Casi me tentaba dedicar esta entrada (999) a la numerología: el revés del número de la Bestia, el plan divino (¡cáspita!), culminación de un ciclo vital (¡vaya!), su correspondencia con el Ermitaño del Tarot, ese viejo que se retira del mundo para rumiar lo aprendido (en la escuela)... Mejor, no. Hoy esta escuela cumple siete años (ah, el 7, la búsqueda del conocimiento, la sabiduría, asociado al Carro del Tarot, el umbral iniciático..., ¡hay que ver!). Se ve que es pegajoso el asunto este de la numerología. Ya puestos, prefiero pensar en Los siete samuráis.
Pero Ángeles quiere que hoy escriba sobre Gilda (1946). Bueno, lo lleva queriendo desde la Nochevieja. A ella, centinela de las ruinas de un tiempo perdido, le gusta especialmente el lado proustiano (memorioso) de esta escuela, el cuento de dónde viene uno.
En el cartel original se leía:
NUNCA hubo una mujer como Gilda.
Abajo, cartel de Jano para la reposición
de Gilda en 1967.
A mi padre le encantaba Gilda; se la sabía de memoria y me la contó de pe a pa, así que la soñé muchas noches antes de ponerle los ojos encima. A mi madre también le gustaba mucho, pero eso lo descubrí muchos años después, porque, entonces, cuando yo era un crío de ocho, nueve, diez años, ella, de Gilda, sólo comentaba los vestidos de Rita Hayworth y hasta los dibujaba de memoria en una libreta pequeña de espiral con hojas cuadriculadas, y hablaba maravillas de Juan Luis (o sea, de Jean Louis, el diseñador del vestuario de la película). A mi padre le gustaba mucho Rita Hayworth, decía que una mujer así sólo podía existir en el cine y le encantaba aquella línea de Gilda:
¿No te hablaron de mí? Si fuera un rancho me llamarían Tierra de Nadie.
Claro no era fácil ponerle palabras a aquella escena pero mi madre no le daba opción a encontrarlas, enseguida apostillaba que esa no era una película para un niño como yo, y yo no podía imaginar otra que me interesara más. Aún me parece un sueño que me dejaran pasar (yo aún gastaba cara de crío con dieciséis años, cuánto más con doce o trece); sería por obra y gracia de algún ángel de la guarda que se ocupa del negociado de los amores cinéfilos, o quizá harto el personal de verme durante horas comiéndome con los ojos y con la boca abierta los cuadros de Gilda en el vestíbulo del Yut: véase como una obra de misericordia o un regalo de Reyes.
Salí de aquella sesión tan arrebatado como confundido; fascinado por aquella historia de amor, con nazis de por medio, en Buenos Aires y Montevideo (donde Gilda canta Amado mío, doblada por Anita Ellis), es decir, lo exótico (aquella trama de pasión y espionaje) y lo familiar (aquellos escenarios que de momento sólo había oído nombrar a propósitos de los familiares que habían emigrado a esas capitales transatlánticas), y embelesado por Rita Hayworth (por más que mi padre me la hubiera encomiado y por mucho que yo la hubiera ensoñado, nada como verla en la pantalla: la pantalla era su hogar), pero también aturullado con Gilda.
Nunca había visto en la pantalla un personaje más misterioso. Aquella mujer -aquel personaje de mujer- era indescifrable. De vuelta a casa, repasaba la película, volvía a proyectarla en el cine de la memoria, pero no había forma de aprehenderla, se me escapaba. Había más cosas. Cuando Gilda aparecía vestida con un traje de chaqueta a rayas podía ser mi madre. Ángeles también vistió trajes de chaqueta a rayas. ¿Hace falta decir que son mi debilidad?
¿Podía ser la misma mujer, la misma Gilda? Desde luego dudaba de la versión de mi madre: si todo era una mentira, si todo se lo inventó para darle celos a Johnny Farrell (Glenn Ford), ¿puede una mujer mentir tan bien?, ¿engañarnos tanto?, y algo más retorcido, ¿por qué tiene una mujer que mentir tanto? Y tampoco entendía por qué Johnny Farrell había abandonado a Gilda, es decir, el backstory del guión, lo que había acontecido antes de que la película arranque en aquella partida de cartas en los arrabales del puerto de Buenos Aires. Sólo que para entonces, a mis doce o trece años, ya sabía que para las respuestas que buscaba me las tendría que apañar por mi cuenta. Con más películas. Con mas cine noir, aunque no supiera todavía que había un genero así.
(Aquella alusión de Johnny Farrell a Gilda como ropa sucia, y la estupenda réplica de Rita Hayworth sobre la querencia del tipo en ir a recogerla: Cualquier psiquiatra podría contarte cosas muy interesantes sobre lo que eso significa.) Por primera vez sentí -casi experimenté- la belleza como condena. A Gilda le pasa Gilda porque es tan hermosa como Rita Hayworth (aún no sabía que la actriz se vio perseguida por su papel: los hombres se van a la cama con Gilda pero se despiertan conmigo, decía Rita Hayworth).
En esta escena, es la propia Rita Hayworth
quien canta Put the Blame on Mame
para tío Pío (Steven Geray),
una canción que habla de un mundo
que culpa a las mujeres por principio
(a Gilda sin ir más lejos, claro),
de crímenes y catástrofes habidos y por haber.
Y alguna de aquellas primeras preguntas encontró una respuesta imprevista; Gilda mentía en legítima defensa y podía mentir tan bien porque era una actriz, porque era Rita Hayworth. Pero, cuándo fingía -o cuándo no- era una duda que sembraba de ambigüedad la película de principio a fin; tampoco sabía entonces que fue Virginia Van Upp, la productora de la película (amiga y confidente de la Hayworth), que reescribió el guión de Marion Parsonet durante el rodaje a razón de dos páginas diarias -normalmente la noche anterior al rodaje- quien convirtió a Gilda en una actriz, o sea, que todo cuanto imaginamos -como imagina Johnny Farrell- que hizo, no fue más que una comedia tramada para un solo espectador, hasta el punto de vampirizar la imaginación del público; era una forma (también) de calmar a la censura. (Por lo visto Ben Hecht colaboró en el guión; en los diálogos, supongo: me gustaría saber a quién debemos aquella línea de Gilda que tanto le gustaba a mi padre.)
Sobra decir que siento debilidad (heredada) por Rita Hayworth, pero me convertí en un rendido admirador cuando supe, además, que hizo cuanto estaba en su mano para que Welles pudiera seguir trabajando en Hollywood; por ejemplo, cuando nadie se fiaba de él, firmó como garante para que pudiera rodar El extraño (1946), contemporánea de Gilda, de tal forma que, si Welles no cumplía las cláusulas del contrato, la actriz indemnizaría a la productora (no hubo ni una queja del trabajo del cineasta). Y desde luego la honra empeñarse en rodar con él La dama de Shanghai, sin duda la gran película de la Hayworth, que -esta sí- llegué a saberme de memoria. De Gilda siempre olvidaba la trama, quiero decir, se me borraba todo cuanto no tenía que ver con el triángulo sado-masoquista. Hasta cuando me la contaba mi padre yo sólo tenía oídos (y ojos) para los destellos que tenían que ver con aquella mujer que sólo podía existir en el país del Cine. (En realidad, nunca fui un tiquismiquis de las tramas: me sigo perdiendo en la de El sueño eterno, de Hawks, tanto como la sigo disfrutando.)
Muchos años después leí lo que había escrito Jacques Doinel-Valcroze; lo suscribo:
La intriga de Gilda es una historia sin pies ni cabeza, pero Gilda es un personaje con el que se puede soñar despierto.Tardé mucho en volver a verla, y todo porque en una de las últimas conversaciones con mi madre, cuando tanto rememoraba cuánto me gustaba ir al cine ya desde niño, le pregunté por Gilda, si recordaba estar siempre al quite cuando mi padre me hablaba de la película, por si entraba en algún sesgo escabroso del argumento o por si iluminaba más de la cuenta lo que las imágenes velaban. Vaya si se acordaba. Con todo detalle. Entonces descubrí cuánto le había gustado Gilda. Y confirmé hasta qué punto su atenta militancia en defensa de Gilda, o sea, de la protagonista, a quien desde los púlpitos (en la postguerra) significaban como emblema de la perdición, respondía a su rechazo (no tan primario ni visceral como parecía) de la condena de las mujeres (pecadoras, descarriadas, en el vocabulario de la moral católica) por culpa de su vida sexual. (Mi madre no lo pensaría dos veces para unirse al juez Priest en el cortejo fúnebre de la prostituta al final de The Sun Shines Bright, de Ford.)
Pocas películas son tan irrealistas, tan puramente noir (noche con sombras, que decía David Thomson; de hecho creo que no hay una sola escena de día y apenas un exterior natural, nocturno, por supuesto). Creo que fue Noël Simsolo quien escribió que la noche es la sacerdotisa de esta película, iluminada por el gran Rudolph Maté, el director de fotografía preferido por Rita Hayworth. Por eso viene muy a cuento que al protagonista de un emblema del neorrealismo como Ladrón de bicicletas le roben la ídem cuando está pegando un cartel de la película que representaba entonces a todo el cine americano, el glamour de Hollywood.
Casi como si Rita Hayworth fuera la culpable de la desgracia del pobre Antonio. Lo que le faltaba a Gilda.
Parabéns polo Aniversario e que poidas celebrar oitros sete!
ResponderEliminarP.S. Que Ánxeles retorne a eses traxes!
confieso que admiro a Rita sin haber visto Gilda.se puede no?
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