Paraíso infernal. El título portugués de Sólo los ángeles tienen alas le sienta como un guante a la reseña de Bénard da Costa agavillada en ese libro suyo -y de nuestra cabecera- Os filmes da minha vida. Película de nuestra vida también, cada vez que vuelvo a verla más me asombra.
Me asombra que semejante título, advirtiendo de nuestra terrenal condición -tan precaria, tan humilde, tan desvalida (tan baja aquí abajo)- en absoluto menoscabe el vuelo del cuento (que nos transporta), la promesa de la aventura (que nos encandila), el sueño del cine (que nos cobija) con sus imágenes. Me asombra el sentimiento de paraíso que contagia una película que despliega ante nuestro ojos el infierno de Barranca.
Hasta se cobra la vida de Kid (Thomas Mitchell), el amigo de Geoff (Cary Grant) -una de las más bellas historias de amor entre hombres filmada nunca-, uno de los más adorables personajes que hayan transitado por una pantalla, cuya muerte deviene uno de esos momentos perdurables de la historia del cine.
El set de Barranca en la secuencia inicial
de Sólo los ángeles tienen alas.
A Bonnie Lee (Jean Arthur) le lleva toda la película descubrirlo, como a nosotros (como nosotros, ella llega a Barranca cuando comienza Sólo los ángeles tienen alas). Y quedándose (en el infierno) descubre quién es: la chica que bajó del barco es una desconocida para mí, confiesa cuando aun no sabe que ya nunca saldrá de allí. Los ángeles vuelan, los hombres mueren.
Y aprenden que la muerte es el único vuelo que otorga sentido al aquel de vivir. Eso vemos en la pantalla, eso nos pone Hawks delante de los ojos. Pero la mirada se olvida de lo que ve. ¿El infierno?, un paraíso.
Ese bar -teatral e irreal (alucinantemente irrealista, escribe Bénard da Costa)- se transfigura en el corazón del filme más teatral e irrealista, iluminado por Joseph Walker, que nunca haya filmado Hawks -brumas, decorados, maquetas (otra vez Bénard da Costa abre un sugestivo pasaje: como si de un filme de Sternberg se tratara; de hecho, lo escribe Jules Furthman, el guionista de Los muelles de Nueva York, Marruecos o El expreso de Shanghai)-. Y quizá también -aun tramando una compleja telaraña de relaciones entre los personajes- uno de los más limpios, leves -y vivos- de todos sus filmes. He ahí la alquimia: la teatralidad como condición de la transparencia. El artificio, horma de la claridad.
Pero si, además, está película -que enhebra con humor una historia de amor y aventura- impresiona nuestra mirada con el fulgor del coraje que destella sobre tan hondas negruras, entonces casi -o sin casi- podemos hablar de milagro.
O dicho de otra forma, que semejantes asuntos no se transfiguren en una película sombría -oscura como la negra sombra- habla a las claras del genio de Hawks.
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