Resuenan pasos en la memoria
por el pasillo que no recorrimos
hacia la puerta de la rosaleda,
que no abrimos nunca...
(T. S. Eliot, Burnt Norton.)
Esta es la historia de un hombre
marcado por una imagen de infancia.
Por más que uno sienta debilidad por
Sans soleil y la siga viendo como una de las obras primordiales del siglo XX (y una obra mayor de la filmografía de
Chris Marker, uno de los héroes de esta
escuela), cada vez que vuelve a un filme seminal como
La jetée (1962) renueva el asombro ante tanto cine en apenas 28 minutos de metraje (o sea, de
cortometraje).
Ha pasado ya más de medio siglo por ella y no sólo no ha menguado su impacto, si acaso dice -y mira- más que entonces, quizá porque ahora podemos ver más, o nos mira más adentro, y descubrimos una obra inagotable. Habría bastado
La jetée -sobre un viajero en el tiempo cautivo del recuerdo de una escena del pasado (y del rostro de una mujer)- para garantizarle a
Marker un lugar relevante en la historia del (mejor) cine.
Seminal hemos dicho de
La jetée. Desde luego ha dejado una huella bien visible en el cine de ciencia ficción de los últimos treinta años.
12 monos (1995) de Terry Gilliam, claro, un
remake confeso, pero otro tanto podría decirse de
Terminator (1984) de James Cameron (¿acaso John Connor, ese viajero en el tiempo, no se inspira en el protagonista de
La jetée?), por no hablar del inolvidable estremecimiento de un parpadeo del filme de Marker citado en la
polaroid del falso pasado (o de la falsa memoria) de la replicante en
Blade Runner (1982) de Ridley Scott; y cómo no ver en
Desafío total (1990) de Paul Verhoeven o en
The Matrix (1999) de los Wachowski, paradojas también sobre la memoria, los sueños y el tiempo, parpadeos de
La jetée. Así que tampoco puede extrañarnos que un escritor como J. G. Ballard o una crítica como Pauline Kael hayan calificado el cortometraje de Marker como la mejor película de ciencia ficción. (Y hablando del género, el autor de
La isla de cemento apreciaba en
La jetée el único viaje en el tiempo convincente.)
Desde sus orígenes, el cine cobró visos de horma de nuevos fantasmas, para conservar viva una imagen del pasado o para crear una imagen vívida de las cosas destinadas a desaparecer. Lo perdido y lo efímero encontraron en el cine un nuevo hogar. (Bazin habló del cine como arte de embalsamar el tiempo, o sea, como arte funerario.)
La jetée cobija un arrebato memorioso, la odisea de un hombre no sólo marcado, también perseguido por un recuerdo de la infancia; una Itaca (del tiempo perdido) esa memoria donde se conjuga el amor con la muerte y la felicidad con el sueño en la encrucijada primordial de la mirada: el rostro de una mujer... Y el viajero en el tiempo se transfigura en una aparición para la mujer del pasado -
Ella le llama su Fantasma, cuenta el narrador-, como el capitán Gregg para
la señora Muir.
Nada distingue los recuerdos de los momentos corrientes: sólo se revelan más tarde, por las cicatrices, escuchamos en la voz
off de
La jetée. Sólo entonces la memoria deviene epifanía. Como sucede con las películas que nos hacen latir más fuerte el corazón, a las que siempre volvemos por más que nos alejemos, hasta esa frontera donde la memoria se confunde con el sueño.
En el aquel de recordar
La jetée destila la forma fílmica de una obsesión del viajero en el tiempo, que vuelve al pasado por recuperar una imagen embalsamada en la memoria y de la que no se librará jamás:
Se preguntaba si realmente la había visto o si había creado un momento de ternura para sobrellevar el momento de locura que vendría después... Esa obsesión convierte al protagonista de
La jetée en cobaya ideal para los experimentos de viaje en el tiempo después de la Tercera Guerra Mundial.
Como el protagonista de
La jetée -un héroe de la memoria-, también Marker -un poeta de la memoria- se ha confesado cautivo de una imagen de la infancia. En
Immemory (1997) recuerda que un primer plano de Simone Genevois en
La vida maravillosa de Juana de Arco (1928) de Marc de Gastyne lo marcó, siendo niño, de por vida:
es esa imagen la que enseñó a un niño de siete años que un rostro llenando la pantalla era de golpe lo más preciado del mundo...
Simone Genevois en La vida maravillosa de Juana de Arco
Aquel niño descubría algo que volverá sin cesar, que va a hilvanar todos los instantes de su vida... Nombrar, evocar, rememorar aquella experiencia se volvió la más necesaria y deliciosa ocupación. Aquel niño descubría el amor en el cine. (Y el amor al cine.) Había experimentado en carne viva un
flechazo.Y cuando creció y con el tiempo pudo descifrar los extraños síntomas de aquel encantamiento, dos nociones resultaban ya inseparables para siempre, el cine y la mujer: una película sin una mujer le parece algo inverosímil, como una ópera sin música.
Pero, además, aquella imagen de la infancia conservó durante mucho tiempo el aura prestigiosa de un enigma de la memoria:
¿Por qué este rostro y esta mirada permanecieron desconocidos durante casi sesenta años..? He ahí otro misterio. Marker reconoce que Simone Genevois se lo empezó a ganar ya desde la segunda escena de la película, cuando acaricia a un gato,
pero... Y ahí, con ese
pero Marker empieza a destilar las líneas que dibujan uno de los emblemas de esta
escuela:
Pero nada me había preparado para el impacto de ese rostro agrandado hasta las dimensiones de una casa y estoy seguro de que el carácter casi divino de esa aparición tuvo que que ver con el encantamiento. Sin duda es por eso que siento siempre una cierta agresión cuando se utiliza la palabra “cine” a propósito de las películas que vemos en televisión. Godard lo ha dicho muy bien, como suele hacer: el cine representa lo que es más grande que nosotros, aquello hacia lo que hay que levantar la mirada. Al pasar por un objeto más pequeño y hacia el que hay que bajar la mirada el cine pierde su esencia. Puede conmovernos la huella que deja, retrato-souvenir que se mira como la foto de un ser amado que uno lleva consigo, se puede ver en la tele la sombra de una película, la añoranza, la nostalgia, el eco de una película, pero nunca una película.
Simone Genevois como Juana de Arco
Y entonces, en 1986, se desvela el misterio de aquel rostro, de aquella mirada, cuando Marker asiste a la proyección de
La merveilleuse vie de Jeanne d’Arc, la película de Marc de Gastyne, resucitada por la Cinemateca Francesa
: Un bucle de de Tiempo se cerró esa noche, en el Palais de Chaillot. Marker no se había sentado lejos de una anciana que fue aclamada por el público, Simone Genevois...
Y sentí de pronto esa onda de ternura que sobreviene a los antiguos enamorados cuando el azar los hace reencontrarse tras muchos años de separación. Ella sonreía, saludaba, sin saber que a diez metros se encontraba un desconocido que le debía uno de los descubrimientos más preciados de su vida, el de las cosas que hacen latir el corazón.
Y no sólo cautivo de una imagen de la infancia Marker, también de un juguete (de cine), el
patheorama.
Un juguete que permitía ver fotogramas de películas; en realidad -recordó Marker alguna vez-, se parecía más a un visionado de diapositivas que a un cine casero, a pesar de que eran planos
magníficamente reproducidos de películas famosas, de Chaplin,
Ben-Hur, el
Napoleón de Abel Gance. Y pronto el niño Marker, con tijeras, pegamento y papel, copió el formato de la película del modelo
patheorama y empezó a dibujar, fotograma a fotograma, una serie de posturas de su gato -
¿de quién si no?, se preguntaba el cineasta- con algunos intertítulos.
Y de repente, el gato formaba parte del mismo universo que los personajes de "Ben-Hur" o "Napoleón". Había pasado al otro lado del espejo. Las aventuras del gato Riri. Fue su primera película. Y enseguida quiso que la viera Jonathan, un amigo de la escuela dotado para la mecánica y con inventiva, que lo hizo volver a la realidad nada más ponerle los ojos encima a aquella
opera prima: "Las películas tienen que moverse, estúpido", le dijo. "No se puede hacer una película con imágenes quietas". Marker nunca olvidó aquellas palabras. Pasaron treinta años. Y entonces hizo
La jetée.
En los días libres que le quedan durante el rodaje de
Un jolie mai, Chris Marker fotografía con una Pentax 24x36 a sus amigos, el artista Davos Hanish (el viajero en el tiempo), la documentalista Hélène Châtelain (la mujer del pasado), el Henri Langlois belga Jacques Ledoux (el director de los experimentos del viaje en el tiempo), el fotógrafo William Klein -al que Marker había editado su primer libro de fotografías en 1957- y su mujer Janine (hombres del futuro), y alquila una cámara Arriflex de 35 mm durante una hora para rodar el parpadeo de
La jetée, la única imagen de
cine, la única imagen que se mueve en la película, la única que cumplía el requisito enunciado por su amigo de la escuela. Y uno de los más bellos y memorables momentos de la historia del cine. Quizá por recordar el rigorismo de Jonathan el cineasta no se refiere a
La jetée en los créditos como un filme, una película, sino como
un photo-roman (o sea, una fotonovela)
de Chris Marker.
Así que
La jetée, la única película de Marker donde no encontramos rastros del humor que pespunta sus películas y, por así decir, su única ficción pura, no deja de ser el juego de un niño encantado con el cine.
Encantado por un rostro en la pantalla, por un juguete, pero también por una película cardinal. Marker habló alguna vez de
La jetée como un
remake de
Vértigo -su película de cabecera-, y en
Sans soleil se religa aquélla con la obra maestra de Hitchcock. En los anillos del tiempo de una secuoya.
Están presente y pasado presentes
tal vez en el futuro, y el futuro
en el pasado contenido...
(T. S. Eliot, Burnt Norton.)
Continuará.