22/3/13
El galimatías de un espíritu
Hace cuatro años (y dieciséis días) escribí, a propósito del silencio, la primera entrada sobre El espíritu de la colmena. No sería exagerado decir -bien lo sabéis- que El espíritu de la colmena -y aun el cine de Víctor Erice (por escueta que sea su filmografía)- han amojonado esta escuela. No sólo eso, mi propia cinefilia ha sido iluminada por El espíritu de la colmena, una película que da cuenta del cine como experiencia cardinal, como mirada primordial. Y aquellas películas que tanto me habían gustado de niño -Pasión de los fuertes, pongamos por caso (la tuve siempre en el altar del cine)- cobraron visos reveladores -e insospechados- después de ver El espíritu de la colmena: aquel día descubrí que el cine, además de contar, nos contaba, y además de mirarlo, nos miraba. Por eso este fotograma de El espíritu de la colmena cifra la epifanía del cine. La mirada bendecida por la gracia del cine. La infancia atravesada por la mirada del cine. Con Víctor Erice, uno puede decir: "Ana soy yo".
Tal día como hoy hace cuarenta años acabó el rodaje de El espíritu de la colmena. Había durado cuatro semanas y dos días. Los técnicos y los actores debieron quedar aliviados. Tanto para el productor como para el equipo, aquella película era un galimatías: nadie entendía qué diablos estaban rodando. Salvo Víctor Erice, sobra decirlo, y Ana Torrent que no necesitaba entender nada, lo vivía. (Ese fotograma es un pedacito de cine, pero es también el documento -la prueba de vida, podríamos decir- de una experiencia verdadera. "Ana soy yo", nos dice Ana Torrent.)
Quizá ningún testimonio, como el de Fernando Fernán-Gómez (a quien debemos también el título de esta bitácora), resulte más elocuente a propósito del extrañamiento que suscitaba aquel rodaje, provocado en buena medida por el propio cineasta:
Víctor Erice no sólo no nos dijo casi nada, sino que ya nos advirtió al principio, lo mismo a Teresa Gimpera que a mí, que no nos diría nada. Le pregunté: "Pero ¿incluso en algún momento en que yo no entienda de qué trata esto, tampoco me dirás nada?". Y me contestó: "No, Si no lo entiendes y te limitas a andar, queda mejor".
¿Hace falta señalar que el hecho de elegir a Fernán-Gómez demuestra de forma palmaria que Erice sabía lo que se hacía? Si algún actor podía ser una figura -un hombre que contempla el crepúsculo-, más que un personaje, ése era Fernán-Gómez. Si los vientos del cine hubieran sido propicios, lo habríamos vuelto a ver en el sur -no rodado- de El sur, y en La promesa de Shanghai -la adaptación de El embrujo de Shanghai de Juan Marsé- que Erice tampoco pudo filmar, pero cuyo guión podemos leer (el escritor no pudo ser más categórico: es mucho mejor que mi novela).
Ya cuando había leído el guión de El espíritu de la colmena, Fernán-Gómez, como no había entendido nada, llamó a Elías Querejeta -el productor de la película- y le advirtió que, antes de seguir hablando del proyecto, le preguntara a Víctor Erice si creía necesario que entendiera el argumento para interpretar el personaje. Al día siguiente, lo llamó el productor: podía estar tranquilo; había hablado con Erice y le había dicho que no, que no hacía falta que entendiera el personaje. Hasta cierto punto, confesaba Fernán-Gómez (no sin retranca), que los actores no entiendan lo que les pasa a ellos, a su personaje, se parece mucho a la vida real. Pero, desde luego, lo que se parece del todo a la vida real es que no sepan lo que les está ocurriendo a los demás ni cuál va a ser el desenlace. (Además, ya sabía que se habían hecho películas como las de Alain Resnais, en las que el director no quería que los actores entendieran lo que pasaba.)
Fernán-Gómez es Fernando en la película, porque Ana Torrent no consintió ser otra que Ana. Ni que Teresa Gimpera fuera otra que Teresa. Como en la vida. Quizá tenga razón Fernán-Gómez, quizá entender no es la palabra que conviene a la experiencia que representa una película como El espíritu de la colmena que revienta las costuras de la causalidad en el relato y donde más que encontrar una estructura dramática uno se topa con una construcción poética -y aun musical- sobre el encuentro de una niña con los misterios primordiales de la existencia y la llamada a un conocimiento que desborda los cauces de la razón.
Por eso no tiene nada de extraño que Fernán-Gómez haya confesado que, aun sin entenderla, es una película que le gustaba muchísimo. Ya se sabe, el espíritu es un galimatías. Y sopla donde quiere.
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