30/7/09

Pasajes

Creo que nada define la potencia de un texto crítico como los pasajes que permite transitar, hacia el interior del propio texto y hacia otros textos. La vida de un texto germina en la red neuronal y umbilical que componen sus pasajes, que fluyen en su caudal hermenéutico. Los pasajes alimentan el sistema circulatorio del texto pero también lo anudan con otras esferas del sentido. En la telaraña de los pasajes, la crítica deviene un arte de amar. No es de extrañar que la obra en la que trabajaba Walter Benjamin, quizá el crítico por excelencia del siglo XX, cuando emprendió el último viaje, fuera precisamente El libro de los pasajes. Tampoco que los ensayos de Milan Kundera acaben componiendo un palimpsesto cartográfico donde se trazan sucesivos pasajes en estratos que definen el espesor textual de una obra, o mejor, la urdimbre de la obra en la historia del arte.


Leos Janácek

Cómo vamos a sorprendernos entonces si Kundera nos lleva por un pasaje inusitado desde el diálogo de un cuento de Hemingway hasta Janácek, "un hombrecito bigotudo, con una espesa cabellera blanca, se pasea, con un cuadernillo abierto en la mano y escribe en notas musicales las conversaciones que oye en la calle. Era su pasión: llevar la palabra viva a la notación musical; dejó centenares de esas entonaciones del lenguaje hablado". Hemingway y Janácek desposados en el aquel de registrar el habla por la gracia de un pasaje secreto que transitamos de la mano de Kundera -ya sabéis que hablo de Los testamentos traicionados que comenté aquí.


Kafka y Ottla,
su hermana más querida

Pues bien, en ese mismo libro inagotable refiere Kundera que Kafka insistía en que sus libros fueran impresos en tipos de letra muy grandes y añade: "el deseo de Kafka estaba justificado, era lógico, serio, relacionado con su estética, o, más concretamente, con su manera de articular la prosa". Kafka escribía con párrafos muy largos, con muy pocos puntos y aparte -basta recorrer con la vista La condena o El topo gigante-, así que, con tipos de letra pequeños, el ojo viaja por un texto en el que no encuentra un lugar en el que descansar... y "se pierde". Kundera concluye: "Semejante texto para ser leído con placer (o sea sin fatiga ocular), exige letras relativamente grandes que faciliten la lectura y permitan detenerse en cualquier momento para saborear la belleza de las frases". O sea, la pretensión de Kafka no era un capricho de artista, simplemente reclamaba la puesta en página que el texto exigía. Que exige, porque, como tantas veces ha citado Andrés Trapiello, ya señalaba Juan Ramón Jiménez que "en diferente tipografía, los libros dicen cosa distinta".

Y mientras leía acerca de los requerimientos tipográficos de Kafka se abrió un pasaje hacia tristes cavilaciones en que más de una vez he enredado a mis prójimos o en la que nos hemos enredado mis prójimos y yo, y que tienen que ver no ya con la puesta en página sino con la puesta en pantalla. Efectivamente, estoy hablando otra vez de cine. Del cine.



No hace mucho un amigo me contaba que su hijo adolescente le había espetado: "Qué antiguo eres papá, aún vas al cine". Hace un par de años un joven cineasta se asombraba cuando le contaba que en los setenta era posible ver, pongamos por caso en Vigo, una película de Buñuel -El discreto encanto de la burguesía(1972)-, de Bergman -Gritos y susurros (1972)-, o de Fellini -Amarcord (1973)- en una sala de cine normal y corriente, en correctas proyecciones, eso sí, la mayoría de las veces amputadas, es decir, dobladas. Las películas se proyectaban en la pantalla y en el formato para los que habían sido creadas. No eran grandes éxitos de público pero conseguían una audiencia estimable. El cine de autor convivía con las películas más comerciales en las carteleras de las ciudades, aun de las pequeñas.



Ahora resulta imposible ver las películas de Aki Kaurismäki, Alexander Sokurov, Nobuhiro Suwa, Pedro Costa, Jean-Luc Godard, Eric Rohmer, Terence Malick, Abbas Kiarostami, Philippe Garrel o Hirokazu Kore-eda, si no es en contadas capitales, en filmotecas o en dvd. La contemplación de las películas más valiosas desde la perspectiva del arte cinematográfico, con pocas excepciones -las películas de Clint Eastwood, gracias a los dioses lares del cine-, en pantalla grande -y no digamos ya en versión original- representa hoy día una extravagancia. Que la visibilidad de gran parte de las mejores películas que se producen hoy día en el mundo sólo sea factible ya en filmotecas o festivales, constituye un síntoma inequívoco de lo que Pepe Coira llama la museización del cine, y de la pérdida definitiva del aura popular que envolvía el hecho cineamtográfico hasta la década de los setenta del siglo pasado. (Y eso en el mejor de los casos, es decir, cuando festivales y filmotecas cumplen con uno de los requisitos esenciales: una perfecta proyección. Un día de estos escribiré a propósito de algunos delitos flagrantes -y recientes- en este campo minado de los festivales y de la proyección cinematográfica.) Cabe añadir que cada vez con más frecuencia los cineastas encuentran en los museos la acogida y la posibilidad de encuentro con los espectadores que las salas de cine ya no les brindan, es el caso, entre otros, de Abbas Kiarostami, Víctor Erice, Chris Marker o Pedro Costa; cuando no son los propios museos quienes se convierten en productores y/o patrocinadores de las obras de cineastas como Hou Hsiao-hsien, por ejemplo; en definitiva, la museización del cine deja de ser una metáfora para convertirse en una descripción ajustada del estado de las cosas en los que a la exhibición cinematográfica se refiere. La alternativa a esa museización representa una amputación -vía versión doblada o vía formato doméstico. Cine museizado o cine lisiado: he ahí los ejes cartesianos de la experiencia de un espectador de hoy.

Fotograma de Un perro andaluz

Conviene apuntar que por muy buena que sea la edición en dvd de un filme la experiencia estética resulta menoscabada sin remedio, basten algunos ejemplos: no es lo mismo contemplar en pantalla grande cómo Luis Buñuel saja un ojo con una navaja barbera en El perro andaluz, o la escena en la galería de los espejos al final de La dama de Shanghai de Orson Welles, o el milagro de la luz mientras transcurren los créditos iniciales de El sur de Víctor Erice, que verlas en la pantalla de la televisión. Como señala Adrian Martin, los elementos estéticos de un filme, que apreciamos en pantalla grande -y que producen su efecto de sentido-, quedan reducidos a mera información en una pantalla doméstica. El cine -qué bien lo explicó André Bazin- representa una erótica de la mirada, ésa es una de la experiencias fundacionales que dejan una huella imborrable en la memoria del espectador. Quizá esa experiencia sea ya irrecuperable o irrepetible pero, al menos, seamos conscientes de la pérdida irreparable que representa. Aunque, quizá también, eso a casi nadie importa ya. En fin, pasajes.

29/7/09

Las horas lentas

Tan lentas como esos días azules en que el horizonte atlántico pierde consistencia y las formas se licúan hasta formar la piel de una burbuja salada que nos envuelve, y la mirada hecha memoria viaja hacia los adentros donde uno guarda las horas del verano, que saben a ciruelas claudias, huelen a lirios de las dunas y conservan el tacto fresco de la sombra de plata de los abedules.

Tan lentas que a uno le cuesta volver a la disciplina de la escritura, arrancarse de las páginas de los libros, despegarse de las imágenes de las películas y distanciarse de las conversaciones devanadas en sobremesas demoradas o a lo largo de kilómetros carretera adelante o en medio de los arrecifes del Con de Agosto con los pies entre las algas o sobre las estrías de los moluscos adheridos a las rocas.


Portada de la edición original (1837)
de The Pickwick Papers de Charles Dickens



Tan lentas que resulta casi voluptuoso que Ángeles me lea el raudo viaje del señor Pickwick y sus amigos a bordo del Telégrafo de Muggleton camino de Dingley Dell, más aún tratándose de una página en diligencia en lo más crudo del invierno que uno escucha en los días rayanos de agosto. Una de las razones por las que me gusta tanto regalarle novelas del XIX es porque me interrumpe lo que leo o escribo para leerme fragmentos o páginas enteras de Jane Austen, Thomas Hardy y, sobre todo, de Charles Dickens. Estos días de julio me regaló el oído con muchos fragmentos de Los papeles póstumos del Club Pickwick.


Ilustración de Robert Seymour y Phiz para la edición original de
Los papeles póstumos del club Picwick de Charles Dickens



A menudo por la noche, la risa de Ángeles anuncia de forma inequívoca que me va a leer algo, por ejemplo las sentencias de Samuel Weller, el criado del señor Pickwick. Como éstas:

-Bueno, ya no sirve hablar de eso -dijo Sam-; ya pasó, ya no se puede remediar, y eso es un consuelo, como dicen siempre en Turquía cuando se equivocan de hombre al cortarle la cabeza.

Primero el negocio y luego el placer, como dijo el rey Ricardo III cuando apuñaló al otro rey en la torre, antes de estrangular a los niños.

Ahora ya está todo bien en su sitio y a gusto, como dijo aquel padre que le cortó la cabeza al chico para curarle la bizquera.


Charles Dickens, 1858


Y es una pena porque cuando acabe con el Pickwick ya no tendré ningún otro Dickens que regalarle. Y sin Dickens quizá pierda la risa de Ángeles en medio de la noche. Y serán menos lentas las horas lentas.

23/7/09

El presente


De vuelta en (esta) casa. Llueve a mares, hace calor y el aire sabe a sal. Insomnio. Quizá porque aún no me he despojado de los hilos del tiempo perdido que me anudaron en Tui a la telaraña de la memoria, como quien visita un desván o un sótano, donde albergamos la inocencia perdida o donde yacen cadáveres ni siquiera exquisitos. O una escalera por donde transita un fantasma en el que ya no reconocemos aquél que fuimos o que dicen que fuimos o que somos quienes fuimos. El pasado es un espejo cuya imagen nos resulta ilegible. Y un par de dedos de Glenkichie -esta noche el amigo Diomedes Díaz no ha dado señales de vida- apenas si ayudan a tomárnoslo con humor, o sea, a trasformar esa ilegibilidad en un presente movedizo, ambiguo, melancólico; como quien presiente tras el espeso telón de lluvia un océano de belleza suavemente inhumana, un mundo atlántico antes o después del paso de los hombres, cuando no estábamos o cuando no estemos aquí.


Milan Kundera

Así que he entretenido las horas leyendo Los testamentos traicionados, un libro de Milan Kundera que llevaba quizá cinco años en un anaquel, quizá esperando una noche como ésta. Estas dos semanas que pasé en Tui hojeé algunos libros de hace más de veinte años, cuando todavía anotaba en la página del título cuándo y dónde había comprado el libro. Desde veinte años para acá sólo recuerdo esos datos si vinculo el libro con algún hecho o con alguna persona. De Los testamentos traicionados recuerdo que Raúl Dans me avisó de que acabada de aparecer la edición en bolsillo (en la colección Fábula, de Tusquets) en 2003, cuando escribíamos una serie de veterinarios en una Galicia pongamos que de Cunqueiro. No sé si él habrá leído el libro de Kundera o si también estará aguardando una fecha propicia, como esta noche lo está siendo para mí.



Supongo que todos habréis vivido un sentimiento parecido: que un libro fue escrito para el momento que finalmente cobró vida en vuestras manos, que os hablaba a cada uno de vosotros y a nadie más, que en realidad no lo leíais, sino que os leía. Pues bien, así me ha sucedido esta noche con Los testamentos traicionados de Milan Kundera. Quizá porque existe una correspondencia entre mi estado de ánimo y las reflexiones que se destilan en el libro, quizá porque mi estado de ánimo sea el resultado de algunas cavilaciones que me ocuparon estas últimas semanas, con una longitud de onda similar o con alguna proximidad tonal. Entiéndase, ni por asomo mis torpes elucubraciones ensimismadas alcanzan siquiera un ápice de la capacidad esclarecedora de Kundera, tan sólo que encontraron en sus páginas una habitación limpia y bien iluminada tras un camino fatigoso.

¿Y de qué trata Los testamentos traicionados? Pues como El arte de la novela y El telón -que ya comenté aquí- de la novela. O mejor, de la invención de la novela y de su destino en el siglo XX. Ahora bien, no me atrevería a definir el libro de Milan Kundera como un ensayo, sino como una novela sobre las peripecias del arte de novelar desde Rabelais y Cervantes hasta Kafka o Broch, y de paso un viaje al corazón de la obra de Kundera. Pero aún así faltaría uno de los hilos fundamentales de la telaraña que trama el autor checo: las afinidades electivas entre la novela y la música del siglo XX. Sobra decir que leyendo a Kundera uno se arrepiente de tantas horas desatentas en tantas clases de música cuando uno estudió Magisterio en Pontevedra, cuánto me hubieran aprovechado ahora en algunos tramos de Los testamentos traicionados.


Emil Cioran

He leído ciento ochenta páginas, el libro tiene trescientas. Una lectura fascinante que atraviesa la invención del humor, el corazón de la novela moderna, ésa que llevó a Cioran a definir a la sociedad europea como la "sociedad de la novela" y a hablar de los europeos como "hijos de la novela"; el proceso de registro del mundo real en el que Kafka abrió una brecha en el muro de lo verosímil para dar rienda suelta a la fantasía y a las ensoñaciones lúdicas, quizá nadie como Kundera (o sólo Canetti, además) supo leer (y traducir) tan bien a Kafka; y los caminos en la niebla que se abren ante nosotros, donde se pierden los pasos de artistas de la novela, los pasos perdidos de una novela huérfana de la historia de una exploración del mito y de la psicología humana, de una historia huérfana de dioses, es decir, de una novela que traiciona los testamento de los que se aventuraron -Sterne, Flaubert, Tolstoi, Faulkner, Celine- en el corazón de las tinieblas del mundo en que vivimos.

Ernest Hemingway

Y Hemingway, al que Kundera dedica uno de los más extraordinarios capítulos de Los testamentos traicionados, el titulado "En busca del presente perdido". A partir del diálogo de Colinas como elefantes blancos -seis páginas en la edición de los Cuentos de Hemingway en Debolsillo- nos lleva hasta la encrucijada de la operación estética que representa y determina los parámetros de su extrema dificultad con precisión: "Aunque el cuento es extremadamente abstracto al describir una situación casi arquetípica [en algún lugar cercano al Ebro, un norteamericano y una chica esperan un tren en una estación, no sabemos nada de ellos salvo que ella va a someterse a un aborto, aunque ni siquiera se meciona], es al mismo tiempo extremadamente concreto al intentar captar la superficie visual y acústica de la situación, en particular del diálogo". Pues bien, en captar la superficie acústica y visual de una situación se cifra uno de los logros literarios de Hemingway. Un logro aún más decisivo cuando, como advierte Kundera, nos hemos resignado a la pérdida de lo concreto del tiempo presente. "Porque el presente, lo concreto del presente, como fenómeno que ha de examinarse, como estructura, es para nosotros un planeta desconocido; no sabemos, pues, ni retenerlo en nuestra memoria ni reconstruirlo mediante la imaginación. Nos morimos sin saber lo que hemos vivido".

La escritura, en ese sentido, constituye una resistencia a la pérdida de la realidad huidiza del presente. Un combate por la conservación y restauración de lo vivido. Por la recuperación del rostro de lo real. Kundera habla de la novela, claro. Yo hablo también del cine, aquél que Serge Daney definía como el arte del presente.

18/7/09

La memoria


«¡Obreros! ¡Campesinos! ¡Antifascistas! ¡Españoles patriotas!… Frente a la sublevación militar fascista ¡todos en pie, a defender la República, a defender las libertades populares y las conquistas democráticas del pueblo!
[…] El Partido Comunista os llama a la lucha. Os llama especialmente a vosotros, obreros, campesinos, intelectuales, a ocupar un puesto en el combate para aplastar definitivamente a los enemigos de la República y de las libertades populares. ¡Viva el Frente Popular! ¡Viva la unión de todos los antifascistas! ¡Viva la República del pueblo! ¡Los fascistas no pasarán! ¡NO PASARÁN!».

(Llamamiento por radio de La Pasionaria el 19 de julio de 1936, en Madrid)


Milicianos de la CNT-FAI en Madrid, 1936


Defensa de Madrid, 1936


Calle de Madrid, 1936




Madrid, 1936


Barcelona, 19 julio 1936



No pasarán, mientras la memoria resista,


Brigadista Bob Doyle


y resistirá...


Fosa de Teruel


la memoria.

14/7/09

A otro país

A uno le pedía el cuerpo irse hasta algún remoto confín austral, Valparaíso o Usuhaia, pero al cuerpo no se le puede dar todo lo que pide porque enseguida se encapricha, así que lo disciplinamos con un viaje corto pero significativo, porque a Tui, en realidad, uno no viene sino que vuelve, regresa al pasado, y aunque los veranos aquí suelen ser asfixiantes, la memoria, decía el otro, es un país donde siempre llueve, y lo que es más importante, como decía L. P. Hartley en El mensajero, el pasado es un país extranjero: allí las cosas se hacen de otra manera. Si a eso añadimos una débil (y lenta) conexión a internet, todo conspiraba a favor de una obligada desconexión. Además, he empezado a leer aquí Guerra y paz, que representa en sí mismo todo un viaje o, más bien, Tolstoi reclama que uno se traslade a vivir allí una temporada, y he desatendido esta escuela. Pero creo que a todos nos vendrá bien tomarnos un respiro, de nosotros, de esta escuela. Y volver. Eso sí, quién sabe si al presente o a otro país.

5/7/09

Un ojo para el cine

Samuel Fuller

Una película es como un campo de batalla. Tiene amor, odio, acción, violencia y muerte. En una palabra, emociones: una lección de cine de Samuel Fuller en Pierrot le fou (1965), una película -emblemática- de Jean-Luc Godard que tanto cine aprendió de Fuller. Desde À bout de souffle (1959) hasta Week End (1967), y aun después, el cine de Godard se incribe en la estela del magisterio de Fuller aunque Fritz Lang y Nicholas Ray hayan contribuido con sendas cátedras. Pero vamos demasiado deprisa, tanto que casi estamos empezando por el final, pero ya puestos empecemos por el final: este fin de semana le dedicamos un pequeño ciclo al cine de Samuel Fuller. Por muchas razones, entre ellas algunas entradas recientes, por ejemplo la que dediqué a Jean Vigo o los recuerdos que afloraron a propósito del cine negro.


Creo que la primera película de Samuel Fuller que vi fue Invasión en Birmania, a mediados de los sesenta en el cine Yut, y tratándose de una película bélica -uno de los géneros fullerianos por excelencia, con el cine negro y el western- se me quedó grabada, mira por donde, una escena de reposo, o mejor, de infinita fatiga: después de una batalla feroz, un soldado cae exhausto junto a un río, se quita el casco y lo deja sobre la hierba, se desprende de la munición y la deja en el casco, y finalmente coloca el arma sobre el ordenado montón de efectos bélicos, luego se sumerge en el agua. El efecto de contraste en semejante situación, esa contigüidad de la disciplina y el abandono, la sensación de agotamiento que desprendía representó algo completamente nuevo para mí, por primera vez alguien me contaba que la guerra era un trabajo duro y extenuante. Pasaron casi veinte años hasta que en un libro de V. F. Perkins, El lenguaje del cine, encontré esa escena de imborrable memoria como ejemplo del estilo de Fuller que el autor denominaba "equilibrio contradictorio", esa forma de organizar la acción mostrando el conflicto sin resolverlo, es decir, poniendo en escena el conflicto como expresión de la condición humana.


Por esas mismas fechas tuve la oportunidad de ver la primera película de Fuller que me fascinó, a esas alturas ya con cierto conocimeinto de causa, Underworld USA (Bajos fondos, 1960): la consumación de la venganza en la piscina, la muerte bajo la lluvia, el círculo del destino -la huella de Lang, el cineasta que más hondamente marcó a Fuller- y la desesperación. Después pude ver Pickup on South Street (1953) que aquí se llamó Manos peligrosas, una de mis favoritas, quizá su mejor película, o su película más perfecta, aunque lo de 'perfecto' es algo casi contradictorio con el aquel de Fuller.


Noche. Un tren con la ventanas iluminadas cruza en diagonal la pantalla como fotogramas atravesados por la luz de un proyector. En un vagón atestado del metro de Nueva York, dos hombres observan a una mujer de blanco (Jean Peters). Nosotros también. Un hombre (Richard Widmark) se acerca en dirección a la mujer y se queda junto a ella, muy cerca. Nosotros también. Alarma en los dos hombres que la observan. Primeros planos y planos detalle. Rostros: ella, él, ella, él. Mano, bolso, dedos, exploración. Una escena de robo con artes de carterista rodada con un estilo candente que desprende un tenso y abrasivo erotismo. Aprovechando una parada, el hombre se escabulle fuera del vagón con el botín. Desconcierto en los hombres que espiaban a la mujer. "¿Qué está pasando?", dice uno. "No estoy seguro", contesta el otro. Justo lo que pensamos nosotros: una película que no sólo nos ve, sino que nos escucha.

Candy (Jean Peters) y Skyp (Richard Widmark)
en un fotograma de
Manos peligrosas

Ahí, en esta escena de apertura de Manos peligrosas se contiene toda la película y, cabe añadir, todo el cine de Fuller. Una escena que nos desorienta, o mejor, que nos descentra -el efecto de descentrado puede rastrearse en la trama, en la composición y en la planificación de las escenas -, no sólo en el nivel de la historia -una ficción que nos lanza en tres direcciones distintas- sino también en cuanto a las motivaciones de los personajes -un dechado de ambigüedad- y en el plano de la expresión -abrupta, intensa e instintiva-, por eso no es de extrañar que Adrian Martin haya visto en ella el "emblema de una acción narrativa poética y delicada en el cine", de un cine de fricción, de "relaciones que están sujetas a una constante metamorfosis, intercambio, vibración". El cine de un poeta áspero y apasionado, sin ilusiones pero también sin cinismo, desgarrado y romántico incorregible, tierno y violento, anarquista y visionario. En dos palabras: Sam Fuller.

Skyp (Richard Widmark) y Candy (Jean Peters)
en un fotograma de
Manos peligrosas

Skip ,un carterista solitario; Candy, una chica imprudente; Moe, una soplona -una maravillosa Thelma Ritter-; unos policías estúpidos y brutales, y unos comunistas que se comportan como mafiosos. Unos personajes sin clase, nada simpáticos, y aun menos ejemplares, en un universo sórdido, vertebrado por un patriotismo y una moralidad en los años del maccarthysmo de pareja podredumbre. Una caseta desvencijada en el Hudson, un piso deprimente en South Street, una sucia comisaría, un grasiento restaurante chino en el Bowery. Estamos en territorio fulleriano. La visión del mundo que despliega el cineasta no es como para hacerse ilusiones: los delincuentes de medio pelo no son buenos, pero la policía es aún peor; a Skip no le gustan lo comunistas, pero aún menos que le pasen la bandera por la cara; y el único gesto de grandeza que nos muestra la película se lo debemos a la soplona, la misma que había vendido a Skip por cincuenta dólares. Puro Fuller.



Como la cámara que se mueve impelida por la emoción del movimiento que se nutre del impulso interno de los personajes, que muestra pero no explica ni motiva; como ese travelling urgente acompañando a Candy hacia la cabina telefónica para avisar a su cómplice que le robaron en el metro, una tensión que respira en las angulaciones de la cámara que, mediante la dolly, atrapa su palpitación, una escena que incrementa su angustia cuando advierte que lo que le robaron era más importante de lo que imaginaba, subrayada por el travelling semircular en contrapicado mientras sale de la cabina y se aleja entre los dos policías que la siguen; como la cámara que se adhiere a los rostros de Skip y Candy como una segunda piel que transparenta la pulsión del deseo y la tortura de la carne dolorida. En el mundo de Fuller no hay lugar para el distanciamiento y la reflexión, por eso desgarra la faz de lo real con el gesto gráfico de la la cámara y asedia los cuerpos hasta arañarlos. Alguna vez escribí que nadie usó la dolly como Lang, desde luego Fuller le pisó los talones. El drama no emerge de una situación sino de las tripas de los personajes y los movimientos de cámara non son más que la emanación de la tensión interna que los empuja con el aquel de lo irremediable. Lo irremediable es el sino de los héroes fullerianos. Por eso la muerte espera a la vuelta de cada plano.

Moe (Thelma Ritter)
en un fotograma de
Manos peligrosas

Como en la escena de Moe recostada en la cama cuando presiente que le llegó la hora, ese travelling lento y sostenido con la cadencia de una despedida, desde "soy como un reloj al que se le está acabando la cuerda" hasta el primer plano cuando dice "tengo que ganarme la vida para poder morir"; ella, que vendía corbatas y ejercía de soplona para poderse pagar una sepultura decente porque "si me enterraran en una fosa común, me moriría". Y, mientras Moe espera el final, la cámara hace una panorámica a la izquierda mientras el disco llega a su término y escuchamos el disparo. El círculo del destino. La huella inexorable de Lang.

Candy (Jean Peters) y Skyp (Richard Widmark)
en un fotograma de
Manos peligrosas

A Fuller se le ve la mano detrás de cada línea de diálogo, de cada movimiento de cámara, de cada escenario, de cada desplazamiento, de cada lento encadenado, donde una imagen se disuelve en la siguiente con la cualidad de un fantasma que se desvanece. Y detrás de cada gesto, como el de ese tipo gordo que come chop-suey con palillos, los mismos palillos con los que atrapa los billetes que le va soltando Candy para que le revele el paradero de Skip, antes de llevárselos de nuevo a la boca. El tratamiento del espacio convierte un lugar -una localización- en el paisaje interior de los personajes, como esa casa del río donde vive Skip, que tanto recuerda al universo de la gabarra de L'Atalante, con las cervezas enfriándose en el agua y esos tablones que la unen al muelle y delatan a quien llega, un mundo inestable, fronterizo, barroco y a la vez desnudo, denso y húmedo, que conjuga intemperie y claustrofobia, así como la dulzura y la rabia, el amor y la furia, el lirismo y la desesperación que desprenden las escenas que allí viven Skip y Candy, como la que acontece bajo la casa, junto a la piel del agua, donde confinan la caricia y la cólera.

Candy (Jean Peters) y Skip (Richard Widmark)
en un fotograma de Manos peligrosas

Un mundo de sombras espesas magníficamente iluminadas por Joe MacDonald, quien tres años antes había dado vida a una atmósfera asfixiante en Pánico en las calles de Elia Kazan, la primera película en la que vi, de niño, a Richard Widmark y Jack Palance, un filme de epidemia y paranoia, una metáfora de la época en que se hizo, los años de la caza de brujas.

El estilo de Fuller emerge desde la contigüidad de elementos contradictorios que constituyen el corazón de la escena, sacrificando el realismo a la significación interna que debe inspirar la planificación o la composición de un plano, de tal forma que la fuerza que moviliza la puesta en escena es la mostración del conflicto interno que nace de la necesidad irrenunciable de los personajes. La violencia nutre el gesto fílmico de Fuller, pero una violencia que es puesta en cuestión por las propias películas, dicho de otra forma, el cineasta no se adhiere a la violencia sino al delirio -a la paranoia- que les impulsa en su búsqueda de la identidad o de una revelación o una salida casi siempre imposible. "Deja de usar las manos y usa la cabeza. Esa chica te quiere", le dice Moe a Skip en la última escena juntos, una despedida y al tiempo un testamento, quizá la iluminación de una redención que lo salve del círculo del destino, siquiera por una vez.


Moe (Thelma Ritter) y Skip (Richard Widmark)
en un fotograma de
Manos peligrosas

Fueron cineastas como Jean-Luc Godard, Luc Mollet y Martin Scorsese quienes primero supieron ver el cine que debía ser visto en cada fotograma filmado por Sam Fuller . Y un crítico como Manny Farber que escribió en 1969: "La manera más sencilla de describir su mejor película, Pickup on South Street, es hablar de su ojo para el cine". Hubo quien hablo de la cámara fácil de Fuller. En todo caso, queda aún mucho que escribir sobre lo mucho que hay que ver en las películas que nacieron del encuentro entre una cámara fácil y un ojo para el cine. Y veremos. Y escribiremos.

Samuel Fuller

2/7/09

La última lección de un maestro, de momento...

Sidney Lumet, a los 15 años

Creo que nunca incluí una película de Sidney Lumet entre mis favoritas. Creo que nunca me interesé por su libro Making Movies hasta que mi hijo me lo recomendó, fue el primer libro que leyó en Nueva York durante la temporada que pasó allí. Aquí lo editó Rialp a finales de los noventa con el título de Así se hacen las películas y va por la cuarta edición. Tampoco es que hablemos mucho de Lumet. No forma parte de nuestras referencias. No puede decirse que su cine sea el cine que amamos. Así, a bote pronto, recuerdo una docena de películas suyas de las más de cuarenta que hizo. En esa docena no hay ninguna mala, como mínimo son buenas y algunas muy buenas. Desde la primera, Doce hombres sin piedad (1957), pasando por Larga jornada hacia la noche (1962), La colina (1965), La gaviota (1968), Sérpico (1973), Tarde de perros (1975), Network (1976) o Veredicto final (1983), hasta la última, Antes que el diablo sepa que has muerto (2007). Sidney Lumet ha cumplido, el pasado 25 de junio, 85 años. Su libro me gustó, creo que es un libro muy útil -claro y sincero- para los jóvenes que albergan el aquel de dedicarse al cine, y se recomienda muy poco (mea culpa), desde luego mucho menos que otros más brillantes pero también más engañosos, algún día tendré que dedicar una entrada al asunto. Y Antes que el diablo sepa que has muerto me parece una muy buena película, un thiller obsesivo, oscuro y absorbente, y una autopsia de una familia -y de una cultura- americana, una película que debí incluir en la entrada que le dediqué a la familia. Que no la haya incluido es un síntoma más de la discreción de Lumet. Y de su cine.




Hijo de actor de ascendencia judía y polaca, y de una bailarina, debutó él mismo como actor infantil a los cuatro años en el Yiddish Art Theatre de Nueva York. A finales de los cuarenta dirige obras de teatro en el off-Broadway y a principios de los cincuenta entra en la CBS y dirige, por ejemplo, episodios de la serie Danger. Hasta que rueda su primera película Doce hombres sin piedad. Fue uno de los cineastas americanos de la llamada generación de la televisión -con Stanley Kramer, Martin Ritt, Arthur Penn, John Frankenheimer o Robert Altman- que aprendieron el oficio en un medio cuando aún todo era posible, en una época que se percibe ahora como una lejana edad de oro. Sus comienzos en la televisión se han utilizado con frecuencia para desdeñar su obra cinematográfica y su falta -o ausencia- de estilo para ningunear su condición de cineasta, quizá porque, como dice el propio Lumet, el buen estilo no se ve. El estilo se siente. Y como decía Stendhal "hay que atreverse a sentir"; y aun antes Cervantes había advertido que "hay que saber sentir". Si Lumet hubiera hecho cine en la era de los estudios se le hubiera catalogado de artesano. Ni siquiera se ha valorado su aquel de "director de actores" quien ha confesado cuánto los admira y ha sabido valorar su trabajo como pocos: Me gustan los actores. Me gustan porque son valientes. Todo trabajo bien hecho requiere una autorrevelación. (...) el 'instrumento' que usa el actor es él mismo. Son sus sentimientos, su rostro, su sexualidad, sus lágrimas, su risa, su ira, su romanticismo, su ternura, sus vicios que son aupados a la pantalla para que todo el mundo los vea. No es fácil. De hecho, muy a menudo, es doloroso. Ahora, me da la impresión, se le empieza a hacer justicia y se revisan juicios y valoraciones. Quizá porque se intuye que Antes que el diablo sepa que has muerto puede ser su última película. O sea, quizá nos encontremos ante la contricción inferida por un presagio luctuoso.



Hace poco más de un año, con motivo del estreno de Antes que el diablo sepa que has muerto escribí en otro lugar una reseña en la que transparentaba cuánto me había gustado. He vuelto a verla y no tengo que corregir aquella primera impresión, y, como es una buena película, incluso muy buena, en versión original es aún mejor. La película germina en el primer guión del dramaturgo Kelly Masterson, sobre el que Lumet introduce algunos cambios significativos en una nueva versión, eso sí, conservando la carpintería dramática original, con las rupturas temporales y la fragmentación de la acción en torno al atraco que vertebra la primera parte de la película, una estructura que nos permite contemplar en paralelo el hecho criminal y las turbias motivaciones que lo generan; a partir de ahí la trama entra en una espiral imparable donde se abrasan unos personajes poseídos por la culpa y el resentimiento, la deriva y el malestar existencial, sueños rotos y vidas malogradas, el abismo y el vacío.


Hank (Ethan Hawke) y Andy (Phillip Seymour Hoffman)
en un fotograma de
Antes que el diablo sepa que has muerto.


La primera escena de la película nos introduce de forma abrupta e incómoda, sin que aún podamos advertirlo, en el corazón de una historia turbia que moviliza las pulsiones de Andy (Phillip Seymour Hoffman), el deseo de huida, la tentación de un paraíso perdido o la promesa de una frontera; una escena donde se conjugan la intimidad y el distanciamiento de un juego de espejos (por si alguién dudara de la condición de metteur-en-scéne de Lumet), y donde Gina (Marisa Tomei) apunta los primeros rasgos que componen un personaje donde se reúnen milagrosamente candidez y carnalidad, abulia y lascivia, voluptuosidad y desdicha. Una escena, en definitiva que contiene las claves que el movimiento dramático de la película revelará en el curso del tiempo como una fatalidad. Y aquí cabe apuntar que una de las ideas que introdujo Lumet en el primer guión de Masterson consistió en transformar la relación de Andy y Hank (Ethan Hawke) de amigos en hermanos, es decir, concentra los hilos de la trama en la esfera familiar, convirtiendo los mimbres melodramáticos en ingredientes trágicos que dotan al trhiller de un aquel de impulso irremediable, de abocamiento a un destino fatal encarnado en el impagable personaje de Charles (Albert Finney), el padre.


Sidney Lumet y Albert Finney en el rodaje de
Antes que el diablo sepas que has muerto


Para uno que alimentó su cinefilia en las ubres del cine más negro, en compañía de hombres y mujeres atrapados sin remisión en una telaraña de fuerzas aciagas y sombras tenebrosas, Antes que el diablo sepa que has muerto, rodada en vídeo de alta definición, supone un reencuentro con un magma familiar -en un doble sentido- pero con una plasmación visual que traduce la desazón de un mundo a través de formas sometidas a rarefacción, como si el horizonte de los personajes fuera el de aquéllos de náufragos existenciales de La resaca de R. L. Stevenson. Unos personajes que, entre el desamparo y la desesperación, y en el filo de la angustia vital, atraviesan en pleno desgobierno de la existencia una experiencia devastadora que los arrastra hacia un pozo negro moral. La sabiduría fílmica de Lumet nos lleva hasta el límite de los soportable, hacia una catarsis que constituye otra forma aun más atroz de abrasión. Una película perturbadora desde las entrañas mismas de su concepción fílmica. Cine negro-negro.


Ethan Hawke y Phillip Seymour Hoffman con Sidney Lumet
en el rodaje de
Antes que el diablo sepa que has muerto


No soy de los que creen que hay que esperar a que lleguen las buenas historias, a que llegue ese guión perfecto con el que estás soñando, sino que creo mucho en la idea de reescribir esos guiones que en principio no son perfectos pero que me atraen y tienen posibilidades. Soy más partidario del trabajo duro aplicado a un guión imperfecto. Son palabras de Sidney Lumet que revelan a un director pragmático y posibilista pero capaz de alumbrar películas inspiradas como la que comentamos. Resultan también elocuentes las palabras del guionista Kelly Masterson a propósito de lo que significó trabajar con el director: "Lumet no me dio ningún consejo pero sí aprendí algo del proceso: 'aumenta siempre la apuesta'. Lumet no lo hizo en el sentido hollywoodiense sino indagando más hondo en la psique de los personajes". Y ya que hablamos del guión no me resisto a trasladar aquí un fragmento del libro de Lumet que cité más arriba: Yo procedo del teatro. Allí el trabajo del escritor es sagrado. Expresar la intención del escritor es el objetivo principal de toda la producción, La palabra 'intención' la uso en el sentido de comunicar la razón por la que el escritor compuso su obra. (...) Fui educado [en el aquel] de que quien tenía la idea inicial, quien atravesaba la agonía de plasmarla en el papel, era el único que merecía ser satisfecho. La primera vez que veo al guionista nunca le mando nada, aunque piense que hay mucho por hacer. En cambio, le hago las mismas preguntas que me he hecho yo: ¿De qué trata la historia? ¿Qué viste? ¿Cuál era tu intención? En el caso ideal, si lo hacemos bien, ¿qué esperas que el público sienta, piense, experimente? ¿En qué estado de ánimo quieres que abandone la sala? (...) Bajo las circunstancias más favorables, emergerá una tercera intención que ni uno ni otro preveíamos.


Hank (Ethan Hawke), Charles (Albert Finney) y Gina (Marisa Tomei)
en un fotograma de
Antes que el diablo sepa...

Cuando visitamos a nuestro hijo en Nueva York, nos llevó al East Village y nos mostró el lugar en el que Sidney Lumet dedica al menos dos semanas a ensayar con los actores durante la preparación -que hace posible el 'accidente feliz' que siempre aguardamos que suceda- de una película. Siempre en el mismo sitio, en el salón de baile de la Casa Nacional de Ucrania, en la Segunda Avenida, entre las calles Ocatava y Novena. Ahora, cuando veo Antes que el diablo sepa que has muerto, lo imagino allí -al cineasta que se ve a sí mismo siempre apegado a la izquierda y a Nueva York-, ensayando con Albert Finney, Phillip Seymour Hoffman, Marisa Tomei y Ethan Hawke, creando de sus adentros a Charles, Andy, Gina y Hank. Imagino a Lumet cocinando la última lección de un maestro, de momento....


Charles (Albert Finney) en un fotograma de
Antes que el diablo sepa que has muerto

1/7/09

Un largo viaje


Hay algo misterioso en los descartes de las películas, en esos restos de celuloide revelado, en esos fotogramas que nunca serán atravesados por la luz del proyector de un cine. De cualquier plano de cualquier película se cortará el principio y el final, por lo menos justo después de la ¡acción! y justo antes del ¡corten!, órdenes que, poco a poco, van perdiendo la función que un día tuvieron. A veces, esos fragmentos desechados, si tienen el número de fotogramas suficientes, se recuperan en el curso de versiones posteriores del montaje para aprovechar la expresión de un rostro ensimismado (justo antes de que el director diga ¡acción!), como cuenta Walter Murch en su maravilloso libro El arte del montaje. Pero casi siempre el destino de esos pedazos de película rodada está sellado, y los fantasmas encerrados en esos fotogramas condenados a la inmovilidad, a arder o pudrirse, carne de celuloide.

Rara vez esos descartes se convierten en documentos históricos, en tesoros de la historia del cine, en materia memoria -valga la expresión bergsoniana-, y aun en mirada, cuaderno de trabajo y bitácora de un cineasta; en fe de vida de una estrella fugaz cuya luz no ha perdido un adarme de su incandescencia setenta años después, una luz que pervive en 159 minutos de cine: los 22' de Á propos de Nice (1930), los 10' de Taris (1931), los 42' de Zéro de conduite (1933) y los 85' de L'Atalante (1934), una de las filmografías más breves y esenciales de la historia del cine. Un caso comparable, en lo literario, con la obra de su tocayo Juan Rulfo. Como podéis imaginar estoy hablando de Jean Vigo, el cineasta al que Godard dedicó Les carabiniers, un filme sobre el que cada cierto tiempo procuro provocar a mi hijo para que me hable de él.


Jean Vigo y Dita Parlo
en el rodaje de
L'Atalante

Y si hablé de descartes es porque acabo de ver dos piezas sobre el cineasta y, en particular, sobre los avatares de L'Atalante, su único largometraje: Los viajes de L'Atalante, del estudioso del cine (y de la obra de Jean Vigo) Bernard Eisenschitz, y De L'Atalante a L'Atalante de Pierre Philippe. En ambas piezas, el material más precioso son esos fragmentos desechados donde aparece a veces Jean Vigo del que conocemos muy pocas fotos Y lo vemos meses antes de morir de tuberculosis, de hecho completó el rodaje de L'Atalante dirigiendo desde una cama y no pudo ver la película terminada, sino apenas el montaje final, quizá tampoco supo cómo, después de una fría recepción tras su estreno, amputaron la película para convertirla en una mercancía más comercial. Murió el 5 de octubre de 1934, tenía 29 años. Y ahí está Jean Vigo, sonriente, animado, dando instrucciones a sus ayudantes, a los actores, voceando ¡acción! y ¡corten!, vivo para siempre en esos pedacitos de celuloide destinados a desaparecer y conservados de milagro: ¿quién puede dudar que gracias a los dioses lares del cine?



En 1992, encontré en la librería La Hune de París Jean Vigo, la biografía canónica del cineasta, desde su primera edición en 1957, a cargo de Paulo Emilio Salès Gomès en una edición de bolsillo de Éditions du Seuil, de 1988, cuya traducción -francamente mejorable- editó aquí Circe en 1999. Un libro que leí mientras recorríamos la Bretaña de cromlech en dolmen, por Carnac y Locmariaquer, porque nuestro hijo, tenía entonces once años, atravesaba una fiebre megalítica incurable, supongo que inoculada por las historias de Asterix y Obelix que leía con fruición. Así que, mientras él cada noche planificaba con minuciosidad sobre un mapa el itinerario megalítico del día siguiente, yo iba leyendo la biografía de Jean Vigo. La aciaga historia de su padre, un anarquista de origen catalán que murió en prisión, ahorcado -quizá asesinado- con los cordones de sus propios zapatos, unos cordones que le había comprado su hijo justo antes de que lo detuvieran, Jean apenas tenía doce años; los cuatro años que pasó en el internado de Millau que le aportarían la experiencia y nutrirían la mirada con que la vertió en Cero en conducta; el diagnóstico de tuberculosis, el amor por el cine, el amor por Lydou -a la que que conoció en una clínica para tuberculosos y que se convertirá en su esposa-, el rodaje de A propos de Nice, el cine-club Los amigos del cine, la precariedad que envolvió su corta vida, su filmografía tan breve, tan bella...

Jean Vigo y Lydou

Las películas realizadas en la frontera del cine mudo con el sonoro conservan la huella de una epifanía, el resplandor de una iluminación reciente y el arrobo del deslumbramiento. Son obras que conjugan, como ya -casi- nunca más, la cualidad documental de la imagen cinematográfica y el aliento poético que trasciende el mundo registrado por la cámara, la fascinación de lo visual y la pulsión narrativa, la mirada y el ojo de la cámara. Pero también la exploración del maridaje de la música con el montaje, la experimentación con el off sonoro y la búsqueda de un tratamiento expresivo del sonido. Películas donde nada estaba consolidado, donde todo existía en grado de tentativa. La obra de los primeros años 30 de Jean Renoir, por ejemplo. La obra de Jean Vigo, desde luego. L'Atalante, por ejemplo.

L'Atalante es el único largometraje de Jean Vigo. La anécdota argumental es mínima: Jean se casa con Juliette y se la lleva con él a la barcaza donde trabaja con el tío Jules y un grumete, allí viven su luna de miel mientras la barcaza prosigue su viaje por el río, sobrevienen los celos y el desencanto, Juliette se pierde en la ciudad y Jean en el desconsuelo, hasta que gracias al tío Jules los amantes se reencuentran, y la barcaza continúa su derrota, río abajo. O sea, el clásico chico encuentra chica, pierde chica y recupera la chica. A Jean Vigo no le costó demasiado aceptar semejante punto de partida, un guión de Jean Ginnée, del que sobrevive el título y el esqueleto argumental. Y si leemos los fragmentos del guión de Vigo que su biógrafo ha reproducido, aparentemente no cambia gran cosa, y aun parece que prefigura la película, pero basta ver -o rever- L'Atalante para comprender que nada puede dar cuenta de ella más que la obra misma, puro cine, puro Vigo. El guión de L'Atalante es a la película que conocemos lo que los apuntes de Van Gogh que podemos leer en sus Cartas a Theo a los cuadros que podemos contemplar, apenas una apunte, un bosquejo, un esbozo rudimentario.


Fotograma de L'Atalante:
los gatos, que tanto le gustaban a Jean Vigo,
en el camarote del tío Jules.

La producción de L'Atalante se puso en marcha con el mismo esquema de Zéro de conduite: Nounez, un hombre de negocios, hijo de un rico ganadero de la Camarga, cautivado desde el primer encuentro por Jean Vigo, ponía el dinero -un millón de francos-, y la Gaumont, el estudio, la película y se encargaba de la distribución. Dita Parlo y Michel Simon aceptaron los papeles de Juliette y tío Jules respectivamente, y el papel de Jean se lo reservó a Jean Dasté, con el que ya había trabajado en la película anterior, de la que también mantuvo el equipo técnico: Boris Kaufman (el hermano pequeño de Dziga Vertov, aunque el biógrafo de Vigo siempre sospechó que se trataba de un parentesco imaginario) como director de fotografía, la música de Maurice Jaubert y las canciones de Charles Goldblatt, y amigos como Albert Riéra y Eugène Merle. Contó también con la colaboración de Francis Jourdain en los decorados y de Louis Chavance, al que Vigo pidó que estuviera presente durante las tomas siempre que pudiera, en el montaje.

Durante las primeras semanas del verano de 1933, Jean Vigo dio largos paseos en chalanas para localizar exteriores y practicar, en compañía de Jean Dasté, en el manejo del timón y de los bicheros. Creo que ya conté en alguna entrada que Georges Simenon, por mediación de Eugène Merle, le aportó datos sobre canales, esclusas y pueblos de marineros. El director eligió una embarcación dotada de un motor de fuel pero de la época en que las chalanas eran arrastradas por caballos desde la orilla, a lo largo de los caminos de sirga. La embarcación se llamaba Luis XVI y pasó a la posteridad como L'Atalante.


Jean Vigo

Septiembre habría sido un mes ideal para rodar los exteriores, pero Nounez no era lo que se dice un buen director de producción y el rodaje se retrasó hasta la segunda semana de noviembre, una época de frío y humedad en un invierno prematuro especialmente riguroso que no era precisamente lo que mejor le sentaba a un hombre seriamente enfermo como Jean Vigo. Boris Kaufman contaba que "en vez de luchar contra la meteorología se le sacaba partido. Si hacía niebla se incrementaba con humo y si llovía se acentuaba con proyectores. Trabajábamos día y noche, y, subyugados por el río, construíamos la acción con las esclusas". Aun con eso, las escasas horas de luz , la niebla y la nieve provocaron retrasos en la producción y el director se vio obligado a rodar muchos planos con toma única y a prescindir de algunas escenas, y a mediados de enero de 1934 aún faltaba por rodar la escena del robo y algunos planos de Juliette en París. Los productores ponían todo de su parte presionándolo para que acabara cuanto antes. Rodaba enfermo, sosteniéndose a duras penas o echado en una litera. A principios de febrero, Jean Vigo había terminado prácticamente el rodaje y ya disponía de un primer montaje. Pero ya no podía más. Kaufman rodó las imágenes aéreas y Chavance se ocupó en solitario del montaje definitivo.

En L'Atalante es posible apreciar las huellas del cine que le gustaba a Jean Vigo: Esposas frívolas de Stroheim, El perro andaluz de Buñuel, el cine de Chaplin, el René Clair de Entre-act... En sus lecturas de cine había subrayado esta frase de Jean Epstein: "[El cine]Este arte fotográfico de las profundidades ve el ángel que existe en el hombre como la mariposa en la crisálida". Diríase que Jean Vigo, o mejor, su mirada, despertó también el ángel del lugar, de los elementos y de las cosas. El rodaje de L'Atalante estuvo preñado de improvisación pero los descartes prueban hasta qué punto se conjugaba con una concepción muy precisa de la película que quería hacer y una puesta en escena muy definida, es decir, prueban el virtuosismo de una dirección que combinaba instrucciones muy medidas con una flexibilidad obligada por las precarias condiciones de producción.

Fragmento de un fotograma
de
L'Atalante

Basta contemplar una de las escenas memorables de L'Atalante para advertir la poesía -no hay otra forma de definir la aprehensión del misterio- que se desprende del entrañamiento de un personaje, un movimiento de cámara y un lugar. La describiremos con breves ráfagas. Juliette aún vestida de novia, en el barco que zarpa. Una triste y desangelada despedida de los familiares e invitados que se quedan en tierra. Una casa, que recuerda alguna de Magritte, en la ribera, se encienden las luces, ventanas iluminadas. Anochece. La novia contempla cómo se aleja su pequeño mundo. Jean la abraza, efusión amorosa de los novios echados en cubierta, pero ella se resiste a dejarse someter a las reglas del mundo del barco, al mundo de Jean. Los gatos interrumpen el abrazo de los amantes. Juliette pasea por cubierta, en un momento parece caminar por encima de las aguas. Nubes negras. Una mujer con un niño de la mano se santigua en la ribera. La novia ensimismada en la chalana...


Fotograma de L'Atalante:
Jean (Jean Dasté) a gatas en cubierta

...Jean gatea hacia ella, como jugando a atraparla, pero un gato -quizá como emanación del deseo de Juliette- lo ataca, lo araña. La novia se asusta -quizá del poder de su propio deseo-. Jean la toma en brazos, Juliette le acaricia el rostro herido, ahora parece feliz. Fundido negro. La música de Maurice Jaubert se ha coreografiado con los movimientos de cámara de Kaufman y, prescindiendo de cualquier efecto sonoro, y sin diálogo, Jean Vigo nos ha introducido en el alma de un lugar, o mejor, en el pesanervios de una tensión entre la tierra y el río, entre el barco y la ribera, entre Jean y Juliette, entre la realidad y el deseo.


Fotograma de L'Atalante: Juliette (Dita Parlo)
en el camarote del tío Jules

Otra escena inolvidable es la del camarote del tío Jules. Probablemente uno de los grandes momentos del cine de Jean Vigo y de Michel Simon. Parece que fue todo un espectáculo ver al director en acción, explicándole al actor el movimiento de la escena en un camarote abarrotado de cosas -el mundo de los viajes del tío Jules- conseguidas en el mercadillo de Saint-Ouen, en la feria de la Ferraille, un fotógrafo le había proporcionado unos recuerdos de un viaje a las Antillas, Eugène Merle de dio una enorme quijada de un pez y el cineasta amigo Jean Painlevé unas manos metidas en una pecera. Vigo añadió varias piezas de un viejo gramófono, abanicos orientales, fotografías de África... incluso unas viejas coronas de hierro que él y sus amigos habían robado en el cementerio de Montparnasse. "Sólo cosas hermosas" comenta el tío Jules ante la fascinación-repulsión que experimenta Juliette mientras recorre el camarote. Un juego de seducción que continúa con la exhibición de los tatuajes del tío Jules y que culmina cuando éste se corta y la lengua de Juliette asoma con ganas de lamerle la herida. Quizá no haya en la historia del cine una escena entre la bella y la bestia donde se combinen con tanta carnalidad y gracia la inocencia casi infantil y el deseo casi animal.


Fotograma de L'Atalante:
tío Jules (Michel Simon) y Juliette (Dita Parlo)

Jean Vigo no sólo era muy joven sino que había conservado muy vivo el Nono -así le llamaban de niño- que había sido, y lo alimentaba. En L'Atalante asistimos a momentos donde el juego se parece mucho al arte de la magia, como en esa escena maravillosa en que el tío Jules, a falta de aguja, pasa el dedo sobre el disco en el fonógrafo y suena la música; y donde el juego amoroso está muy cerca del juego infantil, más aún, en los momentos en los que estalla el deseo, los abrazos de los amantes no se diferencian de una pelea de niños. Por eso Juliette atribuye el haberse enamorado de Jean a la magia, a la magia de un cuento: "En el agua se ve al amado", le dice a Jean. Lo vio en el agua antes de que apareciera en su vida, por eso lo reconoció. Y entonces empieza el juego: Jean prueba en un caldero, pero nada, no ve a Juliette; salta a la barca auxiliar, mete la cabeza en el agua, sube de un salto: "Te veo, te veo". Juegan como niños felices, mientras Juliette tiende la ropa en cubierta: el barco ya es su hogar. Pero... cuando Jean pierda a Juliette la buscará en el agua con desesperación y tío Jules temerá que se ahogue de tanto buscarla. En fin.


Jean Vigo, Jean Dasté y Dita Parlo
en el rodaje de
L'Atalante

La dirección de Jean Vigo aúna las búsquedas formales de las vanguardias con la expresión de las sensaciones en carne viva. L'Atalante se huele, se asfixia uno dentro, se siente el deseo. La cámara se trasforma en una herramienta poética para despertar vívidas impresiones de cuanto registra. Los movimientos de los personajes revelan un descaro y un apetito lúdico que conmueve. Jean Vigo inventa una forma de hacer cine que sólo décadas después se convertirá en marca estilística de otros cineastas. Él sólo pudo crear con urgencia frágiles formas que fijadas en celuloide y atravesada por la luz, mediante la alquimia de la mirada del espectador, despertaran algo muy parecido a la poesía cinematográfica.



El preestreno de L'Atalante se celebró el 25 de abril de 1934 a las 10 de la mañana en el Palais Rochechouart. La acogida de los críticos, los propietarios de los cines de París y los distribuidores provinciales fue gélida. Los directivos de Gaumont empezaron a presionar a Nounez para remontar la película. Sólo Jacques Brunius en Regards elogió la película -"No hay ni una sola imagen en la que no haya algún detalle por ver y por sentir"-, y Elie Faure, el filósofo e historiador de arte apasionado por el cine, publicó un artículo en la revista Pour Vous con una encendida defensa de la obra de Jean Vigo. No tuvo otros valedores. Los distribuidores pasaron olímpicamente de L'Atalante y los productores, entonces, le metieron mano cuanto quisieron para convertirla en una película "atractiva". De paso le añadieron una canción popular La Chaland qui passe y, ya puestos, la rebautizaron con ese título. La Chaland qui passe se estrenó a mediados de septiembre de 1934. Fue un fracaso.

L'Atalante
hubo de esperar al final de la 2ª guerra mundial para encontrar el público y los críticos (y luego cineastas) de la nouvelle vague que la amaran con pasión. Pero sería injusto obviar al crítico que ya en julio de 1947 desde las páginas de The Nation supo ver el cine de Jean Vigo y llamó la atención sobre la obra de un cineasta único, hablo de James Agee, que escribió: "Nadie le va a la zaga en su capacidad de abordar la realidad, la conciencia y el tiempo en el cine (en Zéro de conduite); ni ha superado su vívida expresión de las emociones animales, de los sentidos, y de las interacciones con el mundo de lo inanimado (en L'Atalante); tampoco recuerdo, aparte de en las mejores obras de los grandes maestros, una flexibilidad, riqueza y pureza de pasión creativa que se pueda comparar a aquéllas de las que él hace gala en estos dos filmes". Ahí empezó su resurrección, pero como película mutilada. No será hasta casi medio siglo después que los nuevos directivos de la Gaumont tratarán de reparar el crimen perpetrado auspiciando su restauración, hasta dar forma a una película lo más aproximada posible a la obra que Jean Vigo quiso hacer. Un largo viaje, el de L'Atalante.


Fotograma de L'Atalante:
la primera imagen del filme.