fake.

En 1978, Welles escribió con su compañera Oja Kodar el guión de Los soñadores, basado en el cuento del mismo título (que también había adaptado Capote) y en Ecos (de los Últimos cuentos), ambos enhebrados por el personaje de Pellegrina Leoni, la diva de la ópera que pierde la voz, uno de los personajes preferidos de Welles. A principios de los ochenta, filmó un par de escenas en el salón y en el jardín de su casa, con Oja Kodar como Pellegrina; ensayos destinados a interesar a posibles financiadores del proyecto, como le explicó en una carta a Dominique Antoine, una de las productoras de F for Fake:
Te envío lo que he hecho para que puedas mostrárselas a los banqueros y que sepan que todavía sé rodar.
(Lastiman esas líneas. Sobra decir que nunca consiguió el dinero. Los soñadores figura en la cuenta de naufragios que amojonan su filmografía. Los dioses lares del cine se mostraron muy distraídos con el maestro de Kenosha; no lo cegaron como acostumbraban sus compadres del Olimpo a quienes querían perder, pero desde luego eran sordos a las plegarias del cineasta. Como tapias. Estarían en las nubes.)

Rodaje de escenas de prueba para Los soñadores.

Creo que Isak Dinesen nunca supo qué cerca estuvo Welles de visitarla. Cuánto le hubiera gustado. Cuánto hubieran disfrutado juntos aquellos dos cuentistas consumados. Además la hubiera consolado del horror que le deparó por aquellas fechas el libro de Richard Avedon -Observaciones (1959)- donde aparecía un retrato de la escritora, que se había rendido a los ruegos de Truman Capote, amigo del fotógrafo, y había posado, antes de irse de gira a EE UU, en el mismo hotel donde se iba a hospedar Welles (se negó a dejarse fotografiar en su casa).


Quizá otra fotografía de su amiga, alivió el espanto que le procuró su propio retrato. O quién sabe si la apenó la tristeza primordial que desprende. Y hubiera querido abrazarla.


Unos meses antes de morir se sintió vengada por Peter Beard, un fotógrafo que amaba África tanto como ella, el autor de sus últimos retratos.


Quizá al fin se reconoció en la cuentacuentos de mil años, tal como se veía la memoriosa narradora inmemorial Isak Dinesen. La que encantó a Marilyn Monroe. La que veneraba Orson Welles.

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