1/1/17

Integridad cinéfila


Si la memoria no me engaña, hace como cuarenta años que leí por primera vez textos sobre cine escritos por mujeres. Como Sylvie Pierre, la primera escritora de cine que formó parte del consejo de redacción de Cahiers du cinéma, donde colaboró regularmente entre 1967 y 1973, y ahora editora -con Raymond Bellour y Patrice Rollet- de Trafic, la mejor revista de cine del mundo, fundada por Serge Daney. (La otra fue Susan Sontag: aquel ensayo sobre Vivre sa vie, de Godard, incluido en Contra la interpretación, que había publicado la Biblioteca Breve de Seix-Barral.)

Sylvie Pierre, en sus días de Cahiers. 
Fotograma de Un troisième (1970), de Anne Thoraval.

El primer texto de Syvie Pierre que leí se titulaba Elementos para una teoría del fotograma. Hace un par de años volví a leerlo para comprobar que, efectivamente, a Eisenstein no le gustaría -pero nadita- una práctica gozosa de esta escuela, engolfada en el vicio de iluminar los textos con fotogramas de las películas, y aun de desgranar escenas con su rosario de fotogramas, traicionando su fugacidad esencial, salvándolos de la desaparición al arrancarlos de la continuidad de la película. (Qué os voy a contar que no sepáis.) Uno de aquellos párrafos resplandecía con una constelación de fogonazos en la lectura de aquel cinéfilo veinteañero, desesperado por no haber visto lo que aún tardaría -a veces décadas- en ver; ver -es un decir- El prado de Bezhin, pongamos por caso:
Eisenstein desconfiaba de los fotogramas. Hubiera preferido que sus filmes se hubieran ilustrado con fotografías (que él, no lo dudemos, hubiera querido hacer por sí mismo) que representaran no un plano del filme, sino una especie de síntesis de cada secuencia. Esta información fue recogida por Jay Leyda de la propia boca de Eisenstein durante el rodaje del Prado de Bejín (sic). Lo cual no deja de ser, como suele decirse, una ironía del destino, si pensamos en la suerte que corrió este filme, del que sólo puede ser conservado, precisamente, un esqueleto de fotogramas. Seguramente Eisenstein hubiera tenido mucho que decir de esta piadosa reconstitución. Pero cómo no ver en ella al mismo tiempo "un justo retorno de las cosas", puesto que era S. M. E. mismo [Sergei Mijáilovich Eisenstein, claro] quien tenía la costumbre de conservar sistemáticamente un fotograma de cada plano rodado por Tissé [el director de fotografía Eduard Tissé]. 
Fotograma de El prado de Bezhin.

Quizá Sylvie Pierre escribió ese texto mientras impartía un curso sobre Eisenstein en Río, donde vivió entre 1971 y 1976, enamorada del cine de Glauber Rocha (al que dedicó una monografía), y una de la principales divulgadoras del Cinema Novo.

Fotograma de Antonio das Mortes (1969), 
de Glauber Rocha.

Desde entonces procuré leer cuanto escribía, como I Walked with a Zombie: la belleza del mar, sobre la maravillosa película de Jacques Tourneur; Fritz Movie, un texto dedicado a la presencia de Lang en Le mépris, de Godard (podéis leerlo aquí, en portugués), donde me enteré de la implicación de la Cinemateca Francesa, por mediación de Mary Meerson  (la mujer de Henry Langlois), a la hora de convencer a Lang para que aceptase el papel (de Fritz Lang) en el filme de Godard; o el espléndido Ford et les médecins (o sea, Ford y los médicos), en el número 97 de Trafic, publicado la pasada primavera (a ver si me animo y lo traduzco): no hay autor con una filmografía tan abundantemente poblada de médicos como la de Ford. (Y en cosa de días -ya me tarda- le pondré las manos -y los ojos- encima a una monografía suya sobre Siete mujeres.)


Sylvie Pierre se volvió (o como dicen los brasileños, virou) cinéfila a sus veinte años, en las sesiones de la Cinemateca Francesa en el Palais de Chaillot. En una estupenda entrevista con Luís Mendonça en À pala de Walsh, evoca aquellos días, cuando salió totalmente eufórica después de ver Objetivo Birmania (1945), de Raoul Walsh.


A menudo coincidía con Rivette, que también frecuentaba la Cinemateca (y tantas salas parisinas), y como vivían en el mismo barrio, cogían el metro juntos; aquellos trayectos de 40' donde hablaban de la película que acaban de ver fueron su escuela de cine, con Rivette como maestro. Un día, salió maravillada del pase de La carrose d'or (1952), de Jean Renoir, feliz por un filme tan bello. Rivette la vio tan encantada que le preguntó si era la primera vez y ella, medio avergonzada, se lo confesó. ¡Qué suerte la tuya!, le dijo Rivette, con envidia, desde luego, pero también con ternura.


Y hubo otro maestro, que también fue su amigo del alma, Serge Daney, al que acompañó en la aventura de Trafic:
Me gustan los críticos cuyo soplo de vida se confunde con el amor que profesan al cine. Daney murió cuando la enfermedad llegó a tal punto que ya no podía salir a la calle para ir a ver películas. Decidió morir cuando ya no podía ir al cine. Esto es lo que yo llamo integridad cinéfila.

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