27/4/14

Emergencia



Aquel día del último Lagavulin con el maestro, hablamos de Alemania, año cero. El último café, la última tarde, el último día con el maestro. En el Café Central de Tui. Hablamos de Rossellini. De la última secuencia de Alemania, año cero. Hablamos también de Erice, le conté lo que el director de El espíritu de la colmena nos había comentado sobre Rossellini en aquel curso sobre El cine como experiencia de la realidad que he evocado en esta escuela más de una vez: aquel desvelamiento del horror por Rossellini representa la pérdida de la inocencia del cine frente a la crueldad del mundo real e inaugura una nueva forma de entender el hecho cinematográfico. Alemania, año cero. La última película de la que hablamos. Nos despedimos con la intención de seguir tirando del hilo hasta Godard y Pasolini, que no pueden entenderse sin Rossellini. El hilo de las Histoire(s), pongamos por caso.


Hacia el final del primer capítulo de sus Histoire(s) du cinema, Godard  ralentiza -eterniza, diríamos- los últimos pasos de Edmund en Alemania, año cero y los encadena -y cobija- con la mirada de Gelsomina (Giulietta Massina en La strada de Fellini); esos ojos que buscan preservar la ilusión en un mundo despiadado se hilvanan con la mirada de ese niño con heridas tan hondas que ya no ve sentido alguno a su existencia ni vislumbra una salida posible. Mientras, Godard lee -y escuchamos en su propia voz- unas líneas de Wittgenstein: ¿Tienes dos manos? pregunta el ciego. Pero no me aseguro de ello mirándomelas. ¿Por qué confiar en mis ojos si dudo de tal cosa? Sí, ¿por qué habría de poner a prueba mis ojos mirando si lo que veo son dos manos? Cómo no dudar de la propia mirada ante el espanto por tanta desesperación, el horror pintado en la mirada de Gelsomina cuando Godard le hace ver el suicidio de Edmund.


Cómo vamos a imaginar a ese niño ahora sino ofrendado en la pantalla por esa mirada -que tiene manos- de Giulietta Massina. Cómo entender Europa -y el cine europeo- sin recordar esas imágenes de Alemania, año cero... Sin Rossellini. Pero qué digo entender. Casi lo de menos es que sin él resulte incomprensible el cine moderno (Alain Bergala apuntaba que Le mépris debe más a Rossellini que a Fritz Lang y que bien puede verse como un remake de Viaggio in Italia). Es algo mucho más importante. Nadie lo dijo mejor que Bertolucci hace cincuenta años -en  Prima della rivoluzione- con aquella réplica memorable de Gianni Amico: ¡Recuerda, Fabrizzio! ¡No se puede vivir sin Rossellini! 


Es ponerle los ojos encima hoy y Alemania, año cero (1948) deviene también una suerte de año cero del cine. Por lo menos de una manera de ver y hacer cine. Un cine que emerge de las ruinas. De un mundo. De una Europa. De un cine. Y hoy uno no puede sino frotarse los ojos ante una película como Alemania, año cero. Cuesta creer que llegara a hacerse. Cuando se hizo. Como se hizo.


Hace más de veinte años leí con fervor en la colección de Cahiers du cinéma de la biblioteca del CGAI el relato del propio Rossellini de cómo hizo Alemania, año cero (en el nº 52 de noviembre de 1955, el mismo mes y el mismo año que nací), pero la historia más detallada de la gestación de la película la encontré en la biografía del cineasta escrita por Gianni Rondolino que compré en la librería Fahrenheit 451 de Roma, en Campo di Fiori.


Alemania, año cero empezó a gestarse en París. (Dónde si no, podríamos decir sin exagerar: si el cine moderno no nació en París, encontró allí sus ángeles custodios, apóstoles devotos y apasionados misioneros.) En septiembre de 1946, después de proyectar Paisâ en el Festival de Venecia, Rossellini viajó a París para promocionar la película y presentar también Roma città aperta (1945). La acogida fue tan cálida que debió vivir aquellos días como el bálsamo propicio para una herida que nunca cicatrizará: la muerte de su hijo Romano, en agosto, a los nueve años, un íntimo fantasma en la obra del cineasta.

Rossellini con sus hijos durante el rodaje 
de Florencia, el cuarto episodio de Paisà
A la izda., Renzo; a la dcha., Romano.

En París, Rossellini encontró el aliento para abordar otros proyectos, y en diciembre, con su amigo el guionista Basilio Franchina, desarrolla algunas ideas que cobran forma en cuatro esbozos, a modo de presentación para los productores, con vistas a convertir alguno en un guión. Dos de esos proyectos tenían como protagonista a un niño que, en un entorno hostil, debía madurar antes de tiempo; otro reflejaba el Nápoles de la postguerra, y el cuarto mostraba a familias devastadas por el contexto político del fascismo. La posibilidad de materializar cualquiera de ellos se aplazó, cuando la UGC (Union Géneral Cinématographique) aceptó la idea que le rondaba a Rossellini: una película sobre la situación en Alemania tras el armisticio; una película donde acabarán afluyendo trazos de aquellos proyectos aparcados y, desde luego, la huella dolorosa de la tragedia personal vivida por el cineasta. Un proyecto en sintonía con la propensión de Rossellini a abordar los problemas contemporáneos -en contigüidad con lo real-, capturando el aire de su tiempo con una mirada donde late el pulso del presente.


El cineasta viaja a Berlín con Basilio Franchina. Llevan una cuartilla donde han apuntado una lista de posibles escenas de la vida de un niño en las ruinas de la ciudad. Es sabido que a Rossellini no le gustaban los guiones, o mejor, no le gustaban los guiones que ya eran la película; dicho de otra forma, un guión le servía con vistas a traicionado en el curso del rodaje. Así que rodaba guiándose por una historia apenas vertebrada en unos cuantos folios que le servía de brújula (y usaba sobre todo para tranquilizar a los productores: benditos productores aquellos que entonces se apaciguaban con unas cuartillas). Carlo Lizzani, que colaboró en Alemania, año cero como guionista y ayudante de dirección, recuerda que sólo tenían quince páginas escritas (toda una biblia, tratándose de Rossellini): En cada hoja había un breve tratamiento de una secuencia. Para él, como para nosotros, todo estaba muy claro. Faltaban los diálogos, pero el filme no estaba pensado con muchos diálogos.  


Mientras recorren la ciudad e investigan la vida cotidiana en el Berlín ocupado (por las potencias aliadas: Francia, Inglaterra, EEUU y la URSS), Rossellini va seleccionando situaciones -y localizaciones- que Franchina articula en una escaleta  a pie de obra, por así decir, y redacta un tratamiento más detallado donde ya se precisan el ambiente familiar del niño protagonista y un final muy distinto al de la película que conocemos: tras la muerte del padre y liberado de las cargas familiares, Edmund, vuelve a ser un niño como los demás y hasta se podía vislumbrar un cierto horizonte de esperanza.


(En ese tratamiento, el niño aún se llamaba Alfred; no se llamó Edmund hasta que Rossellini encontró a un chaval -acróbata de circo, hijo de un trapecista-, con el rostro de niño viejo que buscaba, que se llamaba así.)

Rossellini con Edmund Moeschke 
en el rodaje de Alemania, año cero.

De vuelta en París, Rossellini encuentra un nuevo colaborador en el guión. Se trata de Max Colpet, un letrista y guionista amigo de Franchina y de Marlene Dietrich, quien lo ha empujado a ver Roma città aperta y Paisà, que tanto le habían gustado. (La actriz vivía a la sazón en París con Jean Gabin y visitaba con frecuencia al cineasta en el hotel Raphael, y le hablaba de las imágenes apocalípticas que había presenciado en Berlín durante los primeros meses tras el final de la guerra y aún no se le habían borrado de la retina. Quizá al calor de esas historias concibió el cineasta la idea de la película.) Cautivado por el cine de Rossellini, Colpet quiere conocerlo y Franchina se lo presenta. Congenian de inmediato y Colpet se vincula entusiasmado al proyecto de Alemania, año cero; primero como guionista y más adelante como ayudante de dirección. La Dietrich también se involucra mecanografiando la versión inglesa del guión (incluso se llegó a pensar en ella para la voz de un comentario en off -esperanzador- para el final de la película que se barajaba a esas alturas); de la versión alemana se ocupa Colpet y Franchina de la italiana. Bien entendido que ese guión se redacta pensando en interesar a posibles productores con vistas a financiar el proyecto; un guión del que, sobra decirlo, Rossellini básicamente se desentiende mientras va y viene entre París, Berlín y Roma.


En el curso de la preparación de Alemania, año cero vive una turbulenta historia de amor con Anna Magnani. (Vale, tenéis razón, sobraba lo de turbulenta: cómo iba a ser esa historia, tratándose de la Magnani.) Y surge la posibilidad de rodar con ella La voz humana, el monólogo de Jean Cocteau, gran amigo de Rossellini. El cineasta contaba con el dinero de un productor destinado a Alemania, año cero; aunque resultaba un presupuesto insuficiente para el proyecto alemán, bastaba para producir La voz humana (algo más de media hora). Rossellini no lo pensó dos veces y rueda y monta el monólogo de Cocteau justo antes de Alemania, año cero, durante un par de semanas en la primavera de 1947. (La voz humana, con El milagro, forma parte de El amor, un filme que el cineasta dedica expresamente, tal como leemos en la pantalla, al arte de Anna Magnani.)

Rossellini dirige a Anna Magnani en La voz humana.

Y ahí se plantó Franchina, en completo desacuerdo con lo que consideraba un derroche del cineasta; las posturas se tornaron irreconciliables y el guionista, una figura clave en la gestación de Alemania, año cero, se borró del proyecto que hasta entonces había sido la niña de sus ojos y no aparece en los créditos de la película; en su lugar se incorpora Carlo Lizzani.


Finalmente, la producción de Alemania, año cero se levanta sobre tres pilares principales- la UGC francesa, una empresa berlinesa y la italiana Tevere Film (montada por el propio Rossellini para garantizar el control sobre el proyecto)-, y el cineasta rueda en Berlín durante los meses de agosto y septiembre de 1947. El resto del metraje -los interiores- se filmará en Roma entre noviembre de 1947 y febrero de 1948. Rossellini le dedica la película a su hijo Romano. Esos meses de rodaje en Berlín, la experiencia de capturar la vida de la ciudad en ruinas -una ruina material, pero también moral-, atento al deambular de un niño con las penurias familiares a cuestas (un padre inválido, un hermano cobarde que se oculta por su pasado nazi, una hermana que se prostituye con los americanos), abocado ya a la lucha por la supervivencia, contagió de pesimismo la mirada del cineasta y no podía traicionar esa visión -elegí la sinceridad, escribirá en 1955-, por eso filma un final radicalmente distinto al que había pensado con Franchina durante la preparación de Alemania, año cero. El suicidio de Edmund deviene un gesto desesperado pero también denota un poso moral, el peso de la conciencia de un crimen que había germinado como un gesto heroico (según los ideales nazis). Qué lejos este niño de aquellos huérfanos de las imágenes finales de Roma città aperta donde alentaba la esperanza de una nueva Italia. En Alemania, año cero, Rossellini levanta acta de la corrupción moral que ha destruido -también- la infancia.

Estreno de Alemania, año cero en Nueva York, 
el  19 de septiembre de 1949 
en el Ambassador Theatre de la calle 49 oeste.

Cada vez que vuelvo a ver Alemania, año cero menos neorrealista me parece. Tendré que explicarme algo mejor: quiero decir que el neorrelismo resulta cada vez más insuficiente para hablar del cine de Rossellini. Por más que Alemania, año cero figure -con todo merecimiento- como emblema del neorrealismo (como lo es, pongamos por caso, su contemporánea Ladrón de bicicletas), en esa búsqueda de una poética de la inmediatez (de la que hablaba Zavattini), representaba ya un umbral del cine moderno. de un cine que exigía, si no otro espectador, sí un espectador con otra actitud, con otras -valga la redundancia- exigencias. Es ya otro cine.


El cineasta huye de toda complicidad sentimental con el niño protagonista de Alemania, año cero: Edmund no  nos resulta simpático, ni siquiera se nos muestra comunicativo ni se nos permite acceder a su corriente de conciencia (nada que ver con la empatía que despierta Bruno, el niño de Ladrón de bicicletas).


Como Edmund, también los espectadores quedamos a la intemperie: que cada ojo negocie por sí mismo, dice Godard en sus Histoire(s), o sea, que nuestra mirada encuentre la verdad en unas imágenes donde lo real cobra visos espectrales (la película comienza en un cementerio, al poco asistimos al descuartizamiento de un caballo, personajes que deambulan como zombis) en un paisaje habitado aún por los fantasmas del pasado reciente (esa voz de Hitler, en un disco que Edmund trata de venderle a dos soldados americanos, resonando en las ruinas de Berlín con el aquel monstruoso -en la voz sin cuerpo-  de la porfía en el horror).


Para Rossellini, el realismo no era más que la forma artística de la verdad, una forma artística que emerge de la tensión entre el documental y la ficción -entre la crónica de lo real y la mirada subjetiva-, una tensión que aflora en la brecha abierta entre el mundo y el hombre (tras la hecatombe de la 2ª guerra mundial): el mundo ha dejado de ser habitable y Edmund deviene un extraño; el mundo -ese Berlín en ruinas- resulta tan hostil para Edmund como para la forma clásica de la ficción cinematográfica.


Al tiempo que ese mundo despiadado expulsa a Edmund de su infancia, Rossellini despoja al cine de su inocencia.


Las imágenes de Alemania, año cero se ven como esos relámpagos en momentos de peligro de los que hablaba Benjamin. Un cine donde se privilegia el azar revelador frente a la construcción dramática al uso, a Rossellini le interesa lo imprevisible que puede emerger en la colisión de los personajes con lo real; un cine de esbozo, de trazo, un cine que trasmite la sensación de no acabado,  antes que un cine (pre)fabricado (nada de imágenes bonitas: lo borroso, lo imperfecto, en el filo urgente de lo inmediato). En palabras de Godard, cada imagen es bella, no porque sea bella en sí misma, sino porque deviene el esplendor de lo verdadero. Es cine en tiempos de emergencia. Es el cine de Rossellini. Otra vez Godard (lo escribía en 1959, con ecos del memorable texto de Rivette, de abril de 1955 en Cahiers: con el estreno de Viaggio in Italia todos los filmes habían envejecido diez años): donde otros llegarán tal vez en veinte años, él ya ha partido.

Fellini, Anna Magnani y Rossellini 
durante el rodaje de El milagro.

Quizá nadie como Fellini -que colaboró en el guión de Roma città aperta, Paisà y El milagro- ha cifrado la escuela de Rossellini, su poética:

Al seguir a Rossellini mientras rodaba "Paisà" de pronto sentí claramente, como una gozosa revelación, que se podía hacer cine con la misma libertad, la misma ligereza con la que se dibuja y escribe, que se podía hacer un filme en la alegría y el sufrimiento, día a día, hora tras hora, sin angustiarse demasiado del resultado final... (...) De Rossellini me parece haber aprendido -un aprendizaje nunca traducido a palabras, nunca expresado, nunca transformado en programa- la posibilidad de caminar en equilibrio en medio de las circunstancias más adversas, y al mismo tiempo la capacidad natural de volver a nuestro favor esa adversidad, de transformarla en un sentimiento, en valores emocionales, en un punto de vista. Eso es lo que hacía Rossellini: vivía la vida de una película como una aventura maravillosa de vivir y, al tiempo, de contar.



(La fotografía de la librería Fahrenheit 451 es obra de Christopher Kulfan.)

25/4/14

25 de abril


Suena Grândola, vila morena en casa.


Terra da fraternidade.


Zeca Afonso nos cantó también Fihlos da madrugada. Hijo de aquella madrugada de hace cuarenta años, el rojo que aún alienta en uno.

(Esta fotografía de Peter Denton, 
aquel 25 de abril de 1974 en Lisboa, 
le hubiera encantado a Eisenstein.)

25 de abril, sempre.

23/4/14

Teorías del desván



El Quijote es como una de esas casas de aldea con las puertas siempre abiertas y donde uno puede entrar a cualquier hora con toda confianza. Entrar, por ejemplo, por la cocina. O subir hasta el desván donde quizá nos topemos con imágenes perdidas o historias olvidadas. Y no cuesta nada imaginar a Cervantes escribiendo en una de esas casas, con el humor de quien disfruta con el oficio de cobijar la imaginación  del lector y aun darle alas, dejando algún hilván suelto para tirar del hilo o pespuntar teorías. Como ésta de Arreola (de su Confabulario personal, el último libro que me llevé -por un euro- del puesto del Camborio):

TEORÍA DE DULCINEA

En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso hubo un hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer concreta.

Prefirió el goce manual de la lectura, y se congratulaba eficazmente cada vez que un caballero andante embestía a fondo uno de esos vagos fantasmas femeninos, hechos de virtudes y faldas superpuestas, que aguardan al héroe después de cuatrocientas páginas de patrañas, embustes y despropósitos.

En el umbral de la vejez, una mujer de carne y hueso puso sitio al anacoreta en su cueva. Con cualquier pretexto entraba al aposento y lo invadía con un fuerte aroma de sudor y de lana, de joven mujer campesina recalentada por el sol.

El caballero perdió la cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía enfrente, se echó en pos, a través de páginas y páginas, de un pomposo engendro de fantasía. Caminó muchas leguas, alanceó corderos y molinos, desbarbó unas cuantas encinas y dio tres o cuatro zapatetas en el aire. Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba en la puerta de su casa. Sólo tuvo tiempo para dictar un testamento cavernoso, desde el fondo de su alma reseca.

Pero un rostro polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y tuvo un destello inútil ante la tumba del caballero demente.


(La ilustración, un lavado de tinta de Picasso, de 1955.)

20/4/14

Historia, historias


Cuando nuestro hijo empezó a estudiar Historia le regalé un par de libritos (de los breviarios de la editorial FCE) que, pensé, podrían hacerle mejor compañía que muchas clases. Me bastaron unas líneas de las veinte primeras páginas de cada uno para elegirlos.

Incluso si hubiera que considerar a la historia incapaz de otros servicios, por lo menos podría decirse en su favor que distrae. (Marc Bloch, Introducción a la historia.)

Lo que sobrevivió [de la obra de Homero, Platón y Euclides, y en general de los clásicos griegos] fue, aparte de algunas excepciones accidentales, lo que se juzgó digno de ser copiado durante centenares de años de la historia griega y después, durante los siglos de la historia bizantina, en los cuales los valores y las modas cambiaron más de una vez, con frecuencia radicalmente. (...) [A propósito de la obra de los trágicos griegos] lo que leemos es un texto laboriosamente colacionado de manuscritos medievales. generalmente de los siglos XIV y XV de nuestra era, producto final de un número desconocido de sucesivas copias, y por consiguiente de una transcripción deformada. (Moses I. Finley, El mundo de Odiseo.)


Vuelvo a encontrar las mismas citas espigadas en La invención del pasado de Miguel Anxo Murado, un libro -que también disfrutó leyendo nuestro hijo- donde se ventila con humor e ironía el relicario de la historia de España. Un libro del que espigo citas, y citas de citas.

El pasado es inaprensible. La historia es como la ceniza de un incendio. No es el incendio, ni siquiera un resto del fuego sino tan solo un vestigio de los efectos del incendio. El viento sopla constantemente dispersándola.

No somos seres "científicos" sino literarios, y nuestra manera de recordar, también la del historiador, funciona más como la de un novelista o un poeta que como la de un científico. Esto no tiene nada de extraño, puesto que un historiador es, después de todo, eso, un escritor.

Un historiador se propone escribir la historia y acaba contando una historia. Los historiadores son de la estirpe del siempre imaginativo Heródoto (el adjetivo es de Murado).

Después de todo, el relato histórico no deja de ser precisamente eso, un relato, una historia, y por tanto está sometido a las reglas de la narración, en la misma medida que cualquier otro relato, ficticio o real. Para que pueda ser comprendido y asimilado por los lectores, es necesario darle una forma que lo haga interesante y mantenga una cierta lógica narrativa. (Basta leer el primer apartado -La narrativa tipo- del capítulo 5 -Estructurando el discurso- para hacerse una idea cabal del libro de Murado y caer en la tentación a llevárnoslo a casa.)

La historia, lo mismo que la literatura, hace verosímil el material que utiliza porque emplea los recursos para hacerlo verosímil. (...) porque no hay escapatoria: relatar es transformar en relato.

Como dice Lowenthal [en El pasado es un país lejano], "los hechos contingentes y discontinuos del pasado sólo se vuelven inteligibles cuando se entretejen formando [una] historia"; esto relativiza los accidentes y hace que la historia resulte más "lógica" y predecible de lo que fue.

Simplemente mirando a su estructura y sin fijarse en el contenido, el discurso histórico es en esencia una forma de (...) elaboración imaginaria. (Barthes)

Los hechos por sí mismos no existen a menos que se los convierta en hechos dándole un significado (Nietzsche citado por Barthes).

Cronistas e historiadores, a la hora de escribir, acaban atrapados en el tejido del relato mítico. Por eso la historia, si sirve para algo -apunta Murado-, sirve para cambiar el pasado, para darle (o lo que es lo mismo, inventarle) una forma comprensible (verosímil, narrativa), o sea, mítica.

Una mitología -no lo olvidemos- del presente. Benedetto Croce escribió que toda historia es historia contemporánea. Lo mismo cabe decir del cine histórico. La Marsellesa (1938) de Jean Renoir dice tanto (o más) del presente (de su rodaje: el Frente Popular en Francia) que del pasado (de su historia: la Revolución Francesa). Y el cine histórico español de los años 40 nos habla sobre todo el imaginario franquista.

La historia, después de todo, es un "culto", una creencia basada en grandísima medida en la fe.  (...) la historia nacional es una fe que requiere reliquias.

El anacronismo no es una anomalía, es la manera que tenemos de relacionarnos con el pasado.

[La historia] es el producto químico más peligroso que haya creado el intelecto. Da a la vez sueños y ebriedad. Llena a  la gente de recuerdos, exagera sus reacciones, exacerba los viejos sufrimientos y anima unas veces los delirios de grandeza, otras las manías persecutorias. Hace que naciones enteras se amarguen, se vuelvan arrogantes, insufribles o engreídas. (John H. Plumb, La muerte del pasado.)

La memoria del mundo no es un cristal luminoso que brilla, sino un montón de fragmentos rotos, unos pocos destellos de luz que se abren paso a través de la oscuridad. (Herbert Butterfield)

No es extraño que la historia sirva para hacer los debates políticos más irracionales de lo que ya son. Nació para eso. (Esta cita le encantó a Ángeles.)

Como el estupendo narrador que es, Miguel Anxo Murado cuenta la mar de bien en La invención del pasado cómo cuenta la historia sus historias.

18/4/14

Chau, Gabo


Desayuno con la noticia de la muerte de García Márquez. Pasan las horas lentas de esta mañana y me acuerdo de las horas felices entre sus páginas. Leer de una sentada Crónica de una muerte anunciada en mayo de 1981, en Tui, con nuestro hijo de tres meses en la cuna apretándome el dedo índice, y lo veo quince años después en un bosque de la Serra do Xurés leyendo Cien años de soledad, un verano ardiente, sin más pausas que para comer o bañarse en un río de  aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.


Hago un alto en el trabajo -in memoriam- y abro Cien años de soledad -aquella cubierta de Vicente Rojo con la E invertida, como en un espejo (¿o fue un error tipográfico?)-, un ejemplar que compré en la librería Xuntanza de Pontevedra hace más de cuarenta años, y vuelvo a leer aquellas líneas encantadas, aunque me las sé de memoria: El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

13/4/14

El alma en carne viva


Hace un par de años, en una librería de viejo, encontré (sin buscarlo) el Diario de cine de Jonas Mekas, un libro que ya olvidé cuánto tiempo llevaba perdido. Desde que volvió conmigo no pasa un mes sin que vuelva sobre algunas de esas notas cobijadas en sus quinientas páginas, que se van descuajaringando sin remedio. Hace nada se abrió sin querer por el 9 de febrero de 1961, un texto sobre la -entonces- recién estrenada The Misfits -"Los inadaptados", aquí Vidas rebeldes- de John Huston; en realidad, un mero pretexto para escribir sobre Marilyn. Qué mejor pretexto.


Marilyn Monroe, la santa del desierto de Nevada. Así empieza Jonas Mekas. Para que no haya dudas.


Y cuatro líneas más abajo: M. M. es la película. Una mujer que ha conocido el amor, que ha conocido la vida, ha conocido los hombres, ha sido traicionada por los tres, pero que ha conservado su sueño del hombre, del amor y de la vida.


Y tres párrafos después: ¿Está M. M. representándose a sí misma o creando un papel? ¿Crearon Miller y Huston un personaje o simplemente recrearon a M. M.? ¿Estará acaso hablando de sus propios pensamientos, de su propia vida? Poco importa. hay tanta verdad en sus pequeños detalles, en sus reacciones frente a la crueldad, a la falsa hombría, a la naturaleza, la vida, la muerte, que se hace sobrecogedora, uno de los más trágicos y contemporáneos personajes del cine moderno...


Y las últimas líneas: Siempre estamos buscando "arte" o buenos argumentos, drama, ideas, contenido en las películas, como lo hacemos habitualmente con los libros. Porque no olvidamos la literatura y el drama y Aristóteles. Contemplemos el rostro del hombre en la pantalla, el rostro de M. M. mientras cambia, reacciona. Ni drama, ni ideas, sino un rostro humano en toda su desnudez: algo que ningún otro arte puede lograr. Contemplemos este rostro, sus movimientos sus sombras; es éste, el rostro de M. M., lo que constituye el contenido, la historia y la idea del filme, que en realidad es el mundo.


John Huston escribió en sus memorias -A libro abierto- que Marilyn no actuaba; quiero decir que no fingía las emociones. Era algo auténtico. Se metía hasta el fondo de sí misma, encontraba esa emoción y la hacía aflorar a la conciencia. Es posible que en eso consista toda interpretación realmente buena. Fue profundamente triste ver lo que le estaba ocurriendo. Ya la conocía desde hacía diez años; la había elegido después de una prueba para el papel de Angela en La jungla de asfalto, un papel que Marilyn no le tenía que agradecer a nadie porque era condenadamente buena; fue su primer papel significativo: apenas tres escenas, pero representaron la (primera) prueba inequívoca de la gran actriz que era, aunque los estudios no supieran qué hacer con ella.

John Huston con Marilyn Monroe en el casino. 
(Fotografía de Eve Arnold.)

Una noche, durante el rodaje de The Misfits, Marilyn acompañó a Huston al casino (donde el director perdía lo que no está escrito). Cuando llegó su turno cogió los dados, los agitó en la mano y le preguntó al cineasta qué número debía pedir. Huston nunca apartaba los ojos de la mesa: Tú no pienses, cielo, sólo tira. Ésa es la historia de tu vida. No pienses, hazlo. Todo se mezclaba como sin querer en esa frase: el juego y la película, el azar y la dirección, la apuesta y el destino.


The Misfits era -es- un retrato de Marilyn. Un retrato cultivado en el surco de una herida, concebido en el vientre del desamparo. Arthur Miller y Marilyn Monroe alquilaron una casa en Long Island. El dramaturgo cuenta en sus memorias -A vueltas con el tiempo- que ella cocinaba tallarines caseros, le cortaba el pelo y paseaban por la playa desierta de Amagansett. A veces se paraban a charlar con los pescadores que echaban las redes desde los cabrestantes de sus viejas camionetas. Los pescadores se quedaban pasmados cuando Marilyn echaba a correr por la playa para devolver al mar las jadeantes "sobras" piscícolas que ellos no querían y que habían echado de las redes. Había en su interior por entonces una intensidad conmovedora, aunque algo enervante, un sentido de identificación insalubremente próximo a su miedo a la muerte. Un día tuvo que llevársela de allí tras devolver al mar una docena de peces uno por uno; se estaba quedando sin aliento, al borde del desmayo.


A cualquiera que haya visto The Misfits esta escena de la playa no puede sino traerle a la memoria el clímax de la película con Marilyn intentando salvar a los mustangs y devolverlos a las montañas. Pero hay más, había un motivo primordial para la felicidad de aquellos días en Long Island: Marilyn estaba embarazada. Para ella -cuenta Miller-, un hijo propio era una corona de un millar de diamantes. Un hecho que vuelve aun más farragosa esa interpretación del comportamiento insalubre de Marilyn.


Pero la dicha fue breve; no tardó en diagnosticarse que el embarazo era tubárico; hizo falta una intervención para interrumpirlo y mientras yacía en la cama del hospital su desamparo llegó a extremos casi insufribles. En pocas palabras: ella temía que Miller la abandonara. Ahora aquella escena de los mustangs cobra, si cabe, visos de desesperado desgarro que a Marilyn le salía de las entrañas.


El guión de The Misfits fue el gesto de Miller para demostrarle cuanto significaba para él. En la película que acabó siendo The Misfits -iluminada por Russell Metty-, la piel de la ficción apenas consigue envolver el documento de una Marilyn hecha cine en carne viva.


Cine frágil, desnudo, íntimo. Con el alma a la intemperie.

6/4/14

¿Hay leones en Brasil?


Hace cincuenta años Godard acababa de rodar en París con Anna Karina una de sus películas de invierno, hecha con casi nada (su modus operandi, podríamos decir) en un hermoso blanco y negro iluminado por Raoul Coutard. Bande à part.


Una de sus películas más bellas (que ya es decir) hilvanando algunos de los momentos más memorables de su cine. Bande à part.


La primera película producida por Anouchka Films, la compañía que el cineasta bautizó como llamaba a Anna Karina, y firmada como "Jean-Luc Cinema Godard". Bande à part.



Una película que tantos descubrieron, como treinta años después, y todo -mira tú- porque Tarantino bautizó con el título su productora. Hay que ver. Bande à part. Un fulgor de invierno.


Vivre sa vie en 1962, Le mépris en 1963, Bande à part en 1964 y al año siguiente Pierrot le fou. Pero es que entre las dos primeras mencionadas, Godard rueda Les carabiniers -el godard preferido por nuestro hijo-, y entre las dos últimas La femme mariée y Alphaville, y no menciono un par de segmentos suyos en filmes por episodios. No es sólo que Godard se haya convertido en uno de los cineastas más fecundos -y currantes- de la historia del cine (aún el año pasado, a sus 83 años, estrenó un corto de media hora, Los tres desastres, y un largo, Adiós al lenguaje, rodados ¡en 3D! y, por lo visto, sigue), es que los sesenta del siglo pasado fueron un frenesí.

Godard en el rodaje de Adieu au langage.

Podemos creernos entonces aquellos testimonios que hablan de cómo era feliz rodando (y de que sólo rodando era feliz). Pero quizá no sea así (ni falta que le hace): si hacer películas le resulta indispensable probablemente sea porque deviene una práctica del pensamiento, piensa filmando y entiende el filme como forma que piensa. Una forma de interrogarse e interrogar el mundo, desde luego, pero también una forma de preguntarse qué es el cine, la gran cuestión que nunca ha dejado de plantearse, y me atrevo a pensar que sólo aquellos cineastas que no dejan de interrogarse sobre la naturaleza del cine, lo hubieran inventado si no existiera.

Godard con Anna Karina en el rodaje de Bande à part.

De eso habla Godard cuando dice que rueda para llegar a una cosa distinta, no para conseguir un buen plano; de eso hablaba Cassavetes cuando decía que le repugnaba cuando escuchaba a un director hablar de la belleza de un plano. Al fin y al cabo, el cine -como decía Lubitsch- es lo que no se ve. O sea, el cine no es lo que vemos en la pantalla, sino aquello que miramos -y sólo acontece- en nuestros adentros. No es grande una imagen -dijo alguna vez (y quizá más de una) Godard-, sino la emoción que provoca. En ese sentido, a nosotros, espectadores, nos es dado hablar de la belleza del cine de Lubitsch, de Godard, de Cassavetes. Y dar cuenta de tanta belleza. Bande à part, pongamos por caso.

Godard con Anna Karina en Bande à part.

A uno le gusta tanto que hasta guarda la memoria de lo que no ha vivido, de lo que no pudo vivir -los estrenos en los cines de aquellas películas de Godard de la era Anna Karina- y se recuerda, pongamos por caso, sacando una entrada para ver en 1964 Bande à part en un cine que ya no existe y quizá nunca existió.


Quizá en su momento contaban lo suyo las audacias y las rupturas, pero hoy, sin desdeñarlas, apreciamos el desparpajo y la gracia, el humor y la levedad, la armonía y la libertad, la fluidez y la felicidad que destila cada plano, las resonancias que despiertan tantas vibraciones cómplices (en tanto que cinéfilas) e íntimas (en tanto que sentidas, y en todos los sentidos).


Godard llegó a decir que Bande à part era una mala película, pero los artistas a menudo no ven -o no quieren ver- bien sus propias obras. Digámoslo ya, cuando Godard filma a Anna Karina en Bande à part, escuchamos ese latido primordial de la mirada que desprendían aquellos filmes donde Griffith filmaba a Lillian Gish.


Bande à part. Fue verla Patti Smith y vestirse como Anna Karina. Tal vez la más delicadamente encantadora película de Godard, en palabras de Pauline Kael. En palabras de Godard: Alicia en el país de las maravillas se reúne con Kafka. Cada vez que vemos Bande à part es una fiesta.


Es una película de ésas que -como le gustaba decir a Chris Marker (citando a Sei Shonagon)- te hacen latir más fuerte el corazón, o -por usar las palabras de mi abuelo a propósito de esas cosas que alegran la vida- te levantan la paletilla. Y nos regala tantos momentos felices Bande à part... El minuto de silencio, el madison...

Franz (Sami Frey), Odile (Anna Karina) 
y Arthur (Claude Brasseur) ensayan el madison 
entre toma y toma de Bande à part.

La visita relámpago al Louvre (a la que rinde tributo Bertolucci en Soñadores, pero qué queréis que os diga, ni comparación)...


El cuento del indio mentiroso (de Jack London), la voz over (del propio Godard) que comenta la película desde fuera, como si un narrador omnisciente la contemplara al tiempo que nosotros: un rasgo del humor del cineasta, una vertiente de su cine que nunca se valora lo suficiente...

[En el minuto 8.] Para el espectador que entre ahora en la sala, sólo diremos unas palabras al azar. Hace tres semanas. Dinero. Clases de inglés. Una casa a orillas del río. Una chica romántica.

[En el minuto 45, Godard abre un paréntesis para describir los sentimientos de los personajes mientras bailan el madison.] Odile se pregunta si se han fijado en sus pechos que se mueven bajo el jerséi...


[Antes de la secuencia del robo.] Arthur dijo que esperarían a que anocheciera para dar el golpe. Había que respetar la tradición de la serie B.

[Tras el golpe fallido.] Franz lo habría dado todo, su reloj de oro, sus noches, sus manos, lo que fuera, por saber cómo consolar a Odile. Bastaba con mirarla para ver que todo su mundo se derrumbaba.

[En la última secuencia.] Tres días después, Odile y Franz abrieron los ojos y vieron el mar. Recordaba a un teatro con el escenario en el horizonte. Más allá, sólo el cielo...

[Y al final.] Aquí acaba la historia, como una novela barata, en ese preciso momento en que nada declina, nada se degrada ni mengua. En otra película les contaremos, en cinemascope y technicolor, las aventuras de Odile y Franz en un país cálido. [Da la impresión que Godard ya tenía Pierrot le fou en la cabeza o la destiló a partir de estas líneas.]


Y cómo olvidar la escena del metro donde Anna Karina canta J'entends, j'entends, una canción de Jean Ferrat sobre un poema de Louis Aragon. Una escena memorable y toda una lección de cine, hasta el punto de que uno apenas dudaría en elegirla si le retaran a demostrar la grandeza del cine de Godard con una sola secuencia.


O la escena donde Odile se quita las medias, con las que Franz y Artur van a enmascararse para el golpe.


Y encontramos también -mesa de billar mediante- ecos de  Vivre sa vie.


Como si  Anna Karina recordara en su Odile de ahora aquel baile de su Nana de entonces.


Pero si estuviera condenado a olvidar Bande à part y sólo pudiera conservar en la memoria una única escena, entonces me quedaría con Anna Karina cruzando el río para llevarles de comer a las fieras de un circo los bistecs que robaba en casa de su tía.


Y saludaba al tigre de colega a colega: Hola, chaval


Sólo Anna Karina podría hablarle así a un tigre, como a un gatito o a un canciño. Cómo vamos a extrañarnos entonces que, llegado el momento de la huida con Franz hacia el sur, Odile (Godard le dio el nombre de su madre al personaje de Anna Karina) le pregunte si hay leones en Brasil.


Cómo iba a pasarse sin ellos aquella chica amiga de las fieras. La mujer que amaba -y ama aún- a Godard. Y amaba que la filmara. Y ama aún el cine que vivieron juntos. Hay amores que son para siempre.