La otra historia. O cómo de Bábel y
la sor vinimos a dar en
King Kong. La verdad, aún me costó recordar los rastros documentales del sueño; la fuente onírica, por así decir. (Para empezar, tardé lo mío en caer en la cuenta que no era
sólo un sueño.) Hace un par de años escribí sobre las
cien palabras para llorar en uzbeko, una de las historias que amojonan
Los poseídos, las memorias (o el ensayo) de un viaje literario de Elif Batuman que lleva por subtítulo (en la cubierta):
Aventuras con libros rusos y con las personas que los leen. La verdad, me llevé el libro porque el primer capítulo se titula
Bábel en California. (Mira por dónde.) Ya entonces, en aquella entrada, presentía que el libro de Elif Batuman iba a volver por la
escuela. Ha vuelto.
En ese primer capítulo de
Los poseídos, el que me decidió a leerlo, la autora relata los avatares -y hallazgos- mientras trabajaba en una exposición sobre Bábel, en paralelo al congreso internacional sobre el escritor que había organizado Grisha Freidin, uno de los grandes especialistas en el autor ruso, en la Universidad de Stanford, pero la exposición y el congreso representan apenas un pretexto -o un tendal (según como se mire)- para escribir sobre Bábel -o para amojonar el viaje interior que deviene su lectura. Y encuentra una de esas piedras miliares en un pasaje del
Diario de 1920, la matriz de los relatos de
Caballería roja, en el que Bábel da cuenta del interrogatorio a Frank Mosher, el piloto americano -
descalzo pero elegante-, capturado por los bolcheviques después de haber abatido su avión en el frente de Galitzia, que le trae...
...el aroma de Europa, café, civilización, fuerza, cultura antigua, muchas ideas.
Lo observo, no puedo dejarle ir. (...)
Una conversación interminable con Mosher.
Leyendo el
Diario de 1920, resulta muy fácil imaginarse a
Bábel (que declaraba carecer de inventiva) atento a cada gesto, sin perder detalle. Hace unos meses en las páginas de
Contra toda esperanza, las memorias de Nadiezhda Mandelstam, encontré un párrafo que confirma esa percepción de Bábel:
Su forma de girar la cabeza, la boca, la barbilla y, sobre todo, los ojos de Bábel expresaban siempre curiosidad. Era una mirada poco frecuente en los adultos, llena de sincera curiosidad. Tuve la impresión que la fuerza motriz básica de Bábel era la insaciable curiosidad con que observaba la vida y los seres humanos.
Bábel se comía lo visible con los ojos. Era de una curiosidad voraz. El
Diario de 1920 testimonia cómo Bábel vive la guerra como un material literario de primera mano. Perdió cincuenta y cuatro páginas del cuaderno, y tres días más tarde veintiuna, y cómo le duelen esas páginas perdidas. Elif Batuman aprecia muy bien cómo los relatos de
Caballería roja -pongamos por caso
Mi primer ganso (al que
Miguel Anxo Murado rinde tributo en
Vergoña/
Vegüenza, uno de los cuentos que componen
Mércores de cinza/
Miércoles de ceniza)- tratan en buena medida del precio que tuvo que pagar Bábel para conseguir su material. (Aquellas heridas nunca se cerraron: cómo podían cicatrizar, después de todo lo que vio, de todo lo que vivió.)
Bábel en 1920
Y aquel piloto americano abatido, Frank Mosher, en medio de aquella turba de cosacos, aparecía como un plato exótico en el menú de la mirada del escritor. Y le dejó
una impresión triste y dulce, y el aquel de fumar en pipa con un aire a Conan Doyle. Eran casi de la misma edad: habían nacido en 1894; aquel 14 de julio de 1920 (del interrogatorio), Bábel acababa de cumplir -dos días antes- 26 años; a Frank Mosher le faltaban tres meses para cumplirlos. ¿Cómo no me sonaba de nada el nombre de Frank Mosher, ni la entrada del diario de Bábel? Voy en busca del libro -incluido en la edición de
Caballería roja (de Galaxia Gutenberg)- y compruebo que sólo reúne fragmentos del
Diario de 1920, y desde luego no figura el interrogatorio del piloto americano.
La posesa Elif Batuman
Pero el libro de Elif Batuman me tenía reservada otra sorpresa: Frank Mosher, en realidad, no era Frank Mosher: su verdadero nombre era Merian Caldwell Cooper, que sería más conocido como Merian C. Cooper, uno de los creadores de
King Kong (y socio de John Ford en la productora
Argosy Pictures: hicieron juntos, por sólo citar algunas obras memorables,
Wagon Master,
Río Grande,
El hombre tranquilo o
Centauros del desierto). Que se sepa Merian C. Cooper nunca mencionó a aquel jinete bolchevique con gafas, que no se separaba de su cuaderno y que hablaba inglés, y con el que mantuvo
una conversación interminable; no lo hizo en el relato de su campaña polaca, captura por los bolcheviques y huida final; se ve que no le debió causar impresión o no tenía la curiosidad de Bábel.
Merian C. Cooper,
cuando era Frank Mosher.
Pero desde luego no olvidó los combates. En particular alguna escena se le debió quedar grabada a fuego. Como la que describe Bábel en
El jefe de escuadrón Trunov, uno de los relatos de
Caballería roja. Vemos a Trunov, en compañía del cosaco Andriushka, disparando con sendas ametralladoras desde un alto junto a la garita de la estación contra cuatro aeroplanos de la escuadrilla del mayor Fauntleroy (en la que se había alistado Merian C. Cooper con el nombre de Frank Mosher, formando parte del escuadrón de caza Kosciusko, unidad de las fuerzas aéreas polacas cuya misión era combatir la
amenaza roja):
Las máquinas voladoras caían sobre la estación cada vez más en picado, zumbando hacendosas en lo alto, descendía, trazaban un arco y el sol caía con sus rayos rosados sobre el brillo de las alas.
Entretanto, nosotros, el cuarto escuadrón, nos guarecíamos en el bosque. Y allí, en el bosque, nos quedamos a la espera del combate desigual entre Pashka Trunov y el mayor del servicio americano Reginald Fauntleroy.
El mayor y sus tres bombarderos dieron muestras de gran saber en aquella batalla. Descendieron a trescientos metros y frusilaron con sus ametralladoras, primero a Andriushka y luego a Trunov.
Elif Batuman no puede resistirse a ver en las líneas del relato de Bábel un dibujo similar a la escena final de
King Kong: el monstruo que, defendiendo a la chica, cae abatido por los disparos de los aeroplanos. Sobre todo, cuando al documentarse, descubre que, en los planos cortos, Merian C. Cooper era uno de los pilotos de los aeroplanos que derriban a King Kong. Como a Trunov. (El otro piloto que acaba con King Kong es Ernest B. Schoedsack, co-director de la película con Cooper: éste, más obsesivo, dirigió las escenas de efectos especiales con maquetas y miniaturas, y aquél, más rápido, las escenas de acción en vivo.)
La correspondencia entre el final del relato de
El jefe de escuadrón Trunov y la escena final de
King Kong no debe entenderse como una presunta inspiración de Merian C. Cooper en el relato de Bábel. (Estoy convencido de que el cineasta no leyó
Caballería roja, pero siento curiosidad por si el escritor vio la película o si Eisenstein le habló de ella a su vuelta de América, o si llegó a saber que Merian C. Cooper era Frank Mosher.) Más bien cabe advertir una íntima resonancia en ambas figuraciones, conmovidos por la misma experiencia: Bábel desde tierra y Cooper desde el aire. Y no es de extrañar que Elif Batuman presienta una misma matriz visual en las escenas del relato y la película,
poseída como estaba por la obra de Bábel: cómo no iba a escuchar ese eco. Y aun más cuando encontró un cartel de la 2ª guerra mundial con un gran mono rojo, sobre un mapa de Europa, blandiendo una hoz y un martillo, como la encarnación de la amenaza bolchevique (como si de la emanación de un inconsciente colectivo se tratara).
No sé si Elif Batuman sabía (o sabe) que
King Kong cuajó su visibilidad como proyecto fílmico gracias a un boceto de Willis O'Brien, Byron Crabbe y Mario Larrinaga que definía de forma gráfica la idea de Merian C. Cooper, su concepto visual de la película:
la bella y la bestia en lo alto de un rascacielos, con los aeroplanos atacando al monstruo. Un dibujo que refuerza la hipótesis de la matriz visual común en el relato de Bábel y la película de Cooper, las dos obras avanzan hacia ese estallido figurativo; tras el estreno de King Kong el 2 de marzo de 1933, la escena final pasa a formar parte del imaginario del cine y deviene un icono del siglo XX.
Los sucesivos guionistas trabajaron en
King Kong con vistas a esa imagen. Parece ser que uno de esos guionistas fue Horace McCoy -el autor de clásicos de la novela negra como
¿Acaso no matan a los caballos?,
Di adiós al mañana o
Los sudarios no tienen bolsillos-, a la sazón guionista de plantilla en la RKO: a McCoy se le deben los nativos de la isla adoradores del dios Kong, al que le sacrificaban las doncellas, y la empalizada que separaba el poblado de la jungla.
Al final, Ruth Rose -la mujer de Ernest B. Schoedsack-, que comprendía a la perfección el concepto y las ideas de Merian C. Cooper, se encargo de la versión definitiva del guión -ahora titulado
Kong (en versiones anteriores se había titulado
La bestia y también
La octava maravilla)-, concentrando la acción, ajustando el desarrollo de la trama a un presupuesto de seiscientos mil dólares y reescribiendo los diálogos, como esa réplica final:
No. No fueron los aviones. Fue la belleza quien mató a la bestia; en realidad, un eco del proverbio árabe que abre la película:
...y la bella mató a la bestia.
Otro de los dibujos de Willis O'Brien y Byron Crabbe
para King Kong
En
King Kong late el mito del rapto de Europa, aquella joven que jugaba con sus amigas en una playa de Tiro, la única (bella) que no huye cuando se presenta aquel toro blanco (la bestia) y se la lleva a Creta, para descubrir más tarde que se trata de una metamorfosis de Zeus. El Minotauro del laberinto viene siendo un nieto de Zeus y Europa. Muchos cuentos de hadas abrevan en el venero del mito para narrar -con innumerables variaciones- la historia de un animal que rapta a una hermosa joven y cómo
la bestia recupera la apariencia de príncipe gracias al beso de
la bella.
La trama encontró cumplida -y encantada- materialización en sendos textos de escritoras francesas del siglo XVIII: primero, el relato de Madame de Villeneuve, y a partir de estas páginas, el cuento de Madame Leprince de Beaumont con un título feliz,
La Bella y la Bestia. Pero
King Kong, aun siendo una variante del mito de
la bella y la bestia, no es un cuento de hadas, sino -y de ahí su perdurable belleza (todo lo naíf que se quiera, pero con una poesía que nos traspasa)- una sublime historia de amor trágico. Todos nos compadecemos de King Kong, el monstruo cautivo de la belleza y perdidamente enamorado, y sentimos las ráfagas de los aeroplanos que lo derriban en carne propia.
Merian C. Cooper le cuenta a la bella Fay Wray
la historia de King Kong.
(El Empire apagó sus luces durante 15 minutos
en memoria de Fray Wray,
tras la muerte de la actriz el 8 de agosto de 2004.)
Por eso me extrañó que Elif Batuman no supiera ver en su ensayo (quizá cegada por el anticomunismo de Merian C. Cooper y por haberse empeñado en matar
personalmente a la bestia en la pantalla) -o no supiera apreciar- que
King Kong nos abre el corazón del monstruo y nos conmueve su mirada; que nuestra simpatía -en el más profundo de los sentidos- está con la bestia que arde de amor, el monstruo que lucha contra los aeroplanos para defender a su amada, el más humano -y tierno- de los personajes; que inhumanos nos parecen, en cambio, aquellos que sacrifican cualquier sentimiento en el altar del capital, del negocio del cine o del espectáculo; que aquella Nueva York de la gran Depresión se nos muestra como un mundo no menos despiadado que el de la isla de los sacrificios al dios Kong... ¿Cómo no supo ver -me cuesta creerlo- que Merian C. Cooper había creado -y no por casualidad- un monstruo tan amado?
En Merian C. Cooper como en Isaak Bábel -como entre el arte y la ideología- había heridas abiertas. Por ellas sangran
King Kong y los cuentos de
Caballería roja.