1/3/15

Es Yoda quien debía estar aquí


Para Ángeles, 
que cuida de esta escuela,
como de un jardín (del tiempo).


Paso algunas horas estos días traduciendo Souvenirs de Kenji Mizoguchi, de Yoshikata Yoda, su fiel guionista. Basta mencionar algunos títulos que firmaron juntos para enhebrar un rosario de maravillas: Elegía de Naniwa, Historia del último crisantemo, La señorita Oyu, La vida de Oharu, Cuentos de la luna pálida, El intendente Sansho, Los amantes crucificados...

Mizoguchi y Yoda durante el rodaje 
de Gion bayashi (1953), Los músicos de Gion.


Cuenta Yoda que mientras trabajaba en un guión con Mizoguchi, aunque se veían todos los días, el cineasta prefería mandarle notas por carta para evitar cualquier malentendido, dejando constancia de sus comentarios por escrito. El guionista cree que Mizoguchi temía que, de otra forma, no le hubiera hecho caso. (Imagino que, como otros grandes directores -Ford, Ozu, Naruse, Rossellini-, más bien desconfiaba de la comunicación oral como herramienta de dirección, o si acaso de su capacidad para comunicar oralmente las ideas.) 

Mizoguchi (en el centro) 
durante el rodaje de Cuentos de la luna pálida.

En el curso del guión de Cuentos de la luna pálida, el maestro le escribió nueve (9) cartas a Yoda. En la tercera, y a propósito de la caracterización de Miyagi, apunta:
Ella encarna no sólo el amor conyugal y la fidelidad de la esposa, sino también la nostalgia natal: la tumba de los ancestros, los campos heredados de generación en generación, el retorno anual de las estaciones...

Y sobre la oposición Wakasa/Miyagi comenta:
Si Wakasa (la princesa fantasma) es un signo de muerte, el fantasma de Miyagi es una prueba de amor y de vida. Me gustaría explicitar más las diferencias entre estos dos seres. Piensa en ello. 

Pero a menudo le costaba precisar por qué algo le disgustaba o qué deseaba encontrar en un guión, y los guionistas debían trabajar a tientas, guiándose por intuiciones o conjeturas, hasta que Mizoguchi los sacaba de quicio y se rendían. Yoda nunca. Yoda perseveraba con una paciencia zen. La escritura de Chikamatsu monogatari -en occidente, Los amantes crucificados- resulta un caso ejemplar de las maneras del director.


La primera versión del guion de Los amantes crucificados fue obra del escritor Matsutaro Kawaguchi -que ya había colaborado con Mizoguchi en películas como Historia del último crisantemo o Cuentos de la luna pálida-, adaptando El almanaque del amor, una pieza trágica de 1715 escrita por Monzaemon Chikamatsu, a partir de un relato de Saikaku Ihara basado en un hecho real acontecido en 1865. Mizoguchi se queja, no ve una película en aquel guión, y cuando le dicen que se trata de una historia de amor trágico en la época feudal, no se corta un pelo:
¡No me hagáis reir! ¿Dónde está la tragedia? ¿Dónde el amor? Disculpadme pero yo no veo nada de eso: los dos jóvenes huyen, los detienen, son condenados a muerte... Y eso es todo, ¿no es así?
Entonces le preguntan qué quiere que hagan y Mizoguchi los desanima, no sacarán nada en limpio. Y ellos, que probarán. Y Mizoguchi, que es inútil. Y ellos, que qué va ser inútil, pero claro, debe darles algún consejo, alguna sugerencia. Y Mizoguchi, que qué puede decirles si no sabría expresar sus ideas. Sólo la extrema cortesía japonesa y la veneración que les inspira impide que lo manden a paseo. Yoda se pone a trabajar y escribe una nueva versión de la que se siente la mar de contento, y hasta le gusta mucho al jefe de la Daiei, la productora donde Mizoguchi ha rodado buena parte de sus obras maestras. Pero Mizo-san...
Le falta intensidad dramática. 
Yoda no puede disimular su consternación. El jefe de la Daiei, perplejo, quiere saber qué quiere decir, porque le parece que ese guión rebosa dramatismo. Y Mizoguchi, mira por dónde, va y se suelta:
Pues bien, por ejemplo, Osan y Moei hacen el amor en la habitación de la posada después de haber decidido suicidarse. ¡Es idiota! ¡Es ridículo! ¡Si están dispuestos a morir, es impensable que piensen en hacer el amor!
Cogen una barca con el único propósito de morir. Y esto basta para mostrar su estado de ánimo en este momento. Están ahora en medio del lago.
Y, de repente, no quieren morir. No tienen miedo a la muerte. Pero a diferencia de los melodramas donde los pocos momentos robados a la muerte son los más dulces que la vida permite, aquí es la desvanecida tentación de morir la que va a otorgar valor de existencia a los momentos futuros, es una verdadera apertura a la vida. 
No podemos morir así, en eso piensan los amantes justo antes del suicidio. Es así como son las cosas. Eso es en verdad dramático.  

Probablemente no existen páginas que destilen mayor devoción por un cineasta que las memorias dedicadas por Yoda a Mizoguchi. Quizá sólo cineastas como Griffith, Ford, Ozu, Kurosawa o Bergman experimentaron semejante fervor en sus colaboradores. Quizá esa veneración traicione un tanto la memoria de Yoda al presentarnos un Mizoguchi dueño -por una vez- de una elocuencia insólita, siendo como era tan reacio a dar explicaciones a unos colaboradores que se estrujaban los sesos para dar forma a cuanto alcanzaban a vislumbrar de los deseos del maestro. A menudo las instrucciones cobraban visos enigmáticos que milagrosamente iluminaban a quienes le habían dedicado sus develos -y aun la vida entera- al aquel de entenderlo y materializar sus visiones. Eso sí, desde el primer momento y sin vacilaciones, Mizoguchi había elegido a Kyôko Kagawa (la Anju de El intendente Sansho) para encarnar a Osan en Los amantes crucificados.


En las entrevistas, Mizo-san se sentía perdido y echaba de menos a su fiel guionista:
Es Yoda quien debía estar aquí.
Era Yoda quien sabía explicarse. Por eso sospecho que la desusada labia de Mizoguchi en el recuerdo del guionista sobre la sublime travesía del lago de Los amantes crucificados es un tributo de Yoda a la mirada del cineasta, al genio del maestro. Quizá lo único que dijo Mizoguchi tal cual fue ¡Es idiota! ¡Es ridículo! Lo demás viene a ser un destilado en palabras del guionista a partir de hilvanes de silencios, exabruptos y medias palabras del cineasta. Si Mizoguchi necesitaba tanto a Yoda era porque el guionista era capaz de poner negro sobre blanco los raptos y fulgores que huían -desbordaban, perdían- el cauce propicio de las palabras, como sueños fugaces.

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