Mi madre me enseñó a leer y a escribir. Yo tenía cuatro años recién cumplidos y mi padre llevaba casi tantos haciendo la Ruta al volante de un camión por las carreteras de la Península. Pasaba meses sin verme. Mi madre me enseñó a leer y a escribir para que pudiera escribirle cartas a mi padre. Unas cartas escritas con estilográfica (cuánto me gustaba la palabra) en un papel rugoso (papel de tela lo llamábamos, si no recuerdo mal). Para mi madre, escribir una carta devenía una ceremonia con un ritual preciso e ineludible. En la mesa del comedor disponía el recado de escribir: el bolígrafo bic, lápiz, goma, papel rayado, estilográfica parker, tintero, papel secante y papel de tela. Lo primero, un borrador. No se podía escribir una carta sin redactar antes un borrador. Una carta era un texto que debía cuidarse, y debía destilar ese cuidado en otras manos. Un borrador con bolígrafo bic en papel rayado, que ella me ayudaba a redactar dando forma a lo que yo quería contarle a mi padre. Luego mi madre trazaba rayas finas y leves con lápiz en el papel de tela para facilitarme escribir derecho y con interlineado uniforme (lo mismo en el sobre). Entonces cargaba la pluma de tinta, probaba el trazo en el margen del borrador y me la tendía. Había llegado el momento decisivo. Escribir la carta a limpio en papel del tela con la estilográfica parker. Y ni un borrón. El mundo se paraba, pendiente de mis trazos. De aquellas primeras letras. Casi siempre había algún borrón. A mi padre, cuando recibía las cartas, le encantaban aquellos borrones. A mi madre, nadita. Después, tras haber secado la tinta, ella borraba las líneas de lápiz y nos repartíamos las últimas operaciones. Yo doblaba la carta y lamía el sello, y mi madre pasaba la lengua por el borde engomado del sobre. Ella metía la carta en el sobre y yo lo cerraba. Luego nos íbamos andando a Tui. Mi madre con la carta en el bolso y yo de su mano. Al llegar a correos, ella abría el bolso y me entregaba la carta para que la dejara caer en el buzón. En cuanto desaparecía, yo imaginaba la carta ya en las manos de mi padre en algún lugar remoto de la Península al que sólo podía llegar recorriendo el mapa con el dedo. (Mi padre guardó muchos años en la cartera mi primera carta.) Mi madre murió el sábado, el Día de los Muertos. Cuando le leí algunas entradas de esta escuela (la historia de la muñeca viajera de Kafka, por ejemplo; le gustó mucho saber que su hermana favorita se llamaba Otilia, como ella), se acordó de aquellas cartas a mi padre. (Y me acuerdo de las primeras palabras en El extranjero de Camus, y de aquel niño en el tiempo de las moras.) Llevo días como quien aprende las primeras letras.
5/11/13
Las primeras letras
Mi madre me enseñó a leer y a escribir. Yo tenía cuatro años recién cumplidos y mi padre llevaba casi tantos haciendo la Ruta al volante de un camión por las carreteras de la Península. Pasaba meses sin verme. Mi madre me enseñó a leer y a escribir para que pudiera escribirle cartas a mi padre. Unas cartas escritas con estilográfica (cuánto me gustaba la palabra) en un papel rugoso (papel de tela lo llamábamos, si no recuerdo mal). Para mi madre, escribir una carta devenía una ceremonia con un ritual preciso e ineludible. En la mesa del comedor disponía el recado de escribir: el bolígrafo bic, lápiz, goma, papel rayado, estilográfica parker, tintero, papel secante y papel de tela. Lo primero, un borrador. No se podía escribir una carta sin redactar antes un borrador. Una carta era un texto que debía cuidarse, y debía destilar ese cuidado en otras manos. Un borrador con bolígrafo bic en papel rayado, que ella me ayudaba a redactar dando forma a lo que yo quería contarle a mi padre. Luego mi madre trazaba rayas finas y leves con lápiz en el papel de tela para facilitarme escribir derecho y con interlineado uniforme (lo mismo en el sobre). Entonces cargaba la pluma de tinta, probaba el trazo en el margen del borrador y me la tendía. Había llegado el momento decisivo. Escribir la carta a limpio en papel del tela con la estilográfica parker. Y ni un borrón. El mundo se paraba, pendiente de mis trazos. De aquellas primeras letras. Casi siempre había algún borrón. A mi padre, cuando recibía las cartas, le encantaban aquellos borrones. A mi madre, nadita. Después, tras haber secado la tinta, ella borraba las líneas de lápiz y nos repartíamos las últimas operaciones. Yo doblaba la carta y lamía el sello, y mi madre pasaba la lengua por el borde engomado del sobre. Ella metía la carta en el sobre y yo lo cerraba. Luego nos íbamos andando a Tui. Mi madre con la carta en el bolso y yo de su mano. Al llegar a correos, ella abría el bolso y me entregaba la carta para que la dejara caer en el buzón. En cuanto desaparecía, yo imaginaba la carta ya en las manos de mi padre en algún lugar remoto de la Península al que sólo podía llegar recorriendo el mapa con el dedo. (Mi padre guardó muchos años en la cartera mi primera carta.) Mi madre murió el sábado, el Día de los Muertos. Cuando le leí algunas entradas de esta escuela (la historia de la muñeca viajera de Kafka, por ejemplo; le gustó mucho saber que su hermana favorita se llamaba Otilia, como ella), se acordó de aquellas cartas a mi padre. (Y me acuerdo de las primeras palabras en El extranjero de Camus, y de aquel niño en el tiempo de las moras.) Llevo días como quien aprende las primeras letras.
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Precioso Dani.
ResponderEliminar¡Qué hermoso texto, Daniel! Según lo iba leyendo iba notando sobre mis hombros
ResponderEliminarcomo un abrigo para el frío, cómo sus palabras me abrazaban por dentro.
Recibe mi pésame por tu pérdida y mi abrao agradecimiento por compartirlo.