Ángeles -ya lo sabéis- no siente devoción por un cineasta como Max Ophüls, pero le encanta
The Reckless Moment (1949), ese
momento temerario (alocado, arriesgado), el repente de una madre de familia, que desata la fatalidad.
Un
noir doméstico -cuajado de noche y negras sombras, iluminadas por Burnett Guffey- que aquí se tituló
Almas desnudas, la última película americana de Ophüls, basada en
La pared vacía, una novela de Elisabeth Sanxay Holding (que también le gustó a Ángeles, una autoridad en la materia).
Qué lejos esta Joan Bennett de aquella languiana Kitty de
Scarlet Street.
Aquí es Lucía, un ama de casa de clase media con el marido ausente por razones laborales. Vive con su suegro, hija, hijo y criada; centro de gravedad de la familia y crisol de responsabilidades (multiplicadas por la navidad en ciernes).
Y se las ve y se las desea para estar a solas, o por lo menos a salvo de las miradas -de la vigilancia- de los suyos, que reclaman su atención, y lo necesita para (tratar de) resolver el problema que se trae entre manos, porque no puede contarle a nadie el chantaje que la amenaza y abruma (todo por librar a su hija de un sinvergüenza que quiere aprovecharse de ella) y debe enmascarar -esconder- a toda costa; así que, por otro lado, Lucía no puede estar más sola.
Y cada vez que Ophüls la filma en compañía -del suegro, del hijo...de toda la caterva- filma (que para eso era un maestro) su irremediable soledad.
Lejos de aquella Kitty esta Lucía, sí, y sin embargo... El inmenso James Mason, encarnando a Martin Donnelly, un maravilloso matón melancólico (encargado de cobrar el chantaje), cae rendidamente enamorado de esta ama de casa (cautivo de una pasión tan fulminante como la de Lisa por Stefan en
Carta de una desconocida, como Edward G. Robinson por Kitty, o por Alicia -otra mujer languiana, otra vez Joan Bennett- en
La mujer del cuadro). Desde que le pone los ojos encima... ¡Hay que ver cómo ve James Mason! ¡Cómo la mira cuando ella ya ha desaparecido del plano! ¡Como si mirara ya la memoria cristalizada de la mujer soñada o el retrato de lo perdido!
(Que nos creamos desde la primera mirada esa pasión fatal se lo debemos a Ophüls y a Mason, sin duda, pero también a nuestra memoria, que abre pasajes palpitantes con la
otra Joan Bennett, la de Lang.) Y Lucía, sofocada por el agobio doméstico y la asfixia emocional (y un erotismo proscrito), encuentra en Martin Donnelly el único confidente, el único alivio para su soledad, quién sabe si el único amor... En fin, Ophüls habla de lo que habla siempre -bailando un rondó (de cámara) con sus personajes- de los sueños de felicidad y los riesgos del amor verdadero.
Almas desnudas puede verse también como una metáfora de lo que Hollywood exigía a Ophüls: una historia lineal -podada de arabescos (de cámara) y desvíos (narrativos)-, aunque a nuestro cineasta no había -para nuestro deleite- quien lo apeara de la grúa.
Y así Lucía se ve empujada de forma inexorable hasta el final, en esa escena donde, una vez más, agobiada por la familia, no dispone de un momento para sí -a solas con su pena por la muerte de Martin Donnelly-, y tiene que bajar las escaleras -ah, esas escaleras de la casa familiar (escaleras fatales, huellas visibles del calvario de los adentros y de la cárcel doméstica)- y disimular y ponerse al teléfono, pues su marido la llama para desearle una feliz navidad, que van a pasar separados.
(La navidad como horizonte de amenaza también para la madre y esposa de
Un cuento de navidad de Abel Ferrara.)
La última película en Hollywood de Max Ophüls la produjo Walter Wanger (un productor al que admiraba Lang, y sobraban dedos de una mano para contar a los que respetaba), que supo elegir muy bien los proyectos para su mujer, Joan Bennett. La actriz -como James Mason- disfrutó lo suyo trabajando con Ophüls y le regaló una carpeta de piel con anillas. El cineasta se refería a esa carpeta como
el cocodrilo. De vuelta en Europa, Ophüls no se separó del
cocodrilo de Joan Bennett.
Qué buenos ojos vieron a Joan Bennett. Con qué buenos ojos la vemos. Que buenos ojos la vean.