Uno de los primeros libros sobre cine que recuerdo haber leído: El cine o el hombre imaginario de Edgar Morin. Se me grabó en la memoria el testimonio de un militar francés en Marruecos sobre la reacción de los bereberes ante las primeras proyecciones cinematográficas: La visión del herrador que hierra un asno, del alfarero que amasa la arcilla, de un hombre que come saltamontes emparrillados, de un asno que pasa, de un camello que se levanta con su carga, desencadena un entusiasmo general: de todas partes surgen exclamaciones jubilosas y estupefactas.
Cine ambulante en Taznaghte (Marruecos), 2007
Carpinteros en el taller, una de las vistas de los Lumière
filmada en 1896 cerca de Lyon.
A veces se olvida que la maravilla del cine de los orígenes se cifra en haber maravillado al mundo con cuanto no era maravilloso, sino cotidiano, y el aquel del cine: transfigurar, a través de la proyección, el registro de lo común en la noche de las maravillas.
Como somos consumidores de imágenes, nos guste o no, es difícil recuperar las primeras sensaciones que produjo el cine en los espectadores que nunca habían visto imágenes como esas. De ahí que los espectadores de las películas de los Lumière huyeran ante la llegada del tren a la estación o que no mucho después hablaran de los "hermosos colores" que tenían aquellas películas primitivas. Andando el tiempo, y ya con Griffith tras la cámara, el montaje de planos que dejaba un rostro tras un plano general era visto más en término de descuartizamiento por algunos miembros del público que como un avance en la gramática cinematográfica. Por último, en un año tan tardío ya como 1931, en un pueblecito rumano al que no había llegado aún el cine, la primera proyección de una mar embravecido, con grandes olas en primer término, provocó la huída atemorizada de los espectadores. Hoy eso sería imposible ni con el 3D. Eso hemos perdido por el camino.
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