El Quijote es como una de esas casas de aldea con las puertas siempre abiertas y donde uno puede entrar a cualquier hora con toda confianza. Entrar, por ejemplo, por la cocina. O subir hasta el desván donde quizá nos topemos con imágenes perdidas o historias olvidadas. Y no cuesta nada imaginar a Cervantes escribiendo en una de esas casas, con el humor de quien disfruta con el oficio de cobijar la imaginación del lector y aun darle alas, dejando algún hilván suelto para tirar del hilo o pespuntar teorías. Como ésta de Arreola (de su Confabulario personal, el último libro que me llevé -por un euro- del puesto del Camborio):
TEORÍA DE DULCINEA
En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso hubo un hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer concreta.
Prefirió el goce manual de la lectura, y se congratulaba eficazmente cada vez que un caballero andante embestía a fondo uno de esos vagos fantasmas femeninos, hechos de virtudes y faldas superpuestas, que aguardan al héroe después de cuatrocientas páginas de patrañas, embustes y despropósitos.
En el umbral de la vejez, una mujer de carne y hueso puso sitio al anacoreta en su cueva. Con cualquier pretexto entraba al aposento y lo invadía con un fuerte aroma de sudor y de lana, de joven mujer campesina recalentada por el sol.
El caballero perdió la cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía enfrente, se echó en pos, a través de páginas y páginas, de un pomposo engendro de fantasía. Caminó muchas leguas, alanceó corderos y molinos, desbarbó unas cuantas encinas y dio tres o cuatro zapatetas en el aire. Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba en la puerta de su casa. Sólo tuvo tiempo para dictar un testamento cavernoso, desde el fondo de su alma reseca.
Pero un rostro polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y tuvo un destello inútil ante la tumba del caballero demente.
(La ilustración, un lavado de tinta de Picasso, de 1955.)
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