4/9/13

El hilo de la memoria



En los últimos cuatro o cinco años habré vuelto a ver Kiss Me Deadly dos o tres veces. Y cada vez, mientras pasaba el The End sobre Velda y Hammer, abrazados en el mar tras sobrevivir al Apocalipsis, me decía cuánto habría que hablar sobre esta película de Robert Aldrich que se estrenó en 1955, el año que nací, pero aquí no pudo verse en el cine hasta 1986.


Aún recuerdo la estupenda crítica que escribió en Fotogramas José Luis Guarner, donde pintaba Kiss Me Deadly como una flor maléfica y malsana. Como para correr al cine. Pero había que ir a Madrid o Barcelona para verla. Y hubo que aguantarse las ganas un tiempo aún hasta que por fin... Llevaba más de diez años esperando.


Por lo visto fue Guarner quien sugirió el título cubano de El beso mortal para el estreno en España de Kiss Me Deadly, o eso contaba su amigo Cabrera Infante, quien allá por noviembre del 55 había calificado el filme de Aldrich como una de las flores malditas de Hollywood... quizá la más rara y secreta... en una reseña de Carteles que uno había leído en Un oficio del siglo XX, como hace cuarenta años, y reconocía sus ecos en aquella línea de don Guarner, como le decía G. Caín. Y uno sabía también, por Las películas de mi vida, de la admiración que había despertado Kiss Me Deadly en Truffaut. O sea, que para 1986 ya tenía los dientes largos de sobra para degustar aquel filme y comprobar si era tan retorcido como predicaban reseñas tan promisorias.


En realidad, antes de verla ya la había soñado por activa y por pasiva. Y luego... Recuérdame, me decía la película cada vez que le ponía los ojos encima. Como le dice Christina a Hammer en la secuencia de apertura: Remember Me. Como el soneto de Christina Rossetti, Remember. El hilo de la memoria (fatal) de Kiss Me Deadly.


Pero antes de hablar de lo que dice (o calla) la película, quizá convendría palabrear a su autor. Cuantas veces he mencionado a Aldrich por primera vez en alguna clase, nada les dice ese nombre a los alumnos; luego si hablas de Doce del patíbulo (1967), entonces notas un reconocimiento, probablemente la hayan visto (o hayan visto que la pasaban por televisión); quizá también ¿Quien mató a Baby Jane? (1962) o El rompehuesos (1974), que vimos en un cine de Tossa de Mar en abril del 78, o Alerta: Misiles (1977), que encontramos en un cine de Lagos, en el Algarve, al año siguiente, donde se desplegaba aquel mes de julio una campaña anti-OTAN, y entre otras actividades, habían programado un ciclo de cine; y si cuadra que son de la generación de nuestro hijo (en la infancia vio bastantes westerns en la TVG los sábados por la tarde a finales de los ochenta o principios de los noventa, los de Bud Boetticher, pongamos por caso, y algún que otro ciclo de la 2), quién sabe si les resultan familiares (al oído, por lo menos) títulos de 1954 como Apache o Veracruz. Ya no les hablo de The Big Kniffe (1955), que tanto me había gustado la primera vez, pero bastante menos la segunda, o de Attack (1956). ¿Y El beso mortal..? Vaya, sí, parece que a uno o dos les suena, hasta que caen en la cuenta de si no será El beso de la muerte (1947) de Hathaway, no están seguros... ¿Recuerdan cómo empieza o cómo termina? Ni idea. Entonces casi pongo la mano en el fuego: no han visto Kiss Me Deadly. ¿Y Aldrich? Olvidado. Remember Me.

Robert Aldrich (a la izda.) dirige 
a Gaby Rodgers (Lyly/Gabrielle)
y Ralph Meeker (Mike Hammer) 
en El beso mortal.

Dicen que no hubo director en Hollywood que fuera de familia tan rica como Aldrich (emparentado con los Rockefeller y con un tío presidente del Chase Manhattan Bank), ni que viviera tan al margen de su dinero. Le gustaba tanto el cine que a los veinte o veintiún años dejó los estudios de Economía y recurrió, por primera y última vez, a las influencias de la familia para que lo enchufaran en un estudio de Hollywood, y en 1941 entra a trabajar en la RKO (entre cuyos principales accionistas figuraban precisamente los Rockefeller y el Chase Manhattan Bank, que venía siendo lo mismo); eso sí, en un puesto subalterno en el departamento de producción, con un sueldo de 25 dólares por semana. Hizo recados, rellenó hojas con las convocatorias de rodaje para los actores, redactó informes de producción al terminar cada jornada de rodaje... Lo que le mandaran: Era el puesto más bajo en la escala social del Estudio, recordó Aldrich en alguna entrevista.


Así que debió representar un ascenso estimulante cuando lo destinaron, como auxiliar, en el departamento de montaje que dirigía Robert Wise, el montador de Ciudadano Kane, estrenada aquel mismo año, y al que habría que recordar por las memorables La maldición de la mujer pantera (1944) -en la pequeña unidad del terror de Val Lewton- o Sangre en la luna (1948) y no (o por lo menos no sólo) por las más famosas, West Side Story (1961) o Sonrisas y lágrimas (1965). Parece ser que Aldrich trabajó también como asistente de montaje de Mark Robson en La mujer pantera de Jacques Tourneur. Pero al año siguiente lo encontramos ya como asistente de dirección, una tarea que comprende desde el mero traidor (tráeme esto, tráeme aquello) hasta el cuidado del tráfico de la figuración durante el rodaje de una escena, pasando por avisar a los actores para que se presenten en el set o hacerles recados; un aprendizaje de dos o tres años, a menudo sin acreditación. De sus años en la RKO, apuntemos las huellas perdurables de Orson Welles y Val Lewton en la obra de Aldrich. Hasta que, digámoslo así, se gradúa como ayudante de dirección en The Southerner (1945) de Jean Renoir.

Fotograma de The Southterner 
(El hombre del sur) de Jean Renoir.

Un ayudante de dirección cumple una función capital en un rodaje (y más en un rodaje dentro de una producción industrial, en estudios que funcionaban como factorías de películas, como cadenas de montaje); viene siendo la mano derecha del director, controla el plan de trabajo -los planos que han de filmarse día a día y en qué orden-, prepara el set para el rodaje de cada plano según las instrucciones del director -verbales y/o gráficas-, y aun ensaya con los actores si es necesario, organiza el tráfico de la figuración y muchas veces es quien da esas órdenes de ¡acción! y ¡corten!, sobre todo cuando el director (por la complejidad de la escena) no puede tener contacto directo con el operador (hoy día, el director a menudo sólo ve el plano a través del combo, un monitor que le permite controlar el encuadre con precisión, y delega las órdenes de rodaje en el ayudante de dirección), y tampoco era raro que el ayudante de dirección sustituyera al director por causa de una enfermedad, un accidente, un cabreo monumental o simplemente porque estaba severamente perjudicado. El ayudante de dirección deviene el más íntimo colaborador de un cineasta en el rodaje (y su preparación), su confidente, su escudo y escudero, y su guardia pretoriana. Como lo fue Jacques Becker para Renoir en los años 30. Pues bien, Aldrich se convirtió en el gran ayudante de dirección del cine americano, con un curriculum para enmarcar. Además de Renoir, fue la mano derecha de William A. Wellman (También somos seres humanos, 1945), Lewis Milestone (El extraño amor de Martha Ivers, 1946), Robert Rossen (Cuerpo y alma, 1947), Abraham Polonski (Force of Evil, 1948), Max Ophüls (Caught, 1949), Joseph Losey (The Prowler, 1951), Chaplin (Candilejas, 1952). ¿A que impresiona?

Aldrich (a la dcha.) dirige
 a Gaby Rodgers y Albert Dekker (el doctor Soberin) 
 en El beso mortal.

Losey le contó a Tom Milne a propósito de The Prowler (El merodeador) cómo el productor Sam Spiegel, teniendo en cuenta que el director tenía poca experiencia, lo rodeó con el mejor equipo posible -el mejor operador de Hollywood... el mejor ayudante de dirección-, porque así podría trabajar con total independencia. Y añade Losey: Me dio como director de fotografía a Arthur Miller [el que iluminó Qué verde era mi valle, pongamos por caso]... y me dio a Aldrich, Dios lo bendiga. Dicho de otra forma, si tenías a Aldrich como ayudante de dirección, no se podía pedir más. Según Losey, Aldrich derrochaba tanta energía y con tan buen humor que todos los que trabajaron con él lo adoraban. Tenía una disciplina y una autoridad extraordinarias. Y era honesto a carta cabal. Me fue de gran ayuda, porque yo estaba empezando, no sabía muy bien de quién podía fiarme y sabía poco sobre los aspectos técnicos. En aquella época era el ayudante de dirección más valorado de Hollywood. De Losey (entonces en la lista negra, en plena caza de brujas maccarthista), Aldrich heredó Apache, su primera película importante. Cuentan que Polonski, otro señalado blacklisted, se convirtió en el doctor script -médico o consultor de guiones- clandestino de Aldrich, y quizá tuvo mucho que ver en la reflexión política que destilan sus películas de los 50.

En el rodaje de El beso mortal
a la izda., Aldrich (en segundo término)  
y Rick Sherman, que ensayaba los diálogos con los actores 
(hace tambien un papelito, como encargado de la gasolinera);  
a la dcha,,  en segundo término, Cloris Leachman (Christina)
y Ralph Meeker.

Aldrich siempre fue muy claro respecto a la caza de brujas y a su relación con los guionistas y directores de la lista negra, y con el Partido Comunista: Creo que, si hubiese llegado a Hollywood en 1936, en vez de en 1941, me hubiera afiliado al Partido. Esa militancia representaba una cierta disposición de ánimo, una actitud frente a la política, a la industria cinematográfica, al gobierno y a la Administración Roosevelt. Aquello no tenía nada de clandestino y pienso que toda persona un poco sensata estaba destinada en esa época a hacerse comunista. No tengo ninguna duda. Cuando llegué a Hollywood en 1941, los comunistas eran, evidentemente, los más inteligentes, los más lúcidos, los mejores, aquellos con los que resultaba más estimulante trabajar. Nunca entré en el Partido, quizá porque nadie me lo pidió. Estaba de acuerdo con muchas de sus propuestas políticas, de otra forma no hubiera trabajado tanto con ellos. La Historia ha probado que su liberalismo no aspiraba a corromper al gobierno, sino a conseguir un país mejor. Nadie buscaba robar secretos nucleares, eso son sandeces.


En otra entrevista Aldrich comentó que cuando empezó en el cine era o demasiado tonto o demasiado joven para ser comunista. Si hubiera trabajado antes con Ring Lardner Jr., Losey, Rossen, Polonsky, [Hugo] Butler, Trumbo o cualquiera de ellos (que eran cinco o diez años mayores que yo), quizá hubiese pasado a formar parte de su grupo, llevado por una especie de culto al héroe. Pero para cuando entré en contacto con ellos, la poli ya estaba encima. Había sonado la voz de alarma y si no tenían dificultades poco faltaba. (...) Me citaron, el Comité de Actividades Antiamericanas, pero nadie recogió la notificación y no me llamaron a prestar declaración. Tuve suerte.

Aldrich (a la izda.) con Nick Dennis (Nick), 
Rick Sherman y Ralph Meeker en el rodaje de El beso mortal

El director de Kiss Me Deadly y su guionista A. I. Bezzerides se salvaron de la lista negra y sobrevivieron en la lista gris. Desde muy pronto quiso Aldrich formar su propia compañía como director, con Michael Luciano, montador; Frank de Vol, compositor; William Glasgow, director artístico -todos ellos forman parte del equipo técnico de Kiss Me Deadly-, y Joseph Biroc, director de fotografía de buena parte de su filmografía, pero no de la película que hoy nos ocupa, iluminada por Ernest Laszlo, que ya había colaborado con Aldrich en Apache y Veracruz, y era también uno de sus directores de fotografía preferidos.


El guión de Kiss Me Deadly parte de una novela (con el mismo título) de Mickey Spillane, uno de los menos prestigiosos -y más exitosos- escritores pulp de novela negra, publicada en 1953. Tanto Aldrich como Bezzerides detestaban la novela, y quizá a Spillane; les parecía un material fascista. Bezzerides ya había escrito los guiones de algunas de las películas emblemáticas del cine negro, como Thieves' Highway (1949) de Jules Dassin (otro blacklisted) -aquí Mercado de ladrones, el título de la novela del propio Bezzerides que le sirvió de base para el guión (Marsé proyecta en el cine Roxy Mercardo de ladrones, una de sus películas favoritas, y una de las favoritas también de Néstor, el protagonista de Un día volveré)-, o como On Dangerous Ground (1952) de Nicholas Ray -aquí, La casa en la sombra (con Robert Ryan e Ida Lupino)-.

El guionista A. I. Bezzerides 
en un pequeño papel -como Gatos- 
en On Dangerous Ground de Nicholas Ray.

En la escritura de Kiss Me Deadly, Aldrich y Bezzerides no pueden olvidar que se trata de una producción B -el presupuesto apenas sobrepasó los 400.000 dólares (y se rodó en tres semanas)- y la oficina del Código de Producción va a mirar el guión con lupa. Así que un ojo pendiente de la cartera y el otro de la censura. De entrada, la novela presenta una espinosa trama con tráfico de drogas. Que el argumento se desarrolle en Los Ángeles, en lugar de Nueva York (como en la novela), es un asunto irrelevante (desde el punto de vista de la censura, no de la cartera). Y a nadie le importaba -aunque representaba una opción estilística significativa- que prescindieran de la narración en primera persona de la novela (la voz del detective Mike Hammer), tan familiar -y tan frecuente-, por otra parte, en el cine negro.


Bezzerides escribió muy rápido el guión (para librarse de la novela cuanto antes), pespuntado con réplicas espléndidas (como relámpagos, a veces; algunas, como una lluvia triste; socarronas, otras) pero esa escritura automática capturó la energía malsana que electrizaba el aire de aquellos años, una taquigrafía casi histérica de un tiempo enfermo de paranoia.

 

A principios de noviembre de 1954, Aldrich presenta en las oficinas del Código de Producción una nueva versión del guión y en una carta adjunta describe los cambios introducidos por Bezzerides respecto a la novela, en particular la fuerza motriz de la historia: han eliminado el tráfico de drogas (una trama inadmisible para los censores en la versión de septiembre) y lo han sustituido por tráfico de material nuclear.


Otros aspectos menos decisivos, pero también relevantes, tenían que ver con el tratamiento del sexo y la violencia, poderosos reclamos de las novelas de Spillane, prácticamente el único valor de producción significativo (como se puede apreciar en los carteles de la película).


Y justamente estas coordenadas -la cartera y la censura- van a propiciar, desde su estreno el 18 de mayo de 1955, un relato elíptico que favorece -y diríase que casi provoca- lecturas metafóricas, y aun subversivas, tanto desde el punto de vista genérico como del ideológico; bien es verdad que de forma más temprana y frondosa en Europa -y Francia (no podía ser de otra forma) se lleva la palma- que en América, hasta cobrar una aureola mítica de acendrada cinefilia. Creo que fue Charles Bitsch -en Cahiers du cinéma- quien, después de ver la película, definió a Aldrich como el primer cineasta de la era atómica.


Desde las primeras y memorables imágenes Kiss Me Deadly establece el tono y el estilo, con visos de película singular y una acusada personalidad fílmica. Uno tiene la sensación de asistir a una obra terminal, como su misma trama, como si el noir llegara a su explosivo acabamiento con un filme postrero, y definitivo. Febril. Una apoteosis noir, digamos.


Como si la maleta atómica (innombrable) -objeto mágico, tesoro siniestro, grial nuclear- que ocultan o buscan los personajes de Kiss Me Deadly consumara el círculo genérico desencadenado por el halcón maltés -ese objeto amasado o esculpido con la materia de los sueños (todo y nada)- de la película de Huston, a menudo señalada -no importa ahora si con acierto o no- como obra inaugural del cine negro.


Una mujer huye por una carretera desierta. Corre por la línea discontinua, por no perderse en la noche y el asfalto. Tan perdida anda. Unas piernas a la carrera. Jadeos. Unos brazos como aspas tratando de parar coches como sea. Desnuda bajo la gabardina. Rugidos de algún que otro coche. Jadeos. Una mujer asustada en una carretera perdida. (Lost Highway de Lynch, por supuesto, donde resuena Kiss Me Deadly.)


¿Quién es? ¿De qué huye? Sabremos muy poco de ella. Que se llama Christina, que le pusieron el nombre por la poeta Christina Rossetti, que la tenían secuestrada en un manicomio, que la persiguen. Es la primera vez que aparecía en una pantalla Cloris Leachman, pero cuando la vimos en Kiss Me Deadly, ya la conocíamos: había encarnado a la inolvidable Ruth de La última película de Bogdanovich.


Remember Me. Recuérdame, le pide a Mike Hammer que, a su pesar, la recogió en la carretera.


Son sus últimas palabras. Después gritos. Desgarrados. Y luego nada. Remember Me.


Cómo vamos a olvidarla. Fueron apenas unos minutos, pero su ausencia pesa durante el resto de la película. Christina alienta en cada fotograma. Y aun después. Hasta una mala bestia como Mike Hammer no puede quitársela de la cabeza y se obsesiona con aquella mujer a la que miró con asco cuando le preguntó si leía poesía: ¡¿ tiene pinta de leer poesía un tipo como él?!


El hilo de la memoria de Christina (y del poema de Christina Rossetti, Remember) hilvana Kiss Me Deadly.


Casi nos quedamos cortos al calificar de mala bestia a Hammer. Un sádico. En ningún momento nos permiten Aldrich y Bezzerides identificarnos con el protagonista.


Casi nos obligan a represar la compasión que nos asoma cuando se duele -por una vez- de la muerte de Nick, el mecánico, su único amigo, que muere por su culpa.


Un tipo, este Hammer, que queda retratado desde la primera línea que le escuchamos, después de que se haya visto obligado a frenar su descapotable, derrapando hasta la cuneta, cuando Christina se le aparece en medio y medio de la carretera: Casi me destrozas el coche. Un tipo a la medida del mundo repugnante en que se mueve. Tan repugnante que casi nos da más asco la policía o esa comisión que lo interroga: un trasunto de la nauseabunda Comisión de Actividades Antiamericanas. Tan repugnante que bien se merece -es lo menos- arder en una explosión nuclear.


La clave expresionista en la iluminación (de alto contraste) en Kiss Me Deadly, conjugada con las angulaciones oblicuas y encuadres descentrados, declina en cada plano indicios pánicos de  una atmósfera paranoica.


Kiss Me Deadly es de esas películas donde salta a la vista que el noir, más que un género, es una cuestión de estilo, una forma de mirar el mundo.


Un mundo caído en la noche -más que donde ha caído la noche-, brutal, despiadado. Sin sentido. No importa la verdad. A Hammer sólo lo impulsa la inercia de su propia terquedad, y el fin justifica los medios (es su ideología, la del tiempo que vive: justo lo que denuncia con lucidez la puesta en escena de Kiss Me Deadly). Sólo que ese fin -ese grial- deviene una búsqueda baldía: ni camino de aprendizaje, ni mucho menos de iluminación, ni siquiera de redención. Pasión inútil. Aventura vana. Hammer, en las antípodas de aquel Sam Sapade de El halcón maltés, de aquel Marlowe de El sueño eterno, y aun de aquel Jeff de Retorno al pasado. Desde los mismos créditos, que pasan de abajo arriba, y Kiss Me Deadly se lee "Deadly Kiss Me", Aldrich proclama -lo quisiera o no- la clausura del noir. O su revés.


Y, como si quisiera poner patas arriba la casa del cine negro, apunta una inversión de los rasgos argumentales y formales, pero también una subversión más radical de figuras y historias, tramas y personajes; reventando las últimas certezas, trastornando la retórica y retorciendo las formas, como no se había visto desde La dama de Shanghai y como sólo se verá ya en  Sed de Mal, como si su maestro Welles rubricase el manifiesto crepuscular de Kiss Me Deadly.


Y aun otros hilos se tejen en la trama paranoica de Kiss Me Deadly, un hilo que viene -vía Ulmer-de Detour, y ésos que se enhebrarán en A quemarropa de  John Boorman y en La noche se mueve de Arthur Penn, sin olvidar que antes había inspirado la deriva godardiana hasta Alphaville. Como se ve, Kiss Me Deadly depara un tejido muy denso para una trama llena de agujeros. Como las películas citadas -y no olvidemos Carretera perdida de Lynch-, el filme de Aldrich deviene, más que una trama, un tortuoso laberinto o una pesadilla, donde perdemos el hilo, lo recuperamos y lo volvemos a perder, y sólo podemos hilvanas rastros -imágenes y sonidos, síntomas y fantasmas- de un trauma atroz.


¿Qué estamos buscando? -se pregunta un personaje que aún no podemos identificar- ¿Diamantes? ¿Rubíes? ¿Oro? Tal vez drogas. El planeta solía ser civilizado, pero conforme el mundo es más primitivo, sus tesoros son más fabulosos.


Hay una escena especialmente significativa, reveladora de una búsqueda baldía, cuando Velda, encarnada por Maxine Cooper, la secretaria, ayudante, amante... de Hammer, ironiza sobre la porfía estéril del detective cuando él decide dedicarse en exclusiva al secreto de Christina: Empiezas por tirar de un hilo, hasta que de ese hilo sacas un cordel, luego de ese cordel te sale una soga, hasta que terminas colgado de ella.


Y más adelante, cuando Hammer  disfraza la investigación, en último término, con el deseo de vengar a su amigo Nick: ¿Qué estás buscando, Mike? Él le habla de algo muy valioso, que ellos están buscando (ya mataron a Christina, a Nick, a Raymondo o a Kawolsky) y trataron de echarle el guante a Lily, la amiga de Christina. Y Velda, a la que Hammer utiliza como cebo (sexual) en sus averiguaciones, trata de abrirle los ojos sobre tan vana porfía: Ellos... Bonita palabra. ¿Y quiénes son ellos? ¿Quiénes son esos tipos misteriosos que matan para conseguir el gran secreto. ¿Es algo que exista realmente? ¿Y a quién le interesa? Bah, todos empeñados en la inútil búsqueda.. ¿de qué?  


Y decepcionada al seguir empeñado en desentrañar el gran secreto de Christina alude a lo que eso implica, la función de Velda como cebo sexual, o sea, cómo la prostituye (y se convierte en proxeneta): Tengo que descansar todo lo que pueda si he de volver a citarme con mi nuevo amigo del alma.


Christine y la poesía -Remember, el poema de Christina Rossetti- se le aparecen a Hammer como la (última) posibilidad de redención, aun cuando él no sólo no lo sabe sino que nunca llega a comprender -el poema, el encuentro con Christina- lo que han traído a su vida, aunque tal vez en una capa muy profunda de su ser algo le empuja a no olvidar nunca las palabras de Christina, el poema, y si no podemos hablar de epifanía quizá venga a cuento el rumor oscuro de una hipofanía...


Remember
(de Christina Rossetti)

Remember me when I am gone away,
  Gone far away into the silent land;
  When you can no more hold me by the hand,
Nor I half turn to go yet turning stay.
Remember me when no more, day by day,
  You tell me of our future that you planned:
  Only remember me; you understand
It will be late to counsel then or pray.
Yet if you should forget me for a while
  And afterwards remember, do not grieve:
  For if the darkness and corruption leave
  A vestige of the thoughts that once I had,
Better by far you should forget and smile
  Than that you should remember and be sad.


Recuérdame después de haberme ido;
Cuando, bajo la tierra silenciosa,
No me alcance tu mano temblorosa
Ni pueda desandar lo recorrido.

Recuérdame sin más cuando, perdido
Nuestro sueño común, como la rosa
Marchita, esté; pues ya ninguna cosa,
Promesa o ruego, llegará a mi oído.

Mas si me olvidas por un tiempo, amado,
No sufras si el recuerdo luego insiste.
Si tinieblas y vermes han dejado

Algún vestigio de mi pensamiento,
Prefiero que me olvides si contento
Estás a que me evoques y estés triste.

(Traducción de Francisco J. López Serrano)


Más arriba aludimos al cambio significativo que introduce el guión respecto a la novela, prescinde de la narración en primera persona del protagonista (lo que se traduciría en una voz en off tan característica, por otro lado, de los noir de los cuarenta). En la película, Mike Hammer se ve arrastrado por una voz, por dos palabras de una mujer: Remmeber Me! Una voz que llega desde el más allá, una voz sin cuerpo. Para el protagonista, el poema de Christina Rossetti representa un mapa -quizá indescifrable- de aquella mujer, ya sólo una voz espectral prendida del hilo de la memoria.


Pero hay más: podríamos decir que Kiss Me Deadly sigue los pasos de Hammer pero la trama la arman las mujeres. Christina, la mujer-enigma, misterio y pesadilla. Velda, el cebo, la amante. (Nunca estás cerca cuando te necesito -dice Hammer. Nunca me necesitas cuando estoy cerca -dice Velda.) Y Lily, una mujer desvalida...


Pero descubrimos que es Gabrielle, femme fatale...

Bésame. Quiero que me beses. 
El beso embustero que dice "te quiero" 
pero quiere decir otra cosa.
Se te dan bien esos besos. Bésame.

Las tres mujeres otorgan cuerpo y voz a la confusa identidad masculina de un Hammer incapaz de verbalizar y/o racionalizar sus conflictos; son las mujeres quienes devienen poseedoras de un discurso en Kiss Me Deadly.

Me gusta que estés en apuros -le dice Velma a Hammer-, 
porque entonces recurres a mí.

Y en ese sentido -discursivo pero también sensitivo (el grano de la voz y la rugosidad fonética de lo inarticulado)- el tratamiento sonoro de la película deviene decisivo. Las rupturas de Kiss Me Deadly no sobrevienen sólo en el campo de la imagen, sino más precisamente en el hiato entre la imagen y el sonido: los jadeos, gemidos y gritos no se corresponden con lo que vemos, hasta el punto de que el off cobra un sentido fantasmal. (Una autonomía del sonido respecto a la imagen que sólo el cine de Godard llevará hasta sus últimas consecuencias.) Lo jadeos iniciales de Christina como los finales de Gabrielle parecen desprenderse del cuerpo mismo sin intervención de las cuerdas vocales. Una forma de dar voz al cuerpo, en la medida en que la sexualidad -de forma necesariamente elíptica (oblicua, indirecta)- cobra visos perturbadores para Hammer. Resulta especialmente significativo que Christina haya ocultado en su propio cuerpo la llave de la enigmática maleta nuclear: o sea, su sexo, de forma literal, se convierte en objetivo de la investigación detectivesca y, por efecto de la metonimia, en fuente de destrucción; dicho en pocas palabras: el sexo de Christina deviene la matriz del apocalipsis. Un apocalipsis que encuentra en Gabrielle una comadrona.


La comadrona perfecta, devorada por el aquel de desentrañar la criatura que esconde la caja: Tienes el nombre equivocado, Gabrielle. Debías llamarte Pandora, le reprocha el  doctor Soberin. Sólo quiero saber lo que es, insiste Gabrielle. ¿Me creerías si le lo dijera? ¿Te quedarías satisfecha?, le pregunta el doctor, aunque ya sabe la respuesta. Quizá, miente Gabrielle.


La cabeza de la Medusa. Eso es lo que hay en la caja. Y quien la mira no se convierte en piedra, sino en fuego eterno y cenizas. Pero no me crees. Tienes que verlo tú misma, ¿verdad?

La maleta atómica de Kiss Me Deadly 
se cita con el maletín que abre Vincent Vega (John Travolta) 
en Pulp Fiction de Tarantino.

Así en el cuerpo de la mujer parecen confluir el terror sexual (la femme fatale, la mantis del noir) y el terror nuclear. En resumidas cuentas, una figuración que aflora en un universo de relaciones hombre-mujer seriamente dañado, en el imaginario de una identidad masculina enferma. En un mundo que se merece el Apocalipsis.


Para Tavernier y Coursodon, Kiss Me Deadly figura como un filme faro, como una emanación del inconsciente de su tiempo, el verdadero film noir del maccarthysmo. Un filme espejo de una sociedad que rezuma un miedo insidioso, donde toda protección resulta ilusoria, donde nadie está a salvo. Una ficción psicótica como documento de una época enferma de sospecha, de un mundo que se ha desprendido de los asideros de la moral. Manny Farber escribió en su iluminador Arte termita... que Aldrich insufla en sus películas un torrente de vitalidad y un auténtico amor al cine; pues bien, podemos ver Kiss Me Deadly como el delirio -y el deliquio- del cineasta enamorado.


El guionista A. I. Bezzerides contó que Aldrich, un año antes de morir -en 1983-, lo llamó por teléfono, quería decirle que acababa de leer otra vez el guión de Kiss Me Deadly. Bezzerides no entendía por qué. Aldrich tenía sus razones: Quería averiguar cómo pude rodarla en tres semanas. ¿Sabes? Era todo lo que hay en el guión. Una forma elegante de darle las gracias al guionista casi treinta años después. El hilo de la memoria de un cineasta.

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