17/5/15

Por una niña llamada Maggie


A estas alturas no hay fiesta mayor, pongamos por caso, que descubrir una película de hace noventa años. Ménilmontant, de Dimitri Kirsanoff. Una fiesta del cine. Una celebración de la belleza de Nadia Sibirskaïa: una feliz aleación de Lillian Gish y Anna Karina. Una película que uno se olvidó de encontrar, hasta que dio con ella gracias a una niña llamada Maggie.


Me explico, había tomado nota de Kirsanoff en mis lecturas de la Historia del cine experimental de Jean Mitry (que compré en un puesto de libros en una sesión del cine-club Nosferatu en Barakaldo el 26 de diciembre de 1981), donde se hablaba de Brumas de otoño (1928) como un poema cinematográfico (en esa corriente llamada cine impresionista); y de la historia del cine en tres volúmenes -de René Jeanne y Charles Ford (en Alianza de bolsillo)- unos años después, donde se referían a la misma película, que manifestaba una sensibilidad algo enfermiza, mientras que juzgaban muy interesante Rapto (1934).


Hasta que a mediados de los noventa, en el quinto volumen de la historia del cine que editó Cátedra (al rebufo del centenario), Richard Abel mencionaba Ménilmontant -que fechaba en 1925- como la película más vanguardista de aquellos años del cine francés y como una obra brutalmente poética... con Nadia Sibirskaia (sic), y unas páginas más adelante aludía al estreno de la película en el célebre Théâtre du Vieux-Colombier (un cine que se especializó en proyectar películas de vanguardia y, en general, filmes no comerciales) con un lleno total. Y tomé nota de Ménilmontant, claro. Pasaron los años sin poder ponerle los ojos encima y la olvidé. Olvidé que tenía que verla. (Quizá porque en ninguno de esos libros aparecía un fotograma con el rostro de Nadia Sibirskaïa.)


Pasaron los años, digo, y hace unas semanas leí -por eso de la red, que una cosa lleva a la otra- una reseña de Allen Barra sobre Afterglow: A Last Conversation With Pauline Kael, de Francis Davis. Esa última entrevista con la célebre crítica de cine (considerada como la más influyente del siglo XX, sobre todo desde que dispuso de la plataforma de The New Yorker a partir de la repercusión de su crucial reseña sobre Bonnie and Clyde) se realizó en dos o tres sesiones durante el mes de julio del 2000, pero el libro incluye también la verdadera última entrevista con Pauline Kael; no la hizo Francis Davis sino la hija de Allen Barra, una niña de diez años llamada Maggie, amiguita del nieto de la amada/odiada Pauline, el 20 de junio de 2001, al día siguiente de su 81 cumpleaños y apenas tres meses antes de su muerte. Y aquí está el fragmento clave de la entrevista de Maggie donde me volví a topar con Ménilmontant:
Maggie: ¿Cuál es la película favorita de toda tu vida?
Pauline: ¿De toda mi vida? Bueno, hay una película francesa, probablemente nunca has oído hablar de ella, que es la que más me gusta. (...)
          Maggie: ¿Qué película francesa? 
Pauline: Ménilmontant, una película muda realizado en 1924 por Dmitri Kirsanov [sic] protagonizada por su bella esposa de origen ruso, Nadia Sibirskaya [sic].
Y cosas de la red (también), no tardé nada en encontrar la película perdida. Veinte años después de leer unas líneas donde la adjetivaban como brutalmente poética. Todo gracias a una niña llamada Maggie. Bueno, sí, también gracias a Pauline Kael (con la que tengo más de un contencioso a cuenta de algunas de sus cegueras, pero esa es otra historia). Claro que ahora se me pusieron los dientes largos por verla proyectada en un cine -y en soporte fílmico-, como es debido (algo que, muy probablemente, no verán mis ojos).


Dos o tres cosas que sé de Dimitri Kirsanoff. Llegó a Francia en 1919 o 1920. Había nacido en la ciudad estonia de Tartu en 1899, en el seno de una familia judía de origen alemán (aunque en su certificado de defunción figura como nacido en la letona Riga). Su verdadero nombre era David Kaplan; Kirsanoff será su nombre artístico, tomado de uno de los personajes principales de Padres e hijos, de Turguenev. Era uno de esos rusos que emigraron tras la revolución bolchevique. (Al parecer salió de la Unión Soviética en 1919, pasó por Berlín y llegó a París en 1920)  Estudió música y encontró trabajo como violonchelista en el acompañamiento musical de películas mudas en diversos cines parisinos, el Cluny, el Artístico, el Dantón... En uno de ellos conoció a una chica francesa que trabajaba en un estudio fotográfico. Se llamaba Germaine Marie Josèphine Lebas (una bretona de Redon), la futura Nadia Sibirskaïa, un nombre artístico que le lleva a suponer a Pauline Kael un origen ruso. A los dos les encantaba el cine. No sólo eso, querían hacer películas, así que en 1923 juntaron sus ahorros y rodaron La ironía del destino, escrita y dirigida por Kirsanoff e interpretada por los dos. Una película perdida; sabemos que prescindía de intertítulos o rótulos (como todas las películas mudas el cineasta).


No tardarían en poner en marcha un  nuevo proyecto. Kirsanoff rondaba los 25 años y Nadia uno menos cuando en el invierno de 1924 rodaron Ménilmontant, que entonces tenía como título de trabajo Les cent pas (una expresión que se refiere a las vueltas del destino). Una película de 38' que Kirsanoff escribe, dirige, filma y monta con Nadia como protagonista. La duración de Ménilmontant, o los 12' de la mencionada Brumas de otoño, las confinó en el circuito de los cine-clubes (fundamentales en la distribución del cine no comercial), empezando por su estreno el 26 de noviembre de 1926 en el Théâtre du Vieux-Colombier.


Quizá no venga mal decir algo del contexto en el que se produce un filme como Ménilmontant. La década de los 20 devino propicia a la experimentación cinematográfica en Europa, de forma particular en la Unión Soviética, Alemania y Francia. En el caso francés, a menudo se habla en las historias del cine de esas corrientes denominadas cine impresionista o cine de vanguardia -ya se mencionaron más arriba-; denominaciones que -más que definir- señalan modos de hacer cine que se apartan del modelo narrativo clásico -con todas las precauciones que el uso de ese  término exige-, un modelo que empezaba a cobrar forma y que cristalizaría en los años 30 en el sistema de los estudios ya consolidado en Hollywood. Pues bien, la vanguardia francesa (Germaine Dulac, Abel Gance, Jean Epstein, René Clair, Alberto Cavalcanti...) indagó las posibilidades expresivas -y plásticas- del cine; hasta dónde podía contar el cine, qué experiencias -sueños, delirios, pensamientos- podían cobrar visos fílmicos a través del registro de lo real -el uso de la cámara (la cámara en mano de Kirsanoff en Ménilmontant)- y de los engarces de imágenes -fundidos, sobreimpresionados-; en pocas palabras, se trataba de ver cómo el cine podía mostrar la subjetividad -la captura de lo real transida por el sentimiento (al asalto de nuestras sensaciones)-, allí donde la narración se destilaba en formas líricas. Una experimentación que, no lo olvidemos, confluía con las investigaciones en el montaje de los cineastas soviéticos (Eisenstein, Vertov, Kulechov, Pudovkin). En esa encrucijada encontramos a Kirsanoff, un poeta del cine que puso algunas valiosas piedritas en el camino del cine experimental: veía los filmes (y hablaba de ellos) en términos de una música creada a través del montaje -generador de ritmos y creador de resonancias a través de rimas visuales-, de una suerte de poesía visual. Rimas (y encadenados) que en Ménilmontant movilizan el sentimiento de dos huérfanas (Nadia Sibirskaïa y Yolande Beaulieu) arrastradas por fuerzas que no pueden comprender, mortificadas por la crueldad de la existencia.


De los pocos testimonios que pude leer sobre el cineasta, quizá el más cálido se deba a Walter S. Michel, en el obituario que le dedicó en el número 15 de Film Culture en 1957. Maravillado por Ménilmontant (la película pudo verse en EEUU -en los circuitos alternativos- a partir de la proyección en el MoMA de un programa del cine de vanguardia francés en 1936) y deplorando el olvido de su autor (de hecho, no se publicó un estudio sobre el cine de Kirsanoff, obra de Christophe Trébuil, hasta 2003), procuró encontrarlo y consiguió reunirse con el cineasta, en compañía de Lotte Eisner, dos años antes de su muerte. Walter S. Michel lo pinta como un hombre modesto, sencillo, íntegro y con una energía juvenil. Kirsanoff le contó que ver en 1921 La montre brisée (el reloj roto), título francés de Karin Ingmarsdotter (1920), de Victor Sjöström, representó una suerte de epifanía. Y le aclara que, por más que se le incluya en la corriente del cine de vanguardia francés, no tenía contacto alguno con los cineastas franceses o rusos; no sabía nada de cine:
Estaba tan aislado entonces como ahora.

Digamos que atrapó la estética -encadenados, efectos de montaje- que se respiraba en el aire de los tiempos;- aprendió por ósmosis. frente a la pantalla, por amor al cine. En fin, puede que estuviera aislado (de la producción comercial o de vanguardia), pero desde luego no estaba sólo. Ménilmontant, Brumas de otoño o la ya sonora Rapto demuestran que sus películas con Nadia Sibirskaïa desbordan la relación de un director con una actriz. y aun la de un cineasta que filma a la mujer que ama: son obra de una simbiosis, de una colaboración íntima en ideas y búsquedas, donde la actriz -así lo imagina Nicole Brenez- colaboraba con el director en la concepción y en la puesta en escena de las películas que rodaron juntos. (Nadia Sibirskaïa trabajará también en películas de otros directores, pongamos por caso con Jean Renoir: será Louison en La marsellesa y Estelle en El crimen del Sr. Lange.)

Nadia Sibirskaïa, como Estelle, 
en El crimen del Señor Lange.

Kirsanoff aprendió -y aprehendió- el cine con Nadia Sibirskaïa. Rodaron nueve películas juntos (mientras se amaron); la última, Quartier sans soleil (1939). Como las películas de Griffith con Lillian Gish (Feuillade con Musidora, Sternberg con Marlene, Rossellini con Ingrid Bergman, Antonioni con Monica Vitti, o Godard con Anna Karina) las de Kirsanoff con Nadia Sibirskaïa pueden verse como documentales sobre una actriz; retratos, poemas sobre el rostro de la mujer amada.


La fruición que depara Ménilmontant con los tiempos del cine que encuentran amparo en su tejido fílmico. Por una parte, ya lo dijimos, captura las formas del cine de su tiempo, derivadas de la pulsión experimental del presente de su producción: esos momentos frenesí urbano -esa música visual- donde se pespuntan imágenes cámara en mano con un montaje en staccato, que anticipan las sinfonías del Berlín de Ruttmann o El hombre de la cámara de Vertov, o esas sobreimpresiones tan caras al cine de Jean Epstein o Abel Gance.


Por no hablar de ese crimen pasional con el que arranca la película, con un uso magistral de la elipsis y el fuera de campo para destilar su ferocidad, de forma que cada corte de la imagen se sienta como un golpe mortal, una escena que podría haber firmado Eisenstein, pero también Hitchcock treinta años después.


Como esos tres cortes sucesivos sobre el rostro de la protagonista de niña cuando se entera del crimen, o cuando de mayor descubre que su amante la traiciona con su hermana un efecto de montaje que encontraremos en Los pájaros cuando la madre del protagonista descubre al granjero muerto con las cuencas de los ojos vacías.


Y qué decir de esa escena en la que un sin techo comparte un trozo de pan con Nadia Sibirskaïa en el banco de un parque, donde la cámara de Kirsanoff venera a su actriz y transfigura su rostro en un imagen sagrada; una escena en la que resuenan los ecos sublimes de Griffith filmando a Lillian Gish.


El cineasta hilvana puntos suspensivos en Ménilmontant, como las miguitas de Pulgarcito, que deja al cuidado del espectador. Y trabaja la ambigüedad (poética) donde se borran la referencias que nos permitan distinguir la realidad de la fantasía, pongamos por caso cuando Kirsanoff monta en paralelo la escena de seducción de hermana pequeña (Nadia Sibirskaïa) con aquélla en que la hermana mayor (Yolande Beaulieu) lee una novela en la cama; coches y cuerpos se encadenan: ¿son imágenes que metaforizan la pasión amorosa de la hermana pequeña de la primera escena o lo que imagina la mayor en la segunda, o las dos a la vez? Ménilmontant conjuga -como el más preciado don de su belleza- delirio y documento, melodrama y experimentación, realismo y abstracción.


Una de estas noches soñé que era un sueño recuperar esta película que había olvidado. Sueño de un sueño que regresara la memoria de Ménilmontant por una niña llamada Maggie.

1 comentario:

  1. Impresionante belleza la de Nadia Sibirskaia, Daniel. Unos rasgos que perteneciendo a la época que le tocó vivir trascienden los tiempos y se aposentan en el canon atemporal. Las fotografías elegidas para ilustrar tu entrada muestran un rostro moderno. Y elijo este adjetivo porque creo que sería el que se le aplicase visto por cualquiera en cualquier época.
    Como siempre, descubriendo cosas en cada paseo realizado por este sugerente espacio.
    Salud y películas. Y un beso para Geles

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