26/4/15

Se mira lo que no se ve


Cada vez que la escritura de un guión me aboca a un flashback, me resisto. Por principio (bueno, tenéis razón, por manía). Digámoslo ya, se nos ve el plumero (nunca mejor dicho, nunca más a cuento). Ah, mira tú, qué oportunamente aflora la memoria en algún personaje cuando la historia lo pide, aun cuando hayamos sembrado en el espectador el deseo de ese recuerdo, como se sembró en Casablanca: qué pasó entre Rick e Ilsa que tanto daño le hace a ese hombre su presencia; en fin, que uno suspira por volver a París con Rick e Ilsa. Pues ni así. Que no. (Luego, a veces, uno se rinde o transige, o las dos cosas.)


Desde que la vi, cada vez que un guión pide un flashback pienso en Midaregumo (Nubes dispersas, 1967), la última película de Naruse. O sea, pienso cómo lo hizo Naruse para evitar el flashback o, si se quiere, para mostrarnos una situación en presente y que el flashback lo pusiéramos nosotros, los espectadores; entonces, me digo, qué escena puedo inventar en el presente de los personajes para que el flashback -la escena del pasado- corra por cuenta del espectador.


Para una cabal comprensión del asunto, traigo aquí unas líneas desde el umbral de otra entrada que dediqué a Nubes dispersas. Yumiko (Yôko Tsukasa) se queda viuda cuando su marido muere atropellado en un accidente de tráfico; es importante precisar que se trata de un accidente que no vemos en pantalla, que sólo vivimos a través del desconsuelo de Yumiko tras conocer la noticia. Al conductor, Shiro Mishima (Yuzo Kayama), lo declaran inocente, pero se siente culpable y quiere ayudar y compensar de alguna forma a la viuda, y le envía dinero regularmente. Yumiko no puede evitar el resentimiento y tampoco se permite perdonarlo...


Con todo, se acaban enamorado... Se acaban enamorando con todo...


Como si el resentimiento y la culpa (que impiden olvidar y olvidarse) echaran leña al fuego de un amor que no pueden consentirse. Hasta que Shiro decide marcharse a otro país, lejos de Yumiko. Entonces ella acude a su encuentro...


Y, al fin juntos, parecen decididos a culminar la tensión amorosa en una descarga de tanto deseo anudado hasta lo insoportable en el curso de la película. Vemos a la pareja en un taxi hacia el hotel.


Tienen que detenerse ante un paso a nivel. Pasa un larguísimo tren de mercancías. El tiempo se dilata. La espera se hace eterna.


Por fin el tren acaba de pasar y el taxi reanuda la marcha.


Entonces se topan con un coche accidentado hace nada.


Un recuerdo lacerante se abre paso en ellos. Pero el taxi llega al hotel.


Y ya solos el deseo desborda y apaga la memoria.


Entonces escuchamos unas sirenas.


Y ven llegar una ambulancia y un par de coches de la policía. De la entrada del hotel sacan en camilla a la víctima del accidente de aquel coche que han visto minutos antes; una mujer llora desconsolada.  


El pasado ha vuelto. No se nos ha mostrado, pero lo hemos visto. O mejor, el presente nos devuelve el pasado donde -ahora lo sabemos, lo reconocemos- todo se echó a perder sin remedio. El hecho de que no se nos ha dado a ver el detonante en su momento (al principio de la película), refuerza los estragos del pasado en el presente; por así decir, ahora vemos dos veces: la herida -en el pasado - y cómo la cicatriz acaba de abrirse -en el presente- para no cerrarse nunca. Vemos más porque no hemos visto (antes), y vemos por primera vez (y el flashback nos habría privado de ver -imaginar- por nosotros mismos: la película habría hecho nuestro trabajo). En el (mejor) cine se mira lo que no se ve.

25/4/15

25 de abril


A este hijo de aquella madrugada aun le hace más falta hoy Grândola, vila morena. Terra da fraternidade.


El fervor de abril avivó la fiebre del cine. De ver y dar a ver cine. Esta fotografía de Rui Troncoso cuenta (también) esa historia. Se tomó el 1 de mayo de 1974 en Lisboa. Fue la primera gran manifestación tras el 25 de abril. 


Al día siguiente, en la sala grande del cine Império (el nombre tiene su aquel: esos días fueron el principio del fin del imperio portugués) se estrenó El acorazado Potemkin de Eisenstein (esa grafía errónea del cartel en la fachada denota el apremio de la cita con un filme-emblema), y en la sala pequeña, El rito de Bergman. 


Aquel fervor avivó también la urgencia de todo un cine de abril por hacer. Para filmar la revolución. Os dejo un (posible) programa de cine a propósito del  25 de abril de 1974, y después:

As Armas e o Povo (1975), del Colectivo de Trabajadores de Actividades Cinematográficas.
Rodado entre el 25 de abril y el 1 de mayo de 1974.  Entre los cineastas que participaron figuran José Fonseca e Costa, António-Pedro Vasconcelos, Manuel Costa e Silva o Glauber Rocha, y el director de fotografía Acácio de Almeida,  78'.

A la izda., Glauber Rocha interactuando con la gente 
en As Armas e o Povo.

Torre Bela (1975), de Thomas Harlan. 105' (en dvd se distribuyó una versión de 82').
Un filme -con fotografía de Russell Parker- que documenta la ocupación de tierras en la heredad de Torre Bela por los campesinos de Manique en el Ribatejo portugués, durante el verano caliente de 1975. Dedicado a Otelo Saraiva de Carvalho. Serge Daney habló de la etnografía militante de Thomas Harlan:
Rara vez se habrá visto mejor el hacer y deshacer de una colectividad singular, hecha en sí misma de singularidades, capturada en el curso de un proceso político [o processo revolucionário em curso, el PREC, como se le denominó entonces], en que esa colectividad deviene la verdad ciega y el horizonte de la utopía.

Cenas da luta de classes em Portugal (1977), de Robert Kramer y Philip Spinelli. 96'.
Un documental -cine militante- que pone el foco en las luchas populares que acompañaron el proceso revolucionario -el PREC- posterior al 25 de abril y hasta las elecciones de 1976. (Se le quiere mucho a Robert Kramer en esta escuela.)


Que farei eu com esta espada? (1975), de João César Monteiro. 66'.
Un documental de creación -con fotografía de Acácio de Almeida- en torno al uso de los puertos portugueses por los navíos de la OTAN, que la película asocia a la peste que llega en el barco que trae a Nosferatu, en el filme de Murnau. Cine, pues, declaradamente militante anti-OTAN y anti-capitalista.


Tras-os-Montes (1976), de António Reis e Margarida Cordeiro. 111'.
Una de las más bellas banderas del Novo Cinema portugués después de abril, pero sobre todo es uno de los grandes filmes portugueses -o sea, europeos- de los últimos 50 años, con fotografía de Acácio de Almeida. ¿Documental? ¿Ficción? ¿Docuficción? ¿Ficción etnográfica? CINE, así, con mayúsculas. La obra de un poeta. Jean Rouch escribió:
Nunca, hasta donde yo sé, un realizador se había empeñado tanto, con tal obstinación, en la expresión cinematográfica de una región: quiero decir, la difícil comunión entre hombres, paisajes y estaciones. Sólo un poeta insensato podría mostrar un objeto tan inquietante. A pesar de la barrera de un lenguaje áspero como el granito de las montañas [Jean Rouch había visto una copia en versión original, sin subtítulos en francés], aparecen, de repente, en la curva de un camino nuevo, los fantasmas de un mito sin duda esencial, ya que lo reconocemos aun antes de conocerlo. 
Un travelling en bici durante el rodaje de Tras-os-Montes.

Bom Povo Portugués (1980), de Rui Simões. 132'.
Un documental que traza el proceso revolucionario -el PREC- vivido en Portugal entre el 25 de abril de 1974 y el 25 de noviembre de 1975, realizado por quienes se comprometieron en las luchas de aquellos días (entre ellos -no podía faltar-, Acácio de Almeida). Quizá represente también una elegía de aquella revolución, el lamento por la derrota de un sueño.


Gestos e Fragmentos (1982), de Alberto Seixas Santos. 90'
Un ensayo sobre los militares y el poder, como reza el subtítulo, con las presencias de Otelo Saraiva de Carvalho y Eduardo Lourenço, y un periodista encarnado por Robert Kramer que intenta explicar(se) la deriva del proceso revolucionario que despertó el 25 de abril. La película destila la dolorosa experiencia de la derrota de la revolución bajo la forma de un duelo, o mejor, como amparo del duelo que cada uno pueda proyectar de aquella experiencia cardinal.


Sí, todas esas imágenes se ofrecen como flores raras en un paisaje devastado. Pareciera que sólo una canción conserva aún una memoria insomne. Una memoria en vela. Jurei ter por companheira / Grândola, a tua vontade.

23/4/15

Cervantes, el Quijote y Ozu


El hilo cervantino que pespunta el cine de Ozu viene de lejos; ya en Días de juventud (1929), la primera película suya que se conserva, uno de los estudiantes lee el Quijote en un refugio de montaña, y vemos en un plano detalle la cubierta del libro (las imágenes son fotografías de la pantalla).


El martes, 29 de mayo de 1934, Ozu apunta en su diario:
Esta noche he visto Don Quijote [de G. W. Pabst, estrenada en 1933] en el Hogakuza.
Y cita la versión cinematográfica de Pabst -con un cartel de la película- en Amad a la madre (1934).

En el bar Acacia, que regenta Setsuko/Kinuyo Tanaka en Las hermanas Munekata (1950), se lee una cita del Quijote -en inglés- que va puntuando la película y despertando ecos en los personajes:
I drink upon occasion. Sometimes upon no occasion. Don Quixote.

Un bar en el que vemos leer a Setsuko y al camarero, que tiene empleado, cuando no hay clientes.


Esa misma cita la dispuso Ozu en el bar Cervantes de ¿Qué ha olvidado la señorita? (1937), aunque en esta película no llega a verse el rótulo del local y varía la grafía de la firma de don Quijote.


Una cita quizá extraída de la perorata de Sancho Panza con la duquesa y sus doncellas en el capítulo XXXIII de la 2ª parte del Quijote:
Bebo cuando tengo gana, y cuando no la tengo, y cuando me lo dan, por no parecer o melindroso o malcriado, que a un brindis de un amigo, ¿qué corazón ha de haber tan de mármol, que no haga la razón?

No es sólo que la cita, a buen seguro, le encantaba a Ozu, es que no cuesta nada imaginarla en su propia voz.

19/4/15

El arte de Lillian Gish


Hace poco más de un año me referí a Griffith como el Señor del Cine al bies de una evocación de Orson Welles. A propósito de Griffith, tampoco Eisenstein se anduvo con chiquitas:
Es el Dios padre. Lo ha creado todo, lo ha inventado todo. No hay ningún cineasta que no le deba algo. Lo mejor del cine soviético ha salido de Intolerancia. En lo que a mí concierne, se lo debo todo.
 Griffith (a la dcha.) y su director de fotografía Billy Bitzer 
experimentan con la iluminación en 1913.

No es difícil imaginar lo que debió representar una película como Intolerancia para aquellos que experimentaron la llamada del cine hace cien años (se dice pronto). Aún hoy resulta monumental. Y cardinal. Y... Todo lo que se diga es poco. Pero creo que la grandeza de Griffith se cifra en las películas pequeñas, en la intimidad con el rostro de Lillian Gish. Si tuviera que elegir una de esas peliculitas me quedaría, por ejemplo, con una joyita poco conocida como True Heart Susie.


Griffith la rodó en junio de 1919, a continuación de Lirios rotos. La verdad, cuesta elegir entre la dos, como cuesta creer que pudiera alumbrar en apenas unos meses esas dos maravillas. Pero (hoy) me quedo con True Heart Susie, una de esas películas que (de)muestran -si hiciera falta (a veces creo que hace)- cómo en el cine (como en cualquier otro arte) no existe el progreso (como sí creen quienes facturaron The Artist, pongamos por caso).


El planteamiento de True Heart Susie no puede ser más simple: Susie/Lillian Gish y Bill/Robert Harron son novios desde niños, pero él no se entera, y de mayores sólo la considera su mejor amiga, no ve que ella es el amor de su vida y está perdida por sus huesos, y ella tarda en darse cuenta de lo atolondrado que puede llegar a ser el tontaina de Bill (tan despistado, por cierto, como David Cooperfield a propósito del amor de Agnes).


Así de simple. Pues no. Nadie lo dijo mejor (como tantas veces) que Bénard da Costa (True Heart Susie era una de las películas de su vida): el milagro de un filme así -el milagro de Griffith- es que, pespuntando clichés, no vemos cliché alguno en la pantalla (puede partir de un tópico argumental, pero lo transfigura en un sueño de luz en la noche del cine).


Porque todo se juega en la fisura de las miradas. Qué mira Bill. Qué mira Susie. Ah, qué mira -cómo mira- Lillian Gish. Sí, el pasmoso don -el arte- de Lillian Gish. Para hacernos escuchar los silencios del corazón.


Hay un plano prodigioso, cuando Susie (convencida de que el amor de su vida le va a proponer matrimonio) se entera de que Bill acaba de pedir la mano de Bettina/Clarine Seymour. La cámara la encuadra en primer plano. Sólo estamos nosotros y ella. Ella. Susie. Lillian Gish. Durante treinta milagrosos segundos vemos -a través de mínimas variaciones (mientras se impide llorar)- todo lo que le pasa por la cabeza, creando expresiones tan distintas con transiciones tan naturales que parece que no hace nada.


Susie vacila en un rosario de reacciones, apenas sugeridas, que seguimos con arrobo sin perder una, El estupor, el tormento, la congoja, la acucia del llanto, la voluntad de aguantarse, la ironía, el recuerdo... Por un momento se permite una risa contenida que parece represar las lágrimas, pero luego se relaja, como si le resultaran divertidas aquellas locuras adolescentes, pero aun así le duelen, vaya si le duelen, pero tiene que disciplinarse...


Habría que ser un Proust para escribir varías páginas de prosa espléndida (Ángeles piensa que le daría cuerda para cien) sobre las vibraciones del alma de Susie que se adivinan en esos treinta segundos encantados. El rostro de Lillian Gish deviene así un paisaje sensitivo con mínimas pinceladas -tan cautivadoras como precisas-, un teatro para un silencioso soliloquio. Un campo de batalla de las emociones, apreció Tom Gunning en el rostro de Lillian Gish.


Asistimos a un desnudamiento tan íntimo que no exageró lo más mínimo quien dijo (ay, ¿quién? ¿James Naremore?) que esta escena resulta modélica a la hora de hablar del voyeurismo en el cine: Lillian Gish nos hace sentir que no deberíamos estar viendo algo así, que no tenemos derecho a invadir su intimidad.


Lo diré: el cine se inventó para vivir momentos así, para experimentar emociones así. Lo inventaron Griffith y Lillian Gish. Tiene razón Godard cuando nos dice -de viva voz- en sus Histoire(s) du cinéma...
Hace falta el cine para las palabras que se quedan en la garganta...

True Heart Susie enhebra el drama con el humor en un derroche de gracia. Evocaré apenas aquel momento delicioso cuando Susie acoge en su cama a Bettina, y ya con su rival dormida, ganas le dan de darle un puñetazo: ¿cómo puede ser Bettina tan pendón habiendo conquistado el corazón de un cielo de hombre como Bill? Pero enseguida le apena el estado lamentable -hecha una sopa- en que ha llamado desesperada a la puerta de su casa, y la arropa y cobija. Susie, corazón de oro. Lillian Gish tenía también -sobra decirlo- el don de la comedia. hay que verla contándole sus cuitas  a la vaca.

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Russell Merrit escribe en uno de los textos reunidos en el precioso libro que la Cinemateca Portuguesa dedicó al Señor del Cine, que esa colaboración de Griffith y Lillian Gish era también, a veces, una compleja relación amorosa no resuelta en la que resuenan la de Lewis Carrol y Alice Liddell o la del sultán de las mil y una noches con Sherezade.


Esa pastoral, esa oda a la simplicidad, que Griffith destila en True Heart Susie, casi podría verse como un arte perdido, si no fuera por los años (Marlene) Dietrich de Sternberg, los años (Ingrid) Bergman de Rossellini, los años (Anna) Karina de Godard, o las películas de Cassavetes con Gena Rowlands, que remontan la corriente subterránea del cine -el pasaje de las formas- para llevarnos de vuelta a los años (Lillian) Gish de Griffith. No hay progreso en el cine, sólo hilvanes, lazos, filiaciones. Espejos para las formas.


Danièlle Huillet habló de esa conjugación de realismo y misterio como el arte de Griffith. O si se quiere, del realismo como prueba del misterio, o de lo táctil como evidencia de lo inefable. Porque True Heart Susie decanta una mirada melancólica al paisaje de la infancia a través del velo de la memoria.


Para Susie, la felicidad sólo existió antes, allí, junto al árbol de los deseos donde Bill grabó sus nombres un día, de vuelta de la escuela. En realidad, nunca salieron de aquel paisaje onírico de sus paseos por el campo, por eso el filme los captura prendidos del sueño de una infancia.


True Heart Susie (1919), que figuraba en la lista de las diez películas preferidas de Rohmer (recuerdo que Langlois la incluyó en un ciclo de 30 filmes fundamentales de la historia del cine que le propuso a Bénard da Costa en 1972), no sólo testimonia el arte de Griffith y Lillian Gish, también el arte de su director de fotografía, Billy Bitzer. (Cuando Eisenstein viajó los EEUU intentó encontrar a Bitzer para visitarlo, como había visitado a Griffith en un hotel de Broadway en Nueva York, pero no es que nadie supiera dónde paraba sino que nadie sabía quién era ese tal Bitzer, Eisenstein no podía comprender que lo hubieran olvidado.)


Ahora que lo pienso estas líneas deberían titularse como aquel texto de Truffaut, ¡Viva Lillian Gish!