Como todo el mundo sabe, Vila-Matas se hizo escritor por culpa de una película; porque vio a Marcello Mastroianni en La noche, de Antonioni,
en esa película -que se estrenó en Barcelona cuando yo tenía dieciséis años- Mastroianni era escritor y tenía una mujer (nada menos que Jeanne Moreau) estupenda: las dos cosas que yo más anhelaba ser y tener.O sea, Vila-Matas se hizo escritor por culpa de Jeanne Moreau. Una hermosa culpable y una bella culpa.
Se podría trazar un mapa de la cinefilia de Vila-Matas. (Las líneas que siguen puede leerse como unas notas -ni siquiera un esbozo- de ese proyecto cartográfico.) Las referencias a películas y cineastas menudean en sus ensayos (muy recomendable la antología Una vida absolutamente maravillosa, que publicó Debolsillo hace unos cuatro años), aunque tampoco faltan en sus novelas; sin ir más lejos, Aire de Dylan enhebra un hilo -a modo de pesquisa detectivesca de Vilnius, su protagonista- sobre la autoría de la frase Cuando oscurece siempre necesitamos a alguien en los diálogos de Tres camaradas; más concretamente, Vilnius quiere saber si -como está convencido- su autor fue Scott Fitzgerald, uno de los siete u ocho guionistas -incluido su productor, Joseph L. Mankiewicz- que faenaron en la escritura de la película de Borzage estrenada en 1938. (Aunque trabajó en los guiones de otros filmes -por citar dos: Un yanqui en Oxford y Lo que el viento se llevó-, Scott Fitzgerald sólo aparece acreditado como guionista en Tres camaradas.)
Fotograma de Tres camaradas
con una maravillosa Margaret Sullavan.
La frase -¿sobra decirlo?- no se escucha en la película. De hecho, Vila-Matas ponía en boca del editor Samuel Riba, el protagonista de Dublinesca -su novela anterior- una frase (o quizá cita) muy parecida: cuando oscurece, todos necesitamos a alguien. Claro que -como todo el mundo sabe- la poética de Vila-Matas es deudora del cine de Godard, tan amigo de las citas y quizá todavía más de inventarlas.
Así como él [Godard] decía que quería hacer películas de ficción que fueran como documentales y documentales que fueran como películas de ficción, yo he escrito -o pretendido escribir- narraciones autobiográficas que son como ensayos y ensayos que son como narraciones.
En los días de mi más extrema juventud, en años franquistas, todo era obligatorio y debía hacerse con un gran orden. Las cosas, por ejemplo, comenzaban por el principio y acababan por el final. Por eso fueron una gran sorpresa para mí, y no la he olvidado nunca, unas declaraciones de Jean-Luc Godard en las que decía que le gustaba entrar en las salas de cine sin saber a qué hora había empezado la película, entrando al azar en cualquier secuencia, y también le gustaba marcharse antes de que la película hubiera terminado. Pasados los primeros momentos de sorpresa, que llegaron acompañados de la sensación de haberme liberado de un pesado fardo, lo primero que pensé fue que a Godard no debían interesarle los argumentos de las películas.
Tirando de ese hilo de Aire de Dylan, una novela tejida con alusiones cinéfilas, llegamos a Barton Fink de la mano de Vilnius que, en su viaje a Hollywood adonde le lleva su pesquisa detectivesca (a propósito de la dichosa frase), se hospeda en el hotel Erle, donde vivía el guionista encarnado por John Turturro en la película de los Coen; aunque no es el mismo Erle: el de Aire de Dylan imita al de Barton Fink en una versión de cuatro estrellas (un juego de espejos en el teatro de máscaras tramado por Vila-Matas). Y aprovecha para jugar también con las citas; alude a Faulkner que -como Fitzgerald- trajinó en aquellos parajes y
fue implacable con este mundo: Siguen allí haciendo películas brillantes y originales. Pero mi sentimiento principal acerca de Hollywood es el suicidio.Vila-Matas sabe de sobra que la frase es de Cheever (en una entrevista para The Paris Review) y así lo cita en una de las entradas del Segundo dietario voluble. Pero en Aire de Dylan le venía bien atribuírsela a Faulkner para seguir jugando con Barton Fink, donde los Coen juegan con un trasunto del autor de Luz de agosto.
Y justo en esa entrada (publicada en la serie de Vila-Matas, Café Perec, los martes en El País), celebra los veinte años de Barton Fink (quizá ya se traía entre manos Aire de Dylan):
Un film que, cuando lo vi, no me convenció nada, pero luego me he pasado toda la vida recordándolo. Ya se sabe, hay historias que narran algo mucho más profundo y complejo de lo que aparentemente nos relatan, y luego nos persiguen. Son historias que cuando terminan empiezan en nosotros.
En Un tapiz que se dispara en muchas direcciones, lamenta no haber incluido en Bartleby y compañía al escritor trastornado de El resplandor de Stephen King, encarnado por Jack Nicholson en el filme de Kubrick (muy pocas películas me han fascinado tanto); y al escritor alcoholizado de Días sin huella, la película de Billy Wilder, en la piel de Ray Milland. Con todo, prefiero la primera primera parte del ensayo donde -a propósito del final de Los muertos de Joyce- evoca la primera vez que le puso los ojos encima a Viaggio in Italia (en un pase por televisión):
no exagero nada si digo que me pareció formidable.Vila-Matas encuentra en el filme de Rossellini una poética próxima, un mestizaje entre ficción, documental y autobiografía que comparte. Le llama la atención la escena de la terraza entre Ingrid Bergman y George Sanders, que abre un pasaje con el desenlace del cuento de Joyce, pero también la forma de empezar la narración:
Absolutamente moderna. (...) Rossellini empieza Viaggio in Italia en medio de una escena aparentemente trivial en la que vemos a Ingrid Bergman y George Sanders viajando aburridos en coche por una carretera desierta. No sabemos de dónde vienen ni adónde van. Prescindimos de la vastedad del cosmos para concentrarnos en la representación de un fragmento mínimo de la vida de una pareja que viaja en coche.
Podéis leer aquí un ensayo de Vila-Matas en Letras libres donde se cita con Godard, Antonioni o Wenders. Y con Viaggio in Italia:
Rossellini, con la primera secuencia, crea en los espectadores la impresión de que han entrado en la sala con la película ya comenzada. Con esa primera secuencia, yo creo que Rosellini era consciente de que, dado que la vida es un tejido continuo y dado que cualquier principio es arbitrario, una narración puede empezar en un momento cualquiera, por la mitad de un diálogo, por ejemplo, tal como se atrevieron a hacer Tolstoi o Maupassant.No puedo obviar Ni Ford ni Hawks (publicado hace veinte años en Diario 16 y recogido en El traje de los domingos), quizá el más declaradamente cinéfilo de sus ensayos, pero ni por asomo figura entre los más logrados, justo porque el cine (que prefiere) es el motivo central; a la escritura de Vila-Matas le sienta mejor cuando el cine representa un atajo abrupto, un demorado merodeo o una azarosa vereda en una deriva al acaso. Para quienes no hayan leído el ensayo y decidan obviar el enlace, aclararé el sentido del título: Vila-Matas no quiere elegir entre Ford o Hawks -dos de sus cineastas predilectos-, porque
el cine es una república y le sentaría fatal tener un monarca.
El último párrafo se lo dedica a Extraños en el paraíso, de Jim Jarmusch,
que a día de hoy [1 abril de 1995] -mañana puedo cambiar, soy y seré siempre muy voluble- se me antoja mi película favorita. Al terminar de verla, me quedé mudo para el resto del día, pues me pareció que esa era la película que me hubiera gustado filmar de haberme dedicado al cine,
Nuestra indisciplina de colegiales no iba más allá de las paredes de un cine de barrio, el Texas -milagrosamente todavía en pie- una de las escasas salas que permitían nuestro acceso a películas no aptas. Aún no existían los Beatles. Y la fiesta de los jueves [los alumnos de maristas no tenían clase ese día] se nos antojaba inventada exclusivamente para nosotros, para que pudiéramos acercarnos, un día a la semana, al mundo de lo prohibido, a las muchachas de trapecios rojos y a las gatas (calientes) sobre los tejados de zinc. Era el único día en el que aprendíamos algo.
nuestra insensata alegría ante la lencería de la destrucción.
Aida (Claudia Cardinale) bajando las escaleras en La chica con la maleta de Valerio Zurlini.
la primera película de mi vida: un western. No recuerdo el título ni el argumento. Después de todo, sólo tenía tres años y medio.Una película que cifra la experiencia de un miedo primordial:
Aquel terror surgió sin duda del descubrimiento de lo distinto. (...) He estudiado mi terror cheyene, y para mí no hay duda de que si ese tenaz recuerdo sobre mi primer miedo me ha acompañado -intacto- siempre a lo largo de la vida, ha sido porque encierra en él mismo la llave de los compartimentos secretos de todo mi mundo anímico.O la entrada donde cuenta que su padre lo llevó no sé cuantas veces en el invierno de 1961 a ver Al oeste del Zanzíbar, para que aprendiera a distinguir entre hipopótamos y rinocerontes.
Y desde luego se lleva la palma La calle Rimbaud, donde Vila-Matas traza el mapa cardinal -mítico y fundacional- de su infancia, ese camino que recorría de casa al colegio. Uno de los mojones de su mundo -del mundo- era el deslumbrante cine Chile...
podía verse el incendio de luz del vestíbulo del cine Chile, donde se anunciaban grandes acontecimientos, inminentes estrenos, túnicas sagradas y, al anochecer, Cinemascope.No queda nada de su calle Rimbaud:
El cine Chile es hoy un vulgar parking. (...) Un extraño panorama para después de esa batalla perdida en la vida, que es la infancia.
Muy buen trabajo de recopilación de citas del gran citador de nuestra literatura reciente. La frase "Cuando oscurece siempre necesitamos a alguien" que Vila-Matas atribuye a Tres camaradas de Frank Borzage me recuerda a Río Rojo de Howard Hawks, sobre la que leímos en enero una entrada en este blog: "Necesitas lo que te puede dar una mujer... el sol sólo brilla la mitad del tiempo. La otra mitad es la noche."
ResponderEliminarUn saludo,