28/6/12

Ceniza en la manga de un viejo



Acabo de ver Film Socialisme, la última película de Godard. Y quizá sea la última última. ¿Sería por eso que fui aplazando el momento de verla desde hace un año o más? Esa mujer que señala con el dedo un camino en la oscuridad -y dice: Imagina... el desierto- parece hablarnos de una despedida. Ahora quizá tengamos que arreglarnos con el cine que arde en sus películas para iluminar la larga noche por venir. Quizá Film Socialisme sea la última hoguera de Godard en la noche del cine. Y muy bien podría haberse titulado Socialismo o barbarie. Por lo visto, cuando terminó la película, desmontó su estudio en Rolle, el pueblo suizo próximo a Ginebra donde vive -y trabajaba- desde los setenta. Tratándose de un cineasta que hacía cine todos los días desde la mañana a la noche, deshacerse de su taller representa un hecho decisivo.


Y recordaba que dentro de un año se cumplirán treinta de aquel día que pasamos por Rolle con la intención de visitarlo, eso sí, sin cita previa. Mientras Ángeles y nuestro hijo se bañaban en el lago Lemán, me acerqué a la casa de Godard y llamé a su puerta. El timbre sonaba dentro pero nadie abrió. Quizá no estaba en casa. O no quería ver a nadie. Y si hubiera abierto quién sabe si me hubiera mandado a paseo, aun recibiéndome, en cuanto empezara a preguntarle por las películas que había rodado con Anna Karina, por Bande à part y Pierrot le fou, por Vivre sa vie, sobre todo, y en particular por este plano que tengo como fondo de escritorio en el portátil y al que Ángeles se refiere como "La llorona".


Godard despliega en Film Socialisme (2010) un ensayo fílmico sobre la cultura, el arte, el pensamiento, la memoria y la miseria (moral) de Europa; con un crucero (una Europa-Titanic, digamos) por el Mediterráneo -como metáfora-, que dialoga con el crucero de Una película hablada (2003) de Manoel de Oliveira,  y una gasolinera -como sinécdoque-, que dialoga con su Pierrot le fou (1965), la película-síntesis de su primera época. Una Odisea y una Itaca, un viaje y un hogar. Obra, pues, de relaciones y reflexiones, de puentes y pasajes; entre la Historia y las historias, entre la política y las películas; donde no faltan comentarios irónicos sobre el propio cine, a propósito de que a Hollywood se le llamara -con una imagen muy atinada- "la Meca del cine", con los ojos de todos los fieles mirando en la misma dirección (cifra de esa voluntad teocéntrica y monopolística del cine americano desde la primera guerra mundial), y que fueran magnates judíos los que inventaran Hollywood: curiosa paradoja ésta de los judíos fundando la Meca (del cine).



Desde que se instaló en Rolle, el cine de Godard ha transitado -más radicalmente- las formas del ensayo, en busca de formas que piensen, más que formas que narren. Formas de contar (de mostrar) -entre imágenes- los pensamientos, pensamientos que se hacen con las manos, manos que montan en la moviola imágenes y sonidos, acercando y separando, trazando un ritmo, trabajando la distancia, tramando una mirada. Ya se ha dicho: más que de películas, habría que hablar de un cine de Godard, un work in progress amojonado por filmes que dan cuenta de momentos de una conversación inacabada e inacabable. Histoire(s) du cinéma (1988-1998) representa un espejo de ese trabajo sostenido en el taller de Rolle y la gran obra de Godard.


Memoria y testamento, monumento y poema, celebración y duelo. Un amarcord godardiano. Formas que piensan para contar lo que pienso, quién soy, de dónde vengo; para contar mi historia, todas las historias de ; para encontrar mi lugar en el mundo, entre las imágenes que me han formado. Formas con una genealogía muy precisa: los rostros de Berthe Morisot pintados por Manet; esos  retratos en los que Godard ve el aire de decir "yo sé lo que estás pensando", y no sólo eso, con Édouard Manet comienza la pintura moderna, esto es, el cinematógrafo, es decir, una forma que piensa.


Lo que piensa Berthe Morisot.


Y lo que piensa la camarera del Folies-Bergère. Formas precursoras del cine...





Pero ésa es otra historia, dice Godard. En realidad, no es otra, es la historia que rescata en las Histoire(s). Melancolía y profecía se conjugan en una artesanía de resonancias mientras un cineasta rememora el amor y el dolor, la pérdida y la felicidad en la sala oscura, la rosa ardiente de las sombras encendida por tantas películas. Al escuchar la voz de Godard -que tiene ya ochenta y un años- me viene a la memoria aquel verso -Ceniza en la manga de un viejodel cuarteto de Eliot (que Cunqueiro había elegido como título para unas memorias que no llegó a escribir) como icono de estas Histoire(s). Un viejo cineasta que se siente heredero de Manet.


El cine como pintura del tiempo. El cineasta como un artista en su taller. Un artista que pinta (mancha) la pantalla con los trazos del cine. Y en sus Histoire(s) piensa el cine con el cine. Piensa con las manos en la moviola. Cortando y cosiendo. Pespuntando imágenes con resonancias insospechadas mediante un trabajo de costura (ralentizando, acelerando, encadenando, sobreimpresionando); pedazos de películas que ya nunca podremos pensar unas sin otras, después de haberle puesto los ojos encima a esos fragmentos que Godard nos muestra revelando potencias inesperadas. Quién puede olvidar la crueldad de Los pájaros con Marilyn, la sobreimpresión de esos trazos negros...




Y ahora quién puede apartar a Marilyn de Los pájaros (y viceversa). Tiene razón Gonzalo de Lucas, cuando Godard pega -encadena, sobreimpresiona- dos cachitos de cine, en realidad no los monta, los filma otra vez; para Godard montar es filmar. El cine de Godard se hace -se piensa- con las manos. Como un pintor. Por eso tantas imágenes (de imágenes) en las Histoire(s) cobran tal potencia (autonomía) visual que fuerzan al límite su capacidad de signos cinematográficos para (casi) devenir imágenes-objeto, objetos visuales, forma arrebatada, pura materia plástica.


Ninguna obra como Histoire (s) du cinéma muestra ese pensar con las manos, esas manos que piensan con las formas (del cine), como ese momento bellísimo en que acerca los ojeadores (de la escena de caza) de La regla del juego de Renoir a los amantes en el bosque de Los amantes crucificados de Mizoguchi, y encadena aquéllos con éstos hasta convertirlos en personajes de un mismo filme -de una misma historia (abrigados por un mismo tiempo)-, destilando no sólo un efecto de montaje sino un pensamiento como efecto de una forma (el amor perseguido y la belleza amenazada por la crueldad). El montaje como poética. Pensar con las manos. Manos que piensan. 


Como sólo el cine puede hacerlo, como en esta secuencia -aunque secuencia, plano o escena carezcan de valor conceptual en el fraseo memorioso de Histoire(s)- donde July Delpy lee El viaje de Baudelaire mientras los niños de La noche del cazador huyen en la barca río abajo (unos, alegres de escapar de una patria infame / otros, del horror de sus cunas...) mientras suena un cuarteto de cuerda de Webern. Leer y mirar, mirar leyendo, leer mirando, viaje inmóvil, movimiento interior, rapto onírico, libros y películas, literatura y cine, poesía y memoria. Como sólo el cine puede decirlo.












Qué pequeño es el mundo a los ojos de la memoria, escribe Baudelaire. Tan poquita cosa, como la ceniza en la manga de un viejo.


Lo que queda de las rosas al arder. Las rosas que prueban nuestro paso por el paraíso del cine de nuestra infancia.

25/6/12

El cine de la noche


Recuerdo que a mis doce o trece años empecé a apuntar en una libreta las películas por ver, de las que me iba enterando en libros de historia del cine, revistas, programas de radio o por contados cinéfilos viajados que tuve la suerte de conocer en mi adolescencia. Apuntaba, pongamos por caso, Retorno al pasado de Jacques Tourneur.


A veces encontraba fotogramas de esas películas deseadas; entonces los pegaba en la pared de mi habitación y me podía pasar horas sin quitarle los ojos de encima, echado en la cama, perdido en las películas que había detrás de aquellas imágenes, la prueba de vida de tantos filmes que aún no había visto. Un fotograma de Retorno al pasado, por ejemplo, donde se veía a Jane Greer encendiendo un cigarrillo.


Bastaba un fotograma para encender el deseo de las películas. Y las soñaba. Y soñando las hacía. De sueños.


Cuando al fin podía verla, la película deseada se proyectaba sobre la película soñada como en un palimpsesto de relámpagos. A veces, la película soñada redimía la desilusión; otras, la deseada borraba felizmente cuanto había imaginado. Y en ocasiones la película parecía la proyección de un sueño, como si no hubiera despertado, como si se hubiesen evaporado todos los años de espera desde que apunté la película en la libreta -o desde que le puse los ojos encima a un precioso fotograma- y la estuviera haciendo sonámbulo.


Tan sonámbulo como Robert Mitchum/Jeff Markham en el bar La Mar Azul, narcotizado por la música de la película que llega desde los altavoces del cine Pico, al otro lado de la calle. La música me mantenía despierto, dice su voz en off. Esperando, esperando, esperando por una mujer que le han encargado encontrar...

      
Y entonces la ve. Antes de que nosotros la veamos. Y cuando la vemos, aparece como una encarnación del deseo de un sonámbulo -Jeff Markham/cada uno de nosotros-, como el fantasma del sueño de una película, como si hubiera salido de la pantalla del cine Pico y la música la hubiera traído hasta La Mar Azul.


La película que veíamos era la película que habíamos soñado. Y aquella mujer era puro sueño: el de Mitchum, vicario de nuestro propio sueño. Era Jane Greer. Era Kathie Moffat. Daba igual cómo se llamara, era una alucinación. Una criatura de la noche en pleno día. 


Por eso Jeff Markhan, cuando trae de vuelta el pasado con la memoria, sólo recuerda la noche: Nunca la vi de día, nos dice. En Retorno al pasado se borran las fronteras del sueño y la vigilia; las imágenes cobran visos de formas movedizas, cobijos de fantasmas que han cruzado el umbral del trasmundo, ésos que anidan en los sueños oscuros, como esa Kathie Moffat que ha cruzado la línea de sombra de La Mar Azul. 


Un deseo hecho carne de cine. Como una emanación de la mirada de Jeff Markham. De nuestra mirada. La proyección de un cine interior.

 

Y el deseo/la mirada se convierte en una obsesión. Una porfía insomne en el aquel de mirar.


Y el tiempo deviene fatalidad. Femme fatale. Belleza fatal, que canta Godard en sus Histoires(s) du cinéma.


Y las apariencias, laberinto. Telaraña de sombras con música de Roy Webb.


El destino de Jeff Markham, atrapado en su propia película. La película que no se ha conformado con hacerla soñando. La película que se abisma en vivir.


En los dominios del cine negro. El cine de la noche. Donde viven los amantes de Retorno al pasado, cautivos de fuerzas que han desatado y que no pueden sujetar: Vivíamos de noche, recuerda Jeff Markham. No sé qué esperábamos. Quizá a que se acabara el mundo. Quizá pensábamos que era un sueño y que despertaríamos con resaca. Pero en el cine negro, fatalmente, la resaca de un sueño resulta una pesadilla.  


Uno puede cambiar de nombre, Jeff Bailey en lugar de Jeff Markham, y esconderse en un pueblo pequeño de las montañas, como Bridgeport, y montar una gasolinera, pero no puede cambiar el pasado (que nunca pasa de largo), ni borrar la memoria de Kathie Moffat, bagazo de los fantasmas -de una película (la de Jeff, nuestra película)- que siempre acaban por volver.

Jeff.- No debiste hacerlo.
Kathie.- Tú no lo hubieras matado.

Nadie puede salirse de una película que lleva dentro. Out of the Past.


El cine de Jacques Tourner tiene algo de cosa mentale, que decía Leonardo de la pintura. Sus mejores películas -La mujer pantera, Yo anduve con un zombie, La noche del demonio... Retorno al pasado- parecen proyecciones de la mente de sus protagonistas, destilados del inconsciente, afloramientos de secretas pulsiones, que se plasman en la pantalla con formas oníricas. Out of the Past (1947), que aquí se tituló Retorno al pasado, pertenece a esa estirpe de películas esculpidas con la materia de los sueños, paisajes espectrales para el noctívago y nictálope que abriga cada cinéfilo, el amigo de la casa de las sombras.


Todo empezó con Build My Gallows Highuna novela firmada por Geoffrey Homes, seudónimo del guionista Daniel Mainwaring, que aquí se tituló Eleven mi horca. William Dozier, un productor ejecutivo de la RKO compró los derechos, le encargó a Mainwaring la escritura del guión y le asignó el desarrollo del proyecto a Warren Duff, uno de los productores del estudio, que no quedó contento con el trabajo de Mainwaring y le encomendó un nuevo guión a James M. Cain, que tampoco le gustó.

Jacques Tourneur

Duff había elegido a Jacques Tourneur para dirigir la película y le dio a leer los dos guiones; el cineasta hizo unas cuantas sugerencias y el productor le encargó un nuevo guión a Frank Fenton, que acabó su última versión el 24 de octubre de 1946, cuando Tourneur y compañía llevaban casi una semana rodando exteriores en Bridgeport.


En los créditos del guión de la película figura únicamente Geoffrey Homes; Mainwaring usó el seudónimo porque su nombre figuraba en las listas negras, durante los primeras audiencias de la caza de brujas en el otoño de 1947, cuando se estrenó Retorno al pasado. En el número de Film Comment de enero-febrero de 1991, Jeff Schwager publicó un artículo sobre las reescrituras de Out of the Past, el título con el que la RKO bautizó el filme para soslayar la macabra gallows -horca- del de la novela, y, después de leer los guiones -y sus consiguientes revisiones-, concluye que la compleja estructura en flashbacks y el mejor diálogo de la película fueron obra de Frank Fenton -como aquella réplica de Kathie Moffat: Soy mala y tú no eres bueno. Somos tal para cual- y bien merecía compartir los créditos del guión con Mainwaring.
   

La trama de Retorno al pasado resulta laberíntica y en la segunda parte, por lo menos la primera vez, nos perdemos. Pero qué más da.


A esas alturas lo único que nos importa es acompañar a Jeff en su sonámbulo deambular -y nadie deambula sonámbulo como Mitchum- y ver cómo se pierde por Kathie. 


Y la segunda vez que la vemos (y la tercera y la cuarta) tampoco nos preocupa entenderla mejor, porque la trama de Retorno al pasado se teje en un territorio distinto a su argumento;
Jeff con Ann (Virginia Huston), 
el buen amor de Retorno al pasado

en la urdimbre de elipsis y presencias fantasmales que desprenden una atmósfera de tintes fatídicos y lírica desesperanza, envolviendo cada escena con un halo trágico; 


en un montaje donde nunca se vuelve a una angulación anterior, donde cada corte nos lleva a un plano con un ángulo nuevo, dotando a la película de un movimiento inexorable, donde la lógica causal se transfigura en la ineluctable lógica de los sueños;


en una plástica de luces y sombras -obra del gran director de fotografía Nicholas Musuraca (el de La mujer pantera del propio Tourneur, La escalera de caracol de Siodmak, Class by Night de Lang, de Sangre en la luna de Wise)- que conjuga abstracción y desasosiego.

Jane Greer, Robert Mitchum, Jacques Tourneur 
y Nicholas Musuraca en el rodaje de Retorno al pasado
abajo, Nicholas Musuraca prepara un plano con
Mitchum y Greer. 

Jacques Tourneur era un estilista que no llamaba la atención, y sus películas -rara vez fuera de los ajustados márgenes de la serie B (Retorno al pasado es una de las excepciones)- están preñadas de sutilezas, como el uso del fuera de campo (un cadáver tras una puerta; otro, tras un sofá) enhebrado de forma brillante con el sonido (el motor del coche que denota la huida de Kathie); las fuentes de luz naturales como patrón básico de la iluminación, luces con las que acostumbraba a ensayar con los actores para propiciar unas voces íntimas, sin necesidad de perderse en explicaciones; la gradación tonal del personaje de Kathie a través del vestuario y el peinado (nótese, por ejemplo, cómo cambia de lado la raya del pelo en las escenas con Jeff o con Whit, el gánster encarnado por Kirk Douglas, que encarga su búsqueda).


O cómo se nos comunica a los espectadores rasgos de Kathie (espectadora de la lucha de dos hombres por ella) antes de que el propio Jeff advierta que esa mujer se las trae, que se nos va a escapar siempre, puro misterio, criatura de las sombras.


La misma mujer que en el primer tramo de la película acudía a encontrarse con Jeff en la playa:  Llegaba como si viniera del colegio, y el mar inmenso fuera una gota de agua, recuerda Jeff, como si la misma voz en off invocara su aparición.


Y él la llamaba pequeñita. Y ella, entre sus brazos, le decía: Soy más alta que Napoleón. Se besan. Y ella: ¿Me echaste de menos? Y él: Como si me faltaran los ojos. Porque sólo tiene ojos para ella, la mujer que lo ciega. 


La noche nos gusta, escribía Borges ( si mal no recuerdo), porque suprime los detalles banales, como hace la memoria. Cuando pienso en el cine negro por excelencia, siempre me viene a la retina (de la memoria) el aire nocturnal -esas noches americanas- de Retorno al pasado, con sombras de noches lunares, como días de noche o noches a pleno día. Noches que parecen creadas para el cine negro, el cine de la mujer lunar.


Cada vez que vemos Retorno al pasado no podemos sino cantar -por no llorar (o por llorar cantando)- el arte del cine en blanco y negro, los colores del luto del cine de los orígenes. Porque, habiendo películas tan hermosas en color -El espíritu de la colmena, sin ir más lejos-, nada puede haber más bello que el cine en blanco y negro, un cine perdido para siempre, que ya sólo existe en el luto de quienes nos convertimos en devotos cinéfilos al amparo de su belleza, cuando no sabíamos que éramos quizá la última generación que iba a disfrutar en los cines -y con cierta regularidad- de las películas en blanco y negro. No sabíamos que -los cines y el blanco y negro- tenían los días contados.


Sólo por seguir proyectando películas en blanco y negro estarían justificadas las filmotecas del mundo: Amanecer, L'Atalante, Hombre de Arán... Out of the Past.


Por seguir dando testimonio de un arte desaparecido con el cine de la noche.