30/3/13

Ven y mira (King Kong)



Supongo que después de la última entrada no os extraña esta entrega de carteles de cine dedicada a King Kong. Acabó por decidirme un texto de Ray Bradbury -que había olvidado y encontré sin querer esta tarde- donde evoca su infancia en los años treinta, cautivado por el cine de terror:


"Cuando tenía doce años, frecuentaba una estación de radio en Tucson, y, a fuerza de dar la lata, acabé leyendo tiras cómicas a los niños todos los sábados por la noche. ¿Mi sueldo? Entradas gratis para ver Los crímenes del museo de cera, La momia y King Kong. Dios mío, era rico. Desde entonces no he pasado un año tan maravilloso. Aquellos largometrajes cambiaron mi vida para siempre."


Era el curso 1932-1933. Y eso que aquellas películas lo aterrorizaban hasta el punto de meterse debajo de la butaca o esconderse al amparo del brazo de su hermano mayor. Veía aquellos filmes de los años treinta "ebrio de terror".


"Kong , al caer desde el Empire State, aplastó a dos niños: a mi amigo Ray Harryhausen y a mí. Kong cambió nuestras vidas para siempre. A causa de aquellos fantásticos monstruos que cortaban el aire con alaridos eléctricos, me mantuve en contacto con las bestias arcaicas y acabé escribiendo el guión de Moby Dick para John Huston. Harryhausen consiguió trabajo con Willis O'Brien, el encargado de la animación de King Kong, en la película Mighty Joe Young. Puesto que Kong nos había aplastado contra el suelo, nos levantamos con la firme decisión de llegar a una noche de 1983 en la que asistiríamos a la celebración del 50º aniversario de King Kong en el Grauman´s Chinese. En aquella ocasión, Fay Wray salíó de entre el gentío para acercarse a nosotros y abrazarnos en los brazos mecánicos de Kong. Debo admitir que la locura cinematográfica merece la pena."

Boceto para el cartel a partir de un dibujo de 
Willis O'Brien, Byron Crabbe y Mario Larrinaga




Cartel francés de René Péron

Cartel de Laurent Durieux

Cartel de Laurent Durieux

Cartel de David O'Daniel

Cartel de Lex Clark

Cartel de Lizzy Lee
Cartel de James Gilleard




Cartel para el reestreno de 1952

Se cumplen ochenta años del estreno de King Kong. Vamos a creer que sigue aplastando niños. Que no cae en vano desde el Empire State.

27/3/13

Las heridas abiertas



La otra historia. O cómo de Bábel y la sor vinimos a dar en King Kong. La verdad, aún me costó recordar los rastros documentales del sueño; la fuente onírica, por así decir. (Para empezar, tardé lo mío en caer en la cuenta que no era sólo un sueño.) Hace un par de años escribí sobre las cien palabras para llorar en uzbeko, una de las historias que amojonan Los poseídos, las memorias (o el ensayo) de un viaje literario de Elif Batuman que lleva por subtítulo (en la cubierta): Aventuras con libros rusos y con las personas que los leen. La verdad, me llevé el libro porque el primer capítulo se titula Bábel en California. (Mira por dónde.) Ya entonces, en aquella entrada, presentía que el libro de Elif Batuman iba a volver por la escuela. Ha vuelto.


En ese primer capítulo de Los poseídos, el que me decidió a leerlo, la autora relata los avatares -y hallazgos- mientras trabajaba en una exposición sobre Bábel, en paralelo al congreso internacional sobre el escritor que había organizado Grisha Freidin, uno de los grandes especialistas en el autor ruso, en la Universidad de Stanford, pero la exposición y el congreso representan apenas un pretexto -o un tendal (según como se mire)- para escribir sobre Bábel -o para amojonar el viaje interior que deviene su lectura. Y encuentra una de esas piedras miliares en un pasaje del Diario de 1920, la matriz de los relatos de Caballería roja, en el que Bábel da cuenta del interrogatorio a Frank Mosher, el piloto americano -descalzo pero elegante-, capturado por los bolcheviques después de haber abatido su avión en el frente de Galitzia, que le trae...

...el aroma de Europa, café, civilización, fuerza, cultura antigua, muchas ideas. Lo observo, no puedo dejarle ir. (...) Una conversación interminable con Mosher.

Leyendo el Diario de 1920, resulta muy fácil imaginarse a Bábel (que declaraba carecer de inventiva) atento a cada gesto, sin perder detalle. Hace unos meses en las páginas de Contra toda esperanza, las memorias de Nadiezhda Mandelstam, encontré un párrafo que confirma esa percepción de Bábel:

Su forma de girar la cabeza, la boca, la barbilla y, sobre todo, los ojos de Bábel expresaban siempre curiosidad. Era una mirada poco frecuente en los adultos, llena de sincera curiosidad. Tuve la impresión que la fuerza motriz básica de Bábel era la insaciable curiosidad con que observaba la vida y los seres humanos.

Bábel se comía lo visible con los ojos. Era de una curiosidad voraz. El Diario de 1920 testimonia cómo Bábel vive la guerra como un material literario de primera mano. Perdió cincuenta y cuatro páginas del cuaderno, y tres días más tarde veintiuna, y cómo le duelen esas páginas perdidas. Elif Batuman aprecia muy bien cómo los relatos de Caballería roja -pongamos por caso Mi primer ganso (al que Miguel Anxo Murado rinde tributo en Vergoña/Vegüenza, uno de los cuentos que componen Mércores de cinza/Miércoles de ceniza)- tratan en buena medida del precio que tuvo que pagar Bábel para conseguir su material. (Aquellas heridas nunca se cerraron: cómo podían cicatrizar, después de todo lo que vio, de todo lo que vivió.)

Bábel en 1920

Y aquel piloto americano abatido, Frank Mosher, en medio de aquella turba de cosacos, aparecía como un plato exótico en el menú de la mirada del escritor. Y le dejó una impresión triste y dulce, y el aquel de fumar en pipa con un aire a Conan Doyle. Eran casi de la misma edad: habían nacido en 1894; aquel 14 de julio de 1920 (del interrogatorio), Bábel acababa de cumplir -dos días antes- 26 años; a Frank Mosher le faltaban tres meses para cumplirlos. ¿Cómo no me sonaba de nada el nombre de Frank Mosher, ni la entrada del diario de Bábel? Voy en busca del libro -incluido en la edición de Caballería roja (de Galaxia Gutenberg)- y compruebo que sólo reúne fragmentos del Diario de 1920, y desde luego no figura el interrogatorio del piloto americano.

La posesa Elif Batuman

Pero el libro de Elif Batuman me tenía reservada otra sorpresa: Frank Mosher, en realidad, no era Frank Mosher: su verdadero nombre era Merian Caldwell Cooper, que sería más conocido como Merian C. Cooper, uno de los creadores de King Kong (y socio de John Ford en la productora Argosy Pictures: hicieron juntos, por sólo citar algunas obras memorables, Wagon Master,  Río Grande,  El hombre tranquilo o Centauros del desierto). Que se sepa Merian C. Cooper nunca mencionó a aquel jinete bolchevique con gafas, que no se separaba de su cuaderno y que hablaba inglés, y con el que mantuvo una conversación interminable; no lo hizo en el relato de su campaña polaca, captura por los bolcheviques y huida final; se ve que no le debió causar impresión o no tenía la curiosidad de Bábel.

Merian C. Cooper, 
cuando era Frank Mosher.

Pero desde luego no olvidó los combates. En particular alguna escena se le debió quedar grabada a fuego. Como la que describe Bábel en El jefe de escuadrón Trunov, uno de los relatos de Caballería roja. Vemos a Trunov, en compañía del cosaco Andriushka, disparando con sendas ametralladoras desde un alto junto a la garita de la estación contra cuatro aeroplanos de la escuadrilla del mayor Fauntleroy (en la que se había alistado Merian C. Cooper con el nombre de Frank Mosher, formando parte del escuadrón de caza Kosciusko, unidad de las fuerzas aéreas polacas cuya misión era combatir la amenaza roja):

Las máquinas voladoras caían sobre la estación cada vez más en picado, zumbando hacendosas en lo alto, descendía, trazaban un arco y el sol caía con sus rayos rosados sobre el brillo de las alas.

Entretanto, nosotros, el cuarto escuadrón, nos guarecíamos en el bosque. Y allí, en el bosque, nos quedamos a la espera del combate desigual entre Pashka Trunov y el mayor del servicio americano Reginald Fauntleroy.

El mayor y sus tres bombarderos dieron muestras de gran saber en aquella batalla. Descendieron a trescientos metros y frusilaron con sus ametralladoras, primero a Andriushka y luego a Trunov.

Elif Batuman no puede resistirse a ver en las líneas del relato de Bábel un dibujo similar a la escena final de King Kong: el monstruo que, defendiendo a la chica, cae abatido por los disparos de los aeroplanos. Sobre todo, cuando al documentarse, descubre que, en los planos cortos, Merian C. Cooper era uno de los pilotos de los aeroplanos que derriban a King Kong. Como a Trunov. (El otro piloto que acaba con King Kong es Ernest B. Schoedsack, co-director de la película con Cooper: éste, más obsesivo, dirigió las escenas de efectos especiales con maquetas y miniaturas, y aquél, más rápido, las escenas de acción en vivo.)


La correspondencia entre el final del relato de El jefe de escuadrón Trunov y la escena final de King Kong no debe entenderse como una presunta inspiración de Merian C. Cooper en el relato de Bábel. (Estoy convencido de que el cineasta no leyó Caballería roja, pero siento curiosidad por si el escritor vio la película o si Eisenstein le habló de ella a su vuelta de América, o si llegó a saber que Merian C. Cooper era Frank Mosher.) Más bien cabe advertir una íntima resonancia en ambas figuraciones, conmovidos por la misma experiencia: Bábel desde tierra y Cooper desde el aire. Y no es de extrañar que Elif Batuman presienta una misma matriz visual en las escenas del relato y la película, poseída como estaba por la obra de Bábel: cómo no iba a escuchar ese eco. Y aun más cuando encontró un cartel de la 2ª guerra mundial con un gran mono rojo, sobre un mapa de Europa, blandiendo una hoz y un martillo, como la encarnación de la amenaza bolchevique (como si de la emanación de un inconsciente colectivo se tratara).


No sé si Elif Batuman sabía (o sabe) que King Kong cuajó su visibilidad como proyecto fílmico gracias a un boceto de Willis O'Brien, Byron Crabbe y Mario Larrinaga que definía de forma gráfica la idea de Merian C. Cooper, su concepto visual de la película: la bella y la bestia en lo alto de un rascacielos, con los aeroplanos atacando al monstruo. Un dibujo que refuerza la hipótesis de la matriz visual común en el relato de Bábel y la película de Cooper, las dos obras avanzan hacia ese estallido figurativo; tras el estreno de King Kong el 2 de marzo de 1933, la escena final pasa a formar parte del imaginario del cine y deviene un icono del siglo XX.


Los sucesivos guionistas trabajaron en King Kong con vistas a esa imagen. Parece ser que uno de esos guionistas fue Horace McCoy -el autor de clásicos de la novela negra como ¿Acaso no matan a los caballos?, Di adiós al mañana o Los sudarios no tienen bolsillos-, a la sazón guionista de plantilla en la RKO: a McCoy se le deben los nativos de la isla adoradores del dios Kong, al que le sacrificaban las doncellas, y  la empalizada que separaba el poblado de la jungla.


Al final, Ruth Rose -la mujer de Ernest B. Schoedsack-, que comprendía a la perfección el concepto y las ideas de Merian C. Cooper, se encargo de la versión definitiva del guión -ahora titulado Kong (en versiones anteriores se había titulado La bestia y también La octava maravilla)-, concentrando la acción, ajustando el desarrollo de la trama a un presupuesto de seiscientos mil dólares y reescribiendo los diálogos, como esa réplica final: No. No fueron los aviones. Fue la belleza quien mató a la bestia; en realidad, un eco del proverbio árabe que abre la película: ...y la bella mató a la bestia.

Otro de los dibujos de Willis O'Brien y Byron Crabbe 
para King Kong

En King Kong late el mito del rapto de Europa, aquella joven que jugaba con sus amigas en una playa de Tiro, la única (bella) que no huye cuando se presenta  aquel toro blanco (la bestia) y se la lleva a Creta, para descubrir más tarde que se trata de una metamorfosis de Zeus. El Minotauro del laberinto viene siendo un nieto de Zeus y Europa. Muchos cuentos de hadas abrevan en el venero del mito para narrar -con innumerables variaciones- la historia de un animal que rapta a una hermosa joven y cómo la bestia recupera la apariencia de príncipe gracias al beso de la bella.


La trama encontró cumplida -y encantada- materialización en sendos textos de escritoras francesas del siglo XVIII: primero, el relato de Madame de Villeneuve, y a partir de estas páginas, el cuento de Madame Leprince de Beaumont con un título feliz, La Bella y la Bestia. Pero King Kong, aun siendo una variante del mito de la bella y la bestia, no es un cuento de hadas, sino -y de ahí su perdurable belleza (todo lo naíf que se quiera, pero con una poesía que nos traspasa)- una sublime historia de amor trágico. Todos nos compadecemos de King Kong, el monstruo cautivo de la belleza y perdidamente enamorado, y sentimos las ráfagas de los aeroplanos que lo derriban en carne propia.

Merian C. Cooper le cuenta a la bella Fay Wray 
la historia de King Kong
(El Empire apagó sus luces durante 15 minutos 
en memoria de Fray Wray, 
tras la muerte de la actriz el 8 de agosto de 2004.)

Por eso me extrañó que Elif Batuman no supiera ver en su ensayo (quizá cegada por el anticomunismo de Merian C. Cooper y por haberse empeñado en matar personalmente a la bestia en la pantalla) -o no supiera apreciar- que King Kong nos abre el corazón del monstruo y nos conmueve su mirada; que nuestra simpatía -en el más profundo de los sentidos- está con la bestia que arde de amor, el monstruo que lucha contra los aeroplanos para defender a su amada, el más humano -y tierno- de los personajes; que inhumanos  nos parecen, en cambio, aquellos que sacrifican cualquier sentimiento en el altar del capital, del negocio del cine o del espectáculo; que aquella Nueva York de la gran Depresión se nos muestra como un mundo no menos despiadado que el de la isla de los sacrificios al dios Kong... ¿Cómo no supo ver -me cuesta creerlo- que Merian C. Cooper había creado -y no por casualidad- un monstruo tan amado?


En Merian C. Cooper como en Isaak Bábel -como entre el arte y la ideología- había heridas abiertas. Por ellas sangran King Kong y los cuentos de Caballería roja.

25/3/13

La sor


Debe ser cosa de la fiebre (un trancazo mal curado que se cobra los atrasos). Releo algunos cuentos de Bábel. Uno de mis preferidos, En el sótano. Empieza así:  Yo era un niño mentiroso. La culpa era de la lectura.


Recuerdo que hace unos veinte años, en los tiempos de la EIS de A Coruña, una profesora (muy interesada en temas de pedagogía de la imagen) me pidió si podría ir a un colegio para hablarles a alumnos de sexto de EGB (si no recuerdo mal) de la profesión de guionista. Enseguida añadió que se trataba de un colegio religioso (de monjas, vamos), por si me representaba un impedimento (ideológico, imagino); nada de eso, además yo había pasado un par de años de mi infancia en el Colegio de La Milagrosa de Tui (donde se me reveló, como en una epifanía, que las monjas podían tener el pelo muy largo). Unos días después me encontraba en aquel colegio delante de cuarenta criaturas de unos once o doce años, y en presencia de una monja, hablándoles de la profesión de guionista. Empecé así: Yo era un niño mentiroso. Las culpa era del cine. La sor se pasó la charla en un sin vivir, esperando cualquier inconveniencia a la vuelta de cada frase. Los niños se lo pasaron muy bien, hicieron muchas preguntas y a mí se me pasó aquella hora volando. Y justo, cuando ya me iba, les confesé que la primera frase que me escucharon era de un cuento de Bábel que podían leer en Cuentos de Odesa y otros relatos; sólo le había cambiado una palabra. La sor me acompañó hasta la puerta y nos despedimos con un (mutuo) apretón de manos -no es una expresión, fue tal cual-; ella se quedó en la puerta mientras bajaba las escaleras hacia la calle que moría en el Orzán.


No digo que fuera Ingrid Bergman, pero era una monja guapa; lástima que no diera rienda suelta a la sonrisa que más de una vez en aquella hora a punto estuvo de asomársele a los labios (aunque no pudo velarla en los ojos). Y la imaginé buscando en una librería los cuentos de Bábel y leyendo En el sótano, por ver si había mentido. Me dormí rememorando la sor y entonces soñé con King Kong. Por culpa de la fiebre. O de Bábel. Pero esa es otra historia.


22/3/13

El galimatías de un espíritu


Hace cuatro años (y dieciséis días) escribí, a propósito del silencio, la primera entrada sobre El espíritu de la colmena. No sería exagerado decir -bien lo sabéis- que El espíritu de la colmena -y aun el cine de Víctor Erice (por escueta que sea su filmografía)- han amojonado esta escuela. No sólo eso, mi propia cinefilia ha sido iluminada por El espíritu de la colmena, una película que da cuenta del cine como experiencia cardinal, como mirada primordial. Y aquellas películas que tanto me habían gustado de niño -Pasión de los fuertes, pongamos por caso (la tuve siempre en el altar del cine)- cobraron visos reveladores -e insospechados- después de ver El espíritu de la colmena: aquel día descubrí que el cine, además de contar, nos contaba, y además de mirarlo, nos miraba. Por eso este fotograma de El espíritu de la colmena cifra la epifanía del cine. La mirada bendecida por la gracia del cine. La infancia atravesada por la mirada del cine. Con Víctor Erice, uno puede decir: "Ana soy yo".


Tal día como hoy hace cuarenta años acabó el rodaje de El espíritu de la colmena. Había durado cuatro semanas y dos días. Los técnicos y los actores debieron quedar aliviados. Tanto para el productor como para el equipo, aquella película era un galimatías: nadie entendía qué diablos estaban rodando. Salvo Víctor Erice, sobra decirlo, y Ana Torrent que no necesitaba entender nada, lo vivía. (Ese fotograma es un pedacito de cine, pero es también el documento -la prueba de vida, podríamos decir- de una experiencia verdadera. "Ana soy yo", nos dice Ana Torrent.)


Quizá ningún testimonio, como el de Fernando Fernán-Gómez (a quien debemos también el título de esta bitácora), resulte más elocuente a propósito del extrañamiento que suscitaba aquel rodaje, provocado en buena medida por el propio cineasta:

Víctor Erice no sólo no nos dijo casi nada, sino que ya nos advirtió al principio, lo mismo a Teresa Gimpera que a mí, que no nos diría nada. Le pregunté: "Pero ¿incluso en algún momento en que yo no entienda de qué trata esto, tampoco me dirás nada?". Y me contestó: "No, Si no lo entiendes y te limitas a andar, queda mejor".


¿Hace falta señalar que el hecho de elegir a Fernán-Gómez demuestra de forma palmaria que Erice sabía lo que se hacía? Si algún actor podía ser una figura -un hombre que contempla el crepúsculo-, más que un personaje, ése era Fernán-Gómez. Si los vientos del cine hubieran sido propicios, lo habríamos vuelto a ver en el sur -no rodado- de El sur, y en La promesa de Shanghai -la adaptación de El embrujo de Shanghai de Juan Marsé- que Erice tampoco pudo filmar, pero cuyo guión podemos leer (el escritor no pudo ser más categórico: es mucho mejor que mi novela).


Ya cuando había leído el guión de El espíritu de la colmena, Fernán-Gómez, como no había entendido nada, llamó a Elías Querejeta -el productor de la película- y le advirtió que, antes de seguir hablando del proyecto, le preguntara a Víctor Erice si creía necesario que entendiera el argumento para interpretar el personaje. Al día siguiente, lo llamó el productor: podía estar tranquilo; había hablado con Erice y le había dicho que no, que no hacía falta que entendiera el personaje. Hasta cierto punto, confesaba Fernán-Gómez (no sin retranca), que los actores no entiendan lo que les pasa a ellos, a su personaje, se parece mucho a la vida real. Pero, desde luego, lo que se parece del todo a la vida real es que no sepan lo que les está ocurriendo a los demás ni cuál va a ser el desenlace. (Además, ya sabía que se habían hecho películas como las de Alain Resnais, en las que el director no quería que los actores entendieran lo que pasaba.)


Fernán-Gómez es Fernando en la película, porque Ana Torrent no consintió ser otra que Ana. Ni que Teresa Gimpera fuera otra que Teresa. Como en la vida. Quizá tenga razón Fernán-Gómez, quizá entender no es la palabra que conviene a la experiencia que representa una película como El espíritu de la colmena que revienta las costuras de la causalidad en el relato y donde más que encontrar una estructura dramática uno se topa con una construcción poética -y aun musical- sobre el encuentro de una niña con los misterios primordiales de la existencia y la llamada a un conocimiento que desborda los cauces de la razón.


Por eso no tiene nada de extraño que Fernán-Gómez haya confesado que, aun sin entenderla, es una película que le gustaba muchísimo. Ya se sabe, el espíritu es un galimatías. Y sopla donde quiere.

17/3/13

Una última película tierna



Hace treinta años por estas fechas Cassavetes reescribía el guión de Love Streams. Un médico le había pronosticado seis meses de vida. No se lo dijo a nadie. Llevaba desde mediados de 1981 buscando financiación para la película, pero no encontraba a quien le motivaran aquellas corrientes de amor. Hasta que en enero de 1983, cuando menos lo esperaba y de la forma más inesperada -cosas de los dioses lares del cine-, los adinerados productores israelíes, Menahem Golan y Yoran Globus -los mandamases de Cannon Pictures-, se interesaron por que Cassavetes hiciera una película para ellos, en una operación de prestigio destinada a librarse del sambenito de productora de películas comerciales de bajo presupuesto, a través de la producción de proyectos artísticos.


Cassavetes les dejó claro desde el primer encuentro que Love Streams no iba a ser una película comercial, pero era la película que quería hacer, que se iba a dejar la piel en ella y sería una peligrosa maravilla. Y llegó a un acuerdo por algo menos de dos millones de dólares (pero exigió trece semanas de rodaje). No era gran cosa para los presupuestos de Hollywood, pero era más del doble de la producción independiente más cara que hubiera rodado Cassavetes hasta entonces. Esta vez todos -actores y técnicos- iban a cobrar, hasta tendrían dinero para pagar las comidas y los bocadillos (aunque seguro que no renunciaron a los espaguetis de Gena Rowlands, todo un ritual familiar en los rodajes de Cassavetes). Y se puso manos a la obra. No tenía un  minuto que perder.


En principio sólo iba a dirigir la película. Los papeles principales los iban a encarnar Gena Rowlands y John Voight, quienes un par de años antes la habían protagonizado en las tablas del Center Theater de Los Ángeles, una sala reformada por Cassavetes -de su propio bolsillo- para trabajar con su propia compañía de repertorio, a partir de textos que le permitieran desarrollar un proceso de experimentación dramática -no concebía el teatro ni el cine de otra manera- y con quienes quisieran apuntarse -y entregarse- a un work in progress sin red. Y gratis: actores, equipo técnico y personal del teatro se unieron a la causa de Cassavetes sólo por la lealtad y la pasión que les inspiraba aquel hombre (y su forma de hacer teatro y cine). Mientras los obreros martillaban en la reforma del local, Cassavetes empezó los ensayos con los actores en una sala trasera. Pero no ensayó sólo una obra. Ensayó tres obras. Eso sí, enhebradas por relaciones temáticas y dramatúrgicas.


La idea era representar cada una en noches consecutivas. Cassavetes ensayaba a diario con tres grupos de actores: una obra de 9,30 a 12,30 de la mañana; otra, de una a cuatro de la tarde; y la tercera, de cinco a ocho. Sobra decir que los libretos se reescribían a medida que se desarrollaban los ensayos. Una de esas obras era Love Streams, con Gena Rowlands -como Sarah- y John Voight -como Robert-, a partir de un texto que escribieron juntos Ted Allan y Cassavetes, basándose en un texto teatral del primero que databa de 1970; aunque según Ted Allan Love Streams era obra casi en su totalidad de Cassavetes. Las obras -y el local reformado- se estrenaron el 8 de mayo de 1981. Se representaban seis días a la semana, con dos funciones nocturnas y una matinal para cada pieza. Los precios de las entradas eran casi simbólicos, para que pudiesen asistir los que realmente lo necesitasen.


No eran obras pulidas, sino montajes experimentales que permitían la exploración y el aprendizaje día a día, noche a noche, transformándose en contacto con el público. Y el público no siempre disfrutaba con aquel teatro nada comercial, que podía resultar a menudo irritante, incómodo, inquietante. Puro desasosiego. Para Cassavetes, lo único garantizado en aquella experiencia era perder dinero. Peter Falk, uno de los actores-cómplices de la familia Cassavetes, y que también se había enrolado en la aventura del Center Theater, comentó -y apenas exageró un poco- que sólo alguien como Cassavetes era capaz de gastarse 200.000 dólares de su bolsillo en una producción que recaudaba 99 dólares por día. En realidad, fueron más de 200.000 dólares, porque esa cantidad se la llevaron las reformas que incluían un nuevo vestíbulo, la taquilla, ampliar el escenario y el patio de butacas, pintar la fachada y la instalación  de un equipo a la última de iluminación y sonido; y no ahorró en los gastos que exigían los montajes de las tres obras.


Desde aquellos meses en el Center Theater, Cassavetes siguió retocando el texto de Love Streams, mientras buscaba financiación para llevarlo a la pantalla, y lo reescribió en profundidad tras cerrar el trato con Cannon. Por lo visto la película es tan distinta de la pieza representada en el Center Theater como ésta respecto al texto original de Ted Allan. Y cuando faltaban dos semanas para el inicio del rodaje -el 16 de mayo de 1983-, John Voight anunció de buenas a primeras que sólo seguía en el proyecto si también dirigía la película. Como no le cumplieron el capricho, se despidió.


A esas alturas, a Cassavetes no le quedó otra opción que hacer también el papel de Robert y compaginarlo con la tarea de dirección. Fue un golpe duro. Le dolió. Al cineasta le encantaba cómo Voight había interpretado el personaje, el humor que destilaba -había estado divertidísimo, grandioso- y ahora tenía que enfocarlo de otra forma. No era un detalle menor que Robert y  Sarah son hermanos (aunque de eso nos enteramos cerca del final de la película), y resulta obvio que John Voight -a diferencia de Cassavetes- tiene un aire con Gena Rowlands. Pero ganamos el tenerlos juntos en la pantalla -a Cassavettes y Gena Rowlands- y esa contigüidad de la vida con el cine -ese contagio mutuo- deviene una experiencia inolvidable.


Todo el cine -todas las películas- de Cassavetes afluyen en las corrientes de Love Streams. En Sarah resuenan la Jeannie de Faces (1968), la Minnie de Minnie and Moskowitz (1971), la Mabel de Una mujer bajo la influencia (1974), la Myrtle de Opening Night (1977) y, aunque no tanto, también la Gloria de Gloria (1980). Y en Robert, el Gus de Maridos (1970) o el Cosmo Vitelli -encarnado por Ben Gazzara- de The Killing of a Chinese Bookie (1976). Hasta  Sarah y Jack Lawson -en la piel de Seymour Cassel-, el matrimonio en trance de divorcio, parecen aquéllos a los que vimos enamorarse y casarse en Minnie and Moskowitz. (Cassavetes le pidió a Seymour Cassel que se peinara igual y se dejara el mismo bigote que entonces.) Y, claro, en Sarah y Robert resuenan los hermanos de Shadows (1959). Love Streams (1984) cobra visos de un Arca de Noé de sus películas, para los tiempos de diluvio que amenazan con aniquilar el cine. Un Arca de Noé tambien la familia, un asunto cardinal en la obra del cineasta.


Love Streams fue la última película de Cassavetes que vimos en un cine en el tiempo de su estreno, en los Alphaville de Madrid, en 1985. No fue su última película, pero como si lo fuera. Como todas sus películas, resulta exasperante, perturbadora, incandescente. Íntima. Radical. De una belleza convulsa. Todo eso. Menos perfecta, eso de ninguna manera. Ni falta que le hacía. A quien salta sin red -decía Godard (que admira el cine de Cassavetes)-, no se le piden cuentas. Love Streams es la película de un cineasta que tenía los días contados. Se equivocaron en los seis meses, vivió seis años. En realidad, tampoco tenía tanta importancia.


Cassavettes vivió como si cada día fuera el último día, como si cada película fuera la última película. O lo que es lo mismo, como si fuera la primera. Por eso cada filme suyo no se parece a ningún otro, salvo en que sólo podía ser puro Cassavetes. O mejor, cada película era un testamento. Love Streams fue el último. Cada momento de su cine deviene un desgarro en el aquel de apresar un movimiento del alma tan candente como fugitivo, y destilado -puesto en forma- de un modo que jamás -nunca jamás- volveremos a ver. Como jamás hemos visto. Una energía hecha plástica. Una emoción cuajada en forma fílmica.


Las formas de Love Streams -iluminadas por Al Ruban (también productor de la película, y hace un pequeño papel)- parecen contagiarse hasta el delirio de la inestabilidad de Sarah y Robert, hasta el punto de abrir pasajes en lo real con las visiones alucinadas que propicia el diluvio en la secuencia final, una descarga emocional donde las corrientes de amor derivan en torrentes -Torrentes de amor, se tituló en Hispanoamérica-. Formas de una película a corazón abierto.


Como Arca de Noé, Love Streams cobija también el último gran papel de la maravillosa Gena Rowlands: cómo olvidar aquella secuencia espléndida cuando Sarah convierte la casa de Robert (la casa de Gena y el cineasta en la realidad, como en otras películas suyas) en un Arca de Noé. Cómo olvidar a Robert -a Cassavetes- en el diluvio, despidiéndose de Sarah -de Gena, de nosotros- al final de Love Streams, en un último adiós.


Cassavetes no estaba seguro de llegar a verla terminada, apenas le guiaba una convicción: Si me muero, ésta será una última película tierna.