Aki Kaurismäki
André Wilms, el actor que encarna al protagonista de
Le Havre, la última película de Kaurismäki, escribió en su día un retrato del cineasta para el
press-book de
Toma tu pañuelo, Tatiana (1994); había rodado con él la película anterior,
La vida bohemia (1992). En el texto cuenta que la manera de rodar de Kaurismäki es muy particular. No tiene horarios ni plan de trabajo, usa una cámara de 35 mm que le regaló Ingmar Bergman y rueda rápido, con una toma única, dos a veces.
Escribe unos diálogos bellísimos, aunque resultan un poco raros cuando los lees. (...)
Emplea metáforas poéticas al hablar, levanta o baja el pulgar según quiera que interpretes más o menos. (...)
Al empezar un rodaje siempre advierte: Estamos entre caballeros, y al primero que se ponga agresivo lo estrangulo con mis propias manos, aquí venimos a divertirnos y a trabajar. (...) Es un gigante de un metro noventa de altura. Come y, sobre todo, bebe mucho. Fue cartero en su día. Es un pesimista alegre. Se encuentra cómodo en los barrios periféricos, en las ruinas, con los desclasados, la gente sencilla. Y cuando llegaba a París, le gustaba darse una vuelta por los
bouquinistes (los libreros de viejo en las márgenes del Sena), luego compraba una botella de vino e iba a sentarse con los vagabundos, a charlar durante horas. Cabe imaginar aquellas charlas preñadas de silencios y miradas perdidas en el río de
L'Atalante, una de las películas preferidas de Kaurismäki.
Me acordé del retrato de André Wilms al ver otra vez
Mies vailla menneisyyttä, aquí
El hombre sin pasado (2002), sólo un cineasta como el de su retrato podía filmar esta historia de amor entre un sin techo y una soldado del Ejército de Salvación en un descampado de la zona portuaria de Helsinki y, despojada de cualquier sensiblería, transfigurarla en una película inolvidable. Me acordé también de aquello que para Renoir cifraba la poética de su padre, a quien le gustaba decir que el arte de la cocina consistía en
hacer algo rico con algo pobre, una bella metáfora -o metonimia, según se mire- de la pintura misma.
Qué poco necesita Kaurismäki (casi tan poco como Ozu) para emocionarnos, con qué poquita cosa lo consigue, con qué pobreza logra convertir un
container inhóspito en un hogar -gracias a una
jukebox abandonada-, un descampado en un huerto, la intemperie en cobijo de los desamparados, la amnesia del protagonista en nido de una nueva vida, y encontrar en un mundo despiadado una promesa de felicidad, gracias en buena medida a la luz con que su inseparable -e inspirado- director de fotografía Timo Salminen ilumina a M (Markku Peltola) y a Irma (Kati Outinen), contagiando con la calidez de su amorosa mirada la acotada paleta de colores con los que pinta cada plano.
Cómo no acordarnos de Andersen, de aquellos (terribles) cuentos de hadas, como
La pequeña vendedora de fósforos: cuánto le gustaba a Renoir -uno de los cuentos que le leía
Gabrielle (su querida niñera Bibon) para que se estuviera quieto mientras su padre lo pintaba- y que acabó llevando al cine en 1928. Tampoco es casual que Kaurismäki haya rodado
La chica de la fábrica de cerillas (1990), tan terrible como el cuento de Andersen (pero más desesperanzado), aunque no se trate de una adaptación, quizá sólo de la remembranza de una lectura de infancia. Cómo no ver entonces en
El hombre sin pasado un cuento de hadas finés y en Kaurismäki a uno de esos narradores bendecidos por la gracia de lo maravilloso; tan pesimista como empeñado cada vez más en alentar con su cine la resistencia de los vencidos y perdedores que lo habitan, y contagiarnos de la esperanza que los anima. Acaba uno de ver
El hombre sin pasado -o
Nubes pasajeras (1996) o
Luces al atardecer (2006), con las que compone
otra trilogía proletaria- y piensa: siendo cruel como es, el mundo debía ser también como una película de Kaurismäki.
Kaurismäki en la localización principal de
El hombre sin pasado
Un hombre viaja en tren, lía un cigarrillo, fuma; llega a una estación, se duerme apoyado en el banco de un parque y unos tipos lo asaltan; le dan una paliza, le roban, revuelven en su maleta, encuentran entre sus ropas un casco de soldador y se la ponen a modo de máscara antes de abandonarlo medio muerto... Será
el hombre sin pasado: sin memoria, sin nombre, sin identidad. Un resucitado.
Un hombre callado, hierático e impasible. Será lo que le veamos ser, lo que sea sin pretender ser otra cosa porque no sabe quién fue y sólo podrá descubrir quién es en el aquel de ser, o sea de vivir, lo que representa toda una declaración de principios del más puro cine. Como estos personajes con quien tiene que vérselas nuestro protagonista:
Esos rostros parecen despedir huéspedes, pero después de ver qué hacen con el "resucitado" a los dos primeros (funcionarios de una oficina de empleo) les daríamos patadas hasta cansarnos y a las segundas les daríamos un abrazo (en los bares de las películas de Kaurimäki siempre puede esperarse una mano amiga), porque son lo que hacen, y lo que les vemos hacer les desnuda el alma detrás de las caretas, o de los caretos. Como nuestro protagonista. Sólo al final de la película descubriremos, al tiempo que él mismo, su identidad, y aun nosotros sabemos algo que él tardará en descubrir, como un destello de remembranza, como un alumbramiento memorioso, cuando ve trabajar a un soldador y compruebe que ése era su oficio. Kaurismäki lo llama M, en homenaje al filme de Lang y porque en finlandés la M equivale a la W inglesa de quién, cuándo, dónde... Un hombre al que el destino concede la oportunidad de renacer, de la mano de otros desamparados.
El
cine proletario -es un decir- de Kaurismäki, como los cuentos de hadas, no representan una denuncia del mundo -nada más lejos de su cine que el llamado
cine de denuncia (este mundo es lo que hay, parece decirnos al mostrarlo)-, y mucho menos una exhibición de los sufrimientos de los desheredados -nada más opuesto al pudor (y elegancia) de sus películas-, pero decantan una ética de los desposeídos como única alternativa al actual estado de cosas, una ética cifrada en aquella réplica del electricista que acaba de instalarle una toma de corriente en el
container y M le pregunta cuánto le debe:
Cuando me veas boca abajo en un regato, dame la vuelta. Así, sus películas devienen un canto a la solidaridad y un poema a la resistencia a través de una mirada que conjuga distancia y delicadeza con audacia y lirismo, que le permite filmar una historia de amor con la ingenuidad incontaminada de un pionero. Como si nunca antes nadie hubiera filmado a dos almas perdidas como M e Irma
in the mood for love.
Su
cine proletario desdeña el naturalismo y se decanta por el humor -serio (keatoniano, beckettiano)- que aflora en el ascetismo de una puesta en escena despojada, destilando un relato esencial, sin momentos culminantes ni tramas secundarias, donde lo común tiene la misma textura que lo dramático; un cine con personajes de expresión sobria y pocas palabras pero con diálogos estupendos, cuya peripecia minimalista cobra el aire leve de la comedia más ligera, eso sí, cocinada, en palabras de Ángel Fernández-Santos, con
luminosas negruras, unos ingredientes propicios al melodrama social más grave, pero que Kaurismäki transforma en un filme ingrávido y de grácil vuelo.
El
hombre sin pasado -como
Nubes pasajeras y
Luces al atardecer- contagia esperanza porque sus personajes pueden haber sido vencidos pero jamás se rinden, siempre mantienen la cabeza alta -y la ironía en la recámara- y nunca pierden la compostura; su hieratismo trasparenta el orgullo y la convicción de resistir, por eso sentimos que estos tipos van a salir adelante, que nadie conseguirá derrotarlos definitivamente, sobre todo porque en este mundo despiadado encuentran el amor y entonces se ven investidos de una fuerza indomable y nada pueden temer.
Eso sí, en el cine de Kaurismäki el amor se desgrana con formas muy comedidas, hasta el punto que una sonrisa o un beso representan una conmoción geológica. Bastan dos escenas para comprobarlo. Una noche, M le pide a Irma si puede acompañarla de vuelta a casa:
Las calles son peligrosas. /
No está lejos, puedo ir sola. /
Hablaba por mí, me da miedo la oscuridad. Al fin, ella consiente. En el plano siguiente, ya están cerca de la residencia donde Irma tiene una habitación. Ella se le cruza en el camino y lo detiene, no quiere que la acompañe más trecho:
Gracias por acompañarme. No he tenido nada de miedo. Entonces M le dice que tiene algo en el ojo. Ella no nota nada.
Lo tiene ahí. Déjeme mirar. Coge la cara de Irma entre sus manos y la besa junto al ojo. Ella no se mueve, pero la sabemos conmovida:
Es un beso robado. / Discúlpeme. M parece avergonzado y aparta la mirada:
No soy un caballero. Se despiden hasta el día siguiente. M se aleja en la noche y nos quedamos con Irma que cierra los ojos y se lleva la mano hasta donde él la besó. Fundido negro.
O la primera cita, cuando M invita a Irma a cenar en el
container. Durante la sobremesa, M fuma un cigarro y charla con Irma:
Ayer fui a la luna. /
¿Y qué tal? /
Muy tranquila. /
¿Se encontró con alguien? /
No, era domingo. /
Por eso volvió. /
Sí. (Primer plano de Irma.
Off de M.)
Y también por otras razones. Primer plano de M. Se miran. Primer plano de Irma:
¿Está fingiendo o de verdad no recuerda nada? / (Primer plano de M.)
Sí recuerdo una cosa. Una fábrica, junto a un tramo recto de una autovía. / (Primer plano de Irma.
Off de M.)
Yo hacía algo allí. (Primer plano de M.)
Una llama brillante que quema... (Mira a Irma.)
Puede ser un sueño... (Primer plano de Irma.
Off de M.)
Empiezo de nuevo a soñar. / Buena señal. / (Primer plano de M.)
Tal vez. (Primer plano de Irma.
Off de M.)
La idea de una tumba sin nombre...
Una escena que denota aquellos
diálogos bellísimos de los que hablaba André Wilms
aunque resultan un poco raros al leerlos, pero también qué gran montador es Kaurismäki (no sólo escribe, produce y dirige sus películas, también las monta), al hacernos escuchar sobre un primer plano de Irma algunas réplicas de M:
Y también por otras razones...
Empiezo de nuevo a soñar...
La idea de una tumba sin nombre... Frases que cobran visos significativos de lo que M aún no se atreve a decir pero que sí dice el montaje de Kaurismäki mostrándonos la escucha de Irma, que oye las palabras nunca pronunciadas de M.
Lástima que no puedan contarse, porque hay que verlos, esos momentos de pura comedia con el perro asesino -Hannibal, se llama- que se convierte en el perrito faldero de M, pero sin el más leve rastro de cursilería y sentimentalismo que suelen acabar estragando casi cualquier escena donde hoy día aparece un perro -como en
The Artist sin ir más lejos-.
O una de las mejores situaciones de comedia en lo que va de siglo: ésa en la que M reivindica su condición de "hombre de campo" después de haber cultivado unas patatitas en su huertito:
Tengo ocho patatas. Debo guardarlas para el invierno. Y al menos dos para que germinen. Los agricultores tenemos que pensar en el futuro. Sólo comemos lo que sobra. (...)
Los de ciudad vivís al día. Y cuando el otro sugiere que quizá también M sea de ciudad, se ofende:
¿Con una cosecha así? Jamás.
En
El hombre sin pasado encontramos a los actores habituales de la
compañía de Kaurismäki, que tampoco olvida a Matti Pellonpää, uno de sus actores predilectos fallecido en 1995, y para el que siempre reserva una escena (y una pared) donde colgar su fotografía. Y las canciones tristes que amojonan su cine con melancolía, el último refugio de los solitarios y de los perdedores.
El hombre sin pasado, una de sus más bellas películas -y uno de sus más hermosos cuentos de hadas-, mejora con los años como los buenos vinos y güisquis, mejor cuanto más se ve, mejor cuanto más se sabe, y aun más cuando ya se sabe de memoria. Y se nos vuelve indispensable. Como el amor y el humor, herramientas de resistencia para quien no tiene otra cosa que un corazón a la intemperie y las manos desnudas. Como M e Irma. Esa Irma de cuento encarnada por la gran Katie Outinen, hada madrina y Cenicienta a la vez.
Aki Kaurismäki detrás de Kati Outinen y Markku Peltola
en una imagen promocional de El hombre sin pasado
Como escribió una vez Adrian Martin, sólo Kaurismäki podría transformar un plano de sus héroes enamorados, casi ocultos por el paso traqueteante de un tren de mercancías en una inolvidable canción de amor.