19/6/12

La tetera roja


El primer árbol que vi fue un abedul, cuenta Aki Kaurismäki en el filme (de Guy Girard) que le dedica la serie Cineastas de nuestro tiempo; vamos, que rueda películas urbanas, pero es un cineasta de aldea, por eso no debe extrañarnos esa excepción que representa Bico (2004), la pieza que forma parte del filme colectivo Visiones de Europa, sobre una aldea helada en Castro Laboreiro, cerca de donde vive la mitad del año. La película de Cineastas de nuestro tiempo se ve como  un filme -a la Kaurismäki- que resulta algo así como un autorretrato de un cineasta del mismo nombre encarnado por un finés de Orimattila que, mira por dónde, se llama Aki Kaurismäki.

Aki Kaurismäki, a la dcha., 
con su inseparable director de fotografía Timo Salminen 
en el rodaje de Le Havre

Conviene hacer estas precisiones tratándose de Aki Kaurismäki, que se vale de un personaje que se llama igual y que ejerce de cineasta para presentarse en público, un personaje que deviene una prolongación de su propio universo fílmico, perfectamente asimilable a los personajes que han encarnado actores como Matti Pellonpää, Markku Peltola o André Wilms. Un personaje que, llegado el momento de retratarse, se presenta con sus canes (que se ganan la vida interpretando papeles diversos en sus películas) en una escena de resonancias más Keaton que Chaplin.
  
Aki Kaurismäki y su compañía (perruna)
de actores.
Los perros comediantes.
Arriba, un fotograma de El hombre sin pasado
abajo, uno de Luces al atardece

Y otro, de Le Havre.

O en el taller, junto a un mueble de madera con muchos cajones de los que va sacando trastos viejos: la alcachofa de una ducha, unos focos, un par de moto-sierras, unos sombreros... y confiesa, atenuando su aquel bolchevique (o remitiéndose a una definición de los años de los soviets, según se mire) que quizá sólo sea un socialdemócrata que conserva los recuerdos del pasado. O hablando con ternura de un mostrador que ya vimos en el restaurante El Trabajo de Nubes pasajeras, sin ir más lejos, y que ahora ha cobijado, a modo de merecido retiro, en su hotel Oiva, porque me gustan los objetos y pensó que era el momento de que el mostrador encontrara su hogar.
  

Kati Outinen, la actriz-fetiche del cineasta, contó alguna vez que a los fineses les cuesta mucho deshacerse de las cosas viejas y les encantan las cosas usadas. Será una seña de identidad entonces. El caso es que a Kaurismäki le gustan tanto los objetos que los filma con el mismo amoroso cuidado que a cualquiera de sus perdedores, pero no cualquier cosa; siente debilidad por los objetos pasados de moda (aun nunca hemos visto un teléfono móvil en una película suya), cachivaches rescatados del olvido, cosas que respiran caducidad -objetos fuera de tiempo, marginados por la voracidad de novedades del consumo- pero que acoge en sus encuadres donde cobran nueva vida fílmica. 
  
Fotograma de Sombras en el paraíso

Y gustándole tanto las cosas, le gusta aún más desnudar los encuadres y administrar el atrezo casi con tacañería, aplicando la misma economía -precisión y síntesis- que emplea en lo narrativo o simbólico de sus películas. Por eso, vaciar, simplificar, reducir al mínimo los objetos presentes en el encuadre es una de las tareas con las que más disfruta como director. Cada objeto trae su tiempo a cuestas y, bajo las luces de Timo Salminen, destila una intensa melancolía. Cuánto le habrían gustado a Walter Benjamin las películas de Kaurismäki. 

Fotograma de Un hombre sin pasado

El cineasta somete a los objetos a un reciclado fílmico y despierta en los cachivaches un potencial poético inesperado, un proceso que Pilar Carrera define -en un estudio (jugoso y juguetón) sobre Kaurismäki- como una ritualización de las baratijas.

Un Kaurismäki ad hoc

Un potencial poético que depende en gran medida de la simplicidad y la pobreza de los objetos mismos, y de la singularidad que cobran en la puesta en escena: En cierto modo soy muy japonés en mi trabajo. Nada de decoración: la base de todo es la sustracción. Se parte de una idea inicial que se va reduciendo progresivamente hasta que se ve lo suficientemente despojada para ser justa. Entonces y sólo entonces uno está preparado [para rodar el plano].

Fotograma de Luces al atardecer

Y todo por culpa de Ozu. O más precisamente, por culpa de la tetera roja de Ozu. La tetera roja de Flores de equinoccio




Por lo visto todo cambió para Kaurismäki el día que puso los ojos en el cine de Ozu en 1976. Y no le quedó más remedio que emprender la búsqueda de su propia tetera roja. Desde la tetera roja de Sombras en el paraíso hasta la de Nubes pasajeras o un alter ego (de la tetera roja) en Luces al atardecer.

Arriba, un fotograma de Nubes pasajeras con la tetera roja; 
abajo, uno de Luces al atardecer con su alter ego

A Ozu culpa Kaurismäki de todas sus malas películas, porque ninguna alcanza la maestría de Tokio monogatari, y sigue rodando por si alguna vez algún dios le concede hacer una película que alcance siquiera la sombra de la admirada obra maestra. Y Ozu también tiene la culpa del epitafio que Kaurismäki ha elegido: Nací pero..., el título de la maravillosa película del maestro japonés. Os dejo aquí una pieza rodada en 1993 con motivo de la edición especial de Tokio monogatari por Criterion y que formaba parte del documento-homenaje Talking with Ozu.



Seguro que Ozu se sentiría felizmente culpable del cine de Kaurismäki. Sólo deseamos que tarde muchos años en necesitar el epitafio y, mientras, siga buscando en muchas películas por venir su propia tetera roja.

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