Hojeando viejas revistas de cine, encuentro en el número 20 de la revista Contracampo (de marzo de 1981) una entrevista con la cineasta belga Chantal Akerman, con ocasión del estreno comercial -por primera vez en España- de una película suya, Les rendez-vous d'Anna (1978).
Chantal Akerman
En general, a mí no me gustaba mucho el cine. Iba al cine con los amigos, a mis trece o catorce años, para cogernos de la mano y besarnos en la oscuridad y esas cosas. [Veían El día más largo, Los cañones de Navarone o Los diez mandamientos.] El cine parecía una cosa para cretinos. Yo prefería la literatura, quería ser escritora. Entonces vi Pierrot le fou, por casualidad, entré en el cine por el título, por los carteles, sin saber quién era Godard, sin que nadie me hubiese hablado de la película. Fue una conmoción. Mi primera conmoción en el cine, la segunda fue Michael Snow [vio La Région centrale en el cine Elgin de Nueva York, en el invierno de 1972].
Fotograma de Pierrot le fou.
La de Godard fue algo más emocional, como un impacto en el desierto donde me encontraba, El impacto de Snow ocurrió cuando ya empezaba a reflexionar un poco sobre la forma, despertó en mí algo que ya presentía. Pero, finalmente, la conmoción que representó Godard no volvería a producirse. Puede que simplifique un poco, pero todas las películas que veía, que quizá eran obras maestras, las rechazaba. Decía, ¡no es tan bueno como Godard! Me volví tan dogmática y cerrada como el más acérrimo defensor del cine tradicional. En aquella época proyectaban [en la Cinemateca de Bruselas] películas como Cuentos de la luna pálida de Kenji Mizoguchi, o películas de Pudovkin, y era incapaz de prestar atención, porque tenía los ojos llenos de Godard. Y esto duró uno o dos años, y son años que he perdido.
Fotograma de Pierrot le fou.
Chantal Akerman con 18 años
Habían pasado otros 15 años cuando evoca el impacto de la película de Godard en la entrevista de Contracampo, a esas alturas ya había rodado algunos filmes fundamentales como Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, estrenado una década después de la epifanía de Pierrot le fou, cuando Chantal Akerman no había cumplido los 25.
Chantal Akerman.
Debajo, un fotograma de Jeanne Dielman.
Esa cautividad de la mirada que le impedía apreciar maravillas como Cuentos de la luna pálida (por culpa de Godard) me empuja a ver ahora en esta fotografía de abril de 1966 un acto de desagravio.Debajo, un fotograma de Jeanne Dielman.
Godard en la tumba de Mizoguchi.
Más de cuarenta años después le seguían -le siguen- preguntando a Chantal Akerman por la revelación que experimentó con Pierrot le fou. Como en esta entrevista para la colección Criterion:
En 2010 ya estaba hasta el moño de la dichosa pregunta -y más cuando se la espetan a la primera de cambio-, así que no puede extrañarnos si en alguna entrevista despacha la cuestión Pierrot con acritud:
Él [Godard] me dio el empujón, pero eso es todo.Pero no es eso todo. Un año después quien la entrevista es Nicole Brenez, una estudiosa del cine que la cineasta respeta y con la que fluye la conversación, entre otras cosas porque Nicole crea nubes para que -llegado el momento- llueva, remontando el río de su cine hasta el relámpago primordial, y entonces sí, Chantal Akerman vuelve a evocar el nacimiento de su amor por el cine con Pierrot le fou:
Sí, no había visto nada igual. No sabía que las películas podían ser así. Me dio la fuerza, el deseo, ese deseo loco de convertirme en directora. pero al verla de nuevo, no me gusta tanto. Bueno, depende, me encanta la parte del Sur y esa canción, Ma ligne de chance.
Nicole Brenez le pregunta si también le gusta la explosión final.
Hace más de treinta años la obra de Chantal Akerman era una laguna más, de esos cineastas que descubría en las páginas de revistas como Contracampo, Casablanca o Dirigido por, y de los que no había podido ver ninguna película. Pero hace más de veinte Chantal Akerman se convirtió en una urgencia. Ya conté aquí cómo conocí a Guerín en 1992. En aquellas conversaciones me habló de cuánto había significado para él descubrir en los 70 los filmes de Chantal Akerman o Philippe Garrel (otra de mis lagunas de entonces). Cineastas a los que era difícil seguirles la pista, había que viajar para ver sus películas más recientes. A menudo Guerín evocaba este o aquel viaje en relación con las películas que le habían permitido ver. Viajar para ver cine. Ver cine para viajar. Ver por ejemplo Toute une nuit (1982) la película de los abrazos desesperados de Chantal Akerman, con sus personajes devorados por la oscuridad.
Hace unos años encontré un texto de Guerín con motivo del ciclo dedicado a Chantal Akerman por la Filmoteca Española en 2005. Más que leerlo, escuché su voz hablándome casi con las mismas palabras:
Hay películas feliz -y fatalmente- culpables, como la que alumbró a Chantal Akerman -muy cineasta de cineastas, como la define Guerín-, aquella cría de 15 años que una noche salió de ver Pierrot le fou con ese deseo loco de hacer cine.
Oh, por supuesto. La explosión más que nada. Mierda, mierda, mierda [las últimas palabras de Pierrot].
Fotograma de Tout une nuit.
A los cineastas nos gusta muchísimo inventar historias, y una de las cosas que más me conmueven es esa capacidad para dar un simple esbozo, pero un pequeño trazo perfecto que deja un espacio de sugerencia a partir del cual yo proyecto toda la historia que no necesito que me cuenten entera y en detalle. Son películas que piden un espectador-cineasta por así llamarlo, que deben ser completadas, que esperan que el espectador aporte su mirada y prolongue las pistas muy precisas que nos da. Todos los cineastas, cuando estamos haciendo una película, la cuestión que siempre nos preguntamos es: ¿Cuándo estoy dando demasiado, y cuándo demasiado poco? Siempre nos debatimos con esa cuestión. Chantal Akerman me da exactamente lo que necesito, y no me da más. Después de ver Tout une nuit, tengo la sensación de que podría escribir cuatro o cinco películas que están apuntadas, sugeridas; los espacios, tiempos, gestos, actitudes que me da son tan sugerentes que estas otras películas posibles están virtualmente latiendo en ella.
Hay películas feliz -y fatalmente- culpables, como la que alumbró a Chantal Akerman -muy cineasta de cineastas, como la define Guerín-, aquella cría de 15 años que una noche salió de ver Pierrot le fou con ese deseo loco de hacer cine.
El número correspondiente a la salida de Pierrot le fou en 1965 de Cahiers du Cinéma contenía un hermoso texto de Louis Aragon en el que reconocía a esa obra de Godard como la más hermosa película francesa de los últimos treinta años. Por su parte, algunos de los directores españoles de hace medio siglo vieron en esa milagrosa conjunción de imágenes y sonidos la plasmación de lo que el cine era capaz de hacer cuando se cuanta con el talento suficiente y se ha aprendido de los más grandes. Por último, ese mismo año rodaron sus últimas obras algunos de los viejos maestros –dando de paso obras de una plenitud y hasta lozanía que no tienen la mayor parte del celuloide actual -, como Ford o Dreyer. Y no viene mal poner en relación las creaciones finales de esos gigantes con lo que de testigo hay en la obra en general de Godard, y de Pierrot en particular, no porque los deba nada en concreto a sus respectivas y totalmente diferentes forma de hacer cine, sino a la verdadera fe que en ese medio se trasluce en todas esas películas.
ResponderEliminarPor otra parte, en escasísimas ocasiones se puede hablar de poesía a propósito de una obra cinematográfica. Y no sólo porque aquí se escuchen poemas, veamos cómo se escriben e incluso como se corrigen, sino sobre todo porque hay un aliento poética en la forma creadora: se citan textos que analizan obras de arte y que en último extremo podrían definir la propia obra que los contiene, las dos bellísimas canciones cantadas por Ana Karina es de lo mejor que dio nunca el séptimo arte cuando quiso enlazar música, poema e imagen; pero es que también hay que contar con el montaje sincopado tan característico de Godard, de una historia de amor que es una historia de desamor si es que es realmente una historia… Las palabras suturan melodías, imágenes (“Marianne Renoir”) y personajes, los ecos musicales atan a Vivaldi con la velocidad y la pasión por los coches tan explícita siempre en el realizador suizo, pero también el amor inalcanzable y las notas de esa música inolvidable de Antoine Duhamel…que son inseparables de los pinares del Mediodía francés (tan diferente de las películas parisinas en invierno, aunque tan hermosas también, sobre todo aquellas que perfilaron el rostro de Anna Karina para la eternidad).
Todo lo anterior no quita que, por si ello no fuera suficiente, en Pierrot le fou hay toda una declaración de ética: la conversación sobre la guerra de Vietnam en el coche es algo conmovedor, pero no menos curiosa es la “representación de la guerra” que hacen Pierrot y Marianne a fin de sacar dinero a unos turistas, por más que sea en un tono de broma y sin la crudeza de la escena anterior. Cabría, así mismo, hablar de esa guerra entre los traficantes de armas, que tampoco podemos tomarnos muy en serio, claro, pero que puede tener unas resonancias a las siniestras tácticas de la guerra de Argelia, que estaban latente en esa otra obra estupenda de Godard que es Le petit soldat (de hecho la tortura de la bañera es muy parecida en ambas películas).
De todas formas, y aunque habría tanto que decir de una obra tan sublime como ésta –y que para mi desgracia hace veinte años que no veo -, cosa que no haré, porque ya he robado demasiado espacio al magnífico blog de Daniel, con lo que va dicho me parece que es ya suficiente como modesta opinión sobre esa verdadera maravilla que, causalmente, se estrenó el mismo año que nací, y esa me parece la más feliz de las coincidencias.