Mizoguchi en Venecia
Hace casi un año escribí sobre una de las historias de amor más bellas que he visto en una pantalla,
Chikamatsu monogatari, que aquí se tituló
Los amantes crucificados, y terminaba así:
...en una película de Mizoguchi late el corazón de las cosas. Por eso es tan difícil hablar de su cine, porque allí, sobre la pantalla, un río es un río, el mar es el mar, un árbol es un árbol. Las películas de Mizoguchi no sólo respiran, sino que parecen recoger el latido vital de las cosas y nos otorgan un sentido de pertenencia en el fluir del tiempo, nos religan con el cosmos. Porque, como sólo los más grandes cineastas, en sus filmes, dotados de una sencillez y transparencia extremas, conviven la vida con las sombras y la muerte con la luz. Como en
Ugetsu monogatari (1953), conocida en occidente como
Cuentos de la luna pálida de agosto o también
Cuentos de la luna pálida después de la lluvia, como
Os contos da lúa vaga depois da chuva o sencillamente
Contos da lúa vaga en portugués, otra maravilla del arte de la fuga y de la poética del agua de Mizoguchi que traeremos por esta
escuela otro día.
Ese día ha llegado. Quería haber publicado esta entrada anteayer -24 de agosto de 2011-, cuando se cumplían cincuenta y cinco años de la muerte de Kenji Mizoguchi, pero cualquier día es el mejor para traer su cine aquí.
Una vez, Mizoguchi escribió -o quizá deberíamos decir que dibujó o caligrafió- sobre una pared esta frase:
A cada nueva mirada, es necesario lavarse los ojos... para ver bien. Es lo que hace con los nuestros
Cuentos de la luna pálida, nos limpia la mirada. En el curso del tiempo y de los sucesivos visionados asombra cada vez más su poder de síntesis, cómo dice tanto en poco más de noventa minutos; uno tiene la impresión de haber vivido varias vidas en un soplo, esta vida y cualquier otra vida tan verdadera como imaginaria, hasta que cae en la cuenta que para Mizoguchi es la misma vida, o como apuntaba Godard en un texto sobre el cineasta publicado en la revista
Arts en 1958, el arte de Mizoguchi se fragua al mostrar
a un tiempo que la verdadera vida está en otra parte y que, sin embargo, también esta ahí, en toda su extraña y radiante belleza. Por todo eso,
Cuentos de la luna pálida es de esas películas que necesitan toda una vida para decantar nuestra mirada, para educarla, para afinarla con vistas a encontrar nuevos sonidos, cada vez más sentidos y sutiles, con las cuerdas de nuestra sensibilidad.
Cuentos de la luna pálida viene a ser una paradoja en la obra de Mizoguchi - pronunciado "Mitzuguchi", anota Luc Moullet-: por un lado, quizá sea la película más célebre -¿y más conocida?- del cineasta, por otro, la irrupción de lo fantástico -de lo sobrenatural- resulta excepcional en una filmografía de marcado carácter realista. Pero, como veremos, la conjugación realista de lo fantástico o, dicho de otra forma, una puesta en escena que borra las fronteras entre este mundo y el
otro, convierte a
Cuentos de la luna pálida en la quintaesencia del cine de Mizoguchi y en la cristalización de su poética. En palabras de Luc Moullet, representa el arte más perfecto y la crítica -en el sentido de hermenéutica- suprema de ese arte.
Ugetsu monogatari -de Akinari Ueda, un autor del siglo XVIII-, un clásico de la literatura fantástica japonesa que se publicó por primera vez en 1776, aporta la materia argumental del guión de Yoshikata Yoda y Matsutaro Kawaguchi. De los nueve cuentos de
Ugetsu monogatari, aprovechan, según Yoda,
La cabaña entre las cañas esparcidas -el campesino que abandona a su mujer (la Miyagi del filme) para ir al mercado de la ciudad, pasan los años, y cuando vuelve, le recibe el fantasma de su esposa muerta- y
La impura pasión de una serpiente -el protagonista, perdido por los encantos de una mujer diabólica que le lleva a confundir el ensueño con la realidad-, un relato en el que Yoda encuentra una frase que alentará una de las ideas primordiales del guión -y de la película-:
Si yo fuera un fantasma, ¿por qué habría de aparecerme entre tanta gente y a la luz del día?, razona la mujer-serpiente; de ahí, la aparición -con visos realistas- de la princesa Wakasa en el mercado para comprar las cerámicas de Genjuro. Y aunque de esos dos relatos Mizoguchi y sus guionistas extraen el material de partida de la trama principal de
Cuentos de la luna pálida, Antonio Santos señala un tercer relato como inspiración de la película,
El caldero de Kibitsu, sobre todo en la escena en que Genjuro transita hacia el territorio fantástico siguiendo a la princesa Wakasa hasta su mansión -...
se internaron por un angosto sendero lateral...
Atravesando una mísera puerta de bambü...
y más allá se vislumbraba el desolado abandono de un estrecho jardín...
todo el lugar imponía una indecible tristeza- y en la secuencia en la que un monje practica un exorcismo con Genjuro para librarlo de la posesión diabólica. Pero, además, Mizoguchi le pidió a Yoda que enhebrara en el tejido del guión una historia derivada de
Condecorado, un cuento de Maupassant sobre un burgués obsesionado por conseguir la Legión de Honor, que servirá de base para la trama secundaria en torno a Tobei, el hermano y vecino de Genjuro, y Ohama, su mujer.
En todo caso, el material literario experimenta una profunda transformación en el guión, y la piedra angular de la película -el triangulo de Miyagi, Genjuro y Wakasa- cobra una iluminación poética que convierte la materia argumental en puro cine, como el propio Genjuro transfigura el barro en bellas piezas cerámicas, estableciendo una continuidad entre el trabajo detrás de la cámara y el trabajo que vemos sobre la pantalla, entre el Mizoguchi hacedor de formas y el alfarero, y aun más, como señala Bénard da Costa, decantando la esencia de su cine a través de
la continuidad indefinida de la existencia de la que habla
Spinoza en su
Ética, o dicho de otra forma, la unidad de todas las cosas -los vivos y los muertos, el mundo y el arte, lo visible y lo invisible, la tierra y el cielo, lo real y lo imaginado- que deviene el tema cardinal de
Cuentos de la luna pálida.
Los hilos de la historia de Genjuro y Miyagi -y la princesa Wakasa- y de la historia de Tobei y Ohama que tejen el tapiz de la película se anudan con el deseo de
otra -y
verdadera- vida que arrebata a los hermanos, con los sueños de gloria -la gloria de las artes (Genjuro) y la de las armas (Tobei)-. No es de extrañar que el gran crítico francés Jean Douchet, que escribió las más esclarecedoras páginas sobre la obra de Mizoguchi, lo definiera como
el cineasta del deseo. Tampoco puede extrañarnos la correspondencia entre el artesano Genjuro que da forma a la tierra y el artesano Mizoguchi que da forma a la materia visual y sonora, entregados ambos a revelar las formas ocultas, imaginadas, invisibles; cautivos del deseo y el sueño de las formas bellas. Yoda, el guionista que amaba y reverenciaba a Mizoguchi, con el que trabajó durante veinte años, hasta la muerte del cineasta, cuenta en sus memorias que Mizo-san (así se refería cariñosamente al maestro) vivía atormentado por una doble naturaleza: la de un eremita sensible y la de un espectro preñado de deseos insatisfechos, de ahí el conflicto entre la acción y la contemplación, el caldo propicio para la ensoñación. En
Cuentos de la luna pálida, en ese Genjuro atrapado en la encrucijada de Miyagi y Wakasa, late el corazón mismo de Mizoguchi.
Mizoguchi (en el centro) en el rodaje de Ugetsu monogatari
Este mundo y el otro, el mundo de los vivos y el de los fantasmas, el mundo real y el mundo de los sueños... la naturaleza dual de
Cuentos de la luna pálida encuentra acomodo en una estructura también dual donde, como en
El intendente Sansho, la siguiente película de Mizoguchi, cada escena se desdobla: dos viajes a la ciudad, dos agresiones a las mujeres, dos apariciones de fantasmas, dos regresos a la tierra natal... en fin, dos sueños. Claro que sueños de distinta naturaleza, porque, así como Tobei acabará abominando de su aventura como samurái al comprender que la guerra aniquila cualquier sueño-, Genjuro, por su condición de artista, necesita de los sueños, debe aventurarse entre este mundo y el otro, errante entre lo real y lo imaginario -más que vagabundo,
vagamundos- en busca de la belleza. Como el propio Mizoguchi.
Mizoguchi y las mujeres
en el rodaje de La calle de la vergüenza (1956)
Pero hay más, porque esa estructura dual que sirve de armazón a
Cuentos de la luna pálida tiene su réplica en la microestructura de la película, articulando la puesta en escena en torno a dos líneas de fuerza, que se corresponden justamente con la doble naturaleza de Mizoguchi de la que hablaba su fiel Yoda: la visión y el vértigo, el recogimiento y el deseo, la contemplación y la acción. En torno a esos dos vectores, Mizoguchi articula la puesta en escena, conjugando -y coreografiando- los movimientos de cámara y de los actores con su inclusión o exclusión del encuadre -o sea, en campo o fuera de campo- y con la distancia entre los personajes y nosotros. Ese juego vibrante de distancias entre espectadores y actores, preñado de una tensión contante derivada del conflicto entre las líneas de fuerza, moviliza nuestra sensibilidad y carga de afectividad cada plano. Por eso, como señaló Alain Begala, la distancia con que a veces Mizoguchi nos separa de los personajes deja de ser un territorio vacío para convertirse en el lugar privilegiado donde se generan las emociones, porque deviene un lugar para ver mejor, no para ver más sino más hondo.
En el curso de las odiseas de Genjuro y Tobei,
Cuentos de la luna pálida deviene, como
Los amantes crucificados, un arte de la fuga y una poética del agua, donde el lago Biwa representa una frontera entre este mundo y el otro.
Como en
Los amantes crucificados, la travesía en barca durante la noche y en medio de la niebla, verdadero paisaje liminal entre lo real y lo fantasmagórico, un Leteo por donde transitan los muertos -se cruzan con la barca de un moribundo que les advierte del peligro- camino del más allá.
Una travesía en la que, como apunta Bénard da Costa, el mundo fantasmático se apodera del mundo elegíaco, desplegada mediante composiciones diagonales en las que predominan las líneas oblicuas, que encontrarán su correspondencia en las escenas de la mansión de la princesa Wakasa. Por tanto, también la composición de los planos denota la naturaleza dual de la puesta en escena: la frontalidad para las escenas del hogar (la tumba de los antepasados, las raíces, la aldea natal) y la oblicuidad para lo fantasmagórico. Podemos comprobarlo si examinamos algunos momentos cardinales de
Cuentos de la luna pálida.
A Genjuro le ha ido muy bien en el mercado, ha vendido muchas piezas de cerámica, incluso una dama muy elegante acompañada de su nodriza le ha comprado varias y le han pedido que se las lleve a la mansión, pero aún no sabe que esa dama es la princesa Wakasa, ni siquiera se dio cuenta que sólo él vio a esas mujeres. Así que ganó una buena cantidad de dinero y ahora contempla las telas de un puesto del mercado, quiere hacerle un regalo a Miyagi, entonces al fondo se hace visible una puerta abierta a un paisaje rural (como el del hogar de Genjuro) y desde la derecha entra en campo Miyagi llevando al hombro un tabla con piezas de cerámica que deja a la entrada.
Genjuro arrodillado junto al puesto de telas experimenta la ensoñación y se nos muestra desde su punto de vista, con una composición frontal, pues se trata del sueño del regreso al hogar: cuando Miyagi traspasa el umbral -qué decisivas son las puertas en esta película, como elementos de tránsito entre este mundo y el
otro, pero también hacia otros conocimientos, otras experiencias-, se convierte, durante unos instantes y por efecto del contraluz, en una sombra mientras se acerca a las telas, al tiempo que la cámara retrocede en un
travelling , al principio imperceptible al conjugarse con el movimiento de Miyagi y luego más patente al incluir a Genjuro -de espaldas, contemplando la visión- en el encuadre.
Pero la Miyagi que vemos -con Genjuro- no es la Miyagi que vimos en las escenas anteriores, me explico mejor, es la misma y a la vez es otra, más sensual, más atractiva; es la Miyagi ensoñada por Genjuro, quien acaricia las telas, descuelga una para probársela y luego desaparece por donde vino. Acaba de verla como ensueño, la próxima vez la verá como fantasma. Cuando Genjuro vuelve de su visión, la nodriza y la dama han vuelto a buscarlo, por si acaso se pierde camino de la mansión, y ahora desde su punto de vista -fascinado- vemos un primer plano de Wakasa que le sonríe, con un maquillaje que nos recuerda a las máscaras del teatro Nô.
Cabe señalar, llegados a este momento de
Cuentos de la luna pálida -aun adelantándonos un poco- que los relatos de Akinari Ueda reunidos en
Ugetsu monogatari son deudores del Nò del mundo ilusorio o fantástico creado en el siglo XIV por Zeami, una forma teatral que Mizoguchi recrea en la escena de la danza de Wakasa y que refuerza el mundo fantasmagórico en el que acaba de penetrar Genjuro.
Cautivo del hechizo -de una Circe- que borra a Miyagi y el hogar de su memoria, Genjuro, con el hatillo de las piezas, sigue a la nodriza y a la princesa Wakasa entre el lago y los juncos que, en primer término, velan el plano a modo de visillos, mientras la cámara los acompaña con una panorámica. Una puerta de bambú desvencijada -otra puerta- movida por el viento, un lugar abandonado, un sendero descuidado. Un muro blanco invadido por la maleza sobre la que se desplazan las sombras -otra vez las sombras- de la princesa, la nodriza y el alfarero.
Ahora volvemos al plano de la puerta desvencijada por la que han entrado los tres personajes. La cámara nos sitúa frente a la puerta -otra más- de la mansión. Resulta patente la desolación y la ruina. La princesa entra y sale de campo, la nodriza la sigue, pero Genjuro no se atreve a entrar aunque resulta notorio cuán tentado se siente. Entonces, en un plano más cercano, la nodriza vuelve, le cuenta que se trata de la princesa Wakasa -cómo va a rechazar semejante invitación- para vencer la leve renuencia del alfarero. Genjuro obedece y traspasa el umbral con el hatillo de las piezas. La cámara se desplaza en una grúa descendente por el jardín interior de la mansión en una trayectoria oblicua respecto al corredor por donde camina Genjuro siguiendo a la nodriza; en primer término un árbol seco y maleza. Cuando llegan a una estancia contigüa al jardín, la nodriza recoge el hatillo y el alfarero aguarda.
En cuanto desaparece aquélla, un leve resplandor atrae la mirada de Genjuro. Vemos un plano general del corredor donde las sirvientas encienden las candelas, el árbol yermo aparece ahora transfigurado en un cerezo florido y el jardín abandonado se nos presenta ahora cuidado, y la estancia misma antes vacía, amueblada. Las palabras que uno pueda escribir nunca podrían hacer justicia a la atmósfera visual creada por la fotografía de Kazuo Miyagawa y la iluminación de Kenichi Okamoto -en la japonesa, a diferencia del resto de las cinematografías, la iluminación de la película no es una función del director de fotografía- y el clima sonoro de Fumio Hayasaka e Ichiro Saitô, entre los más próximos colaboradores de Mizoguchi en la búsqueda de la belleza.
Emergiendo de la oscuridad, la sombra de Wakasa, como antes la de Miyagi, precede a su presencia y se acerca oblicuamente hacia Genjuro, lo coge de la mano y lo conduce con gran deferencia hacia el interior de la mansión. Mientras lo acompaña a la sala donde va a ser agasajado, le pregunta si es Genjuro de Kitauguni, como si de un artista de renombre se tratara, y la cámara se acerca para acomodarse a la situación de los personajes. Wakasa le habla con gran admiración del brillo azul del esmalte de sus piezas. En una disposición oblicua con respecto a la cámara, la candela, a la izquierda; Genjuro, a la derecha, arrodillado y con la mirada baja, sin atreverse a mirar a Wakasa en primer término. La princesa se incorpora, corte a un picado sobre el alfarero mientras ella se coloca a su derecha, ocupando el sitio que le deja en encuadre sin cambiar la angulación y recomponiendo la diagonal respecto a la cámara,
quiere que le cuente cómo consigue semejante belleza, ¿acaso tiene un secreto?
No, no hay ningún secreto que no pueda contar. Todo es cuestión de experiencia. Son muchos años trabajando el barro y cociendo el esmalte. Cómo no sentir el grano de la voz del propio Mizoguchi en esas palabras, la humildad sí, pero también el arrebato febril. Ella le escucha conmovida y casi se le quiebra la voz cuando exclama:
La belleza de la experiencia. Y añade aquellas palabras por las que suspiró secretamente Genjuro:
Sólo alguien como tú podría crear piezas tan bellas. En esta escena, todo cuanto Wakasa le dice al alfarero, toda la admiración que le demuestra, todo el valor que otorga a sus obras, es todo cuanto Genjuro soñó alguna vez escuchar, todo el reconocimiento que anheló, toda la gloria que persiguió. Nunca nadie lo vio así, como un artista, o quizá nunca supo ver que también Miyagi lo veía así, pero de otra forma, justamente por esa razón deberá transitar por el otro mundo con Wakasa para lavarse los ojos del sueño y mirar otra vez.
Un
travelling de retroceso acompaña a la nodriza que se acerca seguida por las sirvientas hasta componer el plano con Genjuro a la izquierda, pero, en cuando la sirvienta coloca la bandeja con el sake y las piezas de cerámica del alfarero, una panorámica a la izquierda acoge en el encuadre a Wakasa y un
travelling hacia delante, conservando la composición oblicúa, nos deja a solas con ellos, excluyendo a la nodriza y las sirvientas.
Me apetecía tomar el sake en las piezas que has fabricado. Genjuro se siente feliz y conmovido de que alguien como ella comprara sus piezas, como si sus obras hubieran llegado al destinatario que las merecía. Cómo no imaginar que eso mismo nos dice Mizoguchi a quienes contemplamos arrobados su película. Ahora, cuando su arte ya ha sido reconocido con creces, es cuando Genjuro confiesa que es un campesino, que sólo es alfarero en su tiempo libre. Tiene entre las manos una de sus cerámicas:
Para mí, cada pieza es como un hijo. Ahora sí, ahora se atreve a mirarla aunque sea sólo un instante:
Y es una alegría y un orgullo que estén en unas manos tan nobles. Mientras entran en campo las manos de la nodriza ofreciendo el sake, el alfarero le confiesa, inclinándose sobre el tatami para ocultar su rostro:
Me siento como en el paraíso. Un nuevo plano incluye a la nodriza de espaldas, en el centro Wakasa y a la derecha Genjuro. El alfarero le asegura que ahora comprende que la belleza de sus piezas depende de quién las use, es decir, de quién la mira: es la mirada quién crea la belleza, sólo dormida cuando sale de las manos del artesano. Ahora ella coge una taza y él le sirve el sake. Wakasa no quiere que el gran talento de Genjuro se desperdicie en un pueblo que nadie conoce. Pero él no sabe cómo conseguirlo por más que desee la gloria. Contraplano, ahora tenemos en una angulación frontal a la nodriza que manipula los sueños de Genjuro y lo tienta asegurándole que conseguirá la gloria del arte si se convierte en el amante de la princesa.
Mientras, Miyagi deambula con su hijo a cuestas por un camino. Unos samuráis hambrientos la atacan para robarle la comida que guarda entre sus ropas para el niño y, como se niega a entregársela, uno de los guerreros la hiere de muerte con la lanza. La cámara en una grúa acompaña a Miyagi que trata de mantenerse en pie y seguir su camino para poner a salvo a su hijo pero cae y se arrastra, mientras en segundo término los samuráis se disputan la comida que le acaban de robar. Víctima y victimarios, causa y efecto, la vida y la muerte, reunidos en el mismo encuadre.
Tras la danza de Wakasa y la primera noche de amor, el baño. Wakasa sale de campo mientras se desnuda y fuera de campo se mete en el agua donde la aguarda Genjuro que sale de campo por la derecha para ir junto a ella. La cámara se mueve en panorámica hacia la izquierda y se desplaza por el regato, la tierra, encadenado por los surcos de un jardín zen y se eleva para descubrir a Wakasa y Genjuro junto al lago que separa al alfarero del hogar, de Miyagi, a quien ha olvidado.
Genjuro juega con Wakasa. Ella le escapa, él la persigue, la abraza...
Me da igual que seas de otro mundo. Nunca me separaré de ti...
Eres un sueño del que no quiero despertar. Se alejan jugando hasta un plano en picado sobre Genjuro que rueda por el suelo:
Esto es el paraíso.
Wakasa entra en campo, se tiende sobre él y la cámara se acerca hasta un primer plano de ambos, con la madeja del pelo negrísimo de la princesa que parece enroscar el cuerpo de Genjuro como una serpiente.
Al final, protegido por los exorcismos budistas que un monje tatuó en su pecho y espalda, Genjuro consigue librarse de Wakasa y su nodriza, empuñando el sable que había pertenecido al señor de la casa, el padre de la princesa, y destruyendo aquello que le había devuelto la vida a la mansión: la luz de las candelas. El alfarero acaba saliendo al jardín donde cae de bruces.
Un jardín que vemos de nuevo abandonado, como cuando llegamos a él acompañando a Genjuro en pos de la princesa. La luz de las candelas encendió el otro mundo y se apagó con ellas. Nuestro protagonista despierta.
De la mansión sólo quedan ruinas; de la princesa, jirones de sus vestidos y su canción -aquella que escuchamos en la escena de la danza que sirvió de pórtico a su primera noche de amor con Genjuro- que parece haberse quedado prendida en el aire del lugar.
Genjuro vuelve a casa, lo acompañamos con un
travelling y una panorámica, pero nos quedamos a una cierta distancia -en plano general- para contemplar cómo camina hacia su casa y se dispone a cruzar el umbral. Corte en torno a la puerta, la primordial, la decisiva. Vamos a contemplar una de las más bellas escenas que se hayan filmado nunca, la quintaesencia del arte de Mizoguchi. Ahora estamos dentro de la casa, frente al umbral que cruza Genjuro, acaba de entrar en su hogar, pero ya no es un hogar, mientras acompañamos -
travelling de retroceso y una panorámica- su deambular por el interior de la casa llamando a Miyagi, resulta patente el abandono, la ausencia del fuego... además sabemos que Miyagi está muerta, algo que Genjuro ignora. Nos quedamos dentro mientras el alfarero sale por la puerta opuesta y gira a la derecha para dar vuelta a la casa, desplazamiento que acompañamos con una panorámica y alcanzamos a verlo a través de una ventana. Y entonces, en el curso de la panorámica, advertimos una candela encendida y el fuego del hogar -el fuego esencial en el arte del alfarero como esencial es la luz para el cineasta- y vemos a Miyagi preparando la cena, al tiempo que la descubre Genjuro -en plano frontal- cuando vuelve a cruzar el umbral -ah, la puerta-, y ahora sí ha vuelto realmente al hogar, y lo encuentra tal como él lo dejó, y ella lo recibe con alborozo, y el mundo vuelve a estar en orden. Es tal la emoción de Genjuro que no podría concebir que Miyagi es un fantasma, sólo atina a confesarle que ha despertado de un mal sueño.
Cuando despierta, Genjuro descubre que su mujer ha muerto. Lego lo vemos con su hijo junto a la tumba y la escuchamos la voz de Miyagi -la maravillosa voz de Kinuyo Tanaka- diciéndole a Genjuro que siempre estará cerca de él, que cuide de su hijo, que vuelva al trabajo. Encadenado. Genjuro trabaja en el torno mientras seguimos escuchando la voz de Miyagi:
¡Qué jarrón tan bonito! Aquí, a tu lado, me siento feliz, ayudándote y haciendo girar el torno. Qué ganas de ver la pieza ya cocida. La leña está preparada. Ya no hay soldados ni samuráis por la aldea. Vive tranquilo y concéntrate en hacer bellas piezas. Encadenado. Genjuro ha metido las piezas en el horno y regula el fuego, mientras continúa la voz de Miyagi:
Hemos pasado por tantos avatares... Pero al fin te has convertido en el hombrea que yo deseaba que fueras. A partir de ahora mi alma puede descansar en paz sabiendo que tú eres feliz. Una panorámica siguiendo a Genjuro nos descubre a su hijo jugando a ser alfarero. La tumba de Miyagi está allí al lado y el niño le lleva una ofrenda, y arregla las flores. Un movimiento de grúa nos eleva en un movimiento suntuoso que desposa la tierra con el cielo en la continuidad de todo lo creado.
Miyagi y Wakasa son verdaderas cómplices en relación a Genjuro. Sólo gracias a que se pierde con Wakasa -o mejor,
en Wakasa- puede volver a casa trasformado en el hombre -y el artista- que Miyagi deseaba, sólo gracias a la travesía entre ambas puede Genjuro hallar la armonía entre el arte y la vida, entre la belleza y el mundo, y sólo gracias a la odisea le es revelado por la mediación de Wakasa y Miyagi la verdad que alienta en la belleza de las imágenes, como formas delatoras del hilo invisible que enhebra todas las cosas, y que puede sentirse como la poética del cineasta. Miyagi y Wakasa encuentran en la otra su propio espejo, no podrían existir la una sin la otra, una sola mujer bajo dos imágenes separadas por el río de la muerte. Dos personajes encarnados por dos maravillosas actrices: Miyagi, ya lo dijimos, por la gran Kinuyo Tanaka -
inadjetivable, como la califica Bénard da Costa-, la musa de Mizoguchi, con el que llegó a rodar trece películas en veinte años; y Wakasa a la que da vida Machiko Kyô. Dos de las actrices primordiales, con Isuzu Yamada, de la filmografía del cineasta que sentía predilección por las mujeres a la hora de crear personajes y que, de hecho, creo algunas de la mujeres inolvidables que hemos visto sobre la pantalla, como Miyagi y Wakasa, la doble faz de la musa de Genjuro.
Yoshikata Yoda, Kinuyo Tanaka y Kenji Mizoguchi
en París, 1953
La belleza de la experiencia que destila
Cuentos de la luna pálida reclama la experiencia de la belleza, necesitamos echarnos al camino de convertirnos en los espectadores que la película de Mizoguchi espera. Y espera. Y espera. Puede esperar tanto tiempo como nos lleve. Quizá nunca hubiera llegado a profundizar en ella sin las conversaciones con el maestro, sobre todo en las que mantuvimos en los últimos años, en las que los temas cardinales que suscita
Cuentos de la luna pálida estaban tan presentes en sus palabras y habían alentado su propia obra.
Y cuando llegas -o te llega-, nada cifra la experiencia de
Cuentos de la luna pálida como aquel verso de Leonard Cohen:
I came so far for beauty. Vine de tan lejos por la belleza.