11/6/12

Recóndita armonía



Hay ocasiones en que debería bastar con dejar caer, como al acaso, un título: Tout est pardonné. Y que por algún azar venturoso el viento, que sopla donde quiere, lo llevara a quien pudiera escuchar en esas tres palabras -Todo está perdonado- la resonancia propicia que lo empujara a una sala oscura, donde llovieran sus imágenes en la mirada que pudiera cobijar el cine de Mia Hansen-Love, como quien abriga una llama temblorosa que vuelve aun más negra e infinita la noche oscura.


Debería bastar. Como una consigna secreta para quienes creen en un cine que no pretende explicarlo todo ni colmar todos los vacíos ni atar todos los cabos, que conjuga claridad y misterio, sendero y selva, concisión y complejidad, emoción y distancia, elipsis y tiempo suspendido, silencio y música secreta, sencillez y hondura. Así es el cine de Mia Hansen-Love. Y digo que es así a la luz de sus dos primeros largometrajes. Acabo de ver la noche pasada Todo está perdonado (2007), pero vi antes el segundo, Le père de mes enfants (2009), El padre de mis hijos, hace unos meses.


Creo que prefiero Todo está perdonado, pero las dos películas me gustaron mucho. Son cine del que uno teme decir demasiado, como si las palabras fueran a empañar un cristal finísimo, o acabaran arrugando la transparente piel del agua, o quebrando la tersura de un tejido delicado. Cine de la herida y la pérdida, cine de la herencia y el desconsuelo, de iluminación y renacimiento. Ambos filmes de Mia Hansen-Love -a la espera del último, Un amor de juventud (2011)- se abren con la luz amenazada por las sombras, transitan por las sombras más negras y afluyen en una doliente claridad, que permite rescatar del pasado trágico una imagen primordial, un gesto redentor, un recuerdo que alumbra  una experiencia reveladora.

Fotograma de Todo está perdonado

Un cine que aflora en experiencias muy cercanas a la cineasta que, represando el patetismo de la tragedia que albergan, destila imágenes de meridiana precisión donde los gestos, el movimiento de los cuerpos y los lugares ponen en circulación íntimas resonancias, donde la escritura deviene pespunte de miradas que enhebran filiaciones; bastan la rimas de unos puentes, de unos árboles desde un tren, del silencio de unas miradas, de unos paseos solitarios entre el primer tramo y el último de la película para decir cuanto es decible sobre los lazos inefables entre un padre y una hija.

Mia Hansen-Love y el director de fotografía Pascal Auffray 
en el rodaje de Todo está perdonado

Todo está perdonado teje los mimbres del melodrama (drogas, sobredosis, ruptura familiar...) pero nada menos convulso y desgarrado que la película de Mia Hansen-Love, cuya mirada serena y luminosa nos permite encontrar en el curso de unas imágenes -que llevan inscrito el peso del tiempo- una milagrosa y recóndita armonía.



Historias de padres e hijos, de duelo y redención, de la alegría y el dolor de vivir y de la angustia de crecer, de hacerse cargo de la memoria de los padres y hacerle sitio en la nuestra, de las heridas y cicatrices, de volver y de encontrar, de la primera mirada y de la última, de la belleza y de la melancolía.


Cine de lo visible que no debe ser olvidado pero donde encuentra su eco lo invisible, en ese retrato femenino que deviene un legado, donde cobra forma lo que se ha recibido. Películas, en fin, que se religan con el mejor cine francés, prendas ellas mismas de la memoria, filiación y herencia en el aquel de filmar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario