Aquel día del último Lagavulin con el maestro, hablamos de Alemania, año cero. El último café, la última tarde, el último día con el maestro. En el Café Central de Tui. Hablamos de Rossellini. De la última secuencia de Alemania, año cero. Hablamos también de Erice, le conté lo que el director de El espíritu de la colmena nos había comentado sobre Rossellini en aquel curso sobre El cine como experiencia de la realidad que he evocado en esta escuela más de una vez: aquel desvelamiento del horror por Rossellini representa la pérdida de la inocencia del cine frente a la crueldad del mundo real e inaugura una nueva forma de entender el hecho cinematográfico. Alemania, año cero. La última película de la que hablamos. Nos despedimos con la intención de seguir tirando del hilo hasta Godard y Pasolini, que no pueden entenderse sin Rossellini. El hilo de las Histoire(s), pongamos por caso.
Hacia el final del primer capítulo de sus Histoire(s) du cinema, Godard ralentiza -eterniza, diríamos- los últimos pasos de Edmund en Alemania, año cero y los encadena -y cobija- con la mirada de Gelsomina (Giulietta Massina en La strada de Fellini); esos ojos que buscan preservar la ilusión en un mundo despiadado se hilvanan con la mirada de ese niño con heridas tan hondas que ya no ve sentido alguno a su existencia ni vislumbra una salida posible. Mientras, Godard lee -y escuchamos en su propia voz- unas líneas de Wittgenstein: ¿Tienes dos manos? pregunta el ciego. Pero no me aseguro de ello mirándomelas. ¿Por qué confiar en mis ojos si dudo de tal cosa? Sí, ¿por qué habría de poner a prueba mis ojos mirando si lo que veo son dos manos? Cómo no dudar de la propia mirada ante el espanto por tanta desesperación, el horror pintado en la mirada de Gelsomina cuando Godard le hace ver el suicidio de Edmund.
Cómo vamos a imaginar a ese niño ahora sino ofrendado en la pantalla por esa mirada -que tiene manos- de Giulietta Massina. Cómo entender Europa -y el cine europeo- sin recordar esas imágenes de Alemania, año cero... Sin Rossellini. Pero qué digo entender. Casi lo de menos es que sin él resulte incomprensible el cine moderno (Alain Bergala apuntaba que Le mépris debe más a Rossellini que a Fritz Lang y que bien puede verse como un remake de Viaggio in Italia). Es algo mucho más importante. Nadie lo dijo mejor que Bertolucci hace cincuenta años -en Prima della rivoluzione- con aquella réplica memorable de Gianni Amico: ¡Recuerda, Fabrizzio! ¡No se puede vivir sin Rossellini!
Es ponerle los ojos encima hoy y Alemania, año cero (1948) deviene también una suerte de año cero del cine. Por lo menos de una manera de ver y hacer cine. Un cine que emerge de las ruinas. De un mundo. De una Europa. De un cine. Y hoy uno no puede sino frotarse los ojos ante una película como Alemania, año cero. Cuesta creer que llegara a hacerse. Cuando se hizo. Como se hizo.
Hace más de veinte años leí con fervor en la colección de Cahiers du cinéma de la biblioteca del CGAI el relato del propio Rossellini de cómo hizo Alemania, año cero (en el nº 52 de noviembre de 1955, el mismo mes y el mismo año que nací), pero la historia más detallada de la gestación de la película la encontré en la biografía del cineasta escrita por Gianni Rondolino que compré en la librería Fahrenheit 451 de Roma, en Campo di Fiori.
Alemania, año cero empezó a gestarse en París. (Dónde si no, podríamos decir sin exagerar: si el cine moderno no nació en París, encontró allí sus ángeles custodios, apóstoles devotos y apasionados misioneros.) En septiembre de 1946, después de proyectar Paisâ en el Festival de Venecia, Rossellini viajó a París para promocionar la película y presentar también Roma città aperta (1945). La acogida fue tan cálida que debió vivir aquellos días como el bálsamo propicio para una herida que nunca cicatrizará: la muerte de su hijo Romano, en agosto, a los nueve años, un íntimo fantasma en la obra del cineasta.
Rossellini con sus hijos durante el rodaje
de Florencia, el cuarto episodio de Paisà.
A la izda., Renzo; a la dcha., Romano.
En París, Rossellini encontró el aliento para abordar otros proyectos, y en diciembre, con su amigo el guionista Basilio Franchina, desarrolla algunas ideas que cobran forma en cuatro esbozos, a modo de presentación para los productores, con vistas a convertir alguno en un guión. Dos de esos proyectos tenían como protagonista a un niño que, en un entorno hostil, debía madurar antes de tiempo; otro reflejaba el Nápoles de la postguerra, y el cuarto mostraba a familias devastadas por el contexto político del fascismo. La posibilidad de materializar cualquiera de ellos se aplazó, cuando la UGC (Union Géneral Cinématographique) aceptó la idea que le rondaba a Rossellini: una película sobre la situación en Alemania tras el armisticio; una película donde acabarán afluyendo trazos de aquellos proyectos aparcados y, desde luego, la huella dolorosa de la tragedia personal vivida por el cineasta. Un proyecto en sintonía con la propensión de Rossellini a abordar los problemas contemporáneos -en contigüidad con lo real-, capturando el aire de su tiempo con una mirada donde late el pulso del presente.
El cineasta viaja a Berlín con Basilio Franchina. Llevan una cuartilla donde han apuntado una lista de posibles escenas de la vida de un niño en las ruinas de la ciudad. Es sabido que a Rossellini no le gustaban los guiones, o mejor, no le gustaban los guiones que ya eran la película; dicho de otra forma, un guión le servía con vistas a traicionado en el curso del rodaje. Así que rodaba guiándose por una historia apenas vertebrada en unos cuantos folios que le servía de brújula (y usaba sobre todo para tranquilizar a los productores: benditos productores aquellos que entonces se apaciguaban con unas cuartillas). Carlo Lizzani, que colaboró en Alemania, año cero como guionista y ayudante de dirección, recuerda que sólo tenían quince páginas escritas (toda una biblia, tratándose de Rossellini): En cada hoja había un breve tratamiento de una secuencia. Para él, como para nosotros, todo estaba muy claro. Faltaban los diálogos, pero el filme no estaba pensado con muchos diálogos.
Mientras recorren la ciudad e investigan la vida cotidiana en el Berlín ocupado (por las potencias aliadas: Francia, Inglaterra, EEUU y la URSS), Rossellini va seleccionando situaciones -y localizaciones- que Franchina articula en una escaleta a pie de obra, por así decir, y redacta un tratamiento más detallado donde ya se precisan el ambiente familiar del niño protagonista y un final muy distinto al de la película que conocemos: tras la muerte del padre y liberado de las cargas familiares, Edmund, vuelve a ser un niño como los demás y hasta se podía vislumbrar un cierto horizonte de esperanza.
(En ese tratamiento, el niño aún se llamaba Alfred; no se llamó Edmund hasta que Rossellini encontró a un chaval -acróbata de circo, hijo de un trapecista-, con el rostro de niño viejo que buscaba, que se llamaba así.)
Rossellini con Edmund Moeschke
en el rodaje de Alemania, año cero.
De vuelta en París, Rossellini encuentra un nuevo colaborador en el guión. Se trata de Max Colpet, un letrista y guionista amigo de Franchina y de Marlene Dietrich, quien lo ha empujado a ver Roma città aperta y Paisà, que tanto le habían gustado. (La actriz vivía a la sazón en París con Jean Gabin y visitaba con frecuencia al cineasta en el hotel Raphael, y le hablaba de las imágenes apocalípticas que había presenciado en Berlín durante los primeros meses tras el final de la guerra y aún no se le habían borrado de la retina. Quizá al calor de esas historias concibió el cineasta la idea de la película.) Cautivado por el cine de Rossellini, Colpet quiere conocerlo y Franchina se lo presenta. Congenian de inmediato y Colpet se vincula entusiasmado al proyecto de Alemania, año cero; primero como guionista y más adelante como ayudante de dirección. La Dietrich también se involucra mecanografiando la versión inglesa del guión (incluso se llegó a pensar en ella para la voz de un comentario en off -esperanzador- para el final de la película que se barajaba a esas alturas); de la versión alemana se ocupa Colpet y Franchina de la italiana. Bien entendido que ese guión se redacta pensando en interesar a posibles productores con vistas a financiar el proyecto; un guión del que, sobra decirlo, Rossellini básicamente se desentiende mientras va y viene entre París, Berlín y Roma.En el curso de la preparación de Alemania, año cero vive una turbulenta historia de amor con Anna Magnani. (Vale, tenéis razón, sobraba lo de turbulenta: cómo iba a ser esa historia, tratándose de la Magnani.) Y surge la posibilidad de rodar con ella La voz humana, el monólogo de Jean Cocteau, gran amigo de Rossellini. El cineasta contaba con el dinero de un productor destinado a Alemania, año cero; aunque resultaba un presupuesto insuficiente para el proyecto alemán, bastaba para producir La voz humana (algo más de media hora). Rossellini no lo pensó dos veces y rueda y monta el monólogo de Cocteau justo antes de Alemania, año cero, durante un par de semanas en la primavera de 1947. (La voz humana, con El milagro, forma parte de El amor, un filme que el cineasta dedica expresamente, tal como leemos en la pantalla, al arte de Anna Magnani.)
Rossellini dirige a Anna Magnani en La voz humana.
Y ahí se plantó Franchina, en completo desacuerdo con lo que consideraba un derroche del cineasta; las posturas se tornaron irreconciliables y el guionista, una figura clave en la gestación de Alemania, año cero, se borró del proyecto que hasta entonces había sido la niña de sus ojos y no aparece en los créditos de la película; en su lugar se incorpora Carlo Lizzani.
Finalmente, la producción de Alemania, año cero se levanta sobre tres pilares principales- la UGC francesa, una empresa berlinesa y la italiana Tevere Film (montada por el propio Rossellini para garantizar el control sobre el proyecto)-, y el cineasta rueda en Berlín durante los meses de agosto y septiembre de 1947. El resto del metraje -los interiores- se filmará en Roma entre noviembre de 1947 y febrero de 1948. Rossellini le dedica la película a su hijo Romano. Esos meses de rodaje en Berlín, la experiencia de capturar la vida de la ciudad en ruinas -una ruina material, pero también moral-, atento al deambular de un niño con las penurias familiares a cuestas (un padre inválido, un hermano cobarde que se oculta por su pasado nazi, una hermana que se prostituye con los americanos), abocado ya a la lucha por la supervivencia, contagió de pesimismo la mirada del cineasta y no podía traicionar esa visión -elegí la sinceridad, escribirá en 1955-, por eso filma un final radicalmente distinto al que había pensado con Franchina durante la preparación de Alemania, año cero. El suicidio de Edmund deviene un gesto desesperado pero también denota un poso moral, el peso de la conciencia de un crimen que había germinado como un gesto heroico (según los ideales nazis). Qué lejos este niño de aquellos huérfanos de las imágenes finales de Roma città aperta donde alentaba la esperanza de una nueva Italia. En Alemania, año cero, Rossellini levanta acta de la corrupción moral que ha destruido -también- la infancia.
Estreno de Alemania, año cero en Nueva York,
el 19 de septiembre de 1949
en el Ambassador Theatre de la calle 49 oeste.
Cada vez que vuelvo a ver Alemania, año cero menos neorrealista me parece. Tendré que explicarme algo mejor: quiero decir que el neorrelismo resulta cada vez más insuficiente para hablar del cine de Rossellini. Por más que Alemania, año cero figure -con todo merecimiento- como emblema del neorrealismo (como lo es, pongamos por caso, su contemporánea Ladrón de bicicletas), en esa búsqueda de una poética de la inmediatez (de la que hablaba Zavattini), representaba ya un umbral del cine moderno. de un cine que exigía, si no otro espectador, sí un espectador con otra actitud, con otras -valga la redundancia- exigencias. Es ya otro cine.
Para Rossellini, el realismo no era más que la forma artística de la verdad, una forma artística que emerge de la tensión entre el documental y la ficción -entre la crónica de lo real y la mirada subjetiva-, una tensión que aflora en la brecha abierta entre el mundo y el hombre (tras la hecatombe de la 2ª guerra mundial): el mundo ha dejado de ser habitable y Edmund deviene un extraño; el mundo -ese Berlín en ruinas- resulta tan hostil para Edmund como para la forma clásica de la ficción cinematográfica.
Al tiempo que ese mundo despiadado expulsa a Edmund de su infancia, Rossellini despoja al cine de su inocencia.
Las imágenes de Alemania, año cero se ven como esos relámpagos en momentos de peligro de los que hablaba Benjamin. Un cine donde se privilegia el azar revelador frente a la construcción dramática al uso, a Rossellini le interesa lo imprevisible que puede emerger en la colisión de los personajes con lo real; un cine de esbozo, de trazo, un cine que trasmite la sensación de no acabado, antes que un cine (pre)fabricado (nada de imágenes bonitas: lo borroso, lo imperfecto, en el filo urgente de lo inmediato). En palabras de Godard, cada imagen es bella, no porque sea bella en sí misma, sino porque deviene el esplendor de lo verdadero. Es cine en tiempos de emergencia. Es el cine de Rossellini. Otra vez Godard (lo escribía en 1959, con ecos del memorable texto de Rivette, de abril de 1955 en Cahiers: con el estreno de Viaggio in Italia todos los filmes habían envejecido diez años): donde otros llegarán tal vez en veinte años, él ya ha partido.
Fellini, Anna Magnani y Rossellini
durante el rodaje de El milagro.
Quizá nadie como Fellini -que colaboró en el guión de Roma città aperta, Paisà y El milagro- ha cifrado la escuela de Rossellini, su poética:
Al seguir a Rossellini mientras rodaba "Paisà" de pronto sentí claramente, como una gozosa revelación, que se podía hacer cine con la misma libertad, la misma ligereza con la que se dibuja y escribe, que se podía hacer un filme en la alegría y el sufrimiento, día a día, hora tras hora, sin angustiarse demasiado del resultado final... (...) De Rossellini me parece haber aprendido -un aprendizaje nunca traducido a palabras, nunca expresado, nunca transformado en programa- la posibilidad de caminar en equilibrio en medio de las circunstancias más adversas, y al mismo tiempo la capacidad natural de volver a nuestro favor esa adversidad, de transformarla en un sentimiento, en valores emocionales, en un punto de vista. Eso es lo que hacía Rossellini: vivía la vida de una película como una aventura maravillosa de vivir y, al tiempo, de contar.
(La fotografía de la librería Fahrenheit 451 es obra de Christopher Kulfan.)
Opinión personal: como casi todo en este blog, esta entrada rebalsa de excelencia en contenido y forma. La verdad que un placer leerla
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