Siete mujeres fue la última película de Ford y la última suya que llegué a ver, a los catorce o quince años, en el cine Yut. Al cineasta le gustaba el título con su numeral, 7 Women, como en 3 Bad Men (1926) o en 3 Goodfathers (1948).
La verdad es que el testamento chino de Ford ya se estrenó con mal pie aquel enero de 1966 en Los Ángeles. Todo fue de mal en peor. En EEUU fue un fracaso de crítica (salvo contadas excepciones) y de público. Basta un dato: la vendieron como un thriller de segunda y después de rular por el país cuatro meses, se estrenó en Nueva York en un cine de mala muerte de la calle 42, como relleno de un programa doble cuya película estelar era The Money Trap (1965) de Burt Kennedy. En una entrevista publicada en Cahiers de cinéma en octubre de 1966, las palabras de Ford destilan amargura:
Creo que es una de mis mejores películas, pero al público no le gustó. No era la película que querían.(Tag Gallagher, uno de los conspicuos paladines de Siete mujeres, sintió la necesidad de consolar al cineasta y le escribió una carta para decirle cuánto le había gustado.)
Había llegado el final. Críticos -y aun biógrafos del cineasta- vieron Siete mujeres como una aberración y, desde luego, como la confirmación de una chochez que ya habían diagnosticado cuatro años antes en El hombre que mató a Liberty Valance (eran la mar de despìertos). De nada valió el reconocimiento de la crítica inglesa o francesa, y la relativa acogida del público en Europa. Ford se despidió del cine con Siete mujeres. Una de ellas, la fordiana Anna Lee, cree que el director sabía que era su última película; por lo visto, se mostró especialmente amable durante el rodaje. Pero no se resignó: para quien dirigir era como una adicción a las drogas, sólo se apañó con el mono como pudo (más bien mal).
Ya llego, ya llego (ya escucho la voz del amigo Diomedes Díaz: van tres párrafos sin Anne Bancroft; sobra decir que es una de sus debilidades). El caso es que Anne Bancroft entró en Siete mujeres por accidente. Ford había pensado en Ingrid Bergman para el papel de la doctora Cartwright -la octava mujer-, pero no estaba disponible. Luego se apasionó con la idea de rodar con Maggie Smith, pero el productor opinaba que una actriz inglesa no resultaría creíble y lo convenció para darle el papel a Patricia Neal (que tanto me gusta). Y empezó el rodaje; Ford tenía 70 años. A la semana, la actriz sufrió un derrame cerebral. Sólo entonces contrataron a Anne Bancroft. (Patricia Neal iba a cobrar 125.000 dólares, Anne Bancroft sólo cobró 50.000; Sue Lyon, una de las siete mujeres, se llevó 150.000, los réditos de haber sido la Lolita de Kubrick, estrenada en 1962.)
Ha pasado mucho tiempo, claro, pero resulta difícil entender, no las críticas negativas, sino la percepción de Siete mujeres como una aberración en la obra de Ford, la ceguera ante el universo fordiano desplegado en el testamento chino. Digámoslo así, no es una película muy distinta a Fort Apache, pongamos por caso; es más, no cuesta percibir que Ágata Andrews/Margareth Leighton, la líder de la comunidad de la misión perdida en la frontera china con Mongolia a mediados de los años 30 (del siglo pasado), deviene un personaje emparentado con el coronel Thursday/Henry Fonda, o con la madre obcecada de Peregrinos. (Ford le había ofrecido -debía escribir ofrendado- el papel de la señorita Andrews a Katherine Hepburn -quizá el gran amor de su vida-, la actriz lo rechazó; me quedo corto si digo que a Ford le dolió.)
Y qué decir de la doctora Cartwright, un personaje fordiano en cuerpo y alma, que viene -sin ir más lejos- de la Joanne Dru de Wagon Master y de la Ava Gardner de Mogambo, pero también de John Wayne, del capitán York de Fort Apache, del Tom Doniphon de El hombre que mató a Liberty Valance y sobre todo del Ethan Edwards de Centauros del desierto. Anne Bancroft recordaba que, durante el rodaje, Ford solía llamarla Duque (como a Wayne),
Yo, por mi parte, intentaba ser John Wayne.Y lo bordó. En las películas de Ford -que no detesta la religión sino la beatería- son los pecadores, los extraños, los que vienen de fuera, los hombres de frontera, quienes sacan las castañas del fuego a las comunidades dominadas por los puritanos o los fanáticos y acaban excluidos, outsiders como la doctora Cartwright. Una extraña entre las siete mujeres. La excluida del título. La octava mujer.
Tampoco puede extrañarnos la galería de personajes femeninos, esas siete mujeres. No hubo mujeres florero en el cine de Ford. Basta recordar las que encarnó -la fordiana mayor- Maureen O´Hara. Las siete mujeres -aun habiendo una jerarquía dramática entre ellas- todas tienen sus vueltas. Y cómo disfruta Ford llevándonos a matizar el retrato íntimo de los personajes, siempre humanos, demasiado humanos, en el curso del tiempo (de la película, y aun mucho después). Esa Ágata Andrews -la antagonista (por excelencia) de la doctora Cartwright-, apasionada, inteligente, autoritaria, reprimida, enamorada, manipuladora, vulnerable... Cómo nos gana en la primera escena con ese maravilloso detalle de la bolsa de las mandarinas...
Y esa escena nocturna -inadjetivable (en palabras de Bénard da Costa)- con las dos mujeres bajo el árbol, cuando Ágata Andrews -angustiada por su querida Emma/Sue Lyon enferma de cólera- le confiesa a la doctora Cartwright -atea, que ya lo ha visto todo- que Dios no es suficiente para colmar el vacío, y encuentra en ella el único cobijo a su íntimo -y radical- desvalimiento, justamente en la mujer con quien rivaliza en la admiración de la yacente Emma. Dos mujeres solitarias peregrinando -algo así apunta Tag Gallagher (si no recuerdo mal)- en busca de la intimidad con otra alma en la noche oscura de una frontera perdida.
En un visto y no visto, Ford nos hace transitar de lo palpable y doméstico a lo invisible y misterioso, conjugando la hondura de cada gesto con la mirada, el silencio y la pausa. El arte de la pausa. Ese momento en el umbral del cuarto de Emma, cuando la cámara le concede unos instante a la señorita Andrews que la contempla en silencio con trémulo y arrobado fervor. Así, cada gesto se nos prende en la memoria para que resuene en otro más adelante, amplificando el movimiento íntimo que revela y profundizando el sentido que se vislumbra, y manteniendo a salvo -al mismo tiempo- una reserva en el misterio de los personajes.
O en la escena de la despedida entre la señorita Argent/Mildred Dunnock y la doctora Cartwright: ya se han dicho adiós, la señorita Argent se va (la cámara acompaña su movimiento con una panorámica), pero al llegar a la puerta se detiene un instante, entonces vuelve sobre sus pasos (la cámara regresa con ella) y abraza a la doctora... y, en una reacción repentina, Anne Bancroft la besa apasionadamente (y la cámara se queda con la doctora mientras la señorita Argent se va para no volver).
En ese gesto fervoroso anida el íntimo deseo de la carne de otra carne mortal, el tacto último de la última despedida (en esa mano tendida de Anne Bancroft), antes de una inmolación que ella vive como un eclipse -por extenuación- existencial más que como un sacrificio heroico. En el ocaso, el cineasta contempla las últimas escenas con un velo de desesperanza en la mirada. Conste que el amigo Diomedes Díaz sólo aprecia una punzada más honda de ese pesimismo que Ford viene destilando desde veinte años antes. Con sus rituales de ocaso. (Una punzada más honda por encarnar Anne Bancroft ese destino trágico en que se abisma la mirada de Ford a la hora del adiós.)
Cada plano destila una música para los ojos: el cine de Ford siempre es musical (es verdad que la partitura de Elmer Bernstein también ayuda). Cómo se pudo tachar de chocho a un cineasta que a sus 70 años cuidaba con tal primor la coreografía de los movimientos de los personajes en el plano, la medida de los gestos (el gesto justo), la inscripción de los cuerpos en el encuadre con un virtuosismo innegable, exprimiendo la economía de los espacios en formas tan bellas como elocuentes. Un prodigio de modulación -de tempo- entre acciones, hilvanando, pongamos por caso, el andante en primer término (Emma con los niños) con el vivace de fondo (la urgencia de la doctora Cartwright), cuando se declara la epidemia de cólera en la misión. Flora Robson, que encarna a la señorita Binns -otra de las siete mujeres- recordaba cómo Ford...
En secuencias de muchos personajes dedica una meticulosa atención a cada movimiento y a cada gesto. Es como si estuviera dirigiendo un ballet.
Ford no pudo trabajar en el guión -a partir de un relato de Norah Lofts- a bordo del Araner, como a él le gustaba. Los guionistas Janet Green y John McCormick le iban mandando desde Francia páginas -aun durante el rodaje- que él iba editando durante los ensayos con los actores. El viejo director incluyó algunas escenas de su cosecha, una de ellas la de las dos mujeres bajo el árbol comentada más arriba; otra, la escena de Anne Bancroft ante el espejo, donde se pespuntan el coraje y el hastío con una pizca de ironía. En ese umbral de la mirada se juega toda una vida.
Cuenta Joseph McBride en su biografía de John Ford que, cuando el decano de los críticos americanos, Andrew Sarris, se aventuró en el cine de mala muerte de la calle 42 donde pasaban Siete mujeres -como película de relleno, no lo olvidemos-, se preparó para lo peor. Tras la experiencia, el crítico escribió en Village Voice:
La belleza de Siete mujeres queda para siempre, o al menos para un tiempo futuro en el que la poesía de algunos directores sea mejor comprendida. (...) El delito más grave de Ford es tomarse las cosas en serio en una época en que la seriedad de todo un medio está siendo amenazada por la tiranía de lo trivial.
Su tiempo, evidentemente, (aún) no ha llegado. La belleza sigue ahí. En la última lección del maestro, -el testamento chino de un Feeney de Maine- que nos regaló la mirada con la octava mujer.
Se da la feliz circunstancia de haber visto hace muy poco 7 mujeres, y como afirmas, Daniel, es una obra para la que faltan calificativos. No fue realizada como “su última película” (Ford seguía hablando del guion de April morning como del mejor que había leído nunca, esa película que Budd Boetticher, vecino y admirador del director de Maine, lamentaba no haber podido ver, porque estaba seguro que el viejo Ford hubiera hecho algo memorable si alguien le hubiera dejado y puesto el dinero para esa producción), pero quedó como tal con el fracaso que obtuvo en taquilla. A mí, la verdad, no me sorprende visto a posteriori: era una obra tan profunda, tan emotiva y sin elevar la voz ni darse importancia que lo normal que es pasara completamente desapercibida. No para Godard, por ejemplo, que la incluyó con admiración entre sus películas favoritas de 1966, en aquellos listados que publicaba Cahiers du Cinéma.
ResponderEliminarComo pasa siempre en Ford, son más importantes los silencios que lo que se dice, aunque pocas veces se han dicho cosas tan terribles y con tan bellas y sentidas voces. El tratamiento de la luz, magistral trabajo de Joseph La Selle, es de quitar el aliento, y a veces hay que frotarse los ojos para estar seguro de que se ha visto lo que tienes a la vista. Pero es que el trabajo de vestuario y de escenografía es digno del mejor Nicholas Ray (el que va de Johnny Guitar a Party Girl), donde el cambio de una determinada prenda por otra es dramáticamente perfecto, como lo son los gestos y el tratamiento de los objetos, algo que es una leiv-motiv en toda la carrera de Ford ya desde sus principios.
Han tenido que pasar muchos años para que esta obra magistral ocupe el lugar que merece en la consideración de la crítica, aunque no estoy muy seguro que por los derroteros por los que va el cine actual el público sepa apreciar el enorme calado de una propuesta de estas dimensiones. Pero lo que es seguro es que si continúan leyendo el blog de Daniel acabarán por valorarla como se merece. Esta y tantas otras películas. Y no se me ocurre mejor elogio que pueda decirse de un blog como La escuela de los domingos.