Se nos ha ido Jacques Rivette. Me enteré de su muerte por un wasap de nuestro hijo hace unas horas. Hace nada pasé una tarde-noche con El amor por tierra (1984) y La banda de las cuatro (1988), o sea, me lo pasé pipa. Porque Rivette destilaba la alegría de filmar heredada de su maestro Renoir.
Rivette con Jane Birkin en el rodaje de El amor por tierra.
Era un cineasta que te invitaba a jugar con las películas, las novelas, el teatro, la pintura; o mejor, te invitaba a jugar con la memoria del cine, la literatura, el arte que nos hizo (y nos hace) felices. Tan hospitalario era. Te invitaba a la casa del cine para jugar -con París por tablero en Le Pont du Nord (1981), por ejemplo-, como él jugaba con sus actores y actrices en películas que se construían como dispositivos (complots -se preguntaba Rivette si plot y complot no tendrían un vínculo etimológico-, maquinaciones, o sea, puestas en escena) propicios al baile de máscaras y a la visita de fantasmas. Ya referí alguna vez aquella noche de 2001 en el CGAI de A Coruña durante el pase de Va savoir, que se ha quedado prendida ya para iluminar la memoria del cine de este siglo.
Rivette en el rodaje de Va savoir.
Rivette con Juliet Berto y Dominique Labourier
en el rodaje de Céline y Julie van en barco.
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