30/1/12

La belleza del mundo


Tanto como celebrar las películas de nuestra vida, rescatar del olvido aquellas que podrían serlo o despertar el deseo de ver el cine de tantos directores, reconforta traer a esta escuela una obra reciente -de un cineasta a seguir- que ha pasado por las salas -pocas- en voz baja y que merece -y recompensa- cuanta atención le prestemos, una  película tan austera, silenciosa y humilde como Le quattro volte (2010) de Michelangelo Frammartino.    


La idea de Le quattro volte germinó en un texto atribuido a Pitágoras y escrito durante la estancia del filósofo y matemático griego en Calabria, donde Frammartino, hijo de calabreses emigrados a Milán, pasó los veranos de su infancia y adonde volvió para rodar sus dos largometrajes; a sus 43 años, Le quattro volte es su última película.

Frammartino en el rodaje de Le quattro volte

El texto de Pitágoras da cuenta de las cuatro vidas del hombre: la mineral (las sales minerales de nuestros huesos), la vegetal (la sangre que, como la savia por las plantas, circula por nuestro cuerpo), la animal (el aparato sensorio-motriz) y la humana (el entendimiento y la voluntad). Dadas las cuatro vidas -que remiten a los cuatro elementos, pero también a las cuatro vidas (o formas) del alma-, continúa Pitágoras, para que el hombre pueda conocerse verdaderamente, debe transitar las cuatro vidas, debe vivir cuatro veces, de ahí le quattro volte del título del filme de Frammartino.  


Y en torno a esas cuatro vidas -esas cuatro veces (de la transmigración) del alma- se articula la materia de una película que, en cuanto relato, podría figurar entre los cuentos filosóficos (de todo el mundo) - El círculo de los mentirosos y El segundo círculo de los mentirosos- que va recopilando el guionista Jean-Claude Carrière. Un viejo pastor, un cabritillo, un árbol y un saco de carbón bastan para hilvanar una cosmogonía.

 



Cuatro veces, cuatro estaciones, cuatro movimientos (del alma). Le quattro volte desplaza al hombre del centro del mundo para restaurar el equilibrio del cosmos. Es la existencia -lo que existe- quien cobra protagonismo. La finitud y la contingencia parecen aguardar por el cine para revelarnos el alma de las cosas. Y Frammartino construye las imágenes como encrucijada de la mirada; no para ser descifradas, leídas o interpretadas, sino para que vayamos a su encuentro. Para ver -percibir- en la piel del mundo las cuatro formas del alma. Y  la belleza como un poso de las formas en la mirada. Y el sonido -verdadera caligrafía sonora- como peto de ánimas (de las cosas), como podríamos referirnos al alma de un instrumento musical.


Hay quien ha definido el filme de Frammartino como una película experimental -quizá porque no tiene diálogos ni voz en off y, sin aspavientos, aguarda por nosotros- y quien la ha calificado de documental -quizá porque todo parece verdadero, como sin preparar-. Cualquier espectador avisado -por su propia experiencia- se da cuenta de que Le quattro volte ha exigido una larga, sostenida y atenta preparación, pero basta ver el plano-secuencia de ocho minutos, siguiendo los movimientos inquietos de un perro que ladra sin tregua para llamar la atención  de unos cofrades, con su Cristo camino del Gólgota y sus legionarios romanos, y, como lo ignoran, procede a sacar con patas y hocico la piedra que hace de tope en la rueda trasera de una camioneta aparcada cuesta arriba, de tal forma que empieza a moverse marcha atrás y acaba destrozando el cierre de un redil donde el pastor guarda su rebaño, entonces las cabras ocupan el pueblo que la gente ha abandonado para asistir a la procesión de Semana Santa, basta contemplar, decía, la ligereza y armonía de las panorámicas desde un único -y feliz- emplazamiento de cámara con que Frammartino resuelve la escena en un solo plano para advertir que no estamos ante un documental. O podríamos convenir en que, si algo documenta Le quattro volte, es el alma. Que lo invisible aflore en lo visible cifra el milagro de la película. Y lo documenta con el humor que destila la mirada del cineasta enhebrando con júbilo vitalista las cuatro vidas, las cuatro veces.


Le quattro volte canta el milagro de la vida, es decir, el accidente que la hizo posible, su contigencia, y usa el cine como notario de su efímera condición, pero también como revelador de la belleza que alienta en lo fugitivo de las formas que la cámara aprehende. Cuánto nos ha recordado el cine de Flaherty, pero también Día de fiesta de Jacques Tati y El árbol de los zuecos de Ermanno Olmi. Y claro, Frammartino evoca en el ritual del árbol -que los vecinos del pueblo cortan, celebran y luego acaba convertido en carbón- la memoria de I Dimenticati, el corto que rodó en 1959 Vittorio de Seta -uno de los maestros italianos del documental- sobre la fiesta del árbol que se celebra desde tiempo inmemorial en Alessandria del Carretto, un pueblo de Calabria.


Empezamos la semana pasada despidiendo a Angelopoulos y la acabamos descubriendo a Frammartino. Parece un episodio de Le quattro volte. Las vidas -las almas- del cine. En las últimas líneas del texto de Santos Zunzunegui que me despertó el deseo de ver Le quattro volte, citaba el último verso de un soneto de Góngora en el aquel de cantar el destino de toda la belleza del mundo; al final todo acaba en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada. Por eso lo cantamos, con la poesía, con la música, con la pintura... Con el cine.

28/1/12

Una novela pintada


Todos querían a Berthe Morisot. Renoir, Monet, Degas, Mallarmé. .. Y ella los quería a todos. Pero amaba a Manet, que le pintó once retratos. Quizá más, pero se conservan once. Berthe Morisot con un ramo de violetas data de 1872. Ella tenía treinta años.  


Sólo lo vimos una vez, en París, hace casi treinta años. Esa melancolía (que arde) en la mirada... Ese (color) negro... ¿Quién puede olvidar ese negro?  Valéry lo llamó el negro absoluto. Manet, después de visitar el Prado, definió a Velázquez como un pintor de pintores, y le contó a los amigos que bastaba uno de sus enanos para justificar un viaje a España. Sé que el maestro, cuando se le preguntó una vez por el negro de una obra suya, confesó, quizá por única vez en su vida: "¿Te fijaste en la paleta del pintor en Las Meninas?" Seguro que Manet se fijó en la misma paleta, porque Velázquez enseña hasta qué punto el negro es un color. Quizá las más bellas lecciones del maestro tuvieron el negro como motivo primordial, claro que él distinguía un negro negro de un negro con una pizca de azul ultramar, como alguno de Matisse. Pero hablábamos de Berthe Morisot y Édouard Manet. Se habían conocido en el Louvre copiando a los maestros; ella, a Veronese; él, a Tiziano. (Aún puede verse en el Thyssen de Madrid una exposición de Berthe Morisot.)

Édouard Manet en la isla de Wight 
de Berthe Morisot, 1875

Berthe se enamoró; Édouard ... quizá también. Pero ella para siempre. Poco después del retrato con el ramo de violetas, Manet le sugirió que se casara con su hermano. Y después de pensarlo una temporada, le hizo caso. Y se convirtió en Madame Manet. Y el pintor le hizo otro retrato como regalo de bodas: Berthe Morisot con abanico.


Valéry vio en ella una presencia de ausencia; tras el abanico resultaba peligrosamente silenciosa. Asistimos a un intercambio cifrado entre el pintor y la modelo. Esa pose resulta casi juguetona. Pero esos ojos a través del abanico hablan en nombre de una sombra. Una negra sombra. El negro otra vez. Y ese abanico -negro, también- deviene una máscara. O quizá sólo está diciendo adiós. Adiós a la carne, porque el amor de Berthe y Manet sólo cobrará forma en los lienzos. Las pinceladas como las más íntimas caricias. La mirada como una corriente de deseo a uno y otro lado de la tela. Quizá por eso la mirada de Berthe que pinta Manet resulta peligrosa. O fatal, como la vieron quienes le pusieron los ojos encima en ese espléndido cuadro, El balcón, un motivo tomado por Manet de Goya (no era la primera vez), la primera vez que Berthe Morisot aparece en un lienzo (en primer término, a la izquierda).


No es un retrato de Berthe, pero sólo la vemos a ella. Ese balcón es una ventana que Manet pinta para verla, para poseerla y, quizá, para mostrar el deseo de pintarla. Un deseo contagioso: ¡cuántos suspiraron por ella, cuántos la cortejaron sin saber muy bien a qué fatalidad obedecían! ¿a una mujer o a una pintura? O a un misterio. ¿Qué mira Berthe? ¿A dónde se dirige esa mirada que se pierde fuera de campo hacia la izquierda? Quizá al tiempo que la ha conducido fatalmente hasta esa tela. Quién sabe si la desolación de ser pintada por quien amaba era cuanto podía esperar. Cada retrato de Berthe por Manet cuenta un capítulo de una historia que, en lugar de escribirse, se pintó; como El descanso, de 1870.


O este otro de 1873.


La Folie Baudelaire de Roberto Calasso puede leerse como quien se mueve por un quiosco abigarrado y va cogiendo novelas sobre el cambio de sensibilidad, esa nueva forma de ver a la que Baudelaire alude con el término moderno, que aflora en ese París que Benjamin definió como la capital del siglo XIX, donde la pintura y la literatura se iluminaban mutuamente, mientras miraban de reojo a la fotografía que desplegaba sus poderes sobre el mundo de lo visible, despertando el aquel de aprehender la belleza de lo efímero, del momento fugitivo, que Baudelaire -amigo de Manet- cifró como misión del artista moderno, cuando el cine estaba a punto de presentarse en sociedad.

Sur l'herbe de Berthe Morisot

No sé si La Folie Baudelaire puede calificarse como una novela pero desde luego, si no una, lleva dentro material para varias novelas. Quizá por eso se disfruta leyéndola por episisodios, como quien va y viene y vuelve al quiosco de aquel París de la segunda mitad del XIX, dejando reposar la lectura mientras una de esas novelas se nos va devanando dentro, tirando del hilo que ha enhebrado Calasso.

El ramo de violetas de Manet, 1872. 
En la hoja se lee: A Mlle Berthe [Mo]risot / E. Manet
Las violetas significan constancia. 

De todas, ninguna me ha cautivado tanto como la novela pintada -en negro- de Berthe Morisot y Manet.

26/1/12

La memoria errante


Fotograma de Eleni

Pasé la noche montado en un carrusel. Con la mirada poseída por la memoria de las imágenes de Angelopoulos. Por las conversaciones con el maestro sobre La mirada de Ulises, Eleni, La eternidad y un día... No eran películas. Eran más que películas. Eran una gramática que nos permitía aludir a algunos misterios impronunciables.

Fotograma de La mirada de Ulises

Ahora Theo ha desaparecido en un trocito de cine y lo imagino abrazado al árbol de Citera, como sus niños de Paisaje en la niebla.

Fotograma de Paisaje en la niebla

Ahora imagino al maestro y a Theo haciéndose compañía en aquel lienzo tan bello de una Citera abandonada. O en un fotograma de Viaje a Citera.

Fotograma de Viaje a Citera

Si alguna vez esta escuela apareciera en forma de libro y pudiera elegir la cubierta, llevaría esta imagen:


No aparece tal cual en Eleni, pero habla de Eleni. Cuando vi esta imagen por primera vez, fue como si cuajara en celuloide la memoria ensoñada de la infancia, cuando de niño contemplaba, desde el puente sobre el río Tripes, el Miño desbordado hasta las ventanas del primer piso de las casas del Arrabal en Tui, durante las inundaciones periódicas -cheas, le decían- de los primeros sesenta del siglo pasado, con los vecinos poniendo a salvo los enseres en barcas... Y con aquella película aconteciendo ante mis ojos cómo no iba a llegar tarde a la escuela, cómo no imaginarla también anegada y que la clase nos la iban a impartir a flor de agua. Aún estoy viendo la mirada sonriente del maestro cuando un día le aparecí en casa llevándole Eleni. Tenía que verla. Cómo si hiciera falta insistirle. Cuántas veces evocamos aquel plano con las sábanas tendidas estremecidas por el viento, las imágenes del diluvio, el lugar donde se citaban los músicos para tocar en una boda... Qué poco hacía falta para entenderse con la gramática de Eleni, de La eternidad y un día, de La mirada de Ulises...


Hay cineastas que apuran el tiempo. Hay cineastas que abrazan el tiempo. Angelopoulos lo abraza como a un fantasma errante y memorioso con quien hablar largo y tendido. Tonino Guerra, que escribió con el cineasta seis de sus más bellas películas, recuerda cuánto le gustaba el café mientras trabajaban en un guión, necesitaba tener cerca una taza de café, y se la seguía llevando a los labios de vez en cuando, como si ese gesto distraído le ayudara a consolidar sus pensamientos. Angelopoulos, aludiendo al tiempo en su cine, comentó alguna vez que los italianos toman el espresso de un sorbo, pero que a él le gusta saborearlo. Cómo no iba a saborearlo un cineasta que rodaba cada plano como quien procura en la belleza una plegaria por la salvación del mundo. Un mundo salvado por el cine. Porque el cine era el mundo para Angelopoulos. Y su viaje. Por eso intentaba recobrar en cada película la inocencia de la primera mirada, como el cineasta de La mirada de Ulises. Como los niños de Paisaje en la niebla, cautivados por la pequeña maravilla de un fotograma.


Pasé dos días ayuno de noticias y ayer por la noche Ángeles me trajo la de la muerte de Angelopoulos mientras localizaba para su próxima película, El otro mar. Ya se había enterado por la mañana cuando viajaba hacia Tui y escuchaba Radio 3, pero prefirió no decírmelo por teléfono. Sabía cuántos recuerdos iba a desencadenar y prefería que el carrusel no se echara a rodar estando uno solo. Sabía cuánto iba a necesitar su abrazo. Y abrazar a Esther. Y al maestro. Y la memoria errante del cine de Angelopoulos.

24/1/12

Tinta india y un pincel de pelo de camello


Kipling era un maniático con el recado de escribir. Uno de tantos (maniáticos); no uno de tantos (escritores), desde luego. En su último libro, Algo de mí mismo, una suerte de memorias póstumas -la menos íntima de las autobiografías, en palabras de Borges-, dedica el último capítulo a las herramientas de trabajo y admite que fue siempre cuidadoso, por no decir coqueto, con los útiles de escritura: aquel portaplumas de ágata muy fino, de cuerpo octogonal, cuya punta era un plumín Waverley que le habían regalado, y aún se dolía del día en que se le rompió, hasta el punto de que a todas las que vinieron después las tacha de mercenarios impersonales, eso sí, con plumín Waverley.


Siempre usó la tinta más negra y poco le faltó para emplear a un tintador que le moliera tinta india: A mi Daimon siempre le pareció horrible la negra azulada y no encontré nunca un bermellón adecuado para poner encabezamientos mientras llegaba la inspiración. Kipling confió siempre en los consejos de ese demonio, propenso también a los silencios y travesuras, que jugaba al escondite en su modesto taller,  por eso anota que mientras el Daimon esté al cargo, no intentéis pensar racionalmente. Dejaos llevar, esperad y obedeced. Algo así como esto: si navega a toda máquina el hemisferio derecho, ahórrate el izquierdo.

El Daimon, el demonio que vivía en su pluma y convertía al ciudadano Rudyard Kipling en un escritor, en el autor de El libro de las tierras vírgenes, Capitanes intrépidos -al maestro le gustaba evocar la novela, y la película de Victor Fleming en la que Spencer Tracy encarna a Manuel, el pescador portugués de la goleta We're Here donde la vida del niño protagonista cambia para siempre- o Kim, su última novela, aunque Borges cree que sólo en apariencia abandonó el género, cada uno de sus apretados relatos tiene el poderío y la densidad de una larga novela. Cuentos excelsos como El ojo de Alá acerca de un artista medieval, un monasterio y el descubrimiento anticipado de un instrumento de óptica, un relato que se le resistía sin saber por qué y dejó de lado, y cuando tenía la cabeza en otra parte, el Daimon le sopló en el oído que lo escribiera como si fuera un manuscrito miniado, cuando se había empeñado en dibujar a lápiz en vez de pulirlo hasta dejarlo suave como el marfil y colorearlo mucho y dorarlo. A Kipling le encanta usar imágenes artesanas para referirse a su arte poética y cuando se ocupa del Arte de Escribir lo hace a través de la receta de un, digamos, calígrafo chino o de un pintor japonés (aunque también podría verse como una metáfora de la precisión en el tallado de una lente):

Preparad la cantidad necesaria de buena tinta india y un pincel de pelo de camello, lo suficientemente fino como para escribir entre líneas. En un momento que os sea propicio, leed el manuscrito y examinad con atención cada párrafo, cada frase, cada palabra y tachad lo que haya que tachar. Dejadlo secar el mayor tiempo posible. Después releedlo y veréis que no le vendría mal pulirlo un poco más. Finalmente leedlo en voz alta, a solas, despacio. Puede que todavía se insinúe y hasta se imponga la necesidad de un leve retoque. En caso contrario, dad las gracias a Alá, trabajo terminado y a lo hecho pecho. Cuanto más corto sea el relato, mayor tendrá que ser el retoque y lo normal es que menor el tiempo de reposo. Y viceversa. A más largo el relato, menos retoque, pero más reposo. He dejado sin publicar tres años, y hasta cinco, relatos que se iban puliendo solos casi anualmente. El secreto está en la Tinta y el Pincel. Porque la Pluma, al escribir, lo que hace es arañar un poco; y el tintero no puede compararse con las barritas de tinta china. Lo digo por experiencia.

Me viene a la memoria El rey de Kafiristán. Con ese título leí el relato cuyo título original The Man Who Would Be King se puede traducir (y se tradujo) también como El hombre que pudo ser rey El hombre que quería ser rey-, que John Huston, lector de Kipling desde niño, decidió convertir en una película el año que nací, pero tardaría veinte años en ver sobre una pantalla El hombre que pudo reinar (1975).


En esos veinte años los papeles que Huston imaginó encarnados por Clark Gable y Humphrey Bogart acabaron cobrando vida en Sean Connery y Michael Caine, y a los guiones sucesivos que habían escrito Aeneas MacKenzie, Steve Grimes y Anthony Veiller acabaron digeridos en un nuevo guión del propio Huston y Gladys Hill. Al cineasta, ese guión le gustaba más que cualquier otro de los que llevaba escritos. Huston le envió el guión a Paul Newman, que se había mostrado interesado en el proyecto, teniendo en mente que Robert Redford interpretara al otro protagonista. A Newman le encantó el material pero pensó que debían ser dos actores ingleses quienes encarnaran los papeles principales y le sugirió al director los nombres de Connery y Caine. No es una gran película, pero guarda algunos momentos memorables: cuando los protagonistas, atrapados por la nieve, creen llegada su hora y apuran la última noche despidiéndose del mundo entre risas o la escena en que Dravot (Sean Connery) se niega a irse de Kafiristán, porque ha encontrado su vocación como dios y rey de aquellos confines, apenas los separa una cortina de cuentas pero se trata de una distancia sideral, ambos amigos viven ya en dos mundos distintos.

Quizá, además de sobrarle zooms que denotan prisa, descuido o pereza, a la película le falta la condensación que Huston destilará con hondura y levedad -y como nunca- en Dublineses, y que el propio Kipling practicaba con su delicada artesanía en el aquel de abreviar: aprendí que en un relato quitar una líneas es como avivar un fuego. No se nota la operación, pero todo el mundo nota el resultado. Claro que los párrafos suprimidos tienen que haber sido escritos honradamente, para algo, con voluntad de permanencia. Me di cuenta de esto cuando, por ahorrar tiempo, 'escribía breve' desde el principio y veía que el relato perdía encanto. Esto confirma la teoría de que la Quimera, después de echar fuego y desparecer, puede seguir ejerciendo su influencia en el vacío. Quizá nunca se ha dicho tanto -y tan bien- sobre el arte -y la artesanía- de abreviar con menos, quizá el corolario perfecto para aquello de lo bueno, si breve dos veces bueno, teniendo en cuenta que El Quijote, Guerra y paz, y En busca del tiempo perdido son algo bueno, sin ser breves, o mejor, siendo todo lo breves que pueden ser.

A Kipling no había cuadernos que le llegaran, se los mandaba hacer de hojas grandes azul celeste, casi blanco, y los derrochaba. Pero ninguna de estas manías de solterona me impidió que, en los viajes, comprase y usase los cuadernos y todo lo demás, en el país que fuese. Ni por asomo escribía a lápiz porque ya había escrito lo suyo (a lápiz) en sus tiempos de periodista. Apenas tomaba notas, sólo de nombres, fechas y lugares: Lo que no se queda en la memoria, me justificaba, no merece la pena escribirlo. Pero dibujaba toscamente lo que quería recordar. Su mesa de trabajo, de dos metros y medio, se veía siempre abarrotada: una escribanía de esmalte, grande y en forma de canoa, llena de pinceles y de estilográficas que ya no usaba; en una caja de madera tenía clips y cintas; en una lata, alfileres; en un cubilete, todo tipo de útiles inútiles, desde un papel de lija hasta pequeños destornilladores (...) y  un enorme trapo de secar plumas.  Confiesa que trataba de forma desconsiderada -y aun bárbara- los libros que consideraba herramientas de trabajo. En el último párrafo de Algo de mí mismo leemos: A izquierda y a derecha de la mesa había dos globos terráqueos, en uno de los cuales un gran aviador había trazado una vez, con pintura blanca, las rutas aéreas al Oriente y a Australia, que ya eran más que normales antes de mi muerte. En fin, una mesa de trabajo de visos muy distintos a la de esta conocida fotografía del escritor.


Kipling nació en Bombay en 1865, admiraba a Robert Louis Stevenson y perteneció a la logia másónica que llevaba el nombre del autor de La isla del tesoro. Fue muy amigo de Ridder Haggard -el de Las minas del rey Salomón- a quien consideraba el mejor narrador oral que hubiera conocido, incluso podían trabajar a gusto en compañía del otro y hasta imaginaban historias entre los dos, lo que para Kipling -y tiene toda la razón- representa la más rotunda prueba de compenetración. Pero en el fondo era un solitario, tan famoso en su tiempo como secreto, decía Borges. Más sombrío -y aun oscuro- de lo que parece, murió de cáncer en 1936. Una de sus últimas obras fue un himno al dolor físico, ese dolor que hace que el alma olvide sus otros infiernos. Ésos que afloran entre líneas si se escribe con tinta india y un pincel de pelo de camello.

22/1/12

Cosecha negra



Tenía olvidado a José Giovanni, pero hace unos meses vimos A todo riesgo (1960),

Lino Ventura y Jean-Paul Belmondo en un fotograma 
de A todo riesgo  

una película que parte de un guión basado en un novela suya, dirigida por Claude Sautet; y hace poco más de tres semanas Le trou, de Jacques Becker, sobre la primera novela de Giovanni que participó también en la escritura del guión; ambas películas con la fotografía del gran Ghislain Cloquet. De Giovanni sólo habíamos leído Los rufianes, una novela encontrada  hace por lo menos quince años en una librería de viejo de la calle de la Amargura en A Coruña, donde coseché tantas novelas de Simenon, pero por más que la busqué entre los libros de Tui no hubo forma de dar con ella, así que me quedé con las ganas de releerla.


Ayer, en un (desangelado) mercadillo de los sábados en Tui, donde nunca compré nada pero alguna vez había curioseado con el maestro en uno de esos tenderete con grandes llaves oxidadas, cerraduras de portones o viejas palmatorias, le puse los ojos encima a una docena de novelas de la Serie Negra -dirigida por Ricardo Piglia- de la editorial Tiempo Contemporáneo de Buenos Aires, con cubiertas de Carlos Boccardo, en tapa dura y publicadas en 1970. Aquí está la cosecha:


Así que, el viernes casi me arrepentía de tantos libros mientras los estibaba en cajas para la mudanza y ayer acopiaba otros cinco; bien es verdad que no había en aquella contricción propósito de enmienda; además, cómo iba uno a resistirse a un goodis -a Goodis lo traeré a la escuela otro día- y a los cuatro giovannis, que tenían toda la pinta de estar allí esperándole, cómo ignorarlos, como no remediar aquella orfandad.


José Giovanni se llamaba en realidad José Damiani. De origen corso, nació en París en 1923; tuvo una infancia movida, no era más que un chisgarabís y ya andaba enredado en robos de pequeña monta con una banda de ladrones de tres al cuarto a las órdenes de su padre;  trabajó en diversos oficios -lavaplatos, camarero, minero, guía de montaña...- y colaboró en la Resistencia francesa contra la ocupación nazi. Tras la Liberación, participó en un atraco a una tienda de antigüedades organizado por su tío; hubo cuatro muertos, entre ellos su hermano mayor y su tío, que lo había organizado. José Giovanni fue condenado a muerte y tres días antes de la ejecución le conmutaron la pena por trabajos forzados; participó en alguna tentativa de evasión -novelada en Le trou (que había empezado a escribir en la cárcel)- y a los 33 años consiguió su rehabilitación. A menudo, las contraportadas de sus libros se hacen eco de su pasado criminal.


Hasta dos años después de salir de la cárcel, Giovanni no supo que, en gran medida, le debía a su padre la conmutación de la pena y la reducción de la condena: había conseguido que las víctimas y sus familiares escribieran cartas en las que perdonaban a su hijo. Giovanni siempre había mantenido una relación difícil con su padre, había llegado a despreciarlo y, en realidad, nunca llegó a entenderse con él. Tras la salida de la cárcel en 1956, se traslada a Marsella -el escenario más frecuente de sus obras-, sigue escribiendo novelas y guiones, y en 1966 empieza a dirigir. No pocas de sus novelas nutrieron el cine noir (francés, claro), adaptadas por él mismo o por otros cineastas; pongamos por caso, además de las ya citadas, Hasta el último aliento (1966) de Jean-Pierre Melville, basada en Le deuxiême souffle, que en la edición de Tiempo Contemporáneo titularon El último suspiro, una de los frutos de la cosecha negra del sábado.

 Lino Ventura en un fotograma de Le deuxiéme souffle
Lino Ventura, un tipo duro, sí, 
pero también de una debilidad extremada. 
¿Quién no conoce el lado oscuro de su propia vida? 
Pero nadie se dedica al mal todas las horas del día
comentó Giovanni en una entrevista.

Giovanni murió en 2004. Tres años antes filma su última película, Mon pére (Mi padre), basada en su novela Il avait dans le coeur des jardins introuvables, sobre su experiencia de condenado a muerte y los esfuerzos de su padre por salvarlo. Escribo de lo que he vivido, había dicho más de una vez.

20/1/12

Que la tumbe Lola


Me he pasado medio día ayer y medio hoy llenando cajas con libros. Y se van a quedar ahí unas semanas. Hay pocas ocupaciones más tristes, quizá encerrar pájaros. Uno  hasta se arrepiente de tenerlos, de no haberse conformado con cien, o quinientos, y, para espantar sombrías cavilaciones, se obliga a pensar que esas semanas van a pasar volando y que disfrutará liberándolos y dándoles un nuevo hogar donde volverán a hacernos compañía.


Entonces Ángeles me sacó de casa, a tomar unas cervezas frente a las dunas, y a la vuelta escuchamos en el coche Melodías Pizarras de Radio 3 -a veces hay que pellizcarse para creer que no estamos soñando, que de verdad aún existe algo como Radio 3 (El Café del Sur, Toma Uno, El Hexágono, El Sótano, Cuando los Elefantes Sueñan con la Música...)- y ponen un tema del gran Eliseo Grenet (el de Ay Mama Inés, por citar uno de sus temas más populares), que allá por 1905, a sus doce años y por un dolar al día, ya le ponía una banda sonora con el piano a las películas mudas en el cine La Caricatura de La Habana, y acabará componiendo la música para los Motivos de son de Nicolás Guillén. Cómo no rendirse a una conga de tan maravilloso estribillo: Yo no tumbo caña / que la tumbe el viento / que la tumbe Lola / con su movimiento... Y sí, entonces parece que hasta los libros se abren y echan a volar, porque la espera pasará en un vuelo. Pues eso, que la tumbe Lola...

19/1/12

Un cuento de hadas para el crudo invierno


Aki Kaurismäki

André Wilms, el actor que encarna al protagonista de Le Havre, la última película de Kaurismäki, escribió en su día un retrato del cineasta para el press-book de Toma tu pañuelo, Tatiana (1994);  había rodado con él la película anterior, La vida bohemia (1992). En el texto cuenta que la manera de rodar de Kaurismäki es muy particular. No tiene horarios ni plan de trabajo, usa una cámara de 35 mm que le regaló Ingmar Bergman y rueda rápido, con una toma única, dos a veces. Escribe unos diálogos bellísimos, aunque resultan un poco raros cuando los lees. (...) Emplea metáforas poéticas al hablar, levanta o baja el pulgar según quiera que interpretes más o menos. (...) Al empezar un rodaje siempre advierte: Estamos entre caballeros, y al primero que se ponga agresivo lo estrangulo con mis propias manos, aquí venimos a divertirnos y a trabajar. (...) Es un gigante de un metro noventa de altura. Come y, sobre todo, bebe mucho. Fue cartero en su día. Es un pesimista alegre. Se encuentra cómodo en los barrios periféricos, en las ruinas, con los desclasados, la gente sencilla. Y cuando llegaba a París, le gustaba darse una vuelta por los bouquinistes (los libreros de viejo en las márgenes del Sena), luego compraba una botella de vino e iba a sentarse con los vagabundos, a charlar durante horas. Cabe imaginar aquellas charlas preñadas de silencios y miradas perdidas en el río de L'Atalante, una de las películas preferidas de Kaurismäki.



Me acordé del retrato de André Wilms al ver otra vez Mies vailla menneisyyttä, aquí  El hombre sin pasado (2002), sólo un cineasta como el de su retrato podía filmar esta historia de amor entre un sin techo y una soldado del Ejército de Salvación en un descampado de la zona portuaria de Helsinki y, despojada de cualquier sensiblería, transfigurarla en una película inolvidable. Me acordé también de aquello que para Renoir cifraba la poética de su padre, a quien le gustaba decir que el arte de la cocina consistía en hacer algo rico con algo pobre, una bella metáfora -o metonimia, según se mire- de la pintura misma.


Qué poco necesita Kaurismäki (casi tan poco como Ozu) para emocionarnos, con qué poquita cosa lo consigue, con qué pobreza logra convertir un container inhóspito en un hogar -gracias a una jukebox abandonada-, un descampado en un huerto, la intemperie en cobijo de los desamparados, la amnesia del protagonista en nido de una nueva vida, y encontrar en un mundo despiadado una promesa de felicidad, gracias en buena medida a la luz con que su inseparable -e inspirado- director de fotografía Timo Salminen ilumina a M (Markku Peltola) y a Irma (Kati Outinen), contagiando con la calidez de su amorosa mirada la acotada paleta de colores con los que pinta cada plano.


Cómo no acordarnos de Andersen, de aquellos (terribles) cuentos de hadas, como La pequeña vendedora de fósforos: cuánto le gustaba a Renoir -uno de los cuentos que le leía Gabrielle (su querida niñera Bibon) para que se estuviera quieto mientras su padre lo pintaba- y que acabó llevando al cine en 1928. Tampoco es casual que Kaurismäki haya rodado La chica de la fábrica de cerillas (1990), tan terrible como el cuento de Andersen (pero más desesperanzado), aunque no se trate de una adaptación, quizá sólo de la remembranza de una lectura de infancia. Cómo no ver entonces en El hombre sin pasado un cuento de hadas finés y en Kaurismäki a uno de esos narradores bendecidos por la gracia de lo maravilloso; tan pesimista como empeñado cada vez más en alentar con su cine la resistencia de los vencidos y perdedores que lo habitan, y contagiarnos de la esperanza que los anima. Acaba uno de ver El hombre sin pasado -o Nubes pasajeras (1996) o Luces al atardecer (2006), con las que compone otra trilogía proletaria- y piensa: siendo cruel como es, el mundo debía ser también como una película de Kaurismäki.

Kaurismäki en la localización principal de 
El hombre sin pasado

Un hombre viaja en tren, lía un cigarrillo, fuma; llega a una estación, se duerme apoyado en el banco de un parque y unos tipos lo asaltan; le dan una paliza, le roban, revuelven en su maleta, encuentran entre sus ropas un casco de soldador y se la ponen a modo de máscara antes de abandonarlo medio muerto... Será el  hombre sin pasado: sin memoria, sin nombre, sin identidad. Un resucitado.



Un hombre callado, hierático e impasible. Será lo que le veamos ser, lo que sea sin pretender ser otra cosa porque no sabe quién fue y sólo podrá descubrir quién es en el aquel de ser, o sea de vivir, lo que representa toda una declaración de principios del más puro cine. Como estos personajes con quien tiene que vérselas nuestro protagonista:



Esos rostros parecen despedir huéspedes, pero después de ver qué hacen con el "resucitado" a los dos primeros (funcionarios de una oficina de empleo) les daríamos patadas hasta cansarnos y a las segundas les daríamos un abrazo (en los bares de las películas de Kaurimäki siempre puede esperarse una mano amiga), porque son lo que hacen, y lo que les vemos hacer les desnuda el alma detrás de las caretas, o de los caretos. Como nuestro protagonista. Sólo al final de la película descubriremos, al tiempo que él mismo, su identidad, y aun nosotros sabemos algo que él tardará en descubrir, como un destello de remembranza, como un alumbramiento memorioso, cuando ve trabajar a un soldador y compruebe que ése era su oficio. Kaurismäki lo llama M, en homenaje al filme de Lang y porque en finlandés la M equivale a la W inglesa de quién, cuándo, dónde... Un hombre al que el destino concede la oportunidad de renacer, de la mano de otros desamparados.


El cine proletario -es un decir- de Kaurismäki, como los cuentos de hadas, no representan una denuncia del mundo -nada más lejos de su cine que el llamado cine de denuncia (este mundo es lo que hay, parece decirnos al mostrarlo)-, y mucho menos una exhibición de los sufrimientos de los desheredados -nada más opuesto al pudor (y elegancia) de sus películas-, pero decantan una ética de los desposeídos como única alternativa al actual estado de cosas, una ética cifrada en aquella réplica del electricista que acaba de instalarle una toma de corriente en el container y M le pregunta cuánto le debe: Cuando me veas boca abajo en un regato, dame la vuelta. Así, sus películas devienen un canto a la solidaridad y un poema a la resistencia a través de una mirada que conjuga distancia y delicadeza con audacia y lirismo, que le permite filmar una historia de amor con la ingenuidad incontaminada de un pionero. Como si nunca antes nadie hubiera filmado a dos almas perdidas como M e Irma in the mood for love. 


Su cine proletario desdeña el naturalismo y se decanta por el humor -serio (keatoniano, beckettiano)- que aflora en el ascetismo de una puesta en escena despojada, destilando un relato esencial, sin momentos culminantes ni tramas secundarias, donde lo común tiene la misma textura que lo dramático; un cine con personajes de expresión sobria y pocas palabras pero con diálogos estupendos, cuya peripecia minimalista cobra el aire leve de la comedia más ligera, eso sí, cocinada, en palabras de Ángel Fernández-Santos, con luminosas negruras, unos ingredientes propicios al melodrama  social más grave, pero que Kaurismäki transforma en un filme ingrávido y de grácil vuelo.



El hombre sin pasado -como Nubes pasajeras y Luces al atardecer- contagia esperanza porque sus personajes pueden haber sido vencidos pero jamás se rinden, siempre mantienen  la cabeza alta -y la ironía en la recámara- y nunca pierden la compostura; su hieratismo trasparenta el orgullo y la convicción de resistir, por eso sentimos que estos tipos van a salir adelante, que nadie conseguirá derrotarlos definitivamente, sobre todo porque en este mundo despiadado encuentran el amor y entonces se ven investidos de una fuerza indomable y nada pueden temer.



Eso sí, en el cine de Kaurismäki el amor se desgrana con formas muy comedidas, hasta el punto que una sonrisa o un beso representan una conmoción geológica. Bastan dos escenas para comprobarlo. Una noche, M le pide a  Irma si puede acompañarla de vuelta a casa: Las calles son peligrosas. / No está lejos, puedo ir sola. / Hablaba por mí, me da miedo la oscuridad. Al fin, ella consiente. En el plano siguiente, ya están cerca de la residencia donde Irma tiene una habitación. Ella se le cruza en el camino y lo detiene, no quiere que la acompañe más trecho: Gracias por acompañarme. No he tenido nada de miedo. Entonces M le dice que tiene algo en el ojo. Ella no nota nada. Lo tiene ahí. Déjeme mirar. Coge la cara de Irma entre sus manos y la besa junto al ojo. Ella no se mueve, pero la sabemos conmovida: Es un beso robado. / Discúlpeme. M parece avergonzado y aparta la mirada: No soy un caballero. Se despiden hasta el día siguiente. M se aleja en la noche y nos quedamos con Irma que cierra los ojos y se lleva la mano hasta donde él la besó. Fundido negro.


O la primera cita, cuando M invita a Irma a cenar en el container. Durante la sobremesa, M fuma un cigarro y charla con Irma: Ayer fui a la luna. / ¿Y qué tal? / Muy tranquila. / ¿Se encontró con alguien? / No, era domingo. / Por eso volvió. / . (Primer plano de Irma. Off de M.) Y también por otras razones. Primer plano de M. Se miran. Primer plano de Irma: ¿Está fingiendo o de verdad no recuerda nada? / (Primer plano de M.) Sí recuerdo una cosa. Una fábrica, junto a un tramo recto de una autovía. / (Primer plano de Irma. Off de M.) Yo hacía algo allí. (Primer plano de M.) Una llama brillante que quema... (Mira a Irma.) Puede ser un sueño... (Primer plano de Irma. Off de M.) Empiezo de nuevo a soñar. / Buena señal. / (Primer plano de M.) Tal vez. (Primer plano de Irma. Off de M.) La idea de una tumba sin nombre...



Una escena que denota aquellos diálogos bellísimos de los que hablaba André Wilms aunque resultan un poco raros al leerlos, pero también qué gran montador es Kaurismäki (no sólo escribe, produce y dirige sus películas, también las monta), al hacernos escuchar sobre un primer plano de Irma algunas réplicas de M: Y también por otras razones... Empiezo de nuevo a soñar... La idea de una tumba sin nombre... Frases que cobran visos significativos de lo que M aún no se atreve a decir pero que sí dice el montaje de Kaurismäki mostrándonos la escucha de Irma, que oye las palabras nunca pronunciadas de M.


Lástima que no puedan contarse, porque hay que verlos, esos momentos de pura comedia con el perro asesino -Hannibal, se llama- que se convierte en el perrito faldero de M, pero sin el más leve rastro de cursilería y sentimentalismo que suelen acabar estragando casi cualquier escena donde hoy día aparece un perro -como en The Artist sin ir más lejos-.


O una de las mejores situaciones de comedia en lo que va de siglo: ésa en la que M reivindica su condición de "hombre de campo" después de haber cultivado unas patatitas en su huertito: Tengo ocho patatas. Debo guardarlas para el invierno. Y al menos dos para que germinen. Los agricultores tenemos que pensar en el futuro. Sólo comemos lo que sobra. (...) Los de ciudad vivís al día. Y cuando el otro sugiere que quizá también M sea de ciudad, se ofende: ¿Con una cosecha así? Jamás.


En El hombre sin pasado encontramos a los actores habituales de la compañía de Kaurismäki, que tampoco olvida a Matti Pellonpää, uno de sus actores predilectos fallecido en 1995, y para el que siempre reserva una escena (y una pared) donde colgar su fotografía. Y las canciones tristes que amojonan su cine con melancolía, el último refugio de los solitarios y de los perdedores. El hombre sin pasado, una de sus más bellas películas -y uno de sus más hermosos cuentos de hadas-, mejora con los años como los buenos vinos y güisquis, mejor cuanto más se ve, mejor cuanto más se sabe, y aun más cuando ya se sabe de memoria. Y se nos vuelve indispensable. Como el amor y el humor, herramientas de resistencia para quien no tiene otra cosa que un corazón a la intemperie y las manos desnudas. Como M e Irma. Esa Irma de cuento encarnada por la gran Katie Outinen, hada madrina y Cenicienta a la vez.

Aki Kaurismäki detrás de Kati Outinen y Markku Peltola 
en una imagen promocional de El hombre sin pasado

Como escribió una vez Adrian Martin, sólo Kaurismäki podría transformar un plano de sus héroes enamorados, casi ocultos por el paso traqueteante de un tren de mercancías en una inolvidable canción de amor.